Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Monclús en su última sección antes de concluir su libro “La eutanasia, una opción cristiana” con un anexo abierto trata de la realidad histórica, dentro del cristianismo, de las guerras de conquista, cruzadas, inquisición, guerra justa y pena de muerte. Señala Monclús que la realidad de tanto quebrantamiento del quinto/sexto mandamiento –según se cuente- por parte de la Iglesia supone una debilitación moral muy importante que resquebraja en gran parte los argumentos eclesiásticos en contra de la eutanasia. El autor argumenta que a lo largo de la historia, una vez que el cristianismo primitivo dejó de ser perseguido y pasó a ser religión lícita, primero (Edicto de Milán, Constantino, 312, y luego a religión oficial del Imperio (Edictos de Teodosio, 389 aprox.) sufre una intermitente y creciente obsesión por convertir al enemigo, y si no a destruirlo. Monclús repasa las matanzas de los judíos, el terror perpetrado por los cristianos y el uso de la muerte contra el enemigo en temas en los que no es necesario detenerse mucho, pues son conocidos, como cruzadas, inquisición, etc. Sin embargo, su mención y explicitación son necesarias para el argumento. El deseo del autor es en su breve estudio es poner de relieve la inconsecuencia de muchas argumentaciones eclesiásticas y la inconsistencia de su aferramiento a negar la eutanasia. Algunos textos aportados son terroríficos y sirven para revivir nuestra memoria histórica como cristianos. Del libro de J. J. Tamayo sobre El Islam (Trotta 2009) recoge un pasaje sobrecogedor de san Bernardo de Claraval acerca de “la alabanza de la mueva milicia (de Cristo; se trata de una exhortación a los templarios para emprender la cruzada): “El soldado de Cristo está sereno cuando mata y todavía más sereno cuando es asesinado. De hecho es servidor de Dios cuando, al ejercer la venganza sobre sus malhechores, procura gloria a los buenos. Ciertamente cuando mata a un malhechor, no debe ser considerado un homicida, sino –por así decirlo- un “malecida”, y claramente un vengador de Cristo en confrontación con aquellos que se comportan mal, y un defensor de los cristianos” (p. 290). El protestantismo tampoco se libra, ni mucho menos, de haber escrito páginas negras de represión y muerte en nombre de Cristo. “Conforme la reforma protestante, luterana, calvinista, anglicana, etc., se va abriendo paso, llama la atención que su pasión por la fidelidad a los textos bíblicos, y en particular el Nuevo Testamento, no los lleva a cumplir rigurosamente el mandamiento que prohíbe matar” (p. 301). Luego, citando a J. Mosterín (“Los cristianos”; Madrid, 2010, p. 418) recuerda las matanzas de anabaptistas y otros herejes, promovidas por Martín Lutero, y la estrecha conexión de su pensamiento antijudío con la persecución de éstos por parte del nazismo, quien utilizaba expresamente para su fundamentación teórica pasajes de Lutero. Otro análisis digno de leerse y de meditar sobre él es el consagrado al doble lenguaje que supone la doctrina sobre la guerra justa y la aceptación de pena de muerte. Para nuestro autor hay aquí un caso claro de doble lenguaje que se muestra a veces más en las posturas adoptadas que en las palabras, por ejemplo, la no condenación de la producción de armamento, la bendición de los ejércitos, que no se eludirá porque se supone que se involucrarán en guerras justas. No se opondrá la existencia de capellanes castrenses, ni del arzobispo general castrense, en el caso católico, que une a su condición eclesiástica la de militar, es decir la de ser miembro de un ejército cuyo fin es la aniquilación del enemigo. Sobre la pena de muerte pesa igualmente el peso de la contradicción ideológica, según Monclús. De la mano del teólogo Javier Gafo (La eutanasia y la ayuda al suicidio, Bilbao, Desclée, 2003) recuerda que el Catecismo de la Iglesia católica de 1992 retoma la postura de la Iglesia sobre la pena de muerte, en definitiva siempre favorable. Recuerdan Monclús/Gafo cómo Pío XII legitimó la pena de muerte: “Está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida, como expiación de su culpa y después de que por su crimen ha quedado ya desposeído de su derecho a la vida” (p. 335). E igualmente que el Catecismo enumera una serie de violaciones contra la integridad de la persona y la dignidad humana, como torturas, detenciones arbitrarias,, etc. pero sin citar a la pena de muerte dentro de esa lista de violaciones (p. 335). Monclús concluye que “ante la flagrante violación de un mandamiento defendido como inviolable sólo parece caber dos posturas: o reiteradamente los jefes de todas las iglesias cristianas han puesto en práctica un cinismo descarado, o ese mandamiento “no matarás” no se puede entender literal y rígidamente. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Sábado, 19 de Febrero 2011
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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