Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Con toda razón afirmaba el Predicador bíblico que “nada es nuevo bajo el sol” (nihil sub sole nouum). Los sucesos más sorprendentes o aparentemente extraños han tenido sus paralelos en tiempos pasados. Con frecuencia vienen a nuestra mente imágenes que parecen recuerdos del pasado. Para Platón es lo más natural desde el momento en que “aprender es recordar” (máthesis anámnesis estin: Fedón 73 b). “Lo que fue, eso será; lo que ya se hizo, es lo que se hará; nada es nuevo bajo el sol” (Ecles 1, 9). Quizás el fenómeno sea, como quieren los psicoanalistas, fruto del inconsciente colectivo que vaga sigilosamente por mentes y por épocas. La historia de José, el hijo de Jacob, recoge un acontecimiento que resultó decisivo para el destino futuro del que sería virrey del país del Nilo. Me refiero al acoso con que la mujer de Putifar trató de doblegar la honradez y la virtud del joven desterrado. Cuenta el relato de los hechos que “José era de hermosa presencia y hermoso rostro” (Génesis 39, 6). El detalle atrajo la atención y despertó la pasión de aquella mujer. Putifar era no solamente el amo de José, sino también ministro del Faraón y jefe de su guardia. Pero su mujer no anduvo con rodeos, sino que abordó a su servidor de forma directa y descarada: “Acuéstate conmigo” (hebreo: Schikhbah immî: Gén 39, 7). José le dio razones de su negativa, pero ella insistía “un día y otro día” (hebreo: yôm yôm). Y sucedió que un día encontró a José solo en la casa, lo tomó del manto y le repitió su exigencia: Schikhbah immî. José huyó dejando el manto en manos de su acosadora, que lo utilizó como cuerpo del delito para acusar a José de haberla querido violar. Así las cosas, José dio con su castidad en la cárcel. Pero “Yahveh estaba con él”. Su protección cambió la suerte del prisionero, cuyas dotes adivinatorias le granjearon la libertad y la gloria. José interpretó para el Faraón el sueño de las siete vacas gordas y las siete flacas. En consecuencia fue nombrado jefe de toda la tierra de Egipto para sortear los problemas anunciados por el sueño del Faraón. José emparentó con otro Putifar casándose con su hija Asenet, que fue la madre de Manasés y Efraím. El perfil de la mujer de Putifar rebrota en la cultura griega más clásica por la mano y la imaginación de Eurípides. Este autor, detestado visceralmente por las mujeres, dio vida literaria a figuras espléndidas de mujer. Una de ellas Fedra, esposa de Teseo y algo así como la mujer de Putifar en versión griega. Tuvo un percance similar al de la egipcia, ahora con ocasión de otro joven hermoso y honesto, que era su propio hijastro Hipólito. Fedra, hija de Minos y de Pasifae, era hermana de Ariadna y hermanastra del Minotauro. Teseo contrajo una deuda con Ariadna, que le prestó el hilo necesario para acceder al Laberinto y escapar de él una vez que eliminó al Minotauro. Se la llevó como esposa, pero la abandonó en la playa de una isla desierta. El dios Dionisos acogió a la abandonada, mientras Teseo se casaba con Fedra. Como Teseo había repudiado a su anterior esposa, la amazona Antíope (o Hipólita), su boda con Fedra fue todo menos pacífica. Las amazonas quisieron vengar a la repudiada. Pero el novio no era un cualquiera, sino un héroe legendario, autor de un decálogo de hazañas que lo etiquetaban como invencible. Venció a las amazonas y mató a Hipólita. Teseo era, en efecto, el héroe local de Atenas, del que se decía como signo de veneración y respeto: “Nada sin Teseo”. Después de Heracles (Hércules) era el más grande en el elenco de los héroes de Grecia. De su unión con la amazona había tenido un hijo que aportó a su nuevo matrimonio con Fedra. Era Hipólito, el joven candoroso cuya memoria inmortalizó Eurípides en su tragedia homónima. La obra de Eurípides gira sobre el eje del conflicto enconado entre dos divinidades antagónicas, Afrodita (Venus) y Ártemis (Diana). Venus pretendía atraerlo a las lides amorosas, de las que era patrona y protectora. Pero Hipólito no estaba por la labor y se inclinaba más bien por la caza, práctica preferida por la diosa Diana. Venus consideró la actitud de Hipólito como un desaire a su persona y a sus aficiones. En consecuencia se tomó una venganza digna de su genio y su figura. Hizo que Fedra se enamorara perdidamente de su hijastro. Hipólito, como era obvio, rechazó las pretensiones de su madrastra. Consideraba indecente mancillar el lecho de su padre. Además, se lo impedía su particular devoción por la diosa de la castidad. La reacción de Fedra ante el rechazo fue la misma que la de la esposa de Putifar. Acusó a Hipólito ante su padre de acoso e intento de violación. Un conjunto de temores la impulsaron al suicidio, pues tuvo miedo de que su actitud llegara a conocimiento de Teseo. Temía que su nodriza, conocedora del problema, se fuera de la lengua. Pero antes de morir dejó Fedra un escrito acusatorio contra su hijastro en el que declaraba que Hipólito había pretendió tener relaciones sexuales con ella. Teseo creyó sin vacilación a su mujer y aceptó en su interior sus alegaciones. Maldijo a su hijo y pidió a Poseidón que lo castigara. Y cuando el joven marchaba al destierro, el dios de los mares envió un toro marino que espantó a los caballos de su carro. Hipólito quedó malherido y murió como consecuencia de las heridas. La misma diosa Diana reveló a Teseo toda la verdad del caso. Pero todo fue inútil. La intemperancia de Teso recibió un durísimo castigo al perder a la vez a su hijo y a su mujer. En ambos casos con dosis especiales de amargura. Un suceso similar forma parte de los Hechos Apócrifos de Juan escritos presuntamente por su discípulo Prócoro (cc. 42-44: s. V-VI). El Apóstol se encontraba en Caros, población de la isla de Patmos, visitada a la sazón por el procónsul Macrino. En la misma ciudad vivía una madre viuda, de nombre Procliana, que tenía un hijo de veinticuatro años. La mujer era muy rica. Su hijo, llamado Sosípatro, era hermoso en su exterior sobre toda ponderación. Y como quería Platón, poseía en su interior una sabiduría que el autor de los Hechos compara con la de José. El detalle le traía a la memoria el recuerdo del hijo preferido de Jacob. Procliana se enamoró locamente de su hijo, a quien propuso el proyecto “diabólico” de vivir con ella como marido y mujer. “Todavía soy joven y hermosa”, argumentaba. Le sugería que no tratara con otra mujer, como ella se mantendría alejada de cualquier otro hombre. Los dos podrían ser felices, dueños como eran de grandes riquezas. El hijo se defendía del acoso con toda su capacidad de resistencia. Por fortuna, Juan andaba predicando en la ciudad. Entre sus oyentes se encontraba Sosípatro a quien interpeló el apóstol Juan con una parábola llena de intención y de alusiones. En una ciudad, contaba Juan, vivía una mujer con su hijo único. La mujer se llamaba Seducción; su hijo, No Seducido. Aquella madre intentó seducir a su propio hijo. Pero al no lograrlo después de varios intentos, lo entregó a la muerte acusándolo ante el juez de haberla querido violar. La justicia divina resolvió el problema iluminando el corazón del joven. A un requerimiento de Juan, Sosípatro confesó que consideraba inocente a No Seducido y culpable a Seducción. Pero Procliana insistía en sus “planes diabólicos” y veía con malos ojos su trato con el apóstol Juan. Después de tres días de ausencia del hijo, Procliana lo buscaba como loca. Al verlo junto a Juan, lo sujetó por el vestido y lo retuvo con violencia. Y en ésas estaban cuando pasó por el lugar el procónsul, a quien abordó Procliana. “Loca como estaba por su hijo Sosípatro, rompió en un diluvio de llanto”. Sin el menor recato declaró al procónsul que su hijo la acosaba pidiéndole “que se acostara con él”. El procónsul se indignó contra Sosípatro y lo condenó a perecer miserablemente atándolo a pieles de buey llenas de animales venenosos. Cuando Juan quiso interceder a favor del joven, Procliana lo acusó como instigador y responsable de la conducta injusta de Sosípatro. El procónsul mandó arrestar a Juan y aplicarle el mismo castigo que al muchacho. No había remedio humano que pudiera resolver tan embarazosa situación. Y una vez más, la solución vino de arriba en clave milagrosa. Un terremoto sacudió la tierra en la que sucedían los hechos. Tanto el procónsul como Procliana sufrieron la parálisis de sus manos, mientras mucha gente moría como consecuencia del terremoto. Solamente Juan, Prócoro y Sosípatro permanecían ilesos. El procónsul pidió a Juan que pusiera remedio al desastre. La plegaria del Apóstol hizo que todo volviera a la normalidad. Más aún, el procónsul se convirtió a la fe cristiana con toda su familia. La misma Procliana se transformó en una nueva persona, libre del domino del diablo. Juan vivió mucho tiempo “como huésped de ambos” y fue testigo de sus buenas acciones. Procliana pasó el resto de su vida dedicada al ayuno y a la oración. A esto se le llama un final feliz. Saludos, Gonzalo del Cerro
Lunes, 4 de Mayo 2009
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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