Artículos y comunicaciones
Lunes, 17 de Septiembre 2007 - 20:54
Actualmente hay quien defiende que la ‘amarnología’ ha tomado carta de naturaleza dentro del campo de la ‘egiptología’ como una parte casi independiente de esta ciencia histórica. Los datos ofrecidos por la KV 55 resultan ser muy importantes dentro de los que se poseen para esclarecer el periodo amárnico en el momento de su extinción.
El herético de la ciudad del Horizonte
El faraón Ua-en-Ra, Aj-en-Aton, había finalizado su atormentada vida en medio de una gran polvareda histórica que empañaría y oscurecería los últimos años de la gloriosa dinastía XVIII. Después de la clamorosa desaparición del rey hereje, el universo Amárnico se desplomó en enormes pedazos que, como el derrumbe de un confuso y babélico edificio, engulló entre sus escombros para la historia a todos los personajes que habían protagonizado aquellos angustiosos tiempos.
Si tratamos de reconstruir los acontecimientos que siguieron a la muerte de Aj-en-Aton tendremos la impresión de que los salones de los palacios del Amarna debieron convertirse en el mismísimo reino del caos.
Enloquecidos personajes sin norte ni rumbo, conscientes de que la maldición de Amón les había alcanzado y no podían escapar a ella, protagonizaron y padecieron los esperpénticos acontecimientos de la convulsa agonía de aquel mundo.
Muy poco antes de la muerte de Aj-en-Aton parece que otro hijo del gran Amen-Hotep III, llamado Se-Menej-Ka-Ra, había sido alzado al trono para compartirlo con el herético en una forzada corregencia. Al mismo tiempo o muy poco después, una reina, que muchos identifican con Meryt-Aton, la hija de Aj-en-Aton, ocupó el trono en compañía del citado personaje y, cuando este murió, lo que sucedió en meses, lo hizo en solitario.
Recientemente se propuso identificar a Se-Menej-Ka-Ra con la propia reina Nefert-Ity, lo que aún añadió más confusión al problema.
Todo este barullo familiar tomó su orden y apariencia regulares ante los ojos de la historia con la subida al trono de otro probable hijo de Amen-Hotep III, el rey-niño Tut-Anj-Amón, quien desposó como reina a una hija de Aj-en-Aton llamada Anj-es-en-Pa-Aton, más tarde Anj-es-en-Amón.
Cuando el orden fue restaurado en todo el país, se impuso barrer las escorias del gran incendio amárnico, recoger los restos dispersos del naufragio familiar e histórico que acababa de concluir. En una palabra, ocultar lo acaecido y borrar para siempre de los anales y de la misma memoria de Egipto, que alguna vez hubieran sucedido los acontecimientos de la ciudad del Horizonte de Aton en Amarna.
Es seguro que los sacerdotes de Amón y los últimos miembros de la desaparecida familia real estuvieron de acuerdo, en que, una vez abandonada la Ciudad del Horizonte, tras la muerte de todos los personajes reales que la habían habitado, sus cuerpos, que habían sido enterrados en la Tumba Real del Amarna, deberían ser sacados de allí y transportados a la ciudad de Tebas, para reposar en la necrópolis tradicional de los reyes del Imperio Nuevo.
Así pues, bajo el reinado de Tut-Anj-Amón se llevó a cabo el cambio de ubicación de las momias de todos ellos. Se hicieron nuevas exequias y se excavó con urgencia, en el Valle de los Reyes, una tumba, casi un agujero, para cumplir de manera precipitada y con un mínimo decoro, las exigencias de la liquidación del mundo amárnico, tal como era lógico que fuera la voluntad del nuevo rey, al fin y al cabo, familiar directo de los difuntos.
Los sacerdotes encargados de tan delicada tarea la debieron desarrollar seguramente con gran aprensión. Podemos imaginar la repugnancia de aquellos miembros del clero de Amón a la hora de realizar los nuevos enterramientos de personajes que, política y religiosamente, les eran tan contrarios.
De hecho, se trataría más de un apresurado almacenamiento de cuerpos y ajuares funerarios en un lugar escondido e ignoto que, de un enterramiento de acuerdo con las costumbres y creencias funerarias del tradicional mundo egipcio.
De este modo, se decidió que una tumba sin concluir, excavada en un lugar del Valle de los Reyes, sería el lugar de compromiso para depositar el sarcófago y la momia de la esposa de Amen-Hotep III, y los cuerpos de Aj-en-Aton y de Se-Menej-Ka-Ra.
Ninguna pintura ritual en las paredes, ninguna inscripción funeraria, ningún cartucho o nombre en la tumba. En verdad, fue más un escondrijo que una tumba en toda regla.
Así quedó este escondite con sus ocupantes durante el reinado de Tut-Anj-Amón y, seguramente, de su sucesor el faraón Ay, el último personaje de la saga amárnica.
El descubrimiento
A principios de enero del año de 1907 el dueño efectivo de las exploraciones arqueológicas en el Biban El Muluk de la orilla occidental de Luxor era el abogado norteamericano Theodor. M. Davis. Después de largos años de dedicarse a los negocios y a los asuntos de su profesión, se había convertido en un hombre lo suficientemente rico como para trabajar en lo que realmente amaba: la exploración arqueológica del antiguo Egipto.
Los resultados favorables de sus campañas de excavación le habían animado a proseguir con sus trabajos en la necrópolis real más importante de Egipto. De hecho, sus hallazgos, consistentes en una magnífica tumba, cada año, desde 1902, le habían proporcionado una reputación de hábil excavador que no era muy bien vista por los llamados arqueólogos profesionales.
De este modo, se decidió por el Servicio de Antigüedades que, como distracción y diversión, el asunto ya había llegado demasiado lejos. Cuando Davis quiso reiniciar su habitual campaña de excavaciones en el año 1905, Arthur Weigall, a la sazón nuevo inspector del Servicio en el distrito, impuso al, según su pensamiento, ‘intruso arqueólogo aficionado’ del que tan solo parecía bueno su dinero, la permanente presencia del arqueólogo de su confianza, Edward Russell Ayrton.
Aceptada por Davis la presencia permanente de Ayrton en la excavación, se iniciaron los trabajos correspondientes. Davis había decidido, a partir de su conocimiento de la zona y de sus hallazgos en los años anteriores, que el aérea en la que se harían las prospecciones debería ser una colina formada con los evidentes restos de la excavación de la tumba de Ramsés IX y de las de Sethy I, Ramsés I, II y III.
En efecto, a poca distancia al oeste de la tumba de Ramsés IX, se produjo el hallazgo esperado. El 3 de enero de 1907, conforme a los datos proporcionados por el diario personal de Emma B. Andrews, familiar de Davis y presente en los trabajos, el equipo de excavadores egipcios descubrió ‘un hueco en la roca’ con restos de jarras, probablemente de la dinastía XX, que parecían proceder de alguna ceremonia de enterramiento.
Interesado en el hallazgo, Davis ordenó a Ayrton rastrear más detalladamente la zona. Tres días después, el 6 de enero, se descubría la entrada de la tumba que hoy conocemos como la KV 55.
Las primeras sorpresas
Lo primero que encontraron los excavadores, después de haber limpiado los tramos de una escalera de piedra que descendía hasta la puerta de la tumba, fueron los restos de un muro hecho de mampostería que llevaba los sellos del chacal con los nueve prisioneros.
Esta era la prueba de que la tumba había sido abierta en la antigüedad y, después, vuelta a cerrar bajo el control de los supervisores de la necrópolis. La impronta del sello así lo proclamaba.
Entonces, ¿no era un enterramiento intacto?. Y, en tal caso, ¿cuál podría ser la razón de su apertura y posterior cierre?. ¿Habría sido abierta para ser objeto del saqueo por los ladrones de tumbas?. Todas estas preguntas y muchas más se agolpaban, seguramente, en las cabezas de Davis y de Ayrton.
En todo caso era evidente que la abertura practicada en una parte de la pared primitiva era parcial; casi, como si se hubiera realizado sin aparente preocupación por parte de los profanadores. Su tarea parecía no depender de una desagradable e inesperada sorpresa, como habría sido el caso de los ladrones cogidos desprevenidos en el acto de la comisión de una sacrílega violación.
La segunda puerta vallada se vio que estaba parcialmente demolida. Una vez abierta por los excavadores se encontraron en un corredor de cerca de un metro ochenta centímetros de ancho relleno de fragmentos de piedra calcárea hasta una altura de un metro o un metro veinte centímetros del techo, a la entrada, y de algo menos de un metro ochenta centímetros al otro extremo del corredor.
Lo más chocante resultaba ser la construcción poco esmerada de una especie de camino en forma de rampa, destinada a facilitar el acceso, salvando el desnivel existente, entre la segunda puerta y la cámara sepulcral, a unos diez metros de distancia.
Esta obra, evidentemente ejecutada con ocasión de la violación antigua de la tumba, debería haber indicado a los excavadores que, algo anormal, algo no habitual ni de uso en las prácticas funerarias egipcias, se había producido en aquella extraña tumba hacía más de tres mil años
A pocos pasos de esta entrada y reposando sobre el camino hecho con cascotes de calcárea se encontraba un lateral de un santuario de madera dorada, sobre el que se había depositado una puerta que aún poseía sus goznes de cobre y que, con toda seguridad, había formado parte del mismo tabernáculo.
Al otro extremo del corredor se encontraba la cámara sepulcral. Tenía siete metros de largo por unos cinco de ancho y una altura de cuatro metros. El suelo de la cámara había sido excavado en la roca un metro más bajo que el del corredor.
A partir de la entrada, la rampa de cascotes de calcárea construida en el pasillo, proseguía hasta el interior de la sala. Sobre esta rampa y en medio de la entrada, estaba depositada la otra hoja de la puerta del santuario y un gran soporte para un vaso ritual hecho de alabastro.
Frente a esta entrada, en la pared, los excavadores pudieron ver Amontonados los otros paneles del santuario. Algo a la izquierda, entrando, se encontraba en el suelo la parte posterior del tabernáculo. Se trataba sin duda, a la vista de las inscripciones que se podían leer a duras penas, de la capilla de madera que había contenido el sarcófago de la reina Tiy, la esposa más importante del rey Amen-Hotep III.
Los muros de la cámara sepulcral habían sido enlucidos con yeso, pero no se había incluido en ellos ningún tipo de pintura o representación. En la parte sur de la cámara se había excavado otra pequeña estancia de un metro ochenta centímetros de alto, por uno treinta de ancho y uno cincuenta de largo, en cuyo interior se habían depositado cuatro vasos canopos de calcita egipcia con tapaderas en forma de cabeza humana y peluca de la época amarniense.
Delante de ellos, en el suelo, había el ladrillo mágico correspondiente al punto cardinal sur. Los otros dos, correspondientes al norte y al oeste, estaban depositados, ocupando sus lugares.
La momia de la discordia
Justo delante de la entrada a esta pequeña salita auxiliar se hallaba depositado sobre un lecho mortuorio adornado con cabezas de león que había caído al suelo, un ataúd de elegantes formas; era de un tipo que nunca se había visto hasta aquél momento. El sarcófago había quedado abierto a causa de la caída y, la momia, al descubierto.
Se parecía enormemente al segundo sarcófago interior de Tut-Anj-Amón que se descubriría cinco años después. La peluca era de la misma clase que la de las cabezas de los vasos canopos hallados en la salita sur y, sobre la frente tenía un úreus que indicaba a las claras el origen real del personaje momificado que estaba en su interior.
Otro ladrillo mágico, el correspondiente al Este, estaba bajo el lecho mortuorio. A los excavadores les llamó enormemente la atención el hecho terrible de que, la máscara de oro del sarcófago había sido, literalmente, arrancada de cuajo como si se tratara del propio rostro del difunto. La sensación era terrorífica.
Sin duda, se había pretendido suprimir la identidad del ocupante del sarcófago. Pero, no parecía tratarse de una actuación de ladrones, puesto que se había dejado en su lugar el úreus, también elaborado con materiales preciosos, el resto del sarcófago, las bandas de oro que rodeaban a la momia y un collar en forma de diosa buitre alada, también hecho de oro.
Para completar el ‘puzzle’ aparecieron un cuchillo ritual pesheskaf, utilizado para la ceremonia de la apertura de la boca, que llevaba el nombre de la reina Tiy, y varios sellos de barro cocido con el nombre de un rey hasta entonces desconocido, Tut-Anj-Amón.
Por lo demás, el enigma estaba servido. Ni el sarcófago, ni las bandeletas de la momia llevaban nombre alguno. Los cartuchos que, en su momento, estuvieron insertados en diferentes partes de la caja mortuoria, habían sido cuidadosamente suprimidos, arrancándolos de su lugar.
Las bandas de oro que rodeaban a la momia tenían también arrancados los cartuchos con los nombres reales que hubieran facilitado alguna pista sobre el cadáver.
El resto del evidente ritual execratorio se completaba a la vista de la supresión de parte de las inscripciones y relieves de alguno de los paneles de la capilla de madera de la reina Tiy, así como la falta de los úreus de los vasos canopos, o la sustracción de las figuras-amuleto que habían formado parte de los cuatro ladrillos rituales hallados en la cámara.
Se trataba de una destrucción selectiva que no podía ser pasada por alto.
Pero ¿y los restos humanos?. ¿A quien pertenecían? ¿a un hombre o a una mujer?, ¿qué edad aparentaba tener el cuerpo al momento de la muerte?. Todas estas preguntas quedaban sin aparente respuesta.
Davis, creía que se trataba del cuerpo de la propia reina Tiy. Weigall, opinaba que el cuerpo hallado pertenecía a Aj-en-Aton. Examinada la momia ‘in situ’ se llegó a la conclusión de que la pelvis era, desde luego, la de una mujer.
Así las cosas, se enviaron parte de los restos, para su estudio, al anatomista Elliot Smith, en El Cairo. Y ¡cual no sería la sorpresa, cuando el médico dictaminó que no se trataba de los huesos de una mujer mayor, sino de los de un hombre joven que parecía haber fallecido hacia los veintitrés años de edad.!
Este dictamen echó por tierra la posibilidad de que se estuviera ante la momia de la reina Tiy. De tal manera se comenzó a barajar con fuerza la posibilidad de que se tratase de los restos del mismísimo Aj-en-Aton. Pero la cronología fallaba. No era posible a la vista del número de años de reinado atribuido a este rey que aquél cuerpo fuera el suyo. Aj-en-Aton debió haber vivido hasta alcanzar, al menos, la edad de treinta o treinta y dos años.
Norman de Garis Davies avanzó entonces, en medio de la calenturienta discusión, la tercera posibilidad: aquellos restos humanos habrían pertenecido a un personaje no muy bien conocido, cuya ubicación en los tormentosos acontecimientos del mundo del Amarna era bastante controvertida. Su nombre era Se-Menej-Ka-Ra, cuya memoria había sido perseguida al igual que la de Aj-en-Aton.
Así quedó el asunto hasta que un nuevo examen de lo que quedaba de los restos hallados en su día en la KV 55, llevado a cabo por el Profesor Derry, concluyó a la vista de la fusión de las epífisis en el cuerpo hallado que, sin ninguna duda se trataba de los restos humanos de un varón no mayor de veintitrés años, aceptándose, así pues, la tesis de que la momia debía ser la de Se-Menej-Ka-Ra.
Otras pruebas complementarias aportaron datos sobre las vinculaciones biológicas entre Aj-en-Aton y Se-Menej-Ka-Ra, sugeridas por el aspecto de las representaciones conocidas en relación con las características anatómicas de la momia.
La última novedad sobre el misterio la aportó el egiptólogo británico Nicholas Reeves al defender la tesis últimamente propuesta por algunos estudiosos que negaba utilidad alguna a los datos aportados por los restos humanos hallados en la tumba para identificarlos como los de Se-Menej-Ka-Ra y defendía ardorosamente la idea de que podría ser los mismísimo Aj-en-Aton, permitiendo entonces la identificación de Se-Menej-Ka-Ra con Nefert-Ity.
¿El desenlace del enigma?
Parece que nunca se sabrá la verdad con certeza absoluta, si no se producen hallazgos decisivos que ayuden a ordenar todo este puzzle. Sin embargo, todos los indicios apuntan a que, transcurridos algunos años después de la desaparición de los últimos reyes de la dinastía XVIII se resolvió liquidar las cuentas pendientes entre el dios Amón y los heréticos de Amarna.
Se presume que, en tiempos de Sethy I o de Ramsés II y Mer-en-Ptah, el consejo de los sacerdotes de Amón, siguiendo las instrucciones de la casa real para borrar de la faz de la tierra la memoria del herético Aj-en-Aton, resolvió acabar con cuantos restos se encontrasen en Amarna o en cualquier otro lugar relacionados con aquel personaje.
Se desmontaron templos, se arrasó lo que quedaba de la ciudad de Aton, se borraron inscripciones y, según proponía el egiptólogo británico Cyril Aldred, probablemente se habría acordado sacar la momia de Aj-en-Aton de su último lugar de descanso.
En el interior de la tumba que nos ocupa se habrían depositado probablemente al menos tres momias: la de Tiy, la Se-Menej-Ka-Ra y la de Aj-en-Aton.
Aldred propuso muy sólidamente que quizás los sacerdotes de Amón decidieran que la esposa de Amen-Hotep III debería descansar en el interior de la tumba de este rey en el Valle de los Monos.
En cuanto a Aj-en-Aton procederían a sacar su momia y probablemente la destruyesen. Esto equivalía a la aniquilación definitiva. La Nada en medio de la Nada.
En cuanto a la tercera momia, la de Se-Menej-Ka-Ra se habría consentido que permaneciera en la tumba, pero también sometieron a la memoria de este personaje a las ceremonias execratorias de pérdida de la identidad para toda la eternidad.
Borraron sus nombres allí donde se encontraron, y muy especialmente en el sarcófago que lo albergaba. Arrancaron su rostro de oro. Le condenaron a vagar, según sus creencias, para padecer sed, hambre y todas las fatigas imaginables en el Más Allá, sin posibilidad alguna de volver a recuperar la conciencia de sí mismo, convertido, así, en una especie de zombi espiritual. Un espíritu que vagaría errante para siempre sin consuelo ni alivio en su sufrimiento.
Los sacerdotes sacaron de la tumba el ajuar de la reina Tiy. Borraron los nombres y las imágenes de Aj-en-Aton de los paneles de la capilla de la reina. Arrancaron los úreos protectores de los vasos canopos donde se encontraban las vísceras momificadas de Se-Menej-Ka-Ra.
Dejaron tras de sí un cuidado desorden en la tumba y, después, salieron cerrando de nuevo los muros de entrada para concluir precintándolos con el sello de la necrópolis...y la oscuridad y el silencio volvieron a reinar en aquella tumba anónima del Valle de los Reyes.....
Si, como Reeves soñó, el cuerpo de Nefert-Ity se hallase aún en el Valle de los Reyes podríamos aventurar un final satisfactorio para el enigma, aunque siempre quedarían huecos por tapar y rincones por iluminar...
Francisco J. Martín Valentín
Egiptólogo
Bibliografía básica
Aldred, C. Akhenaten, Pharaoh of Egypt. A New Study. Londres, 1968
Akhenaten, King of Egypt. Londres, 1988
Davies, Th. M. The Tomb of Queen Tiyi. Londres, 1910. 2ª Ed. San Francisco, 1990
Gabolde, M. D’Akhenaton à Toutânkhamon. Lyon, 1998
Redford, D. B. History and Chronology of the Eighteenth Dynasty. Seven Studies. Toronto, 1967
Akhenaten, the Heretic King. Princeton, 1984
Reeves, N. El falso profeta de Egipto. Akhenatón. Madrid, 2002
Francisco J. Martín Valentín y Teresa Bedman
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Editado por
Francisco J. Martín Valentín y Teresa Bedman
Francisco J. Martín Valentín es egiptólogo. Director del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto. Director de la Misión Arqueológica Española en Asasif, (Luxor Occidental Egipto), desarrollando actualmente el “Proyecto Visir Amen-Hotep. TA 28". Director de la Cátedra de Egiptología ‘José Ramón Mélida’. Teresa Bedman es egiptóloga. Gerente del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto. Co-directora de la Misión Arqueológica Española en Asasif, (Luxor Occidental Egipto), desarrollando actualmente el “Proyecto Visir Amen-Hotep. TA 28”. Secretaria de la Cátedra de Egiptología ‘José Ramón Mélida’.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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