CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Fernando Bermejo

Omnia praeclara rara
(proverbio latino)

¡Cuidaao! ¡Dányer! ¡Caaution! ¡Bi cáreful, bi cáreful…!
(José Mota)

En 2013 la editorial Taurus publicó el libro de Javier Gomá Lanzón Necesario pero imposible, o qué podemos esperar. Concebido por su autor como la inspirada coronación de una tetralogía sobre la ejemplaridad, el objetivo del libro consiste –para decirlo con brevedad– en hacer filosóficamente respetable la idea cristiana de la resurrección del galileo Jesús, y, por extensión, la de “dar veracidad a la continuidad de lo humano tras la muerte”. Dado que la tesis quiere sostenerse en no poca medida sobre el carácter presuntamente ejemplar del “Jesús histórico”, el libro fue ya objeto de una crítica de Antonio Piñero en Revista de Libros, que fue prontamente respondida por Gomá (ambos escritos son accesibles en: http://www.revistadelibros.com/resenas/mas-alla-de-la-muerte). Quien no conozca el libro hará bien en recurrir a la mesurada e imparcial síntesis que Piñero realizó de él al inicio de su crítica.

Aunque tras leer en su momento el escrito de mi amigo Antonio Piñero me quedé algo intrigado –tanto más cuanto que la lectura de la respuesta de Gomá me divirtió mucho, mostrándome que aquí había un caso prototípico (ya veremos de qué)–, no ha sido hasta muy recientemente cuando he encontrado el momento de abordarlo. La lectura del libro me ha permitido constatar no solo que la crítica efectuada por Piñero es totalmente correcta, sino también que resulta muy insuficiente (algo explicable en buena parte debido a la necesidad de que una reseña escrita por encargo se atenga a unos límites determinados). Por lo demás, Piñero dejó sin réplica la respuesta de Gomá, a pesar de que –o quizás precisamente porque– esta es, como veremos, peor que insatisfactoria.

Todo ello me ha movido a escribir la –lamentablemente tardía– crítica que aquí comienza, y que se prolongará con sucesivas entregas en las próximas semanas. La extensión de mi análisis parecerá, y de hecho es, totalmente desproporcionada para los merecimientos del libro. Sin embargo, los lectores que tengan la paciencia de seguir hasta el final la serie que hoy comienzo entenderán a qué se debe. En efecto, Necesario pero imposible es un ejemplo de un modo de hacer las cosas, muy extendida entre ciertos intelectuales oraculares, destinado a épater le bourgeois y a impresionar a los lectores con un discurso tan grandilocuente como vacuo, y cuyo desenmascaramiento, aunque es tan posible como necesario, al mismo tiempo exige un análisis pausado que precisamente al lector medio suele estarle vedado por falta de conocimientos, tiempo, paciencia y/o voluntad. Ese modo de hacer las cosas que ejemplifica el libro de Gomá solo puede provocar una completa decepción en quien aspira al rigor crítico y al respeto por las verdades más elementales –esas verdades cuya flagrante vulneración por parte de quienes hablan de manera rimbombante sobre la supuesta Verdad permite deducir con fundamento lo peor–.

Es cierto que Javier Gomá tiene voluntad de estilo y una prosa cuidada, y es cierto que esto es siempre de agradecer. Es también cierto que es un autor que ha leído –aunque ya veremos cuánto no ha leído–, que manifiesta con claridad lo que quiere decir, y que su prosa resulta entretenida gracias a las abundantes citas de poetas, novelistas, filósofos y teólogos (sobre todo teólogos). Sin embargo, incluso en el aspecto formal su discurso acaba volviéndose reiterativo y hasta cansino, tanto más cuanto que llegado un cierto punto el lector exigente tiene la sensación de déjà-vu y no puede evitar preguntarse si esta prosa florida y a menudo emperejilada está al servicio del conocimiento y la lucidez o más bien al del narcisista lucimiento de un autor en detrimento de metas más altas y más nobles. Pero, sobre todo, es la detección de un buen número de falacias, falsedades y disparates en el discurso de Gomá –que crecen de modo exponencial en toda la segunda mitad de su libro– lo que da al traste con cualquier posible admiración y aplauso por mi parte. Dado que, como demostraré detenidamente, Necesario pero imposible presenta numerosas y cruciales deficiencias informativas y argumentativas, sus atractivos formales no son, en mi opinión, una razón suficiente para salvarlo y recomendarlo. En ello discrepo –aunque prácticamente solo en ello– de la opinión de Antonio Piñero.

Por lo demás, aclaro desde ahora que hay diversos aspectos de este libro que, por razones diversas, no comentaré. Así, por ejemplo, tanto en sus larguísimos prolegómenos como en otras secciones hay numerosas afirmaciones (v. gr. “el hombre experimentado… no termina de acostumbrarse a…. su total desaparición del mundo”, “los hombres somos imitaciones de un modelo que está ausente o que no existe, y que añoramos con nostalgia”, “el ser es, en último término, antropomórfico”, “la realidad posee una estructura ejemplar”, y muchas otras por el estilo) que o parecen pertenecer al ámbito indemostrable de lo que Aristóteles consideró axiomático, o cuya refutación nos llevaría demasiado lejos, o que son –para hablar claro– simples paparruchas (como cuando el autor identifica la “buena muerte” con la de quien “muere desdramatizando el absolutismo de la experiencia, relativizada por la esperanza de una continuidad trasmundana del yo” –como si el único morir digno y ejemplar fuera el de los creyentes en lo trasmundano… Sin comentarios–).

Hay también una buena parte de este libro que no me molestaré en discutir porque la tarea sería sin duda inútil; me refiero a las docenas de páginas en las que el autor abandona totalmente el ámbito argumentativo para refugiarse en ramplona apologética cristiana (como cuando cita a Ernst Troeltsch, teólogo cristiano, para proclamar la superioridad del cristianismo sobre el resto de las religiones) o en la homilética, combinando su prosa laudatoria de Jesús y su supuesta incomparable significación con gran cantidad de citas de teólogos y exegetas cristianos. En estas partes del libro no hay ni un solo razonamiento válido –de hecho, ni un solo razonamiento–, sino únicamente una prosa ditirámbica al servicio del pasmo y de la adoración. Tampoco me molestaré en comentar, por supuesto, las no escasas páginas en las que el autocomplaciente autor canta las loas de su propia obra y se refiere a su existencia como “rehén de las Musas” (sic). Concentraré mi análisis en los aspectos nucleares del libro de Gomá susceptibles de ser sometidos a la prueba de los hechos, con el objeto de evaluar su credibilidad. Es en este espacio en el que, al menos en principio, puede encontrarse todo lector honradamente inquisitivo, independientemente de sus creencias y sus esperanzas, o su falta de ellas.

Necesario pero imposible se ofrece al público como un libro de filosofía, y así es generalmente presentado y considerado. En realidad, a qué género pertenece realmente este libro lo veremos en su momento. Pero hay que dejar claro ya de entrada lo que la pátina filosófica y la prolija prosa de su autor podrían acabar velando a lectores poco avisados, a saber, que este ya da por sentada desde sus primeras páginas la existencia de un “Dios” (aunque con Schopenhauer podríamos preguntar: Wer ist dieser Bursche?) cuya negación supondría según él un “objetivo empobrecimiento” de las posibilidades humanas. Y aunque Gomá habla de “civilizar” la idea de Dios, y se esfuerza por minimizar al “Dios creador” a favor de un “Dios de la esperanza”, en realidad –asumiendo las ideas de la “teología dialéctica” de Barth– está hablando de “el Dios de la confesión cristiana de fe”, el cual sería, al parecer, totalmente diferente “de los dioses todos”. Este tipo de asunciones del autor dejan ya vislumbrar qué se puede esperar de su libro, pues allí donde tal ente está presupuesto, todo lo demás se dará por añadidura. Por ello cabe preguntar a qué vienen todas las páginas en las que Gomá presenta como un problema la cuestión de si la experiencia del mundo agota o no la integridad de lo humano y la extensión de lo real, cuando él ya ha decidido todo de antemano, y a esta pregunta cualquier lector mínimamente avispado sabrá responder. De hecho, por si quedara alguna duda, Gomá también asume que ese Dios “usa de su poder para introducir desde fuera… cierta novedad en el funcionamiento de la ciega rueda del mundo”, y que su modo de hacerlo es “suscitar en el seno de la experiencia el ejemplo de alguien que pruebe en su persona la inexorable injusticia del mundo y, luego, tras morir, ofrezca a los demás el precedente de una continuación trasmundana de la individualidad”. Dicho sin retórica y en román paladino: Dios envía a su Hijo Jesucristo a la tierra, que tras morir resucitó. ¿Les suena? Pues aquí yace la sedicente filosofía de Necesario pero imposible.

Discutir con un creyente sobre “Dios” o sobre si la extensión indefinida de la finitud es o no precisamente una contradictio in adiecto o si tal extensión contradice la experiencia o simplemente la suplementa es inútil. Pero para aquilatar y poner a prueba la fiabilidad del discurso de Gomá no será una pérdida de tiempo considerar aquellas de sus afirmaciones que son susceptibles de ser falsadas. En efecto, para “civilizar a Dios” –léase: para intentar dotar de respetabilidad y un mínimo de sofisticación intelectual al discurso cristiano en el s. XXI–, Gomá necesita apelar a algo que suscite cierta consideración en sus contemporáneos, y ello no es otra cosa que la historia y la ciencia. Pero antes aún de entrar en los “admirables métodos científicos del Jesús histórico”, nuestro autor abre uno de sus capítulos clave con estas palabras:

“En determinado momento se puso en marcha una cadena de acontecimientos que no han dejado de intrigar al observador imparcial y que aún hoy están esperando una justificación convincente por parte de los historiadores.
La historiografía tiene pendiente explicar, primero, qué ocurrió para que un hombre pobre, ágrafo y crucificado por el poder romano, alejado de las esferas de poder económico, político o social de su tiempo, casi instantáneamente después de morir fuera divinizado por sus propios contemporáneos que lo conocieron y acompañaron en su fracaso durante los pocos años de su vida pública, precisamente unos judíos piadosos que habían aprendido a odiar toda tentación de idolatría […] un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y mucho menos en uno tan fanático como el judío, devoto de un Dios celoso” (cursivas originales)

La idea se reitera en diversos lugares, y vuelve por sus fueros hacia el final del libro, donde, entre los hechos supuestamente “científicamente probados” (sic), Gomá hace constar el siguiente:

“El primer hecho se refiere a la temprana divinización de su persona por parte de sus discípulos y seguidores. Éstos, poco después de su muerte, empezaron a rendir culto al predicador de Galilea, contemporáneo suyo, a quien proclamaron el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, títulos que presuponen su divinidad […] Lo extraordinario en el caso del galileo reside en que fue divinizado por quienes, como judíos piadosos, educados en el horror a la idolatría, profesaban un monoteísmo que formaba parte sustancial de su identidad como pueblo elegido. Y además era a un compañero, con el que habían convivido y recorrido caminos juntos, a quienes se atrevían a poner en ‘comunidad de trono’ con el mismísimo Yahvé, creador del mundo”

Lamentablemente, en estos párrafos hay ya algunos elementos dudosos, otros falaces, y otros directa y demostrablemente falsos.

Ante todo, la pretensión de que “la historiografía tiene pendiente explicar” el proceso de divinización de Jesús es un disparate. Este fenómeno puede resultar llamativo a los legos, pero tras la investigación realizada –en particular, desde hace un siglo, cuando Wilhelm Bousset publicó su Kyrios Christos– ha sido explicado con suficiente claridad. La falsedad de la afirmación de Gomá quedará clara en la discusión subsiguiente.

Afirmar que es un “hecho” “científicamente probado” que Jesús fue divinizado por sus discípulos tan tempranamente como Gomá pretende (con “poco después de su muerte” parece referirse a semanas, meses o pocos años) es asimismo falso. Ante todo, esto no es un hecho –mucho menos “científicamente probado”– sino en todo caso una hipótesis, como lo demuestra el que no pocos estudiosos de muy distinto signo ideológico (v. gr. el descreído Maurice Casey y el piadoso cristiano James Dunn), y con argumentos no desdeñables, sostengan que no puede hablarse en rigor de una divinización de Jesús –en un sentido relativamente preciso del término– hasta bien entrado el s. I, cuando los discípulos directos de este estaban presumiblemente muertos (Bousset, que escribió a principios del s. XX y condicionó la investigación durante mucho tiempo, opinó que se habría dado a mediados del s. I tras la entrada de judíos helenizados de la diáspora). En todo caso, las fuentes permiten en este caso más de una posibilidad, y mientras que autores como Hengel o Hurtado (Gomá se basa en el primero en su libro, en el segundo en su réplica a Piñero) mantienen una divinización ocurrida muy tempranamente, esta creencia depende de testimonios literarios abiertos a la interpretación. Así pues, Gomá comete la falacia –elemental y garrafal– de hacer pasar por un hecho lo que no es sino una opinión de algunos estudiosos.

Pero hay más. Que Jesús “casi instantáneamente después de morir fuera divinizado” (cursivas mías) es incierto, y por varios motivos. En primer lugar, porque Gomá nunca aclara a sus lectores qué quiere decir con “divinización”, con lo cual crea una confusión que sirve a un discurso vago e impreciso. “Divinización” y “dios” son términos que pueden usarse de diversas maneras –como evidencia el uso del término “dios” y la atribución de rasgos divinos a distintas figuras en el propio seno del judaísmo, la discusión filosófica en la Antigüedad sobre niveles distintos de divinidad y la historia del dogma cristiano (en la que no es lo mismo el sentido de los términos usados en los concilios de Nicea y Constantinopla que en el Nuevo Testamento, aunque algunos crean que sí). Gomá parece asumir la comprensión generalizada y moderna del término, dependiente para muchos de una comprensión media niceno-constantinopolitana, pero que este sea el sentido que tenía en el s. I está por demostrar.

Que “un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y mucho menos en uno tan fanático como el judío” –dejando aparte por el momento lo de que el monoteísmo judío era “tan fanático”– puede entenderse de dos maneras: o bien referida específicamente a “un hombre pobre, ágrafo y crucificado por el poder romano” –es decir, a Jesús– o bien más genéricamente a la ausencia de procesos de divinización de seres humanos en el ámbito del judaísmo. Resulta que, en el primer caso, la afirmación de Gomá es un truismo (o, si se prefiere, una perogrullada), pues la divinización del ser individual Jesús carece por definición de antecedentes. Pero si lo que se quiere decir es que el judaísmo no conocía procesos de divinización de seres humanos, esto está de nuevo en algún lugar entre lo incierto y lo falso. Veámoslo.

El judaísmo antiguo –del que, como veremos en su momento, Gomá tiene una idea simplista y caricaturesca, indiscernible de rancios clichés– era, como el cristianismo antiguo y como tantas otras cosas en el mundo, una realidad más compleja de lo que parece a primera vista. En cuanto al monoteísmo, sin ir más lejos, la propia Biblia judía emplea en diversos pasajes la terminología divina para referirse a seres humanos. Por ejemplo, en el Salmo 45 el rey es llamado “Elohim”, mientras que en la versión griega este nombre divino es traducido como ho theós. En Isaías el rey es aclamado como “dios poderoso” (el gibbor). Por supuesto, en tales concepciones el rey se consideraba subordinado a Yahvé, pero esas tradiciones contribuyeron a la descripción del mesías en términos exaltados en textos judíos del período del Segundo Templo (y, obviamente, a la afirmación de la divinidad de Jesús por sus seguidores tras su muerte).

Tal terminología contiene solo los gérmenes de procesos de exaltación de diversas figuras que tuvieron lugar en el judaísmo del período helenístico, y que han sido investigados desde los años 70 por una gran cantidad de especialistas, que han escrito abundantísimos artículos y monografías, normalmente en inglés y alemán. Entre ellos, citemos a bote pronto a Alan Segal, Jarl E. Fossum, Margaret Barker, Loren Stuckenbruck, John Collins, Adela Yarbro Collins, Darrell D. Hannah, Charles A. Gieschen, Andrew Chester, Peter Hayman, Wayne A. Meeks, Crispin Fletcher-Louis, Philip S. Alexander, Steven Richard Scott, Daniel Boyarin, etc., etc.

Los resultados obtenidos en las obras de estos y otros autores han obligado ciertamente a cualificar la comprensión del “monoteísmo” de Israel, en la medida en que han demostrado más allá de toda duda que el judaísmo había desarrollado especulaciones sobre distintas figuras a las que se presentaba como agente principal de Dios, y que adquieren cualidades divinas o cuasidivinas. En las fuentes, este rol es desempeñado a veces por uno de los atributos del propio Dios (como la Sabiduría o la Palabra, descritas de manera personificada), otras veces por un ángel o arcángel, y otras por un importante personaje humano del pasado, profeta, figura mesiánica o ancestro, real o imaginado. ¿Hay que recordar que Filón se refiere al Logos como a un “segundo dios”, o también a Moisés en términos divinos? ¿Hay que recordar que en algunos textos de Qumrán el lenguaje para designar a la divinidad se aplica a Melquisedec? ¿Hay que recordar el tratamiento de Henoc en el “Libro de las Parábolas”, en el que coexisten las ideas de la preexistencia del Hijo del hombre, de la futura adoración de Henoc, su designación como mesías, redentor y juez escatológico, así como la combinación en una figura de hombre y dios? En otro orden de cosas, ¿hay que recordar que Pablo de Tarso, normalmente identificado como monoteísta, habla en 2 Corintios del “dios de este mundo”?

En efecto, después de que arqueólogos e historiadores de las religiones hayan demostrado la inexistencia de “monoteísmo” en el antiguo Israel –y hayan mostrado el carácter tergiversado, ideológico y anacrónico de la imagen bíblica de las creencias de la época (cf. v. gr. las obras de Zvit, MacDonald, Smith, Becking, y un largo etcétera)–, desde hace varias décadas los estudiosos del judaísmo helenístico han concluido que en este período el “monoteísmo” de Israel hay que tomarlo cum mica salis. Aun sin necesidad de aceptar la propuesta radical de algunos autores como Paula Fredriksen –que en su famoso artículo “Mandatory Retirement…” impugnaba tout court la validez de la categoría de “monoteísmo” al referirse al judaísmo de este período–, lo que desde luego la investigación ha demostrado es la necesidad de cualificar, y de varios modos, el “monoteísmo” de Israel. Comprender esto resulta esencial, pues permite a su vez entender que el proceso de exaltación de Jesús, que Bousset atribuyó a un influjo helenístico, puede haber tenido lugar en el mismísimo seno de una fe “monoteísta”.

Como un mero ejemplo de un sentir generalizado entre los especialistas, que expresa la convicción de quienes han analizado las fuentes con cuidado, citaré a alguien poco sospechoso de radicalismo, el eclesiástico británico William Horbury, quien sintetiza uno de sus artículos publicado en 2009 del siguiente modo (traduzco del inglés): “Aquí se argumenta por doquier que la interpretación del judaísmo como un monoteísmo riguroso, “exclusivo” en el sentido de que niega la existencia de otros seres divinos, hace menos que justicia a la importancia de tendencias místicas y mesiánicas en la época herodiana –pues estaban a menudo vinculadas con un monoteísmo “inclusivo”, en el que la deidad suprema era consideraba superior pero en asociación con otros espíritus y poderes”. En época herodiana, es decir, precisamente en el período anterior y contemporáneo al del surgimiento de la secta nazarena.

Lo anterior explica que entre las apreciaciones sensatas que Piñero formuló en su reseña crítica a Necesario pero imposible figurase la de que el proceso de divinización de Jesús no es en modo alguno tan extraño como Gomá lo presenta. Escribe Piñero:

“Por asombroso que parezca a quien no conoce esta cuestión, el pretendido y rígido monoteísmo judío de los siglos I y II d. C. era, en realidad, en círculos piadosos, un binitarismo subordinacionista y monárquico”

Ahora bien, en lugar de hacer uso de esta sensata crítica para admitir los límites expositivos de su libro y entonar honrada y sabiamente una palinodia, Gomá prefiere sin embargo obstinarse en el “sostenella y no enmendalla”. En su respuesta a Piñero, afirma alegremente lo siguiente:

“entre los especialistas […] el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable, y, por tanto, su amago de objeción no vale para impugnar mi posición, asistida por el sentir absolutamente mayoritario de los que saben”

Esta afirmación de Gomá es, como se deriva de lo dicho, una manifiesta falsedad. Lamentablemente, Gomá identifica el librito de Martin Hengel de 1975 (El hijo de Dios) y algunas otras obras generalistas que ha leído con “el sentir absolutamente mayoritario de los que saben”. Ahora bien, esto solo demuestra –además de la confianza acrítica de Gomá en cierto tipo de literatura– la medida de la ignorancia de este autor con respecto a la investigación realizada en las últimas décadas. De hecho, uno de los varios problemas de Javier Gomá es que desconoce por entero la bibliografía especializada de muchos de los temas sobre los que, sin reparo alguno, pontifica; en estas circunstancias, la referencia de Gomá a los “especialistas” raya en el ridículo. Gomá no se ha enterado de cuánto ha llovido en el ámbito académico desde que Martin Hengel publicara El hijo de Dios el año de la muerte de Francisco Franco. No solo no cita ni uno solo de los muchos autores a los que me he referido supra, sino que parece desconocer la existencia misma de la investigación realizada desde los años 80 del s. XX. La obstinación de Gomá en el disparate procede con una retórica tan enfática (“incuestionable”, “sentir absolutamente mayoritario de los que saben”), que acaba resultando francamente cómica.

Pero por algo dice la sabiduría popular que la ignorancia es atrevida. Entre los problemas del discurso de Gomá no está solo el de estar trufado de falsedades y disparates, sino también el de incurrir en no pocas falacias. Tras la afirmación de que “entre los especialistas… el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable”, en su respuesta a Piñero este autor prosigue:

“Últimamente el libro de Larry W. Hurtado, ¿Cómo llego Jesús a ser Dios? (Salamanca, Sígueme, 2013), que aborda la cuestión de la inesperada divinización del profeta galileo en el seno de un monoteísmo estricto, no toma en consideración ese supuesto binitarismo”

Veamos. En primer lugar, la obra a la que Gomá se refiere es la traducción (muy parcial e incompleta, como señalé en su momento en este blog) de una obra de Larry Hurtado –un autor que empezó a publicar en los años 70 del s. XX, y que es ciertamente uno de los nombres de referencia en la discusión sobre la divinización de Jesús– publicada en 2005. Ha llovido mucho entre 2005 y 2013, aunque Gomá no se haya enterado. Pero lo principal ahora es poner de relieve que Gomá utiliza la referencia a Hurtado como si fuera un argumento, cuando en realidad no es sino una falacia, la falacia ad auctoritatem. Lo significativo es que puede mostrarse, además, que en este caso Hurtado no debería ser usado como autoridad.

En efecto, Larry Hurtado lleva muchos años utilizando el término “binitarismo” (por cierto, un concepto que empezó a utilizar Friedrich Loofs a finales del s. XIX en la historia de la cristología), a más tardar ya desde su obra de 1988 One God, one Lord, para designar el monoteísmo cristiano y negando al mismo tiempo la pertinencia de aplicar este término –o alguno equivalente– a otros fenómenos del judaísmo helenístico. Ahora bien, aunque Hurtado es un estudioso erudito y respetable que ha efectuado contribuciones de innegable valor, algunas de sus ideas principales –y entre ellas la negativa a considerar desarrollos “binitarios” o, en todo caso, análogos al cristiano en el judaísmo no cristiano– han sido criticadas desde a más tardar finales de los años 90 del s. XX por un buen número de autores muy competentes (entre los cuales cabe citar a John J. Collins, Adela Yarbro Collins, Maurice Casey, William Horbury, Daniel Steenburg, Michael Peppard, David Rainbow, Andrew Chester, David Litwa…) con argumentos muy convincentes, y que muestran que la aproximación de Hurtado no es en absoluto la última palabra que Gomá pretende –como quien no quiere la cosa– que es.

Resumiendo muchísimo, lo que las críticas han mostrado es que Larry Hurtado (que en algunas cuestiones cruciales sigue a Martin Hengel) ha incurrido en toda una serie de interpretaciones erróneas del judaísmo helenístico, simplificando y minimizando de varios modos su complejidad, y ello con el (acaso inconsciente) objetivo apologético de sostener a toda costa el carácter sui generis de la divinización de Jesús y de postular su carácter de única verdadera “mutación” del monoteísmo judío que merece el nombre de “binitarismo”. En otras palabras, lo que muchos de los críticos de Hurtado han mostrado correctamente es que al menos algunos de los procesos que en el judaísmo helenístico asocian agentes divinos o cuasidivinos a Dios constituyen analogías suficientemente cercanas a la exaltación de Jesús como para que el proceso de divinización de este se haga más comprensible, y que el intento de negar la existencia de tales analogías es puro wishful thinking teológico. Dicho de otro modo, el proceso de divinización de Jesús es una especie que pertenece a un género reconocible, y aunque las analogías entre los distintos fenómenos no son perfectas (¡pero, por definición, no puede haber analogías perfectas entre fenómenos individuales!), estas son lo bastante considerables para contribuir a explicar su génesis y hacer de esos fenómenos algo inteligible. En este sentido, las deficiencias en la argumentación de Hurtado muestran una ruptura del procedimiento científico en virtud de la necesidad apologética de sostener la absoluta singularidad del fenómeno cristiano. Así se entiende que las obras de Hurtado, cristiano pentecostalista, al referirse al proceso de divinización de Jesús, abunden –en la mejor (o peor) tradición de pasmo cristiano, a la que con todo merecimiento pertenece también Gomá– en adjetivos del tipo “asombroso”, “sorprendente”, “desconcertante”, “incomparable”, etc., que –al igual que gran parte del lenguaje de Necesario pero imposible– provienen no del campo de la ciencia, sino más bien del de la fe y la adoración.

En estas circunstancias, aun si hoy en día uno puede encontrar a cientos de exegetas y teólogos que siguen repitiendo como loros las ideas de Hengel y de Hurtado, esto no puede aducirse como un argumento válido, pues en todo caso sería otra falacia –ad auctoritatem o ad populum. Lo único que demostraría es el hecho de que mucha gente no acostumbrada a pensar por su cuenta se empeña en asumir ideas insostenibles en el estado actual de la investigación, quizás por ignorancia, pero también en parte por interés ideológico y en parte por evitarse la vergüenza de tener que reconocer públicamente que lo que han escrito y enseñado durante mucho tiempo no son sino ideas carentes de fundamento.

Ahora podemos comprender no solo que Gomá no sabe nada sobre la investigación realizada en las últimas décadas sobre el monoteísmo judío, sino que –lo que es aún más grave– tampoco parece querer saber nada. La razón es que una visión lúcida y matizada del “monoteísmo” que da cabida a la exaltación de agentes divinos junto a Dios contribuye ciertamente a hacer entender el proceso de exaltación de Jesús en la secta nazarena. Pero esto, claro, permite cuestionar la simplista y mistificadora construcción apologética de las creencias cristianas como sui generis y novum absoluto. Por ello Gomá usa un lecho de Procrustes en el que tumbar la realidad del judaísmo, aunque ello sea a costa de mutilarla. Lo que esto dice sobre la honestidad intelectual de este autor, y sobre su fiabilidad, es bastante evidente como para tener que explicitarlo.

Que ni Martin Hengel ni Larry Hurtado son la última palabra de la investigación en este campo quedará todavía más claro si se atiende a otro de los factores que es necesario tener en cuenta para entender el proceso de divinización de Jesús. Me refiero a los fenómenos de divinización en el ámbito de las religiones grecorromanas, tanto en el caso de la apoteosis de héroes míticos como de seres humanos de carne y hueso (incluyendo el culto al emperador en el Imperio romano). La enorme importancia de este aspecto para la comprensión de la divinización de Jesús debería ser obvia, máxime después de la amplia investigación realizada sobre este tema en las últimas décadas (v. gr. por Adela Yarbro Collins, Charles Talbert, Dieter Zeller, Michael Peppard, David Litwa, Dar øistein Endsjø, etc., autores de los que Gomá no parece haber siquiera oído hablar). De hecho, numerosos especialistas –entre los que se encuentran los ya citados– han puesto de relieve que la negación o la minimización de este aspecto en las obras de Hengel y de Hurtado (quien en su voluminoso Lord Jesus Christ, de más de 700 páginas, dedica 4 al ámbito grecorromano) constituye un error garrafal que solo puede explicarse, de nuevo, por el afán apologético de no reconocer las obvias analogías existentes entre la divinización de Jesús y la de otras figuras, así como por una aproximación obsoleta a algunos de estos fenómenos (entre los cuales el del culto al emperador es obvio; solo sobre este aspecto se han escrito en las últimas décadas gran cantidad de monografías relevantes, incluyendo el fundamental de Monika Bernett, Der Kaiserkult in Judäa unter den Herodiern und Römern, de 2007).

La importancia de este aspecto es obvia, no solo porque el cristianismo se propagó en el mundo mediterráneo, en el que esos fenómenos de divinización constituían una parte natural del humus religioso, sino también porque la secta nazarena se generó en una provincia del Imperio romano que llevaba varios siglos parcialmente helenizada y cuyos habitantes, aun siendo en su mayoría monoteístas, convivían con paganos y estaban familiarizados con sus cultos –incluyendo el culto al emperador, para el que varios miembros de la familia herodiana habían hecho construir templos–. Todo esto, como ha sido señalado por los especialistas, representa una contribución crucial para entender la génesis de la divinización de Jesús, y contribuye a explicar no solo ciertos pasajes del Nuevo Testamento sino también los ecos generados en sus primeros oyentes.

¿Qué dice de todo esto Javier Gomá a sus lectores? La respuesta es: virtualmente nada. En una página de su libro dedica tres líneas de paso a referirse a la existencia de una apoteosis que “no era desconocida en el politeísmo mitológico”, y hacia el final de su libro dedica otras tres a mencionar la existencia del mismo fenómeno. Pero no dedica ni una sola línea en su prolijo libro a comentar la relevancia de los procesos de divinización en las religiones grecorromanas para la comprensión del fenómeno al que se refiere como algo incomprensible. Tras la investigación realizada al respecto en al menos los últimos veinte años, este silencio se parece mucho a una tomadura de pelo. ¿Es que Gomá quiere tomar el pelo a sus lectores? Seguramente no. Lo que ocurre es que implemente ignora, una vez más, toda la investigación relevante. (Que las contribuciones más recientes y equilibradas han ido más allá de Hengel y Hurtado, y que la aproximación de estos está en algunos aspectos clave obsoleta, lo he mostrado en un artículo, de próxima aparición, titulado “La génesis del proceso de divinización de Jesús el galileo. Ensayo de status quaestionis”, sobre cuya publicación informaré oportunamente a los lectores).

Pero tampoco se acaba aquí la mistificación de la realidad efectuada –sin duda de modo inconsciente, aunque obstinado– por Gomá. Otro de los factores que es absolutamente necesario tomar en cuenta si se quiere entender el proceso de divinización de Jesús –como tantos otros fenómenos en la historia de las religiones– son los mecanismos del comportamiento y la ideación, cuya comprensión nos han proporcionado a lo largo de muchas décadas las ciencias humanas, en particular la sociología, la antropología cultural y la psicología. Lamentablemente, Gomá no parece haberse curtido tampoco en estos campos. La única referencia a ello es muy breve y se encuentra, ya avanzado su libro, en una frase en la que el autor afirma que la disonancia cognitiva es incapaz de explicar la creencia en la resurrección de Jesús, al tiempo que añade en una nota:

“El concepto de ‘disonancia cognitiva’, acuñado en el ámbito de la psicología por L. Festinger, es aplicado a la resurrección por G. Theissen [se cita la obra publicada en castellano en 2002 La religión de los primeros cristianos]… Pero Theissen no utiliza el concepto como argumento contra la realidad de las apariciones”

Esto, sin embargo, es peor que insatisfactorio, al menos por las siguientes razones:

1º) Gomá –a diferencia v. gr. del propio Theissen– no dice a sus lectores que “disonancia cognitiva” no es solo un concepto, sino una teoría de amplio valor heurístico, que tras su formulación inicial por Leon Festinger y otros ha sido criticada, sofisticada y mejorada por un considerable número de reconocidos psicólogos y sociólogos (entre los que se hallan Loren Dawson, John Gordon Melton, Joseph Zygmunt, Anthony B. Van Fossen, Diana G. Tumminia, entre muchos otros) a lo largo de décadas.

2º) Gomá no dice a sus lectores –probablemente porque no lo sabe– que mucho antes que Theissen (el original de la obra citada es de 2000) varios especialistas en historia del cristianismo y de las religiones de diversas orientaciones y trasfondos ideológicos (incluyendo a algunos tan respetados como John Gager o David Aune) habían aplicado la teoría de la disonancia cognitiva para elucidar la génesis del cristianismo con resultados –comprensiblemente– muy fructíferos.

3º) Gomá incurre de nuevo en la falacia ad auctoritatem. Que Theissen afirme que “las apariciones de pascua no se producen… por disonancia cognitiva” es simplemente una opinión, y una opinión cuya razonabilidad habría que probar. Que lo que diga Theissen va a misa se lo cree Gomá, pero no lo creemos necesariamente quienes sabemos cómo afectan en ocasiones –y desde luego en este caso– al discurso de Theissen sus constricciones confesionales. Es perfectamente esperable que un autor cristiano evite en lo posible reconocer una derivación psicológica de las experiencias de las apariciones de pascua, pero de ahí a que eso pruebe algo hay un abismo.

4º) Más allá de que Gomá no entiende que “disonancia cognitiva” no es solo un concepto, sino una teoría, tampoco parece comprender en qué consiste la disonancia cognitiva. En las escasas líneas que dedica al fenómeno, por un lado se refiere a “la patología de todo un grupo que se niega en bloque a aceptar los hechos y sublima sus deseos cuando le son negados por la realidad” y a “un supuesto trastorno psicológico colectivo”. Pero la utilización del lenguaje de lo patológico es retórica de su invención, y es capciosa, pues los procesos psicológicos y sociológicos para afrontar las situaciones de disonancia cognitiva no son, propiamente hablando, patológicos (si así fuera, el mundo sería un manicomio en mucha mayor medida de lo que sin duda ya es). Por otro lado, Gomá continúa diciendo: “Porque es difícil imaginar que los discípulos, que acababan de sufrir una experiencia aplastante, tuvieran en ese momento la energía creadora, la vitalidad, la determinación, la audacia y el inverosímil genio religioso que supone inventarse una idea tan absolutamente original como ésa, extraña a su entorno intelectual, sin antecedentes ni consecuentes en la historia universal de las creencias religiosas”. Más allá de la retórica pomposa a la que Gomá es tan aficionado –y más allá de que la idea de la resurrección no es en absoluto ni mucho menos tan original como Gomá absurdamente declara–, lo cierto es que es precisamente la energía creadora y la innovación –lo que suele denominarse “cognitive work”– lo que la teoría postula, y convincentemente, que tiene lugar.

Una vez más, lo que Gomá declara “difícil de imaginar” es muy fácil de entender cuando se analiza lo que una teoría de la disonancia cognitiva refinada sostiene. Pero esto, claro, Gomá lo niega, o porque lo desconoce, o porque necesita a toda costa postular la ininteligibilidad del proceso, con el objeto de declararlo sui generis e incomparable, y para poder endilgar al lector hacia el final de su libro que lo único que puede explicarlo es…¡ta-chín, ta-chán!… ¡¡¡una efectiva y real resurrección de Jesús!!! (y aquí el lector puede ya, como Gomá le va proponiendo a lo largo de su opus magnum, hincarse de rodillas, convertir su corazón y sumar su arrobada alabanza a la grey de los christifideles y a los armónicos coros angélicos).

En suma, Gomá puede soltar el disparate de que “la historiografía tiene pendiente” explicar la divinización de Jesús y quedarse tan ancho solo porque ignora enteramente los resultados de la investigación de muchas décadas en los distintos ámbitos (judaísmo helenístico, religiones grecorromanas, ciencias humanas…) que es necesario tener en cuenta para entender el fenómeno. La “extensa investigación de hechura académica” a la que se refiere el autor en la presentación de su libro no parece haber sido tan extensa y, sobre todo, está a años luz de haber sido lo profunda y rigurosa que debería haber sido, lo que ha producido en Gomá un fenomenal autoengaño. Y esto es francamente grave, pues el autoengaño se traduce de inmediato en un engaño –por inconsciente que sea– a los lectores, muchos de los cuales, engatusados por las apariencias de una altisonante prosa, comulgarán con las ruedas de molino con las que el propio Gomá piadosamente comulga.

Una vez, sin embargo, que uno se ha tomado la molestia de transitar pausadamente por los ámbitos mencionados y conecta los resultados obtenidos –algo que exige ciertamente considerable esfuerzo de reflexión, lectura de fuentes y de la nada escasa bibliografía producida en cada campo–, uno puede ya dejar de mirar pasmado y poner los ojos en blanco ante el supuestamente “incomprensible” fenómeno de la divinización de Jesús, porque ese fenómeno resulta francamente muy comprensible –o al menos todo lo comprensible que resultan los fenómenos humanos. Lo que Gomá denomina “acontecimientos muy intrigantes para los investigadores”, precisamente para los investigadores –para los realmente competentes, claro– están muy lejos de ser intrigantes.

No se trata con ello de negar aquí la especificidad del fenómeno cristiano, algo que ningún historiador en su sano juicio hace. Se trata de no mistificar la realidad falseando las características de un fenómeno al punto de hacerlo ininteligible y de incitar a la gente a quedarse boquiabierta y atónita, cuando no hay razón alguna para ello. Esa mistificación supone el abandono de la ciencia, el rigor y el raciocinio crítico, para incurrir en una penosa palabrería que no resulta muy esperanzadora en un libro sobre la esperanza y desde luego nada ejemplar, máxime en una obra que se vende como la coronación de una tetralogía sobre la ejemplaridad.

Tarea y responsabilidad del intelectual es iluminar el mundo y aclararlo en la medida de lo posible, haciéndolo más inteligible para uno mismo y para sus semejantes, muchos de los cuales no tienen la suerte (o la desgracia) de poder dedicar tanto tiempo como él/ella a la reflexión. De modo que allí donde lo que es comprensible es convertido por arte de birlibirloque en incomprensible, misterioso y enigmático, no solo se yerra y se mistifica, sino que el intelectual abdica de su responsabilidad y se convierte automáticamente en un patético charlatán, vendedor de humo, trilero del concepto y turiferario del mito. Como seguiremos viendo en próximas entregas, esta charlatanería –eso sí, con una apariencia muy civilizada y hasta poética– caracteriza el discurso de Necesario pero imposible.

En efecto, lo visto hasta ahora no es más que el comienzo de una sarta de disparates y falsedades de los que se alimenta el libro de Javier Gomá Lanzón, que hace que su bonita construcción sedicentemente filosófica carezca en realidad de todo rigor y –como seguiremos demostrando– no tenga más consistencia que la de un castillo de naipes.

Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo

Miércoles, 10 de Junio 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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