CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Fernando Bermejo

Al Gran Jefe de los hechiceros, como en general a los hechiceros, le gusta hacerse notar y atraer todas las miradas. Por ello, y a pesar de que los tambores y las señales de humo no dejan de llevar ininterrumpidamente sus mensajes por las extensas llanuras por donde cabalgan los bisontes, siempre que le parece oportuno, el Gran Jefe de los hechiceros abandona el recinto de la Montaña Sagrada, se mete en el vientre del Gran Pájaro Blanco y sale a recorrer el mundo que el Gran Espíritu creó, en su infinita sabiduría.

El Gran Jefe de los hechiceros sabe que no está solo: es arropado por un ejército de hechiceros mayores y menores, en una complicada jerarquía hechiceril que va de los pre-hechiceros y los hechiceros del montón – siempre deseosos de convertirse en archihechiceros-, hasta los archihechiceros –que siempre esperan, sin confesarlo, una ocasión favorable para convertirse, a su vez, en el Gran Jefe de los Hechiceros–. El rendido modo en que se inclinan ante el Gran Jefe y la unción con que lo miran solo refleja el rendido modo en que desean que los miembros de las tribus se inclinen ante ellos y la unción con que desean ser mirados.

Los buhoneros y los jefes de las tribus cuyos territorios decide visitar el Gran Jefe de los hechiceros se alegran sobremanera. La abundancia de pastos no es la de antaño, y los tiempos que estamos atravesando no son los mejores que los ancianos recuerdan. Por eso, la visita del Gran Jefe de los hechiceros, a pesar de los gastos que ocasionan los fastos que le rodean, deja siempre pingües beneficios: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos emprenden el camino desde lejanos territorios tan solo para verle; los tipis se multiplican y se llenan y las ganancias aumentan como aumentan su caudal los ríos con el deshielo. ¿Cómo no desear la presencia del Gran Jefe de los hechiceros? Solo los necios la rechazarían.

Esta vez, el Gran Jefe de los hechiceros ha escogido como destino dos de los muchos lugares en que sus hechiceros se hacen notar. Ha ido hasta el Final del Mundo, el lugar en el que, desde hace ya muchas lunas, se veneran –dicen las leyendas de los ancianos– las cenizas de uno de los Grandes Mensajeros; allí se han levantado vastos campamentos, y desde entonces los hechiceros que cuidan el Tótem principal de esos lugares obtienen pingües beneficios, gracias a las numerosas ofrendas que reciben, aunque ni de esos beneficios ni del hecho de que algunos de esos hechiceros hayan sido condenados por los jueces de las tribus por vulnerar las leyes ha dicho una sola palabra el Gran Jefe de los hechiceros. En el otro lugar, un Gran Tótem se está construyendo, uno como no se construía desde tiempos inmemoriales. La visita del Gran Jefe de los hechiceros animará sin duda a muchos a aportar fondos para la construcción. Los hechiceros se frotan las manos. Además, el Gran Jefe ha hecho su poderosa magia en el lugar, y el Gran Tótem, aún en construcción, es ahora un lugar en el que el Gran Espíritu tiene una nueva morada.

El Gran Jefe de los hechiceros conserva la memoria de los tiempos en que sus antepasados no gobernaban solo sobre la Montaña Sagrada, sino que sus dominios se extendían por inmensos territorios. De los tiempos en que hacía y deshacía a su antojo, en que mandaba matar y se mataba, en que su palabra era la Ley. De aquellos tiempos en que no había apenas voces discrepantes, y en que, cuando existían, eran acalladas de inmediato. Ah, aquellos buenos tiempos en que el Gran Jefe de los hechiceros -y el conjunto de sus archihechiceros- tenía incluso más poder que el que tienen los jefes de las tribus, en que quienes no pensaban como a él le gustaba no tenían otra alternativa que arder en el fuego o exiliarse muy lejos. Ah, los viejos buenos tiempos…

Por desgracia, estos tiempos no son como los de antaño, y ahora –aunque parezca increíble– no todos los miembros de las tribus creen las narraciones de los hechiceros, no todos contemplan con temor sus hechicerías, no todos les llevan ofrendas, no todos hacen lo que dicen, no todos danzan al compás que marcan. Este hecho asombroso irrita, comprensiblemente, a los hechiceros, que se saben elegidos para penetrar el oscuro Mundo de los Espíritus, y que todavía conservan en la memoria el recuerdo en que todo el mundo sin excepción –por las buenas o por las malas– se inclinaba ante ellos. Por eso, el Gran Jefe de los hechiceros respalda lo que hacen sus hechiceros y archihechiceros en su ausencia, y deja caer oráculos y juicios sombríos sobre quienes osan no rendirle pleitesía a él y a los suyos. Hasta tal punto, que aunque los hechiceros y los archihechiceros disfrutan de muchos privilegios en los territorios que el Gran Jefe visita, y aunque los jefes de las tribus han hecho grandes ofrendas para costear estos viajes, el Gran Jefe tiene palabras también contra esos jefes y muchos miembros de las tribus, porque no hacen exactamente lo que él quiere ni inclinan su cerviz ante su profunda sabiduría.

Algunos se preguntan si el Gran Jefe de los hechiceros alberga realmente confianza en la eficacia de su magia y sus conjuros. Resulta evidente que incluso algunos de los hechiceros han dejado de creer en ella –y algunos, por el modo en que se comportan, es imposible que crean siquiera en la existencia del Gran Espíritu–, aunque no por ello dejan de practicarlos: los beneficios de todo tipo que obtienen compensan su escepticismo. De lo que no hay duda es de que el Gran Jefe de los hechiceros, al igual que estos, cree firmemente en lo que ven sus ojos: en las tribus que le veneran y siguen su consejo, en que casi todos los jefes de las tribus se disputan el honor de sentarse a su lado y se inclinan y sonríen ante él. Esto sí lo ve, y en eso cree. No hace falta fe, solo ojos para ver.

El Gran Jefe de los hechiceros invoca al Gran Espíritu y a la Gran Madre Tierra y se introduce en el Gran Pájaro Blanco que le lleva de vuelta a la Montaña Sagrada. Volverá para seguir sintiéndose imprescindible, para mostrar su gran sabiduría, para hacer sus hechicerías ante decenas de miles y para pontificar contra los miserables que se atreven a reírse de ellas. Entretanto, sus hechiceros y sus archihechiceros seguirán entre nosotros para recordarnos que el Gran Espíritu les ha elegido precisamente a ellos para escrutar su inescrutable voluntad y para enseñar a todas las tribus lo que tienen y no tienen que hacer.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo


Jueves, 11 de Noviembre 2010


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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