El capítulo 15 de 1 Corintios ha atraído el interés de la investigación desde tiempos antiguos. En su versículo 12 Pablo escribió: “Si del Ungido se dice que fue despertado de entre muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no ha lugar a que los muertos se levanten?” El caso es que en Corinto, en Grecia, en una cultura que no aceptaba la vuelta a la vida del cuerpo y sí la posible continuación de lo que los antiguos llamaban “psyché” (que hemos acabado traduciendo como “alma”), parece que algunos seguidores del Tarsiota se aferraban a su cultura: no hay vuelta a la vida de los cuerpos.
Pero Pablo, judío de pura cepa, pensaba que la nueva creación que sería en realidad el nuevo reino de Yahvé era una nueva creación, es decir, volvería a existir el conjunto cuerpo-alma que el judaísmo aceptaba como base de la existencia humana. Dicho con otras palabras, había un choque cultural entre la visión judía del hombre y la griega, mucho más filosófica.
Además, los griegos disponían en su cultura religiosa de movimientos religiosos que aseguraban que el alma no se iría al Hades, un almacén de almas (de “esencias vitales” podríamos decir) que allí carecerían de cualquier posibilidad de asociarse a nueva materia para volver a ser un ser humano completo. Se trataba, por tanto, de poder esquivar lo que Homero había calificado en el canto XI de la Odisea como “país de las brumas”, humedad sin materia. Así lo ilustra una lámina de oro hallada en una tumba de una mujer iniciada en los misterios (Turios, s. IV, Museo de Nápoles, Fragmento 32d-e de la edición de Kern de textos órficos):
Vengo limpia de seres subterráneos puros, oh reina de los seres subterráneos,
Eucles y Eubulo y dioses y demás divinidades;
Y pues yo me enorgullezco de ser de vuestra generación feliz,
tras pagar la penitencia por obras injustas
el destino me domeñó (...) con el brillante rayo.
Ahora llego suplicante junto a la noble Perséfone
para que, benévola, me envíe a las sedes de los inmaculados.
Pablo, en definitiva, combatía una idea incorrecta de la resurrección, concepto que sólo anunciaba el judaísmo.
Pero Pablo murió y lo que parece haber nacido en Corinto siguió vivo: los mortales, tal como creían los seguidores de esos movimientos religiosos que esperaban una vida del alma, sin cuerpo, en las tierras de los afortunados, de los inmaculados, podían asegurarse esa vida mediante ritos que, como el bautismo, se les representaban como hechos cerrados y completos. De aquí a pensar que con el bautismo se había logrado ya resucitar, había un simple paso. Ese paso implicaba que el alma (la idea griega de alma) ya había pasado, gracias a la idea paulina de “vivir con Cristo”, a ser resucitada, a ser transformada en un ente sin muerte y cuasi divino.
Pablo hablaba de transformación, de vida pneumática (espiritual). Esto significaba para él atenerse al espíritu de la voluntad de Yahvé, no vivir sólo como aire (pneuma), como bruma que escapaba del país de las brumas. La idea de volver a levantarse con huesos, tendones, músculos, vísceras, que tan atractiva por milagrosa se había hecho a los tesalonicenses (1 Tes 4, 14: “pues si confiamos en que Jesús murió y se levantó, también la divinidad llevará con él por obra de Jesús a los que murieron”), dejaba paso a otra idea más fascinante aún: el alma ya estaba con Jesús y la divinidad, había resucitado, se había transformado en inmortal.
Ignacio de Antioquía, muerto durante los últimos años del reinado de Trajano, ya en el siglo II, es buena muestra de lo que se había transformado la idea de resurrección, de cuánto debía ya al helenismo más que al judaísmo:
a) En la Carta a los de Esmirna escribió: “Reconozco la gloria de Jesús el Cristo, el dios que os hizo tan sabios” (Ad Smyr 1). Si Jesús ya era un dios, lógicamente su poder era divino, es decir, superior al humano.
b) En efecto. Tras referir lo básico del Credo cristiano, Ignacio afirma que Jesús ya no fue despertado (idea de Pablo, sino que dispuso de su tremendo poder en su propio favor: “Pues todo esto lo sufrió por nosotros, para que nos salváramos, y verdaderamente lo sufrió; como también verdaderamente se resucitó a sí mismo (anéstesen heautón)” (Ad Smyr 2). Pero, atención, en su carta a los de Tralles también escribió lo contrario: “El cual (Jesús) verdaderamente fue despertado de entre muertos, despertándolo su Padre (Ad Trall 9).
Y el evangelio conocido como Juan indica, a finales del siglo I, que la transformación que implica la resurrección (ese llegar a ser espiritual “a la griega”, no “a la judía”), ya se pensaba en esas fechas: "Verdaderamente, verdaderamente os lo digo, quien escuche mi palabra y crea en quien me envía alcanza vida eterna y no va a juicio, y ya ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 24).
La resurrección cristiana parece ser algo distinto a lo que Pablo predicó.
Saludos cordiales.