CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Dilemas de la filosofía como trasfondo a la discusión sobre la eutanasia (168-10)
Hoy escribe Antonio Piñero


Concluimos hoy esta serie dedicada a comentar el libro de Antonio Monclús, La eutanasia, una opción cristiana. El final del libro es una reflexión serena que tiene por finalidad poner de relieve que la idea de la eutanasia como opción cristiana debe considerarse seriamente a la vez que se revela con como un tema que se puede zanjar de un plumazo, puesto que es mucho más compleja de lo que en principio se podría suponer.

Comenta J. J. Tamayo en su “Prólogo” que no es tan fácil oponerse a la eutanasia, salvo si se parte de una postura dogmática e intransigente previa y vuelve a recordar que hay argumentos suficientes para mostrar que tal intransigencia no está avalada por lo que podemos saber de cierto sobre Jesús de Nazaret.

El mismo Tamayo plantea vívidamente la complicación del tema en cuanto se prescinde de su enfoque religioso que como ocurre en este caso es demasiado tajante. Hay problemas filosóficos, médicos, y puramente tecnológicos cuando alguien se enfrenta al hecho de la muerte humana, lo que impide toda postura dogmática al respecto.

Estas cuestiones están imbricadas las unas con las otras. Así: ¿Cuándo se considera –médicamente- que está muerta una persona? ¿A qué concepto de tiempo y de ley natural aludimos cuando establecemos la frontera entre la vida y la muerte? ¿Qué imagen de Dios se suele utilizar para referirse al dueño y señor de la vida? Es claro que si la muerte fuera un mero acabarse todo, si fuese algo tan simple no se explicaría de ningún modo la tajante oposición cristiana (por lo general) y de otras religiones a la eutanasia.

Monclús enumera cuatro cuestiones en concreto:

1 El concepto de tiempo. Analiza brevemente cómo a lo largo de la historia de la filosofía y de las religiones las concepciones sobre él son muy dispares. El concepto de tiempo es esencialmente relativo. Monclús insinúa que no se puede hablar de un Dios como “señor del tiempo” ya que esa es una imagen que queda al margen de concepciones filosófico religiosas budista, hindú, taoísta o azteca. La prohibición de la eutanasia en el cristianismo, un fenómeno occidental, está ligada a una concepción sólo occidental de un Dios como “señor del tiempo”.

2. El segundo es la “ley natural”. Aporta aquí Monclús una serie de testimonios de filósofos y estudiosos de ética y de antropología, etc., mostrando numerosos ejemplos, sobre la imposibilidad de definir tal “norma natural”. Es este tema bastante conocido y aceptado, por lo que no es ilógico que Monclús aprecie que no es procedente, como se suele hacer sobre todo en la Iglesia católica invocar la “ley natural” para prohibir la eutanasia.

3. El tercero es cómo definir la muerte o el momento clave, final, de la muerte física. Estudia aquí Monclús el tema de la mano de Juan Masiá (Bioética, 2006) o de Englaro y Nave sobre le caso Eluana, al joven italiana en coma irreversible durante años, más otros autores para plantear al menos que “no deja de ser una falacia interpretar el hecho de la muerte como lo acontecido en un instante determinado… la muerte en casos de determinadas enfermedades o situaciones límite no es propiamente un acto claro, un hecho definido, sino un ir muriendo…” (p. 366) y pregunta: “¿Qué juez humano, eclesiástico o político, podría juzgar sobre la muerte con la seguridad de que juzga bien? Y si no cabe esa seguridad, (por qué juzgar y pretender que Dios, en cuyo nombre se dice juzgar se quede preso de un posible fallo humano, de un error de cálculo?

4. El cuarto es el concepto mismo de Dios y el lugar que se le atribuye a la hora de la muerte. Esta pregunta es básica y el autor reproduce en plan de pregunta abierta algunos de los planteamientos del libro, que discurren todo a lo largo de él, acerca de la posibilidad de saber la voluntad de Dios, si acaso éste no es más que permisivo en tantísimos casos en los que la acción humana mala, injusta, destructiva es la que “decide” y ejecuta la muerte.

En este apartado la crítica radical está imbricada con las cuestiones anteriores:

“Estamos convencidos de la muerte tiene un momento determinado en función del concepto de tiempo terrenal nuestro (arbitrario, subjetivo) y decidimos que Dios está sujeto a ese concepto material y concreto de Tiempo. Decidimos que Dios es el juez de la vida y de la muerte, en función del concepto humano de juez…” (p. 370).

En una palabra, hay muchos problemas que impiden ofrecer una solución dogmática-tajante al problema del fin de la vida.

Por ello me parece que el mérito principal de este libro es ofrecer mil ideas y reflexiones que nos hacen cavilar y llegar a la formulación que expresábamos en notas anteriores: en la profundidad de la persona se halla el lugar de decisión sobre la conducta de uno mismo. En esa profundidad, que debe actuar con radical honestidad y sinceridad es donde se debe tomar decisiones tan trascendentales como decidir en casos tan dudosos e íntimos el final de la vida propia.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

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Posdtata

El autor del libro "La eutanasia una opción cristiana, Antonio Monclús, me envía la siguiente invitación que transmito a todos los lectores:


GEU Editorial se complace en invitarle a la presentación del libro

La eutanasia,una opción cristiana
de Antonio Monclús

Acompañarán al autor:

Juan José Tamayo, teólogo y profesor titular de la Universidad Carlos III.
Luis Montes, médico del HSO Leganés y presidente federal de DMD.
Antonio Piñero, escritor y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.


Miércoles, 2 de marzo a las 20:00 horas
Ateneo de Madrid
C/. Prado, 21

Me imagino que algún lector del Blog que viva en Madrid puede interesarle. Además puede ser la ocasión de plantear al autor, en el turno de preguntas, algunas de las cuestiones que puede suscitar el contenido del libro.
Domingo, 20 de Febrero 2011
Hoy escribe Antonio Piñero


Monclús en su última sección antes de concluir su libro “La eutanasia, una opción cristiana” con un anexo abierto trata de la realidad histórica, dentro del cristianismo, de las guerras de conquista, cruzadas, inquisición, guerra justa y pena de muerte.

Señala Monclús que la realidad de tanto quebrantamiento del quinto/sexto mandamiento –según se cuente- por parte de la Iglesia supone una debilitación moral muy importante que resquebraja en gran parte los argumentos eclesiásticos en contra de la eutanasia.

El autor argumenta que a lo largo de la historia, una vez que el cristianismo primitivo dejó de ser perseguido y pasó a ser religión lícita, primero (Edicto de Milán, Constantino, 312, y luego a religión oficial del Imperio (Edictos de Teodosio, 389 aprox.) sufre una intermitente y creciente obsesión por convertir al enemigo, y si no a destruirlo.

Monclús repasa las matanzas de los judíos, el terror perpetrado por los cristianos y el uso de la muerte contra el enemigo en temas en los que no es necesario detenerse mucho, pues son conocidos, como cruzadas, inquisición, etc. Sin embargo, su mención y explicitación son necesarias para el argumento. El deseo del autor es en su breve estudio es poner de relieve la inconsecuencia de muchas argumentaciones eclesiásticas y la inconsistencia de su aferramiento a negar la eutanasia.

Algunos textos aportados son terroríficos y sirven para revivir nuestra memoria histórica como cristianos. Del libro de J. J. Tamayo sobre El Islam (Trotta 2009) recoge un pasaje sobrecogedor de san Bernardo de Claraval acerca de “la alabanza de la mueva milicia (de Cristo; se trata de una exhortación a los templarios para emprender la cruzada):

“El soldado de Cristo está sereno cuando mata y todavía más sereno cuando es asesinado. De hecho es servidor de Dios cuando, al ejercer la venganza sobre sus malhechores, procura gloria a los buenos. Ciertamente cuando mata a un malhechor, no debe ser considerado un homicida, sino –por así decirlo- un “malecida”, y claramente un vengador de Cristo en confrontación con aquellos que se comportan mal, y un defensor de los cristianos” (p. 290).

El protestantismo tampoco se libra, ni mucho menos, de haber escrito páginas negras de represión y muerte en nombre de Cristo. “Conforme la reforma protestante, luterana, calvinista, anglicana, etc., se va abriendo paso, llama la atención que su pasión por la fidelidad a los textos bíblicos, y en particular el Nuevo Testamento, no los lleva a cumplir rigurosamente el mandamiento que prohíbe matar” (p. 301). Luego, citando a J. Mosterín (“Los cristianos”; Madrid, 2010, p. 418) recuerda las matanzas de anabaptistas y otros herejes, promovidas por Martín Lutero, y la estrecha conexión de su pensamiento antijudío con la persecución de éstos por parte del nazismo, quien utilizaba expresamente para su fundamentación teórica pasajes de Lutero.

Otro análisis digno de leerse y de meditar sobre él es el consagrado al doble lenguaje que supone la doctrina sobre la guerra justa y la aceptación de pena de muerte. Para nuestro autor hay aquí un caso claro de doble lenguaje que se muestra a veces más en las posturas adoptadas que en las palabras, por ejemplo, la no condenación de la producción de armamento, la bendición de los ejércitos, que no se eludirá porque se supone que se involucrarán en guerras justas. No se opondrá la existencia de capellanes castrenses, ni del arzobispo general castrense, en el caso católico, que une a su condición eclesiástica la de militar, es decir la de ser miembro de un ejército cuyo fin es la aniquilación del enemigo.

Sobre la pena de muerte pesa igualmente el peso de la contradicción ideológica, según Monclús. De la mano del teólogo Javier Gafo (La eutanasia y la ayuda al suicidio, Bilbao, Desclée, 2003) recuerda que el Catecismo de la Iglesia católica de 1992 retoma la postura de la Iglesia sobre la pena de muerte, en definitiva siempre favorable. Recuerdan Monclús/Gafo cómo Pío XII legitimó la pena de muerte:

“Está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida, como expiación de su culpa y después de que por su crimen ha quedado ya desposeído de su derecho a la vida” (p. 335).

E igualmente que el Catecismo enumera una serie de violaciones contra la integridad de la persona y la dignidad humana, como torturas, detenciones arbitrarias,, etc. pero sin citar a la pena de muerte dentro de esa lista de violaciones (p. 335).

Monclús concluye que “ante la flagrante violación de un mandamiento defendido como inviolable sólo parece caber dos posturas: o reiteradamente los jefes de todas las iglesias cristianas han puesto en práctica un cinismo descarado, o ese mandamiento “no matarás” no se puede entender literal y rígidamente.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
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Sábado, 19 de Febrero 2011

Hoy escribe Antonio Piñero



La cuestión de la eutanasia como hoy se plantea no suele tratarse en la historia del cristianismo oficial. La razón es ya sabida: la doctrina es que se debe respetar la vida humana en cualquier circunstancia y condición. Y ello como consecuencia de un mandato divino “No matarás”.

Sin embargo, argumenta Monclús en el libro que estamos comentando, que “recorriendo la historia del cristianismo nos encontramos con la realidad desconcertante de una serie de hechos que resultan ser casos aceptados, a veces predicados enardecidamente por la Iglesia, de una búsqueda práctica (y positiva) de la muerte, no sólo ajena, sino también propia” (p. 238). Por ello la defensa de la vida sobre la muerte queda negada en la práctica o tiene muchas excepciones que debilitan su fuerza.

Conocemos y hemos mencionado ya el caso de los mártires. Monclús interpreta que en muchísimos casos, bien analizados, hay una búsqueda positiva de la muerte, lo que no se compagina con la recta actitud pasiva de dejar a Dios que la envíe. Monclús cita un buen número de casos tomados sobre todo de la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea (hay edición en la B.A.C, con texto bilingüe, Madrid, 2001).

Quizá uno de los textos más claros, que Monclús cita expresamente pero sin aportar el pasaje concreto, es de Ignacio de Antioquía hacia el 110, camino de Roma, para ser juzgado una vez que había sido apresado por ser cristiano. Tomo el ejemplo de R. Stark, La expansión del cristianismo (Madrid, Trotta, 2008, cap. 8 “Los mártires. El sacrificio como elección racional”


Lo que temía Ignacio no era morir en el circo, sino que los cristianos bien intencionados pudieran conseguir que se le perdonara. Así, escribió anticipadamente a sus compañeros en Roma pidiendo que no interfirieran de ningún modo para evitar su martirio:

La verdad es que temo que sea vuestro amor lo que me perjudique. Para vosotros es sin duda fácil lograr lo que buscáis; pero para mí es difícil ganar mi camino hacia Dios, si vosotros no tenéis consideración conmigo... No me concedáis otra cosa que dejar que mi sangre sea derramada como sacrificio a Dios...

Escribo a todas las iglesias, y a todas se lo encarezco, que muero voluntariamente por Dios con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo suplico: no me mostréis una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras, que son para mí medios de alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las bestias salvajes he de ser molido para ser presentado como pan puro de Cristo (Epístola a los romanos I 2; II 2; IV 1).

Ignacio buscaba la gloria, tanto aquí como en el más allá. Esperaba ser recordado a través de los siglos y se comparaba con los mártires que se habían ido antes que él, incluido Pablo, “tras cuyas huellas deseo hallarme cuando me encuentre con Dios”.

Y en este apartado cita Monclús el Memorial de los santos, obra de Eulogio de Córdoba y un decreto ambiguo de un concilio, celebrado en esa ciudad en el verano del 852, en el que indirectamente se afirma que muchos mártires buscaron su muerte de un modo positivo, lo que era reprobable. El canon conciliar dice:

“Lo pasado, pasado. No desaprobamos la conducta de los que han buscado el martirio estos últimos años; pueden darles culto, si les place, aquellos que quisieran haber muerto como ellos. Pero prohibimos a los cristianos que en adelante se presenten a sufrir esta muerte sagrada” (p. 270).


Otro aspecto importante de esta sección del libro de Monclús es la consideración de la eutanasia pasiva, aceptada por la Iglesia, que es el ascetismo extremo. Monclús recalca que es una contradicción que la ascética cristiana desprecie en absoluto la vida, que también es un don de Dios y que esté poniendo de modo semidirecto todo los medios para eliminarla.

La muerte, según Monclús, se promueve de dos formas. Una, por el sacrificio y la renuncia a los placeres e incluso dimensiones esenciales –como comer, beber y sexo- de la vida, otorgados y querido por Dios. La segunda: deseando y esperando el fin de esta vida, que es muerte, para así liberarse y llegar a la vida verdadera del más allá:

“Estas dos formas de actuación son complementarias, pues el sacrificio, con sus privaciones, su dolor físico y psíquico buscado y padecido, sus enfermedades sobrellevadas sin terapia, etc. acerca a la muerte, y este acercamiento se considera bueno. La muerte no se contempla como algo malo, sino bueno, y cuanto la acerque se agradece y adopta gozosamente. Con ello en realidad, nos encontramos ante un paradójico enfoque eutanásico de la muerte, pues la muerte se considera y desea como algo bueno, y se favorecen los medios físicos y psíquicos para que llegue cuanto antes” (p. 277).

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
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Viernes, 18 de Febrero 2011
Hoy escribe Fernando Bermejo


Entre las muchas inverosimilitudes que contienen los relatos evangélicos de la pasión de Jesús, hallamos la doble mención, en el Evangelio de Marcos, de una conjunción de herodianos y fariseos, confabulados contra el predicador galileo.

Mc 3,6: “En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle”.

Mc 12,13: “Y envían donde él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra” (cf. el texto paralelo de Mt 22,16).

El primer problema que presentan estos textos es ya el significado del término “herodianos”. Ese término (Herodianoi) aparece únicamente en estos textos en la literatura del s. I. El historiador Flavio Josefo, por su parte, utiliza, en una sola ocasión, un término diferente. El único pasaje en que Josefo cita a “herodianos” no emplea el término Herodianoi, sino Hērōdeioi (¡el término griego, sin latinizar!).

¿Quiénes eran estos “herodianos”? Se han multiplicado las hipótesis al respecto, ya desde los tiempos de la Patrística. Probablemente, el término se refiere a siervos, oficiales o cortesanos de la dinastía herodiana, o de alguno de los miembros de esa dinastía en particular (en tiempos de la actividad pública de Jesús, obviamente de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea), y, en términos más generales, los partidarios de ese régimen, pertenecieran o no a un grupo o partido organizado.

A primera vista, parecería haber razones para prestar crédito a las noticias de Marcos. Al fin y al cabo, la actitud de Jesús hacia Herodes Antipas –al que, según los testimonios evangélicos, calificó de “zorro” (Lc 13,32) y del que, comprensiblemente, huyó (Antipas había ejecutado a su mentor)– no fue precisamente buena (como tampoco parece haber sido buena la actitud de Antipas hacia Jesús: la predicación de la venida de un reino inminente que no fuera el suyo propio debió de generar alarmante para el tetrarca).

Sin embargo, como han visto diversos estudiosos, hay razones poderosas para desechar la historicidad del relato de Marcos en este punto. Las principales razones son las siguientes:

1ª) Los herodianos aparecen repentinamente en la narrativa, y de modo igualmente súbito desaparecen de ella. Además, no desempeñan el menor papel en el cuerpo del relato. Todo indica (además, en ambos pasajes de Marcos, los fariseos son nombrados en primer lugar) que los pasajes son un producto redaccional.

2ª) Los herodianos son presentados unidos a los fariseos en un momento temprano en Galilea (3,6) y luego, poco antes de su ejecución en Jerusalén (12,13). La posición simétrica de estas dos historias de disputa en el Evangelio de Marcos parece reflejar sospechosamente la tendencia teológica que explica la muerte de Jesús como debida a la animadversión fundamental y por principio que este habría generado en las autoridades judías.

3ª) Mc 3,6 se presenta como reacción de fariseos y herodianos al hecho de que Jesús cura en sábado a un hombre con la mano paralizada. Ahora bien, tal reacción es históricamente increíble, aunque solo sea porque Jesús no vulnera en absoluto las prescripciones sabáticas. En este caso, Jesús no realiza acción alguna (no toca al hombre ni extiende su mano), sino que se limita a hablar. En ausencia de acción física, los fariseos (que diferían entre sí respecto a la observancia del sábado) no habrían podido verse escandalizados, menos aún lo bastante ofendidos para matar a nadie. Esta implausibilidad excluye, de modo concomitante, la participación de los herodianos.

En suma, si bien es más que plausible que partidarios o siervos de Herodes Antipas hayan jugado un papel en la vida de Jesús, los pasajes evangélicos sobre estos personajes parecen estar privados de toda credibilidad histórica.

Y, como ocurre en tantas otras ocasiones, la inverosimilitud histórica tiene consecuencias éticas: en este caso, el ennegrecimiento de enteros grupos judíos (fariseos, de la mano de herodianos), presentados con aviesas intenciones asesinas. Jesús, presentado como víctima a costa de denigrar a sus correligionarios.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 17 de Febrero 2011
Hoy escribe Antonio Piñero


Un capítulo para reflexionar en la obra de A. Monclús es el dedicado a Agustín de Hipona y su teología y su influencia indirecta, pero muy potente, en una posible reelaboración del tema “defensa de la eutanasia”.

En síntesis opina Monclús, en la Ciudad de Dios, como en otras obras suyas expondrá la fundamentación explicativa de la auténtica opción cristiana por el sufrimiento, y su aceptación de él sin discusión hasta el momento mismo de la muerte.

El sustento se halla en la concepción totalmente pesimista del ser humano, ahogado en el mundo del pecado y la culpa, puesto que el pecado original que será su marca toda la vida se transmite por el acto sexual (carnal y maligno) en el momento de la concepción. El hombre en pecado es enemigo absoluto de Dios hasta que vino la plenitud de los tiempos y Jesús, como hijo de Dios, se sacrificó vicariamente por todos los hombres en el sacrificio de la cruz. Este sacrificio aplacó la ira de Dios.

El destino del ser humano, según Agustín/Monclús, radica en repetir en su vida este sacrificio que le hará ganar el cielo. Ha de imitar el sufrimiento de Jesús para liberarse de la pulsión infernal de su propio cuerpo/pecado, que es una ocasión constante de tentación y de prueba, en oposición a la acción espiritual del alma. Por ello, en la ciudad terrena y para ganar la celeste, el ser humano mortificará las obras de la carne y vivirá para Dios, sometiendo y reduciendo a servidumbre su cuerpo y crucificándolo.

Según Monclús, de la inmensa influencia de las obras de Agustín proviene que hasta hoy día, sobre todo en la Iglesia católica, se haya creado una conciencia identitaria una de cuyas bases principales es el pesimismo existencial, la idea –y consecuente sensación abrumadora continua- de la culpa original y permanente, que lleva a no “sólo a la aceptación, sino a la búsqueda decidida del sufrimiento para acercarse más a Jesucristo sufriente hasta el límite de las fuerzas” (p. 167).

Cualquier lector establecerá fácilmente el vínculo de lo transcrito ahora con la doctrina cristiana sobre la eutanasia que hemos expuesto en notas anteriores: a la idea de que l vida sólo es de Dios, y que el ser humano es sólo el administrador de ella, se unirá la noción de que los sufrimientos finales de la vida, queridos o permitidos por Dios, deberán ser asumidos como parte de la participación del cristiano en el sufrimiento redentor de Cristo. Cuando Dios quiera, se acabará ese sufrimiento; pero mientras no quiera, deberá ser bienvenido, y llevarse con la mejor paciencia posible, ya que así el sufrimiento colabora e imita a Cristo en su sacrificio doloroso redentor.

Monclús concluye que la iglesia postaugustiniana difundirá un cristianismo platonizado (pero un Platón no plenamente entendido) que tenderá a lo largo de su historia a un “angelismo espiritualista” enemigo del cuerpo material. Esta dicotomía no era la de Jesús de Nazaret, cuyas alusiones al espíritu y a la carne tenían que ver más con la ambigüedad semítica que concibe al ser humano como una “almicuerpo” cuyas “partes” no son en sí verdaderamente distinguibles, y que se opone a una confrontación lógica de dos opuestos: el cuerpo y el alma; el mal y el bien. Para un Jesús judío, si sufre el cuerpo, también lo hace el alma en igual medida –son indisociables-, y eso no puede ser bueno y apetecible por Dios.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Miércoles, 16 de Febrero 2011
Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos comentando el libro de A. Monclús, “La eutanasia, una opción cristiana”. Naturalmente, nos referimos en esta reseña sólo a las ideas básicas y casi desnudas, desprovistas de su aparato argumentativo. Para discutir más a fondo, es evidente que habrá que referirse al libro directamente.

Sobre la influencia de otros pensadores de los inicios de la Iglesia y en especial Orígenes, como filósofo y teólogo, en el tema concreto de la eutanasia, el libro de Monclús no puede hacer otra cosa que observar -y esto me parece importante- cómo la evolución de la Iglesia, bien asentada en el ámbito del Imperio, lleva a elegir un sistema de conocimiento del universo y del ser humano, aceptado en su base por las mayoría de la intelectualidad del Imperio, en el que asentar la teología y la moral cristiana. Y naturalmente esta base no podía ser otra en el mundo mediterráneo que la filosofía griega.

Ya vimos en las notas anteriores cómo el derecho romano fue utilizado ampliamente por Tertuliano para fundamentar parte de la teología cristiana. Podemos añadir que desde la 1ª Epístola de Clemente a los corintios -escrita en torno al año 96- se ve claro también cómo no sólo el derecho, sino también las estructuras organizativas del Imperio sirven a la Iglesia naciente para conformar su estructura administrativa.

A este respecto cita Monclús a Werner Jaeger en su famosa obra “Cristianismo primitivo y paideia griega” (trad. española, México 1980):

“Clemente de Roma recurre a la tradición de la paideia (cultura/educación clásicas) grecorromana que conoce muy bien. La concepción orgánica de la sociedad, que ha tomado del pensamiento político griego, adquiere en sus manos un sentido casi místico al ser interpretada a la manera cristiana a como unidad en e cuerpo de Cristo. Esta idea mística que procede de san Pablo, es completada por Clemente mediante la sabiduría de la experiencia y la especulación políticas de Grecia…” (p. 32)


Del mismo modo había señalado anteriormente el mismo autor como la organización de las ciudades y del ejército romano habían ayudado a conformar las primeras comunidades consolidadas de cristianos a finales del siglo I.

Y respecto a Orígenes señala Monclús cómo recurre de modo expreso este autor a la filosofía (neoplatónica y estoica) para dar cuerpo a la teología propiamente cristiana. En el Contra Celso escribe:

Hay que emplear toda la fuerza del talento en la inteligencia del cristiana; y como medio… hay que tomar de la filosofía griega las materias que pudieran ser como iniciaciones o propedéutica para el cristianismo… (Edición de la B.A.C., 2001, p. 616).

Este sistema, muy lógico en sí y quizá inexcusable en su momento lleva de hecho –según Monclús- a que la teología cristiana dependa en su acercamiento de la realidad, del modo específico de una filosofía. Éste sería el vehículo para acercarse al conocimiento del mundo y de la vida. Pero, opina, este sistema reduce al cristianismo esencialmente al universo mental grecorromano. Ahora bien, Jesús no fue un filósofo, y su pensamiento no puede circunscribirse a las pautas exclusivas de este universo, cuyas líneas fueron ulteriormente especificadas por Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. Y al especificarse quedaron ahormadas y rígidas en una línea de pensamiento.

La conclusión de Monclús se apoya en Gianni Vattimo, que apunta hacia el fondo del problema: la creación en la Iglesia de un autoritarismo (no sólo en lo práctico, sino en la elaboración teórica) que depende de un tipo de filosofía metafísica

“El autoritarismo de la Iglesia católica… está ligado a una metafísica determinada, la que penetra toda la tradición occidental en la forma del aristotelismo reelaborado por santo Tomás de Aquino, sino a la metafísica en sentido de Heidegger, a la idea de que hay una verdad objetiva del ser que una vez conocida (por la razón iluminada por la fe) se convierte en una base estable de una enseñanza dogmática y sobre todo moral que pretende fundarse sobre la naturaleza eterna de las cosas (G. Vattimo, Creer que se cree, Barcelona 1996, p. 53).

Y esto aplíquese a la elaboración mental de una teoría hoy sobre la eutanasia como opción cristiana: no existe una naturaleza eterna de las cosas. Se pueden volver a repensar los fundamentos de la eutanasia desde otras y diversas perspectivas, pero teniendo en cuenta que no es tarea fáicl: una vez que se rigidizan los conceptos y normas sobre ella en la Iglesia, a partir de esta mentalidad filosófico-teológica, es muy difícil cambiar la mente. Es preciso elaborar la defensa de la eutanasia desde otros puntos de vista que tengan en cuenta otra mentalidad (por ejemplo, la de Jesús no es grecorromana) e incluso, y necesariamente, otros puntos de vista que provienen de culturas distintas.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
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Martes, 15 de Febrero 2011
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Juan rechaza a un demonio

En una página del códice publicado por Grenfell-Hunt entre los papiros de Oxyrrinco (Oxyrhynchus Papyri Londres 1908, VI 12-18.), se encuentra este folio, considerado por la mayoría de los investigadores como un fragmento de los primitivos HchJn. El estado del papiro no permite comprender con exactitud los detalles del relato. En una de las páginas del folio aparece Juan frente a un tal Zeuxis.

Juan pronuncia una oración, llena de interpelaciones dirigidas a Jesús, como capaz de hacer cambiar los designios de los hombres, como médico de los desesperados, como el que consuela a los afligidos, resucita a los muertos y fortalece a los débiles. Termina alabando, adorando y dando gracias por la salvación prometida. Sigue una alusión a la eucaristía, que reciben los que desean participar de su gracia. En medio de la asamblea, se levanta el procónsul para interpelar a Juan y hablarle de unas cartas del César.

En una nueva página se hace una referencia a Andrónico, al que hemos conocido en los HchJn como estratego de Éfeso y esposo de la piadosa Drusiana. Hostil en un principio a Juan, acabó convertido en un fidelísimo colaborador en su ministerio. Avisado por una visión, se dirigía Juan hacia los hermanos cuando un misterioso personaje, un demonio en realidad, se le acercó para augurarle que pronto tendrían ambos que llegar a las manos. El apóstol le aseguró que el Señor extinguiría su amenaza. Desaparecido el personaje, Juan inivitó a los hermanos a postrarse ante el Señor y orar para que redujera a la nada las amenazas de sus adversarios.

Fragmentos de la carta del Pseudo Tito

En 1908 publicó el benedictino Dom Donatien De Bruyne la noticia del descubrimiento de una carta escrita presuntamente por Tito, el discípulo del apóstol Pablo. Es un canto entusiasta a la vida de castidad, conservado en un único testigo conservado en la Universidad de Würzburgo. La verdad es que de carta no tiene nada. Ni siquiera los más elementales aspectos del género epistolar. Sin embargo, tanto en el título como en la conclusión, el códice utiliza la palabra “epistola”. El documento es un documento del siglo VIII, pero notablemente corrupto y escrito en una ortografía bárbara. Diecisiete años más tarde, publicó De Bruyne la carta en su texto latino acompañado de un comentario, en el que aborda, entre otros temas, el de las citas de los Hechos Apócrifos (“Epistula Titi, discipuli Pauli, de dispositione sanctimonii”, Revue Bénédictine37 (1925) 47-72.).

El título de la carta da testimonio de la intención preferente del escrito que no es otra que la recomendación de la castidad, denominada sanctimonium como simple sinónimo. Notaba De Bruyne en su comentario que la castidad va siempre expresada con ese término neutro y nunca ni con castitas ni con continentia. La carta va dirigida a hombres y mujeres por igual y con las mismas intenciones. La vida de castidad o estado de continencia en la mujer es sencillamente etiquetada con el término habitual de uirginitas (“virginidad”), la del varón es denominada spadonica conuersatio. La versión exacta de spadonica conuersatio es “forma de vida propia de eunucos”. Spado, spadonis significa en latín “eunuco”.

De Bruyne sugiere que el documento podría ser un original griego escrito en Egipto. Hay algunos detalles que parecen avalar la hipótesis, como son los términos agonista, agon, cataclysmus, sofia (“combatiente, combate, cataclismo, sabiduría”). También lo es en una ocasión el uso del verbo en singular con un plural neutro (multiplicabitur eorum tormenta: “se multiplicarán sus tormentos”). Pero queda claro que el autor o traductor no dominaba correctamente ninguna de las dos lenguas.

Tres son los fragmentos de los HchJn citados en la carta del Pseudo Tito. El primero es el principio del capítulo 113,1 de los HchJn. Éste es el texto en la epístola: “Escucha la acción de gracias de Juan, el discípulo del Señor, cómo dijo en oración a la hora de su muerte: «Señor, que me guardaste desde mi infancia hasta este día libre de contacto con mujer, que separaste de ellas mi cuerpo de forma que me fuera odioso hasta el hecho de mirar a una mujer»”. El pasaje de los HchJn encaja perfectamente con la mentalidad profesada por el Pseudo Tito.

El segundo de los pasajes mencionados por el Pseudo Tito hace referencia al mismo lugar citado en el fragmento anterior. Pero la letra de la carta alude más bien al contenido que a la letra. Dice así el texto de la carta: “¿Se halla acaso lo que enseñamos fuera de la ley? Considera lo que dijeron los mismos demonios cuando confesaron ante el diácono Diro (e. d., Vero) a la llegada de Juan: «Muchos vendrán a nosotros en los últimos tiempos a despojarnos de nuestros vasos (los cuerpos de los posesos), afirmando que se encuentran limpios y puros de mujeres, y no ligados por la concupiscencia hacia ellas. Pero si quisiéramos, nos apoderaríamos también de ésos»”. La letra de la cita no se encuentra en el texto de los HchJn que en la actualidad poseemos, pero la mención de Vero señala con seguridad el contexto de la Metástasis del apóstol.

La tercera de las citas debe situarse igualmente en las escenas finales de la vida de Juan. Pero como ocurre en referencias anteriores, el texto copiado por el Pseudo Tito no forma parte del texto conservado hasta el momento. El largo fragmento recogido en la carta dice así: “Recibe en tu corazón los avisos del bienaventurado Juan. Pues invitado a unas bodas, no acudió sino para hablar de la castidad (sanctimonii causa). Considera, pues, lo que dijo: «Hijitos, cuando vuestra carne es aún pura y mantenéis vuestro cuerpo intacto, no destruido ni ensuciado por ese desvergonzadísimo enemigo de la castidad, que es Satanás, conoced más plenamente el misterio de la unión conyugal. Ésta es una tentación de la serpiente, ignorancia de la doctrina, daño causado por la semilla, don de la muerte, oficio de destrucción, aprendizaje de división, oficio de corrupción, asilvestramiento <…>, sobresiembra del enemigo, insidias de Satanás, pensamiento del malévolo, sórdido fruto del nacimiento, efusión de sangre, enfebrecimiento del alma, caída del entendimiento, arras del castigo, documento del suplicio, obra del fuego, signo del enemigo, mortífera malicia de la envidia, abrazo del engaño, unión de amargura, bilis del alma, invento de perdición, anhelo de la imaginación, entretenimiento de la materia, diversión del diablo, envidia de la vida, vínculo de las tinieblas, ebriedad <…>, insulto del enemigo, impedimento que separa del Señor, inicio de la desobediencia, fin y muerte de la vida. Tras oír estas palabras, hijitos, uníos en las únicas nupcias verdaderas y santas, esperando al único Esposo, incomparable, verdadero, que baja del cielo, esposo perenne»”.

Es fácil comprobar en el tenor de este texto la mentalidad que domina el pensamiento del autor de la carta. Si el tema básico es la alabanza de la virginidad, el largo fragmento que acabamos de ver abunda en la misma idea desde la perspectiva contraria. Lo que tiene de positivo la vida de castidad, la “virginidad” para las mujeres y la “forma de vida propia de los eunucos” para los hombres, lo tiene de negativo el matrimonio, o sea, el misterio de la unión conyugal.

Acorde con el estilo ampuloso de muchos Hechos Apócrifos, el autor se explaya en una sucesión de treinta y cuatro sinónimos, que trazan el perfil absolutamente negativo de la vida conyugal. Esa visión es perceptible en Hechos Apócrifos como los de Andrés, Juan, Tomás y muy marcadamente en los de Nereo y Aquiles. No en vano el Pseudo Tito cita o alude a varios de los Hechos Apócrifos, como hemos visto en el caso de los de Juan. El detalle indica que el autor se siente en cierto modo identificado con las corrientes encratitas, perceptibles en muchos pasajes de los Hechos Apócrifos.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 14 de Febrero 2011

Hoy escribe Antonio Piñero


Comento hoy parte del capítulo 3 del libro de A. Monclús, “La eutanasia una opción cristiana”. Seguimos con la idea de cómo el pensamiento del Jesús histórico se ve transformado por la interpretación que de él hacen sus seguidores.

Hoy nos ocupamos de Tertuliano no en cuanto –en el libro de Monclús- este personaje contribuyera expresamente a formular una doctrina sobre la eutanasia vigente hasta hoy, sino como fautor, o impulsor de un movimiento intraeclesial que transforma lo que al principio fue una suerte de “teología vivida” en un corpus de doctrina regida por la ley y el derecho, es decir rígido y carente de la vitalidad que tenía en sus orígenes.

Con otras palabras, para A. Monclús, la figura de Tertuliano es indirectamente importante en la historia de la doctrina cristiana sobre la eutanasia –cuya base su libro pretende poner en cuestión- en el sentido de que la interpretación sacrificial de la vida y muerte de Jesús se convierte en norma, ley y parte del sistema jurídico eclesiástico que regirá en adelante en la Iglesia.

El influjo de Tetuliano -sostiene Monclús- debido a la fuerz de sus escritos fue tremendo en la vida práctica de la Iglesia. Para nuestro autor, el “juridicismo” y la “fosilización” que se observa en las normas eclesiástica legales de hoy en torno a la eutanasia tienen su nacimiento y cristalización en las concepciones en torno a la religión cristiana que defendió Tertuliano en sus obras.

“En el caso de Tertuliano la formación jurídica profesional lo condujo a la deformación teológica de confundir la religión con el derecho, Y esta identificación confusa fue transmitida a la Iglesia primitiva, que la recibió con agrado, y en ocasiones con euforia, a través de sus pastores transformados cada vez más en jefes, en autoridad.

“Tertuliano, entre otros, facilitó la herramienta que el poder eclesiástico-religioso necesitaba para parecerse coda vez con más nitidez al poder político, es decir, al poder propiamente tal. Un esquema de poder que permitirá a la Iglesia un progresivo modelo de confrontación de corte belicista. No en vano los Padres de la Iglesia, los que pasarán a la historia como los Santos Padres, eran no sólo apologistas (defensores de la doctrina), sino también ‘polemistas’, y no olvidemos que el origen de la palabra griega, polemistés, viene de pólemos, que significa guerra” (p. 156).

En este clima de confrontación es donde la influencia de Tertuliano hace que -en las disposiciones y escritos de la Iglesia en general- abunden cada vea más las palabras ley, norma, decreto prescripción, cumplimiento o incumplimiento, disciplina, mérito, formalidad, condena, pena, regla, así como orden, canon, jurisdicción, constitución, tribunal y un larguísimo etcétera.

Tertuliano es a la vez un ejemplo ilustre de una cierta inconsecuencia que Monclús considera como “contradictoria”, a saber, el abandono de la iglesia “católica” por parte un autor que tanto la había defendido como la única que tenía el derecho de existir frente a otras "iglesias" fundadas por herejes.

En efecto, Tertuliano abandonó la Iglesia católica y se pasó paso a la secta montanista, que no tenía en su época jerarquía, sino que era gobernada por el Espíritu; una secta que era asamblearia, y ante todo pobre, en extremo ascética, y tendiente a aproximarse en lo posible al mensaje primitivo de Jesús.

Ahora bien, en vez de contradictoria, yo vería en el Tertuliano maduro el deseo de dejar por fin el derecho para pasarse al Espíritu.

Sea como fuere, lo cierto es que Monclús tiene razón en afirmar que la figura de Tertuliano no es recordada en la Iglesia por este paso al ascetismo, la pobreza y la espiritualidad, sino por el “juridicismo”, alabado hasta hoy, que imprimió en todo la estructura de la iglesia cristiana. Por ello, su influencia hará –comenta Monclús- que se prefiera en la institución eclesiástica más los argumentos jurídicos que las demostraciones filosóficas.

Tertuliano contribuyó mucho, y así será seguido en la historia de la Iglesia cristiana, a consolidar las modalidades de la disciplina penitencial del cristianismo primitivo, consagrando los procedimientos y formas de la práctica de la penitencia. Y el sentido de la penitencia/dolor tiene mucho que ver con los argumentos anti eutanasia de la Iglesia.

Así pues, según Monclús, desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, el movimiento teológico iniciado por Tertuliano contribuirá a que se consoliden sobre la eutanasia más los argumentos, fríos, de tipo normativo y jurídico, que los sutanciales. En vez de ir más al problema de fondo y a la consideración de la complejidad de la persona, se pienda más en la norma que debe cumplirse.

La intransigencia –argumenta Monclús pensando igualmente en Tertuliano- hace caer en otra contradicción que puede darse en el mundo del Derecho cuando éste, de algún modo, se rigidiza y se deshumaniza:

“Teóricamente por medio de la ley se busca el resguardo de lo humano a través de la justicia aplicada, pero en muchos casos esa aplicación resulta inhumana e injusta” (p. 160).

Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com


Postdata:

Con alegría, os comunico que acaba de aparecer la cuarta edición del volumen I de TEXTOS GNÓSTICOS I de la "Biblioteca de Nag Hammadi". Este volumen trae una larga, pero muy clara introducción sobre qué es la gnosis y su historia, más su repercusión para entender el Nuevo Testamento. Luego presenta la traducción, on introd. y notas de todos lo tratdos cosmológicos y filosóficos de esa biblioteca gnóstica hallada en 1945. Estas "Biblioteca" es famosa sobre todo por los Evangelios apócrifos gnósticos -el Evangelio de Tomás, por ejemplo, y el de Felipe,
que aparecen en el volumen II.
Saludos

“El absurdo juridicismo de Tertuliano”. El mensaje de Jesús transformado radicalmente por sus seguidores (II) (168-05)
Domingo, 13 de Febrero 2011


Hoy escribe Antonio Piñero



Un apartado muy importante del libro de A. Monclús, “La eutanasia, una opción cristiana”, es el dedicado al tema cómo el pensamiento genuino de Jesús es luego transformado radicalmente por sus seguidores.

Según Monclús, en el campo de la consideración de la eutanasia, hay desviaciones notables respecto al ideario posible del Nazareno en pensadores cristianos que han influido notablemente en la doctrina posterior de la Iglesia sobre la eutanasia. Los principales son Pablo de Tarso, Tertuliano, Orígenes y de un modo especial en lo que se refiere al tema “eutanasia”, Agustín de Hipona. Lo veremos en varias entregas,

A. Pablo de Tarso

En líneas generales, y como base a su tratamiento concreto de la eutanasia, recuerda Monclús que -ya desde el nacimiento mismo del cristianismo- la figura judía de Jesús recibe una profunda reinterpretación. Esta comienza con Pablo, quien hace del Nazareno, un mesías judío, un salvador universal; Pablo, además, pone las bases para reinterpretar la muerte de Jesús desde una perspectiva sacrificial, vicaria y expiatoria, que era ajena a la mente del Jesús judío. Ya este cambio perceptible pone en guardia a Monclús, quien sostiene que es “urgente distinguir la figura y mensaje de Jesús de las adherencias posteriores” (p. 123).

Monclús cita a J. J. Tamayo y afirma:

“Un ejemplo emblemático de la violencia de lo sagrado llevada al extremo es la interpretación sacrificial que algunos textos de la Biblia (el inicio de estas ideas es Pablo de Tarso) y la teología cristianas ofrecen de la muerte de Jesús de Nazaret. La formulación más extrema y desgarrada de esta interpretación es obra del teólogo medieval Anselmo (de Canterbury). Según ella, Jesús, víctima inocente, se somete a la muerte por decisión de Dios, su Padre, para reparar la ofensa cometida por la humanidad contra Él. Como la ofensa es infinita, debe ser reparada por una persona que sea al mismo tiempo humana y divina. Esta persona es Cristo. Y la forma de esta reparación es la muerte. Pero no una muerte cualquiera, sino la más dolorosa que mente humana pueda imaginar: la crucifixión.

“Cristo habría cargado gustoso con la cruz camino del Gólgota y habría aceptado la muerte sin rechistar en cumplimiento de la voluntad de Dios. En él se habría realizado literalmente la descripción que hace el profeta Isaías de la figura simbólica del Siervo de Yahvé…”

(J. J. Tamayo: “Cristianismo: diálogo interreligioso y trabajo por la paz, en A. Monclús [ed.], El diálogo de las culturas mediterráneas judía, cristiana e islámica en el marco de la Alianza de las civilizaciones. La línea, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 2009, p. 101).

Anselmo de Canterbury no hace otra cosa que explicitar o concretar el pensamiento de Pablo. Fue éste quien hizo la mutación de la autoconciencia de Jesús –al menos al final de su vida- como un mesías judío a ser un “cordero de Dios” (expresión de la escuela johánica y del autor del Apocalipsis).

Obsérvese que esta interpretación sacrificial de la muerte de Jesús hace de éste un modelo a imitar, que afecta a la ideología que sustenta la oposición a la eutanasia. Si Cristo sufrió sin rechistar el mayor de los dolores, porque así lo quería su Padre, el cristiano debe hacer lo mismo: sufrir con absoluta paciencia los dolores imposibles (por ejemplo, de su enfermedad terminal) hasta que Dios quiera mandarle la muerte.

La imagen de trasfondo del Dios que ordena este sacrificio es descrita así por Tamayo/Monclús:

Un Dios violento, vengativo, sin entrañas de misericordia, más sanguinario que Moloc, que exigía el sacrificio de niños para aplacar su ira y conseguir sus favores. Un Dios no sólo impasible e insensible a los sufrimientos humanos, sino causante Dios ellos: un Dios que necesita el derramamiento de la sangre de su Hijo para sentirse rehabilitado en su honor herido y en su dignidad maltrecha (Tamayo, cap. citado, p. 102)

Ahora bien, argumenta Monclús con Tamayo, éste no es el pensamiento del Jesús histórico, porque

“Jesús no fue sacerdote, ni perteneció a ninguna familia sacerdotal, ni tuvo mentalidad clerical. Vivió y se comportó como un laico crítico con la institución sacerdotal… A Jesús lo mataron, no porque Dios así lo quisiera…”

“Jesús vive su muerte no de manera impasible, con como un héroe en loor de multitudes, sino como un fracasado… Jesús no fue condenado por blasfemo, sino por incitar a la nación a la rebelión, por prohibir el pago del tributo al César y por pretender ser el rey de Israel… La vida y praxis de Jesús constituyen un claro mentís a la interpretación sacrificial de su muerte y una inapelable negación de la violencia inscrita en lo sagrado…” (Tamayo, p. 104= Monclús pp. 125-126).

En síntesis: no hay ningún fundamento en la vida del Jesús histórico para sustentar uno de los argumentos contra la eutanasia: hay seguir el ejemplo de Jesús que soportó con rostro alegre unos dolores y una muerte crueles porque Dios Padre así lo quiso.


Una apostilla desde el punto de vista de un filólogo escéptico y racionalista: este argumento intracristiano me parece sólido partiendo de un análisis de todos los textos del Nuevo Testamento y de una crítica razonable de los Evangelios. Pero, esta interpretación sacrificial es el núcleo de la teología paulina, de los Sinópticos, del Evangelio de Juan, de la Epístola a los Hebreos…, del Apocalipsis… en suma del Nuevo Testamento entero… Pero, ¿cómo se puede ser cristiano partiendo de estas premisas de negación absoluta de los fundamentos teológicos, expresados en el Nuevo Testamento mismo y que derivan en último término de la revelación "sobre el Hijo" que tuvo Pablo como manifiesta en la Epístola a los Gálatas?

Supongo que se me responderá: ciertamente, no se puede ser cristiano oficial, pero sí “jesuánico”. A quien sigue “un cristiano así” es al Jesús de la historia…, no al Cristo de la fe de la centenaria tradición cristiana.

Pero esta afirmación también tiene sus dificultades…

Aquí lo dejo hoy. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Sábado, 12 de Febrero 2011


Hoy escribe Antonio Piñero



La postura de Monclús en su análisis de la posible, naturalmente indirecta, postura de Jesús de Nazaret ante la eutanasia, parte de los presupuestos que la crítica histórica y literaria considera hoy suficientemente fundados en un notable consenso entre los estudiosos en cuanto al método científico de abordar el estudio de los Evangelios y de obtener de ese estudio los rasgos generales atribuibles al Jesús histórico, tanto en sus hechos como en sus dichos.

Monclús considera que la ciencia filológico-histórica sobre Jesús sigue en ebullición y que, por tanto,

“Acercarse a las palabras auténticas del Nazareno no deja de ser un tanto pretencioso” (p. 58).

Acepta que tal acercamiento debe hacerse a través del estudio crítico de los Evangelios canónicos y no de los apócrifos, porque los primero están mucho más cercanos a la figura del personaje y a priori pueden ser más fidedignos. Y admite igualmente que “la figura de Jesús de los evangelios ha sido transmitida adornada, matizada e incluso en ocasiones radicalmente tergiversada” (p. 61) hasta dar la figura no de Jesús sino del Cristo de la fe.

Para Monclús, con Jürgen Roloff (“Jesús”; Madrid, Acento, 2003) y muchos otros, incluido yo mismo,

“Jesús de Nazaret fue un judío… profundamente enraizado en su religión y en las concepciones teológicas del judaísmo de su época” (p. 62).

Aunque Jesús no vino a negar al Dios judío oponiéndole un presunto Dios cristiano, sí insiste no tanto en el Dios del Temor de las Escrituras, sino en la imagen –de esas mismas Escrituras- de un Dios “bueno, porque eterno es su amor” (Sal 118).

Una cosa que no me queda del todo clara en este apartado es cómo Monclús atribuye –aparentemente- al Jesús de la historia frases y hechos que sólo encontramos en el Evangelio de Juan, del que por otra parte, él mismo, Monclús, sabe que es una reinterpretación teológica del Nazareno y no una consignación histórica de las palabras del Nazareno.

En mi opinión, por tanto, Monclús debería haber sido más cuidadoso en esta sección de su libro, y en vez de escribir “Jesús dice” para luego citar el Cuarto Evangelio, mejor sería haber escrito, “el Jesús johánico dice… o hace…”, etc. y luego deducir las consecuencias d lo que se cita, como opinión no del Jesús de la historia, sino de uno de sus primeros intérpretes. Al fin y al cabo lo que se manifiesta es la posición de un grupo muy temprano de cristianos que “leen” a Jesús y que creen que lo hacen con inspiración del Espíritu. Esto vale perfectamente para el argumento del libro de Monclús.

Ahora bien, una vez aclarado este extremo, hay suficientes argumentos en el resto de las palabras y hechos auténticos de Jesús (obtenidas preferentemente de los Sinópticos; por ejemplo, de la Bienaventuranzas) para argumentar que el núcleo del mensaje de Jesús es un mensaje del amor. Aunque la predicación del Nazareno no esté exenta de los aspectos de condenación para quienes se muestren totalmente hostiles a este mensaje (y lo hemos dicho muchas veces en este blog), parece cierto que Jesús insiste más en el amor y en el perdón divinos que en otros aspectos vindicativos de la divinidad. De este mensaje nuclear del amor hay que obtenr las consecuencias para la doctrina sobre la eutanasia.

Y en cuanto al Jesús johánico, debo insistir en que bastaría, para el argumento de Monclús en su libro, afirmar que ciertos cristianos muy primitivos, de una “iglesia” muy temprana, el grupo johánico, vieron que el mensaje de Jesús podía resumirse preferentemente en el amor: “Uno que me ama hará caso de mi mensaje; mi Padre lo amará… Uno que no me ama no hace caso de mis palabras…” (Jn 14,24). Y por eso se puede introducir también en la discusión del tema propuesto por Monclús la imagen de Jesús que se deduce de los episodios de Nicodemo (jn 3), de la samaritana (Jn 4), del fragmento de la mujer adúltera (Jn 8, pero en otros manuscritos en el Evangelio de Lucas)

Por eso el mensaje del Nazareno -aunque ciertamente su núcleo sería la proclamación de la inmediata venida del reino de Dios- puede caracterizarse también como “la primacía del amor”. Para Monclús, la relación amorosa de Jesús con Dios se deduce del uso de la expresión “Abba”, “Padre”, que es el símbolo de ese contacto – de Jesús y de sus seguidores- muy especial, cercano y muy familiar con Dios Padre.

Monclús afirma que este mensaje jesuánico del amor tiene tres planos:

a) el amor a Dios;
b) el amor al prójimo; y
c) el amor a uno mismo.

No conviene olvidar este último punto. El amor a uno mismo tiene sus pautas, por ejemplo en las Bienaventuranzas (Mt 5 y par.). Estos “macarismos” (de “makarios” = “feliz” en griego) no tienen como mensaje que el sufrimiento es bienaventurado, sino lo contrario: la liberación del sufrimiento.

Monclús, influido sin duda por el hincapié de la teología de la liberación, insiste en que la salvación que Jesús trae es también liberación… ¡y sobre todo comenzando por el reino de Dios en esta tierra! (pp. 80-87) Y cita a Leonardo Boff:

“La fe cristiana pretende directamente la liberación definitiva y la libertad de los hijos de Dios en el Reino, pero incluye también las liberaciones históricas como un modo de anticipar y concretar la liberación última cuando la historia llegue a su término” (Iglesia, carisma y poder, p. 24).

De estos argumentos, así como de los obtenidos de otros pasajes evangélicos (pp. 88-110) -que abordan los temas de resaltar el valor de lo humano frente a la dureza del poder que lo tritura; la vida como plenitud, en la que prima el gozo sobre el sufrimiento, etc.-, Monclús concluye (pp. 111-115) que debe surgir espontáneamente la pregunta sobre la eutanasia. ¿Qué desearía, qué opinión tendría el Jesús de la historia a este respecto? Desearía el sufrimiento? ¿Buscaría el dolor hasta la tortura? ¿Se adentraría Jesús en un proceso vital que aterroriza muchas veces sin límite al propio sentir de la persona que es ante todo amor y gozo?

Y responde:

Ni la iglesia (actual) y los intérpretes eclesiásticos, ni los poderes públicos tienen la prerrogativa de saber ellos solos proclamar al voz de Dios. La lectura del Evangelio conduce a afirmar –según Monclús- que Jesús dejaría a cada persona hallar la decisión sobre la conducta que uno mismo debe seguir cuando se encuentra en una situación de una violencia insostenible, por ejemplo por una enfermedad invencible:

“Enfocado desde el prisma del amor, que es Dios, trataría de encontrar una solución a partir de una actitud radicalmente honesta y desde la sinceridad más íntima” (p. 115)…, ciertamente en la permisión de la eutanasia en esas condiciones límite.

Este conjunto de argumentos se especifica y refuerza aún más en los capítulos 4,5 y 6 de la obra que redondea los siguientes conceptos base: se puede afirmar que el mensaje de Jesús, ya se exprese explícita o implícitamente, es de liberación del dolor y del sufrimiento. Aceptar el sufrimiento inútil no es la mayor prueba del amor hacia Dios; Jesús está con los espíritus libres de la humanidad. Él vino para insuflar espíritu a la norma, a la letra pura, para transformarla, cambiarla y para que en el fondo deje de ser una mera norma fría. Lo que importa es la actitud y ésta no es, en ocasiones, mensurable con normas aparentemente asépticas.

Un análisis de la vida de Jesús –concluye Monclús este apartado de su libro como creyente esencial en Jesús- nos lleva a pensar que:

“La fe para él (el Nazareno) era algo muy rico y trascendente. La fe auténtica no convierte una vida falsa (por ejemplo, la aquejada por un dolor y sufrimientos imposibles) en muerte, sino que convierte la vida en vida verdadera tanto que desaparece la muerte. Hay una prolongación de la vida de aquí en la vida del más allá, utilizando esos adverbios de lugar, pues la vida se coloca fura del esquema del lugar espacial, al igual que se sitúa al margen del tiempo terrenal” (p. 230)


Creo que la argumentación de Monclús es muy digna de ser tenida en cuenta por un creyente.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 11 de Febrero 2011
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.







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