¿Quién es?
Rafael Alberto Pérez
Autor de referencia en comunicación estratégica, conferenciante y consultor. Es consejero de The Blueroom Project - TBP Consulting para temas de turismo y ocio
Considerado el padre de la Nueva Teoría Estratégica (NTE) y autor laureado. Su libro “Estrategias de Comunicación” (2001) ha recibido dos premios internacionales y ha sido seleccionado la revista “Razón y Palabra” como uno de los textos más influyentes en Iberoamérica.
En la actualidad divide su actividad entre impartir Seminarios- invitado por más de 170 Universidades y empresas de 14 países- y ejercer como consultor estratégico.
Considerado el padre de la Nueva Teoría Estratégica (NTE) y autor laureado. Su libro “Estrategias de Comunicación” (2001) ha recibido dos premios internacionales y ha sido seleccionado la revista “Razón y Palabra” como uno de los textos más influyentes en Iberoamérica.
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20/12/2024 18:01 - Pablo Javier Piacente
In memoriam
Algunos pasamos por el espacio/tiempo, y con suerte, dejamos tras nosotros un pequeño rastro de recuerdos limitado a un grupo de familiares y amigos. Otros, los menos, se salen del guión, rozan lo imposible y reciben la única inmortalidad de que pueden disfrutar los mortales: el reconocimiento de las generaciones venideras. Ahí está Aristóteles, le seguimos citando XXV siglos después. Y lo que es más importante lo citamos como autoridad.
Vienen a mí estas ideas con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez. Ese ser humano simpaticote y bigotudo que conocíamos por sus apariciones esporádicas en los medios de comunicación se ha ido, pero nos ha legado su obra, una obra inmensa. Su huella real y mágica va a quedar ahí influyendo en los escritores futuros. Poco puedo añadir que no se haya dicho ya. Tampoco es ese el propósito de este blog. Soy consciente de que mis lectores están al día. Lo que intento compartir con ellos son mis sensaciones de esos hechos, “mi” suceso interior en torno a ellos. Tampoco sé si vale la pena, pero al menos es una “mercancía” exclusiva y única. Tal vez algo egocéntrica. Por eso ante la muerte de Gabo, me hago las mismas preguntas de siempre ¿Qué me suscita? ¿Hay algo en ello que merezca ser compartido? ¿Tendré el impulso de escribirlo?
Les cuento: leí “Cien años de soledad” con unos 28 años. Yo ya vivía y trabajaba en Madrid y seguramente encontré el libro en casa de mis padres durante alguna de mis cortas vacaciones en A Coruña. Todavía conservo el ejemplar: la decimocuarta edición de 1969 de la Editorial Sudamericana de Buenos Aires.
De su lectura retengo sensaciones más que fragmentos. Y por eso no recuerdo aquella “tarde remota” en que el padre de Aureliano Buendía “lo llevó a conocer el el hielo”, con la que comienza el libro, y que estos días de duelo se repite tanto, pero en cambio sí recuerdo al coronel haciendo ejercicios malabares con las botellas. No se hablaba entonces del realismo mágico, pero siempre entendí que se trataba de una obra diferente. Y, aunque llegarían otras, preferidas incluso por el propio autor, para mí sería Macondo y su micro-universo la gran aportación de García Marquez a la literatura universal.
Hoy, pasados tantos años de su lectura, me resulta curioso comprobar como la vida me ha llevado a conocer algunos de los espacios mas carácterísticos del triángulo mágico de Macondo. No, no estuve en Aracataca, es cierto, pero sí en Santa Marta, Barranquilla y Cartagena de Indias. Tres ciudades clave en la vida y obra de Gabo. Hoy forman parte de una ruta turística en el Caribe colombiano que lleva su nombre y en la que se pueden visitar los lugares que inspiraron su labor narrativa.
Pero debo aclarar que no fui como turista ni entonces existía esa ruta. Acorde a mi oficio de académico visité Santa Marta invitado por su decano, el profesor Jorge Arturo Salazar para impartir un Seminario en la sede local de la Universidad Sergio Arboleda. Pero si hablo de Santa Marta, es porque fue allí, concretamente en la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde García Márquez sitúa su “General en el laberinto” y nos narra los últimos días de un Simón Bolivar debatido y moribundo víctima del abandono y la tuberculosis.
Parecidos motivos me acercaron a Barranquilla. Esta vez mi anfitrión era el Decano Pablo Antonio Múnera de la Universidad Autónoma del Caribe. Barranquilla es una ciudad llena de vivencias de García Márquez. Fue allí, en el Colegio San José fue donde inició Gabo sus estudios de bachillerato hasta que “una decepción amorosa” le llevó a mudarse a Zipaquirá, en la Sabana de Bogotá- lugar que también tuve el gusto de visitar- donde terminaría el bachillerato y viviría hasta 1946. Una Barranquilla a la que volvería para escribir en El Heraldo. Hoy se exhibe en el Museo Romántico la máquina Underwood con la que trabajó en el periódico, escribió “La hojarasca” y redactó los avisos promocionales de la tienda El Tokio. Fue también en Barranquilla donde se inspiraría para Crónica de una muerte anunciada. Y viviría su bohemia más loca a caballo entre la residencia Nueva York- un lugar frecuentada por prostitutas- y el Café Roma en el que pasaría noches de insomnio escribiendo y charlando. Una Barranquilla a la que volvería para casarse el 21 de marzo de 1958 con Mercedes Barcha en la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Pero si el viajero quiere sentir el verdadero espíritu de Macondo le sugiero cenar- eso sí acompañado- en alguno de los locales que se ubican a las orillas del Río Magdalena, cerca ya de su desembocadura, donde las aguas turbulentas arrastran los fantasmas de las plantas ribereñas caídas río arriba.
Pero si bien recorrí sus espacios lo cierto es que nunca coincidí con Gabo. Lo más cerca que estuve de él fue el año 2009 en Cartagena de Indias donde fui para participar en el VII Encuentro de FISEC. Me encontraba en la terraza del Hotel Convento Santa Teresa bañándome en la piscina cuando, desde allí, lo vi caminar con paso inseguro en el jardín de su casa (contigua al hotel) asistido por una cuidadora. Fue la primera vez que tomé conciencia de su frágil salud. Sería en otro convento de Cartagena el Hotel Santa Clara donde Gabo situaría Del amor y otros demonios.
De todas esas experiencias y coincidencias retengo una anécdota que es la pone título a este comentario y que ha sido el pretexto que me animó a escribirlo. Ocurrió en Barranquilla. Mi seminario había terminado y mis colegas de la Universidad me invitaron gentilmente a una cena de despedida. Fue en la Fundación La Cueva. No pudieron elegir mejor sitio.
Aunque La Cueva fue en su inicio una tienda de abarrotes (un ultramarinos como les llamamos en España) y se llamaba El Vaivén, en 1954 vivió una transformación de la mano de Eduardo Vilá quien lo convirtió en el bar La Cueva y, como tal, pasaría a ser el buque insignia del llamado Grupo Barranquilla: Alejandro Obregón, Álvaro Cepeda Samudio, Enrique Grau, Rafael Escalona, Fernando Botero, Nereo López, Julio Mario Santo Domingo y un jovencísimo Gabriel García Márquez. Pasado ese momento de esplendor La Cueva tuvo que cerrar sus puertas en 1970, para volver a abrirlas en 2004, esta vez ya como restaurante, gracias a dos inversionistas, los hermanos Fuad y Habib Char que adquirieron la casa para recuperar su historia y convertirla en todo un símbolo de la renovación artística y cultural. Una historia que el visitante puede seguir a través de los murales y las fotos de Gabo y sus amigos de parranda que adornan hoy las paredes de La Cueva.
Me encontraba precisamente viendo esas fotos cuando uno de mis anfitriones llamó mi atención sobre una extraña losa protegida con una cristal que desentonaba en el suelo del local, por lo demás muy bien decorado.
- ¿Rafael ves esta losa? ¿Qué crees que es?
- Parece una huella de animal, pero de un animal muy grande ¿Un hipopótamo?
– Bueno, un elefante. Te cuento: una noche de bohemia llegó a la Cueva tarde y con unas copas de más, el pintor Obregón, el mismo que pintó aquel mural La mujer de mis sueños que ves al fondo de la barra. Bueno, pues el local ya estaba cerrado y Eduardo Vilá que dormía allí no quiso abrirle la puerta. Así que Obregón, ni corto ni perezoso, cruzó la explanada y contrató al domador de un circo, que estaba enfrente, para que uno de sus elefantes rompiera la puerta. Dicho y hecho. El pavimento de la acera estaba recién hecho y fresco y quedó marcada en el cemento la huella del elefante. Y con ella una forma de vivir, bromear y disfrutar. Años más tarde con motivo de la reapertura de La Cueva los decoradores pasaron aquel trozo de acera y lo instalaron en el suelo interior del local convirtiéndola en símbolo de una forma de ser, vivir y entender la amistad. No todos los días se lleva un elefante al bar de la esquina.
Y hoy, ausente Gabo, pienso que, más allá de una anécdota y un pretexto, esa huella de elefante es la metáfora viva del enorme legado que Gabriel García Márquez ha dejado a la literatura universal.
Descanse en paz.
Rafael Alberto Pérez
Viernes, 25 de Abril 2014
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Blog sobre comunicación estratégica
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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