NotasHoy escribe Antonio Piñero Mucha gente, un tanto ignorante, piensa que el texto del Nuevo Testamento es una gran manipulación de la Iglesia, la cual –movida por sus dogmas- ha forzado los documentos primitivos a su gusto y los ha trastocado de modo que el texto que hoy se nos presenta como sagrado se acomodara a su ideología, pero en realidad se trataría de un texto muy distante del que escribieron sus autores. O bien se piensa que es una producción muy tardía, en concreto del siglo IV, en torno al Concilio de Nicea (325) una vez que el cristianismo es considerado religión lícita después del Edicto de Milán del emperador Constantino (312) Estas ideas son absolutamente falsas desde el punto de vista filológico e histórico. En primer lugar, la Iglesia no posee el control físico de la inmensa mayoría de los manuscritos del Nuevo Testamento que se hallan diseminados por todo el mundo: universades, museos y otras instituciones, absolutamente fuera de su control. Segundo: el texto “estándar”, griego, del Nuevo Testamento no lo reconstruye la Iglesia como tal, sino diversos grupos de expertos, filólogos e historiadores, cuya mentalidad es de todo tipo y condición, desde creyentes a agnósticos y no creyentes. El texto “oficioso” de hoy día, que va por la 27 edición con decenas y decenas de reimpresiones y continuas mejoras en el aparato crítico de variantes, está realizado por un equipo que en conjunto suma unas 50 personas en un Instituto de la Universidad de Münster dedicado expresamente a la crítica textual del Nuevo Testamento (Nestle-Aland, Novum Testamentum graece editio vegesima septima Editorial Deutsche Bibelgesellschaft, Stuttgart. Reimp. de 1993). No se han conservado los originales (denominados “autógrafos”) de los diversos libros del Nuevo Testamento, sólo copias. Si se hubiese conservado la primera edición de alguno de ellos en alguna iglesia o depósito, bastaría consultarla para ver en qué se había separado cada copia de su modelo. Pero esto no es posible. Nuestro único acceso al texto primigenio es a través de copias más o menos cercanas a lo que salió de manos de los autores. He repetido en muy distintas ocasiones que existe una rama de la filología que se ocupa expresamente de tales copias, de estudiarlas a fondo y del modo cómo a través de ella podemos acercarnos lo más posible a esos originales perdidos. Esta ciencia –como es bien sabido- se llama “crítica textual”, y su misión es múltiple aunque orientada a un único objetivo: presentar, o reproducir por medio de la imprenta, un texto seguido de un libro antiguo, de modo que el lector moderno tenga la seguridad de que lo que lee se parece lo más posible a lo que salió de la pluma del autor. Para conseguir este fin la crítica textual neotestamentaria ha efectuado ya, desde el Renacimiento, poco a poco, y con el concurso de miles de estudiosos, los procesos siguientes: recoger, ordenar, y organizar los manuscritos en familias de modo que su inmenso número sea manejable, en nuestro caso del Nuevo Testamento; examinar dónde se han producido errores o alteraciones del texto y estudiar el por qué de las mismas; evaluar las variantes que presentan los manuscritos y deducir cuál de ellas se acerca más a lo que se imagina el original. Todo esto se hace hoy día y creo que con notable éxito, de modo que el texto griego del Nuevo Testamento que se imprime hoy, aunque no sea exactamente igual al que escribieron los autores originales, sí se le parece muchísimo, con toda probabilidad. Es decir, yendo hacia atrás cronológicamente, la crítica textual ha reconstruido un texto del Nuevo Testamento bastante cercano al de los “autógrafos”, normalmente de unos cien años o más después de que fueron escritos. Es casi seguro, sin embargo, que en un caso al menos la distancia es de solo tres o cuatro decenas de años entre los dos: la que hay entre la fecha de composición y el papiro más antiguo que presente el texto de la obra en cuestión. El Papiro 52 (P52) contiene Jn 18,31-33.37-38. Los papirólogos están de acuerdo que por su modo de escritura fue copiado hacia el 125-130 d.C. Por tanto, no llega a tres decenios después de la composición del Cuarto Evangelio. Ahora bien, el texto presentado por el P52 es sensiblemente igual al que puede reconstruirse por medio de los métodos científicos usuales. Este hecho nos ratifica en la percepción de que el texto que tenemos del Nuevo Testamento es fiable en líneas generales. De paso, se puede percibir, como he escrito en otras ocasiones, cuán carentes de base son ciertas afirmaciones de hoy (por ejemplo, en El Código da Vinci y secuelas de quienes se creen que ciertas fabulaciones novelísticas son verdad) que sostienen que el texto de los Evangelios fue reescrito, reelaborado y manipulado por completo en el siglo IV después de la famosa “conversión” de Constantino, como arriba dijimos. Según esta peregrina teoría, la Iglesia de acuerdo con las autoridades civiles manipuló los textos con la idea de hacer de Jesús (un mero hombre según los primitivos textos evangélicos conservados hasta ese momento) un dios, de modo que el Imperio tuviera una divinidad única en quien creer, que sirviera de aglutinante religioso para los habitantes tan diversos de las provincias del Imperio. Una estupidez. Sí hay, en mi opinión, un problema intelectual serio respecto al texto griego del Nuevo Testamento. Se trata de que la Iglesia nunca ha definido, ni siquiera en el Concilio de Trento, cuál es el tenor exacto, literal, del texto inspirado por el Espíritu Santo. Entre las más de 200.000 variantes de peso del Nuevo Testamento (hay unas 500.000 en total, aunque muchas de ellas ortográficas) ¿cuáles representan el texto original? Se da el caso curioso, desde el punto de vista católico, de que el Nuevo Testamento hoy más extendido, sobre el que se hace el 95% de las traducciones a lenguas modernas, se confecciona por una mayoría de investigadores protestantes. Es el libro mencionado arriba del mencionado Instituto de Münster dedicado a la crítica textual del Nuevo Testamento, Además, esta edición científica es un texto que cambia (no demasiado, pero cambia) de una edición a otra. Entre las ediciones 26 y 27 las apretadísimas páginas que señalan las diferencias suman unas treinta. ¿Qué pensar de este hecho? Para la inmensa mayoría de creyentes y sus pastores espirituales esta inestabilidad textual, este no saber cuál es exactamente el texto sagrado, no constituye un problema. Se argumenta que lo que importa no es un texto “muerto”, sino la palabra y la persona de Jesús que vive en el interior de su Iglesia y en el corazón de los fieles. Las líneas generales, están claras –se dice—; las minucias no importan. Para una minoría y para los no creyentes, sin embargo, sí es un problema el que la Iglesia sea incapaz, por la misma naturaleza de las cosas y el avance de las técnicas de edición, de definir cuál es exactamente el texto sagrado. Aunque se diga que la Iglesia vive no de la letra impresa, sino de la “palabra viva”, lo cierto es que apela continuamente a un texto escrito. No saber con exactitud cuál es exactamente el tenor de este texto escrito inspirado es un problema teológico aún sin resolver. Debemos aceptar, en conclusión, que filológica e históricamente hablando: • Hemos perdido los originales del Nuevo Testamento • El texto reconstruido es en el mejor de los casos del os años 180-200: un centenar de años después de su escritura. • Nunca poseeremos el texto que muchas personas creen inspirado o “soplado” literalmente por el Espíritu Santo, porque ese texto se transmitió en copias de copias y siempre hay variantes. • En la cristiandad antigua no le daban mucha importancia a una transmisión del texto sagrado absolutamente exacta, por lo que cada zona geográfica importante tenía su texto del Nuevo Testamento. En la inmensa mayoría las variantes no son de importancia. En unos 200 casos, sí y pueden afectar al dogma. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com ………………….. En el otro blog de “Religiondigital”, el tema es: “La formación del canon fue una obra de cuidadosa selección y una acto de clara política eclesiástica” Saludos de nuevo.
Lunes, 12 de Abril 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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