Notas
Foto: Dámaso I papa
Escribe Antonio Piñero La vida en el siglo IV y su impacto en la Iglesia no quedaría bien dibujada si el pintor no dirigiera su mirada hacia la capital del Imperio. Así lo hace Brown, y se detiene tranquilamente en Roma en los siguientes cuatro capítulos (15-18). En primer lugar, aborda la cuestión de los romanos ricos y la Iglesia, con su clero, desde la época de Constantino hasta la del papa Dámaso I (312-384); este fue el momento de la estancia en la capital de san Jerónimo. Este hecho tendría su trascendencia, ya que suscitó la cuestión del trasvase de riqueza –unida al mantenimiento de Jerónimo y otros personajes–, entre Roma y Jerusalén (pp. 495-585), que generará protestas en la iglesia local. Concentrarse en Roma, piensa Brown, es mirar de frente al paganismo del siglo IV; no era solo una ciudad extraordinaria por sus monumentos, los templos, el foro y adyacentes, sino también por el suburbium, que entonces tenía un significado radicalmente distinto al nuestro, pues era la residencia habitual de los ricos, quienes acomodados en sus lujosas villae huían del calor estival y de la malaria, que hacía verdaderamente su agosto entre las gentes hacinadas y pobres de la capital intramuros. En el siglo IV el centro de Roma era radicalmente pagano, pues la presencia cristiana en él resultaba insignificante (se calcula que había iglesias con capacidad solo para unas veinte mil personas). Entre los ricos del suburbium, sin embargo, la representación era más poderosa gracias a las dos basílicas fundadas por Constantino, la Vaticana y la Lateranense. A lo largo del siglo IV, y siguiendo la munificencia de los emperadores sobre todo Constancio II (emperador 337-361), aumentaron las donaciones privadas y de eclesiásticos a la Iglesia de Roma, dones que servían para constituir una iglesia “titular”, es decir, gobernada de algún modo por el donante. La época del papa Dámaso I (papa 366-384) recibe en nuestro libro una atención particular porque sirve para desarmar (entre otros muchos estereotipos a lo largo del volumen) una afirmación muchas veces repetida: “Dámaso formó una alianza natural entre el papado y la aristocracia romana…, lo que casa muy bien con la cristianización de Roma. A menudo se señala que los papas dominaron la ciudad de Roma con rapidez y sin conflictos, debido a que llegaron a un acuerdo con la nobleza y las antiguas tradiciones del Senado…; de esa manera la Roma del Senado se transformó en la ciudad de los papas” (pp. 514-515). ¡Nada más falso que este aserto, que no será verdad hasta finales del siglo VI e inicios del VII! (pp. 513-522). Sí es cierto que un autor de la época, el denominado Ambrosiaster, consideraba al clero según el modelo de la burocracia imperial, así como que Dámaso mismo se preocupó por fortalecerlo y darle normas claras para el ejercicio de su profesión, lo cual robusteció a la Iglesia y la hizo más terrenal. Este papa fue el primero en considerar que el clero local debía ser contado entre los pobres, y que debía por ello ser receptor de limosnas… a través del conducto oficial de la Iglesia, naturalmente. Seguía Dámaso en ello la tradición que arranca de la consideración de los presbíteros y otros cargos del Nuevo Testamento, a saber considerar a los dirigentes de la comunidad de modo especial, distinguiéndolos del conjunto de los fieles, como milites Dei probos: “soldados honrados de Dios” (p. 528). El clero se convertirá así poco a poco en un estado dentro del estado, “el Tercer Estado” (p. 535). En este ambiente llega Jerónimo de Estridón (331-419) a Roma, como erudito procedente de tierras de la Escitia danubiana pero de lengua madre latina. Se traslada a la capital para trabajar allí en pro de la ortodoxia cristológica, elaborada en el Concilio de Nicea (325), en contra de las tendencias arrianas. Jerónimo fue un asceta y un pobre en sí, pero dedicado al otium como si fuera rico, para lo cual necesitaba mucho dinero, gracias al cual podía estudiar y publicar continuamente sin trabajar con sus manos. Y eso solo se conseguía con el patronazgo de laicos cristianos, en especial de mujeres piadosas, como Marcela y Paula y su hija Julia Eustoquio (debe escribirse así, terminado en –o, no en –a, Eustoquia, como lo hace siempre nuestra traductora; Eustoquio es un nombre epiceno), para las cuales escribe Jerónimo su célebre carta 22 sobre la vida ascética, la continencia sexual y el desprendimiento absoluto de los bienes materiales (pp. 529-541). Seguiremos el próximo día con san Jerónimo y su época Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Viernes, 2 de Febrero 2018
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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