NotasHoy escribe Antonio Piñero En la primera parte del libro de S. Guijarro se expone convenientemente el entorno del nacimiento de los evangelios por medio de una catálogo –muy buen sistema, para empezar el tratamiento- bastante completo de los Evangelios, o fragmentos, conservados hasta hoy, cuya composición puede considerarse en torno aproximadamente al 150 d.C., con los testigos que nos transmiten el texto (papiros) y los autores cristianos primitivos que dan testimonio de esos escritos evangélicos. La observación minuciosa de este catálogo revela rápidamente que ya hacia el 180/200 los evangelios mejor atestiguados son los atribuidos a un apóstol (incluidos el Evangelio de Pedro y el de Tomás, aunque mucho más débilmente), y revela también la “variedad de formas en las que cristalizó la tradición sobre Jesús”. Afirma con toda razón Guijarro una doble realidad que explica el estado fluido de lo que a finales del siglo II sería ya literatura cristiana “canónica”: A. Por un lado, la minuciosa crítica de la redacción de los Evangelios canónicos actuales revela con bastante nitidez que antes de que ellos circularan, hubo pequeñas colecciones escritas, temáticas, de dichos y hechos de Jesús que ellos, los evangelistas, utilizaron e incorporaron en sus obras: colecciones de dichos, de milagros, de parábolas y de breves discursos y diálogos de Jesús. Lo importante es que tales colecciones –por un lado- dejaron de generarse (y de copiarse en manuscritos aparte) porque fueron integradas en los evangelios. Por eso se perdieron. B. Pero a la vez, en grupos marginales del cristianismo, se siguieron produciendo nuevas colecciones sobre Jesús, o ampliando las ya existentes. La prueba está en el Evangelio gnóstico de Tomás, de Nag Hammadi, y de otras obras como el Diálogo del Salvador, también de Nag Hammadi. Éstas amplían dichos y discursos -o comentan- de Jesús en tono gnóstico, ya en pleno siglo II (¡más de cien años después de la muerte de Jesús!). Así, una colección de sentencias de Jesús, como pudo ser algo parecido al Documento Q, pudo ser ampliado una centuria después de haber aparecido ante el público cristiano. Hay que dudar del valor histórico de tales ampliaciones. En la sección dedicada expresamente a la “recepción” eclesial de los libros sobre Jesús, es decir, a la formación del canon, Guijarro hace una distinción interesante a la vez que se muestra poco concreto. Explico las dos impresiones que tengo como lector. Es fina la distinción porque resulta interesante separar entre “la valoración de un texto como Escritura” y “su reconocimiento como canónico”. Valorar un texto sobre Jesús como Escritura significa “reconocer que posee cierto estatus o importancia debido a su valor sagrado o a su autoridad”. Equivale a decir “Este texto posee autoridad sagrada”. Pero, al decir “canónico” se afirma: “Estos textos y no otros poseen autoridad normativa”. Y es poco concreta y poco práctica porque es más bien una distinción intelectual: no conduce luego en el libro de S. Guijarro a mostrar al lector claramente una historia de la formación del canon al menos en sus líneas generales. Esta historia sintética del proceso de formación está casi ausente del libro que comentamos, aparte de afirmaciones y noticias de tipo muy general. En la práctica de las iglesias del siglo II “valorar un texto como Escritura” y “reconocerlo como canónico” fue una misma cosa, fue algo más que un “proceso simultáneo y complementario por lo general”. ¿Por qué? Porque el signo externo de ese reconocimiento era el mismo, a saber iniciar una cita de una palabra de Jesús o de un apóstol con la frase “está escrito”, o “como dice el Espíritu santo”, o frases parecidas, cuando se leían en grupo, los domingos, en las “iglesias” cristianas. Lo que –creo- que ocurrió fue que ese proceso expreso de canonización casi explícita se comenzó a dar por separado en las diversas iglesias importantes del siglo II: Roma, Alejandría, Antioquía, Éfeso, quizás Cartago, o Corinto, etc. por medio del uso y lectura como texto litúrgico de los escritos evangélicos. Y luego hubo un momento claro y preciso –aunque no quede de ello un documento expreso- en el que por decisión de las iglesias en común, y por un acto formal y expreso de política eclesiástica, de entre lo que se consideraba ya “Escritura” en esas iglesias principales de la cristiandad se hizo una lista consensuada –también expresa y formal- de lo que debía tenerse por “Escritura normativa”. ¿Por qué afirmo que hubo de haber una suerte de pacto entre las iglesias principales, y añado que entre el 150 y el 170/180? En primer lugar porque a finales del siglo II tenemos ya una suerte de lista clarísima de lo que es canónico y de lo que no lo es en la obra de Ireneo de Lyon, la Refutación de todas las herejías; la tenemos también un poco más tarde (hacia el 200) en la obra de Tertuliano, y también hacia el 200 en el Documento llamado “Canon de Muratori”. Pero a la vez hay que afirmar que hacia el 150, época del florecimiento de la obra de Justino Mártir, esa lista aún no existía. En segundo lugar: porque el resultado de la canonización ofrece todas las pistas de ser un pacto armonizador de tendencias teológicas entre las diversas iglesias, y un pacto que tuvo mucho de filigrana y de juego con números que se consideraba sagrado: el siete. Tercero: porque en la iglesia principal de la cristiandad, Roma, se produjo un hecho que fue observado atentamente por las autoridades eclesiásticas y que significó un revulsivo o impulso decisivo: una iglesia herética y competidora de la gran iglesia, el grupo de los marcionitas, que tenía también su sede principal en Roma, había dado el paso de efectuar una declaración formal de un canon de las Escrituras cristianas: éstas “Escrituras” constaban de 1 evangelio, el de Lucas, y de 1 apóstol, Pablo. La gran comunidad cristiana de Roma, con sus dirigentes a la cabeza hubieron de observar atentamente lo que había ocurrido, algo novedoso e importante que contribuía notablemente a formar la identidad de grupo de la iglesia marcionita, aunque tardaron años en reaccionar ante él. Como este proceso es largo de explicar, lo vemos en la siguiente nota. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Jueves, 22 de Julio 2010
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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