CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Antonio Piñero



La persecución desatada por el emperador Diocleciano desde el 298 tuvo efectos diferentes en Oriente y Occidente. En Occidente la persecución fue más breve, muy dura contra el clero y los bienes eclesiásticos y contra los libros sagrados cristianos. Diocleciano cayó en la cuenta de que debían ser destruidos. Esta persecución de los “códices transmitidos por la tradición” fue tan eficaz que salvo los papiros anteriores conservados en Egipto y ocultados en sus arenas para salvarlos de la quema, literal, apenas se han conservado textos griegos anteriores al siglo IV. Aquí se perdieron los originales del Nuevo Testamento si es que en esa época se conservaba alguno –lo que es más que dudoso-. En Oriente la persecución afectó a todos los estamentos cristianos y duró hasta el Edicto de Milán en el 312 del emperador Constantino, incluso un poco más.

A pesar de todo, cuando terminó la persecución de Diocleciano, la Iglesia era una ya una institución muy fuerte. Utilizamos de nuevo la síntesis de José Montserrat, en su obra El desafío cristiano:


“La Iglesia era una poderosa organización que extendía sus representantes desde Siria hasta las columnas de Hércules. La organización vertical (la jerarquía en todos sus órdenes como veremos) y la horizontal (la masa de los fieles congregados por comunidades locales) era sólida y probada.

“En cada comunidad había un obispo ya con poderes absolutos, basados en motivaciones dogmáticas (a saber eran los custodios del depósito de la recta doctrina; eran los sucesores de los apóstoles; controlaban la lista de libros sagrados, las Escritura cristianas y ante todo su interpretación, controlaban a la masa de los fieles gracias a presbíteros y diáconos, y tenían el poder de la caja de beneficencia).

“El obispo era asistido por un consejo presbiteral, es decir, sacerdotal, y un grupo de diáconos encargados de la administración primaria de los bienes de la Iglesia, Éstos podían ser conspicuos, importantes, sobre todo por acumulación. Los fondos asistenciales podías ser muy cuantiosos, como era el caso de la iglesia de Roma” (p. 245).

Ya para el siglo III tenemos el testimonio de Tertuliano:

“Los fondos de las donaciones no se sacan de las iglesias y se gastan en banquetes, borracheras y comilonas, sino que van destinados a apoyar y enterrar a la gente pobre, a proveer las necesidades de niños y niñas que no tienen padres ni medios, y de ancianos confinados en sus casas, al igual que los que han sufrido un naufragio; y si sucede que hay alguno en las minas, o exilado en alguna isla, o encerrado en prisión por sólo la fidelidad a la causa de la iglesia de Dios, son como infantes cuidados por los de su misma fe (Apologético, 39)”.

¡Cuánto más hacia el siglo V! Había, pues notable acumulación de fondos. Sigue ahora J. Montserrat:


“Las iglesias locales estaban integradas en unidades regionales mayores que prestaban obediencia al obispo de la metrópoli fundacional, por lo general una ciudad importante… Se configuraba, pues, un potente estado dentro del estado. Y no puede decirse eufemísticamente que se trataba de “un reino de otro mundo” (“Mi reino no es de este mundo” como proclama Jesús ante Pilato en Jn 18,36).

“Cierto que su autocomprensión era la de una fuerza espiritual; pero su realidad era la de un poder extendido y enraizado en la vida social, política y económica. Ninguna otra religión del Imperio se le podía parangonar en este punto. Y lo que es más decisivo, se llegó a pensar que las estructuras del Estado tampoco podían compararse a las de la Iglesia en consistencia y solidez” (pp. 245-6).


Constantino no declaró expresamente al cristianismo religión lícita, sino a todas las religiones, a todos lo cultos. Y respecto al cristianismo no lo hizo por piedad alguna hacia esta religión, sino por mero cálculo político: más que una causa del triunfo del cristianismo, el “Edicto de Milán” del emperador Constantino fue una respuesta astuta al rápido crecimiento de esa religión que había hecho de ella una fuerza política importante.

Siempre se nos ha dicho que la conversión de Constantino fue como un factor poderoso que contribuyó a producir o que produjo la mayoría cristiana. Pero si pensamos, con la sociología y la historia, que la expansión del cristianismo fue una función puramente asentada en una tasa constante de crecimiento, ello nos lleva a cuestionar la importancia atribuida por Eusebio de Cesarea y otros padres de la Iglesia a la conversión de Constantino, quien por cierto nunca se convirtió, si es que se llama así al que finalmente se bautiza.

El emperador no recibió las aguas bautismales hasta sus momentos finales en el lecho de muerte, según Eusebio de Cesarea. Muchos historiadores dudan incluso de que se convirtiera incluso en este momento (véase en general el siguiente libro que acaba de salir: Pepa Castillo, Año 312. Constantino, emperador, no cristiano. Editorial Laberinto, Madrid, 2010). Por tanto, si nada cambió en las condiciones que sostuvieron la tasa de crecimiento en un 40% por decenio, será mejor considerar la conversión de Constantino como una respuesta a la enorme ola de progreso exponencial del cristianismo, y no como su causa.

Con otras palabras, Constantino vio que el cristianismo era ya muy potente, que la mitad de sus súbditos era cristiana, y que se podía intentar –como se había hecho ya alguna vez (por ejemplo inventando nuevas religiones como la de Sarapis y la nueva versión de Mitra en tiempos de Adriano)- amalgamar el cristianismo con ciertos aspectos de la religiosidad pagana.

De este modo opinó Constantino una religión unida y fuerte, más un único dios (= Cristo sincretizado con el dios Sol) contribuiría a amalgamar a un Imperio quebradizo por la creciente presión de los bárbaros. Estaría de nuevo unido bajo una fe más o menos común. Esto era, al parecer, lo que pretendía políticamente Constantino, no ayudar a una pobrecita religión apaleada que consideraba la única verdadera.

En verdad lo que creó el Edicto de Milán fue algo diferente. Si se hubiera continuado con esta política, Europa sería también diferente. Lo veremos en la próxima nota.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
………….

En el otro blog de “Religiondigital”, el tema es:

Artículo de Fernando Bermejo, que se reincorpora al Blog.

Saludos de nuevo.


Viernes, 12 de Marzo 2010


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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