Notas
Escribe Antonio Piñero
Foto: báculo episcopal Ya estamos terminando esta larga reseña del libro de Peter Brown que –espero– se iluminadora, En la sección consagrada al siglo VI, Peter Brown se dedica de un modo directo y contundente a la eliminación de estereotipos históricos que estorban para comprender a fondo la cuestión de la riqueza eclesiástica en la época, como, por ejemplo, hablar indiscriminadamente de la riqueza de la Iglesia y no propiamente de las iglesias distinguiendo con cuidado las diversas regiones, o la idea común de que muchas iglesias aumentaban su riqueza porque era costumbre heredar las fortunas de la aristocracia secular. Este extremo es interesante ya que los estudios modernos prueban lo contrario: no hubo una “aristocratización de la Iglesia” ni siquiera en Italia donde se hallaban los enclaves del poder senatorial, y mucho menos en la Galia, Hispania y África (p. 968). No existió un verdadero “señorío episcopal” (Bischofsherrschaft) por herencia en ninguna parte hasta las últimas décadas del siglo VI, pues no hubo tantas donaciones de ricos en el siglo anterior, el V. Tales donaciones fueron fundamentalmente de los “mediocres” o de los funcionarios imperiales, abundantes pero no cuantiosas, ni señoriales. El último capítulo –cuya lectura sigue siendo igualmente amena a pesar de las divinas longitudes del libro– se dedica a “La riqueza y la piedad en el siglo VI”. En él presenta Brown a una Iglesia que es ya consciente de su poder, pero que sigue todavía deseando que el antiguo “amor a la patria”, aún vigente y propio de los dirigentes cívicos, se transformara en amor a la diócesis, lo que significa aumento del patrimonio eclesiástico. En este siglo, sin embargo, el poder eclesiástico tiende a presentarse en la literatura de la época más bien como “cuidado pastoral”: el poder de un obispo debía ser más blando que el de un jefe secular, asemejándose en lo ideal al de un padre para con sus hijos. Se pretendía que fuera un poder “despojado de los rasgos inquietantes que hacen temblar a los hombres ante los reyes” (p. 989), y es cierto que los obispos “matones” fueron más bien la excepción. Igualmente, desde este siglo VI, la Iglesia intentará mantener separado el poder eclesiástico del temporal. El mundo clásico había ignorado la división entre estado y política, pero la Iglesia la procuró. Esta división es propia solo del mundo consolidadamente postromano –señala Brown–, pues faltará aún mucho tiempo para que la Iglesia llegue a exigir no solo el poder de la cruz, sino también el de la espada, en el sentido de que la segunda se someta plenamente a la primera. Pero tampoco el “poder blando” eclesiástico se construyó en un instante, sino que fue un proceso lento, ya que continuamente hubo oposición al poderío de los obispos (p. 991). De ningún modo se había debilitado el poder laico en el siglo VI como a veces la literatura de la época, a menudo clerical y hagiográfica, tiende a hacérnoslo creer. Pero, a la verdad, el poder “contrafáctico” de la Iglesia se fue estableciendo poco a poco en la sociedad, ya que se procuró que la riqueza religiosa estuviera impregnada de un patetismo especial al considerarse patrimonio de los pobres. Muy astutamente, la Iglesia difundió como propaganda eficaz que aquel que arrebatara algo a esta riqueza estaba en realidad asesinado a los pobres (era un necator pauperum, p. 995). Y, por su fuera poco este aura de piedad, se seguía identificando a los pobres –siguiendo una ya larga tradición– con Cristo humillado, lo que sacralizaba la riqueza usada en aquellos. Los nobles y ricos, por su parte, si deseaban mantener su riqueza, tenían que cambiar parcialmente su mentalidad: era cuestión ante todo de tratar bien a quienes antes eran sus meros súbditos. Como desde hacía más de un siglo, se incitaba más y más a los ricos a las donaciones, blandiendo el viejo argumento de que “la donación era igual a expiación” (p. 1007). “La insistencia en la donación fue lo que más contribuyó a crear una brecha entre el cristianismo del siglo VI y el de generaciones anteriores” (p. 1008). Es curioso que muchas iglesias del siglo VI llegaran a organizar a los pobres de modo que ellos mismos mantuvieran el orden social, y las limosnas se dieran con paz y armonía. Así, algunos indigentes ejercieron una función paraclerical. Los gremios de “mendigos autorizados” eran acogidos como colaboradores en el seno de la Iglesia, la “madrecita” = matricula, en latín, y se los denominaba matricularii (p. 1000; de ahí procede hasta hoy el vocablo “matricularse” que habilita a una persona para desempeñar una actividad o recibir un beneficio). Por ejemplo, en el santuario de san Martín de Tours, ciertos jefecillos de los mendigos que pululaban alrededor del espacio sagrado custodiaban con su grupo el santuario y dividían las limosnas entre sus colegas pobres a los que conocían bien. Así los obispos controlaban a una cierta masa de la población. El poder blando episcopal contribuía también al mantenimiento del orden social protegiendo al clero, el cual fue excluido del grupo de esclavos y campesinos atados a la tierra. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Martes, 20 de Febrero 2018
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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