Bitácora
EL FALLO QUEDÓ ATRÁS
José Rodríguez Elizondo
El pasado 27 de enero, la Corte Internacional de Justicia emitió su fallo en el contencioso Chile-Perú. A continuación mi comentario, que es el Epílogo de mi inminente libro "Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile".
FALLO DEL 27 DE ENERO DE 2014
La frondosidad jurídica del litigio chileno-peruano en La Haya, pudo reducirse, didácticamente, a la sencilla pugna entre dos líneas geométricas: la del paralelo hasta las 200 millas y la de la bisectriz equidistante. Secundario, aunque decisivo en lo táctico, era el tema de dónde anclar esas líneas: si en la base de arena húmeda del punto 266 –que los peruanos denominaban “Concordia”- o en la base de concreto armado del Hito 1. Los chilenos éramos profundamente “paralelistas” y los peruanos radicalmente “bisectricistas”, pero pocos asumían la diferencia de manera informada. Clasificábamos así porque teníamos camisetas distintas y porque, parafraseando a Goya, el sueño de la razón produce hinchas de fútbol. Para demostrarlo, este autor solía preguntar, aquí y allá, qué línea nació primero y, visto que nadie sabía o que se respondía al azar, lanzaba la pregunta del millón: ¿Saben ustedes quién fue el primer paralelista de esta larga y conflictiva historia? Los peruanos, por cierto, decían que fue “un chileno”. Los que osaban personalizar mencionaban a Portales, quien nunca ha tenido buena prensa en el país del norte. Los más jóvenes mencionaban a Pinochet. En cuanto a los chilenos, no tenían por qué negar esa autoría, pero tampoco sabían. Algunos citaban a O’Higgins y otros a Prat. Uno hasta imaginó que éste patrullaba por la línea de un paralelo cuando se encontró con el Huáscar de Grau. La verdad es que todos se equivocaban, porque el primero en lanzar al mar la línea del paralelo no fue chileno ni marino. Fue el Presidente y jurista peruano José Luis Bustamante y Rivero. Además, no lo hizo fuera de cámaras ni declarando off the record. Lo hizo mediante el Decreto Supremo 781, de 1º de agosto de 1947, que declaró el control peruano sobre las 200 millas marítimas. En ese documento histórico, el mandatario declaró que ese control se ejercería “siguiendo la línea de los paralelos geográficos”.
REVOLUCION ENTRE LÍNEAS
El decreto 781 fue fruto de una notable empresa diplomática conjunta. El Presidente chileno Gabriel González Videla ya había emitido, el 23 de junio, un decreto similar al 781, pero “incompleto”. Por él declaraba sólo la frontera de zona marítima -las 200 millas hacia alta mar-, sin mencionar fronteras de línea o laterales.
Cabe presumir que el mandatario chileno no mencionó la frontera lateral con el Perú por dos consideraciones estratégicas. La primera, porque su acto unilateral tenía un objetivo político internacional inédito: crear derecho regional para enfrentar la depredación de las grandes potencias pesqueras.[[1]]url:#_ftn1 A ese efecto, concentró sus esfuerzos en el objetivo mayor –la anchura de 200 millas- pues, de percibirse inviable, no tendría sentido disputar con su vecino por un eventual solapamiento de tres millas. La segunda consideración era el complemento pragmático. Desde la delimitación terrestre con el Perú, fijada en el Tratado de 1929, las zonas marítimas de ambos países coexistían pacíficamente. En virtud de un statu quo sin problemas, la frontera de línea era el paralelo geográfico y el espacio terrestre tenía como referente el primer hito demarcatorio. Este era, jurídica y coloquialmente hablando, el hito “orilla del mar” contemplado en el tratado.[[2]]url:#_ftn2 Nadie sugería la conveniencia de un punto espacial milimétricamente exacto, pero sin demarcación acordada ni, menos, postulaba el oxímoron de una “costa seca”. A mayor abundamiento, tampoco había surgido la urticante negociación chileno-boliviana sobre un “corredor” hacia el mar que pasara por Arica, iniciada en 1948 por -¡vaya paradoja!- el mismo González Videla de 1947.
El éxito del Presidente chileno se midió, a las pocas semanas, por el decreto 781. En éste, junto con proclamar la proyección marítima de 200 millas, el Estado peruano declaraba que las fronteras de línea con los países vecinos tenían como referente los paralelos geográficos. Es lo que expresa la parte pertinente de su N° 3: “El Estado (…) declara que ejercerá dicho control del territorio peruano en una zona comprendida entre esas costas y la línea imaginaria paralela a ellas y trazada sobre el mar a una distancia de doscientas (200) millas marinas, medida siguiendo la línea de los paralelos geográficos”.
Ese decreto sería considerado fundacional en el Perú. Según Bákula, fue “un auténtico heraldo” que cumplió un rol premonitorio en la formulación de la política marítima, dio impulso y dirección a los cambios que debían producirse en el ámbito internacional y “sirvió de punto de referencia a la legislación nacional propiamente dicha”.[[3]]url:#_ftn3 Y no es para menos pues, junto con el previo decreto de González Videla, inició la “revolución silenciosa” de las 200 millas, que incorporó a otros países del Pacífico Sur y culminó con la onusiana Convemar. Un caso paradigmático de revolución creadora de derecho, consolidada por el derecho.
DERECHO IMPURO
Sobre esas bases planteé, en 2008, que el decreto 781 se convirtió en “referente tácito de los acuerdos internacionales que lo siguieron”. En tal virtud, explicaba y solucionaba las ambigüedades de los textos sobrevinientes, que tenían como fundamento oculto serios desencuentros diplomáticos de la coyuntura. Baste señalar que, en 1952, estaba fresco el resquemor peruano por el “corredor boliviano”, consensuado entre Chile y Bolivia sin acuerdo previo del Perú
En ese contexto complicado, las declaraciones de Bustamante y González Videla se convirtieron en plataforma informal de un bloque sistémico que comprendió, en lo fundamental, la Declaración de Santiago de 1952, el Convenio sobre Zona Fronteriza Marítima de 1954 y todos los actos de implementación que apuntaban al objetivo estratégico común: la defensa colectiva de nuestras zonas marítimas contra las potencias depredadoras, con la seguridad de una delimitación lateral clara, que aseguraba la unidad de los innovadores.[[4]]url:#_ftn4
Admito que ese bloque no calificaba como “derecho puro”. Reconocer que la frontera marítima chileno-peruana no estaba expresada en uno o más tratados específicos, sino en un sistema diplomático, normativo y factual complejo, con motivación revolucionaria, sonaba rarísimo a los abogados de la Cancillería chilena. Estos ya consideraban incordiante un informe de 1964, de un jefe jurídico del ministerio, que admitió ignorar cómo y cuándo se había fijado dicha frontera. Luego, cuando la CIJ apareció en el horizonte, fueron enfáticos para soslayar o silenciar las motivaciones políticas del contencioso. Influenciados, al parecer, por los juristas extranjeros contratados, creían que los jueces de la CIJ sólo atendían razones de “estricto derecho” y había que ser muy “cautelosos” –palabra favorita de su vocabulario- para sugerir motivaciones extrajurídicas. Consecuentemente, la defensa chilena se concentró en demostrar que existía un tratado específico de frontera marítima y que la CIJ estaba ante un claro caso de “derecho de los tratados”.
De ahí que, aunque emparentada con el espíritu de las leyes, mi tesis espuria sólo fue considerada, redescubierta o enriquecida por analistas extranjeros, entre los cuales, imprevistamente, el conocido escritor y periodista peruano Alvaro Vargas Llosa. Este, en su ensayo Carta abierta a Torre Tagle, de 2012, advirtió a sus compatriotas contra “el positivismo jurídico, el formalismo y el reglamentarismo de nuestra tradición”. Una que, a su juicio, privilegiaba abusivamente la letra de las leyes, haciendo que “a menudo le busquemos tres pies al gato”.
Aplicando dicha tradición peruana (prima hermana de la chilena), a los documentos clave del proceso de La Haya y partiendo por el decreto de Bustamante, Vargas Llosa concluyó que “en efecto, no hay un tratado perfecto e integral” sobre frontera marítima. Pero, contrariando esa misma tradición, agregó que “para jueces que prestan más atención a cómo entendían los firmantes lo que firmaban, cómo actuaron esos gobiernos y los subsiguientes a partir de dichos documentos y cuál era el espíritu (…) de esos solemnes papeles, será extraordinariamente difícil concluir que no se acordó nunca una frontera marítima”.[[5]]url:#_ftn5
Comprensiblemente, los estrategos, ideólogos y abogados de la demanda peruana descalificaron con dureza ese análisis de Vargas Llosa. Opinantes conspicuos agregaron la ofensa: “hijo de un escritor famoso, felizmente intrascendente”, “no es abogado y mucho menos conoce de derecho internacional”, “es un representante de los chilenos”… dijeron los más suaves.
Es que Bákula –como viéramos en la Primera Parte- ya había advertido que el Perú debía poner distancia con la Historia y con cualquier motivación extrajurídica. A Chile había que arrebatarle la bandera del respeto al derecho internacional, con base en el “nuevo derecho del mar” y aplicando consistentemente las pautas de la contrasimbolización. En esa línea, el decreto 781 era cien por ciento disfuncional. El almirante Faura lo había citado en su obra pionera, pero advirtiendo que el límite por los paralelos era inaceptable. El ex canciller Manuel Rodríguez Cuadros lo mencionó, pero sin análisis, en sus dos prolijos libros sobre la controversia. Bákula, limitado por lo que antes había escrito, asumió una actitud matizada, haciendo su “elogio y elegía”. Lo primero, por ser el eje de la política marítima del Perú. Lo segundo, porque fue sólo una declaración sin valor normativo, que no encerraba “la verdad definitiva”.
En resumidas cuentas, los equipos jurídicos de ambos países ignoraban (¿querían ignorar?) que, imbuídos de su personería ONU, los jueces de la CIJ no simpatizaban con el “juego suma cero” ni se cortaban las venas por los integrismos.
LECTURA DEL FALLO
El lunes 27 de enero, a las 11 horas de Chile, en el Palacio de La Paz de La Haya, el ujier anunció la llegada de “la cour” y el silencio se hizo de inmediato.
En fila india, con negras togas y encabezados por su presidente, el eslovaco Peter Tomka, entraron a la sala los dieciséis jueces reglamentarios. Lo hicieron con paso lento, rítmico y solemne, en un alarde coreográfico bastante televisivo. Muy funcional, también, para comprimir los estómagos de los chilenos y peruanos, presenciales o televidentes, que esperaban el dictamen inapelable del oráculo colectivo.
Cuando Tomka comenzó a desgranar las cuentas del fallo algunos comprobaron que nunca es fácil decodificar a los oráculos. Otros entendieron que estaba administrando el suspense como un curtido maestro de ceremonias de la televisión. Chilenos y peruanos percibían, alternadamente, que sus cartas de triunfo eran estrujadas, relativizadas o anuladas, en una sucesión de empates dialécticos. Los más sagaces adivinaron que, al final, surgirían nuevos acertijos para descifrar.
Tomka empezó ubicando a las partes en el mapa y en su historia conflictiva, con la guerra del Pacífico en primer plano. Ahí apareció la primera sutileza, al recordar que la Comisión demarcadora de 1930 registró “la ubicación precisa de los 80 hitos que había colocado en el terreno, para demarcar la frontera terrestre”. Tácitamente, no había registro de una demarcación espacial suplementaria llamada “punto 266”, como quería el Perú. También mencionó el Tratado de Paz y amistad de 1904, de Chile con Bolivia, en cuya virtud “toda la costa boliviana pasó a ser chilena”. Era otra alusión sutil, esta vez para decirle a Evo Morales que, sobre ese tratado, no había anomalías que anotar.
A continuación, sintetizó la posición jurídica de las partes. Para el Perú no había tratado fronterizo marítimo alguno y para Chile sí existía: era la Declaración de Santiago de 1952, materializada en el paralelo con anclaje al Hito 1, convalidada por acuerdos posteriores y aplicada en la práctica. Tras ese preámbulo docente, Tomka pasó revista a los documentos básicos del expediente, comenzando por las declaraciones presidenciales de 1947, siguiendo con la Declaración de Santiago, el Convenio de Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954 y otros diez instrumentos entre los cuales –y en párrafo destacado- el “memorándum Bákula”.
FRONTERA HABEMUS
Según el fallo, las declaraciones presidenciales de 1947 no establecieron, per se, una frontera marítima internacional, pero evidenciaron la intención de hacerlo. Para ese efecto, dejaron un perímetro específicado de 200 millas y el decreto 781 hasta sugirió el uso del “trazado paralelo”.
En cuanto a la Declaración de Santiago, de 1952, fue confirmada como tratado internacional, pero no como fuente de una frontera marítima. Su única alusión al paralelo geográfico se relacionaba, como planteaba el Perú, con la proyección de las islas existentes y no con los límites laterales de “las zonas generadas por las costas continentales de los Estados partes”.
(Paréntesis ambiental: en este punto de la lectura comenzó a agonizar la débil esperanza de los chilenos informados. La pieza básica de la defensa nacional no era un tratado específico de frontera marítima, para la CIJ. “Esto va mal”, me susurró el historiador José Miguel Pozo, asesor de la Cancillería, con quien comentábamos las alternativas del fallo para CNN Chile en tiempo real. No había terminado de decirlo, cuando Tomka leyó que, “sin embargo,” el instrumento de 1952 contenía “elementos relevantes para el tema de la limitación marítima”. El suspenso se mantenía.)
Acto seguido, el fallo comenzó a dar cuenta de una elaboración creativa, claramente heterodoxa. Las declaraciones encadenadas de 1947 y la mención recurrente a los paralelos sugerían que “debió existir alguna especie de entendimiento compartido entre los Estados partes, de naturaleza más general, respecto a sus límites marítimos”. Incluso el memorandum Bákula sugería la existencia de una frontera informal. Al parecer, esa percepción golpeó a los jueces a la altura del Convenio Especial sobre Zona Fronteriza Marítima de 1954. El contenido de este tratado, a partir de su título, “reflejaba un acuerdo tácito, que ellas (las partes) habían alcanzado previamente”. De la deducción, la CIJ pasó a la afirmación enfática: era evidente que la frontera marítima a lo largo de un paralelo ya existía y el instrumento de 1954 había “grabado sobre piedra” lo que antes era sólo un acuerdo tácito entre las partes. A mayor abundamiento, se trataba de una frontera multipropósito y no sólo para pescadores, pues comprendía la columna de agua, el suelo y el subsuelo marítimos.
Esa lógica mostró a los jueces actuando al aire libre. Fuera de la torre de silogismos jurídicos en la que se les suponía encerrados. A falta del eslabón legal perdido, buscaban la motivación política de las partes contenida en la historia y ésta les reveló dos cosas: Una, que el objetivo principal de los acuerdos entre Chile, Ecuador y el Perú, fue presentar un frente unido contra terceros Estados depredadores. Dos, que ese objetivo subordinó el “desarrollo de un régimen legal interno que definiera sus derechos mutuos”. Más claro no lo habría dicho un periodista especializado.
En ese momento de la lectura, los abogados del equipo chileno pudieron comprobar, quizás con asombro, que de derrota en derrota habían llegado a la victoria final. Aunque por distintas razones, quince de dieciséis jueces daban por preestablecida la frontera marítima y, a mayor abundamiento, ubicaban su inicio en “la intersección del paralelo de latitud que atravesaba el Hito 1”. De refilón, dejaban a la vista la irrelevancia jurídica y fáctica del punto 266 o Concordia. En efecto, tras reconocer que no les correspondía pronunciarse sobre el inicio de la frontera terrestre, añadieron lo siguiente: “sería posible que el punto mencionado no coincidiera con el punto de inicio de la frontera marítima definida (pero) tal situación sería el resultado de acuerdos alcanzados por las partes”. Obviamente, no había evidencia de semejantes acuerdos bifronterizos y, por tanto, en “estricto derecho” tampoco existía el triángulo terrestre que el Perú disputaba a Chile.
Ante estos sorprendentes desarrollos, los abogados del equipo peruano debieron pensar en la agobiante responsabilidad de una derrota absoluta y en el eventual desprestigio de Torre Tagle: la frontera que para ellos nunca había existido, ahora quedaba esculpida con el cincel de la CIJ y hasta comenzaba a esfumarse el triángulo que habían convertido en tierra de nadie.
Sin embargo, Tomka siguió leyendo, pues faltaba la sorpresa final.
GANAR Y PERDER POR POCO .
Párrafos después, diez jueces estimaron (con seis en contra) que debían fijar la extensión y orientación de la frontera común reconocida. En otras palabras, no veían razón jurídica para que la frontera reconocida se mantuviera en línea recta, perpendicular a la costa chilena y hasta las 200 millas.
Aquí todos evocaron una pregunta estratégica, formulada por el juez marroquí Mohammed Bennouna durante los alegatos, cuyo sentido podía sintetizarse de la siguiente manera: en los años 40 y 50 del siglo pasado, el concepto de una zona económica exclusiva de 200 millas era sólo un proyecto, al cual le faltaban más de tres décadas para cuajar en la Convención del mar. Fue una manera cruda de decir que tres países periféricos, como Chile, Ecuador y el Perú, no podían arrogarse la autoridad necesaria para crear, in actum, nuevas instituciones de Derecho internacional.
Proyectada al fallo, esa advertencia indujo una decisión extraordinariamente pragmática: la Corte definió, cual suprema legisladora o como árbitro con plenos poderes, la trayectoria y extensión de la línea de frontera. Para ese efecto, había investigado la actividad marítima de chilenos y peruanos en la zona y procesado los datos estadísticos sobre la captura de los peces y las naves infractoras, antes y después de 1954. Es decir, había recurrido a los datos de la realidad real, en busca del “límite biológico”[[6]]url:#_ftn6 y del límite policial.
Como resultado de tal empirismo, la CIJ fijó en 80 millas la extensión del paralelo reconocido y ahí lo quebró mediante una “línea equidistante” con rumbo sudoeste. Esta intersectaría la línea de las 200 millas chilenas, adjudicando al Perú aproximadamente 21.000 kilómetros cuadrados que Chile estimaba propios. De manera automática, esa movida añadía al mar peruano los aproximadamente 30.000 kilómetros cuadrados que Chile consideraba alta mar y definía como “triángulo exterior”.
Ante la previsible estupefacción del equipo chileno, los jueces se adelantaron a reconocer que lo normal era delimitar a partir de la línea de más baja marea y que este caso era “inusual”, por la gran lejanía comparativa de las costas relevantes. También reconocieron que su cálculo no había sido preciso sino aproximativo: “el objetivo de la delimitación es conseguir una delimitación (sic por la redundancia) equitativa y no una proporción igual de áreas marítimas”. Lo hicieron, en nombre de la equidad contenida en Convemar.
Fue el turno del asombro para el equipo peruano. Por obra y gracia de ese prodigio creativo y autopermisivo, su bisectriz del punto 266 había mutado en la línea equidistante de la milla 80 y su país ganaba más de 50.000 kilómetros cuadrados de océano. Todo ello sin haber suscrito Convemar y tras haber perdido su posición de principios sobre la inexistencia de frontera formal específica. Cabalgando sobre una eventual derrota oprobiosa, llegaba una casi victoria significativa.
Los abogados del equipo chileno, por su lado, no ocultaron su decepción. Habían impuesto su posición de principios –la frontera en el paralelo con anclaje en el Hito 1-, pero habían perdido más de 20.000 kilómetros cuadrados de océano y ese “triángulo exterior” que su hermenéutica les mostraba como subsidiario.
ANÁLISIS AL PASO
Terminada la lectura del fallo, el presidente Humala se dirigió a su país desde palacio Pizarro, ante un elocuente retrato del mariscal Andrés Avelino Cáceres, para anunciar que el Perú “ha culminado la definición de sus límites”. Reformulando la posición peruana, dijo que la CIJ había reconocido la inexistencia de “un trazado de límites marítimos con Chile hasta la milla 200” y que lo obtenido “representa más del 70 por ciento del total de nuestra demanda”. Anunció acciones inmediatas para implementar el fallo, insistió en la importancia del punto 266 como referente del límite terrestre y llamó a una nueva y mejor relación con Chile: “la sentencia abre una nueva etapa bilateral, con una nueva agenda”.
(Pregunta al paso: ¿por qué Humala levantó de inmediato el tema del triángulo terrestre, implícito en el punto 266?... Respuesta tentativa N° 1: porque estaba pensando que, además de la ganancia marítima, debía mostrar una ganancia terrestre de carácter simbólico. Un equivalente al pequeño territorio montañés de Tiwinza, que Fujimori dejó en manos de los ecuatorianos tras la guerra del Cenepa, en un acuerdo que cambió el talante de esa relación bilateral. Respuesta tentativa N° 2: porque ese arenal de tres hectáreas es una pieza estratégica de lego, que taponea un eventual corredor boliviano hacia el mar, pactado entre Chile y Bolivia sin el previo acuerdo del Perú)
Simultáneamente, el presidente Piñera informó a la nación desde el umbral del palacio de La Moneda, donde se avizoraba, borroso, el monumento a Diego Portales. Dijo que el fallo reconocía la existencia de un límite marítimo por el paralelo y “adicionalmente, ha confirmado que ese paralelo pasa por el Hito 1 y no por el punto 266”. Eso, agregó, “ratifica nuestro dominio sobre el triángulo terrestre respectivo”. En cuanto al recorte del paralelo hasta la milla 80, enfatizó que “Chile discrepa profundamente de esta decisión de la Corte” y que los 22 mil kilómetros cuadrados aproximadamente que el país debe ceder “constituyen una lamentable pérdida”. Terminó manifestando que “Chile cumplirá y hará cumplir el fallo”.
El jueves 30 de enero tuve oportunidad de entrevistar telefónicamente, para este libro, al canciller chileno Alfredo Moreno.
- ¿Contento porque nos fue más o menos? – le pregunté.
- Ganamos un punto de principios muy importante - respondió, aludiendo al binomio paralelo / Hito 1.
Pero, haber salvado la cara de los principios no le impedía lamentar el abrupto corte de las 80 millas, “sin fundamento jurídico alguno”. Sobre el futuro del pequeño triángulo terrestre con vértice en el Hito 1, que Humala consideró como tema pendiente el mismo día del fallo, dijo que mejor era no sobredimensionarlo. En un giro hiperbólico, agregó no entender por qué tantos gobiernos peruanos anteriores “regalaron esas 3 hectáreas a Chile”.
El día anterior yo había escuchado decir a un connotado jurista chileno que “la sentencia no se entiende por sí sola”. Además, él creía que la CIJ se equivocó al considerar entre sus fuentes el memorándum de Bákula. Obviamente, no había leído la parte primera de este libro y pensaba que aquel experimentado diplomático vino a Chile por decisión propia, para un “sondeo de iniciativa personal”. En todo caso, se resignó estoico ante lo inapelable: “debemos aceptar que 80 millas no es un desastre”.
Días después escuché a Piñera decir, ante un auditorio de expertos, que Chile necesita “una nueva Cancillería” y que enviará un proyecto de ley al respecto antes de terminar su mandato. También aludió a una “agenda de futuro” con el Perú, en beneficio de ambos pueblos. Entretanto, la Presidenta electa Michelle Bachelet le tendió una mano compatriota, reconociendo, sencilla y clara, que Chile siguió en La Haya una política de Estado. La pérdida era dolorosa, pero la CIJ había reconocido los “pilares de la defensa chilena” y ella trabajaría para que el fallo se implementara de manera gradual y concertada. Asumiendo así su corresponsabilidad, atajó a partidarios suyos, ansiosos de culpabilizar al gobierno de Piñera.
Hernán Felipe Errázuriz, presidente del Consejo Chileno de Relaciones Internacionales, no ocultó su malestar en El Mercurio del 2 de febrero. Para él, la sentencia fue incoherente, arbitraria y equivocada. No descartaba que el paralelo quebrado en la milla 80 haya sido una transacción entre jueces que postulaban extensiones mayores y menores. “Fue un conejo que sacaron del sombrero”. Llevado por un reflejo gremial –él es un abogado de prestigio- propuso crear una agencia permanente, con abogados chilenos y extranjeros “de la mayor calidad”, para la defensa de los intereses nacionales ante los tribunales internacionales. Una especie de Consejo de Defensa del Estado para el exterior. Sin embargo, a renglón seguido reconoció que “en éste, como en todos los juicios relevantes, a veces la dimensión política supera a la jurídica”.
Ese mismo día mi ex alumna Paz Zárate –hoy experta internacional en Derecho Internacional- escribía en el diario La Tercera que la CIJ había fallado conforme a derecho, que “no es una ciencia exacta”. Las partes no se habían fundado en un acuerdo tácito, sino en el fuerte concepto de los tratados y, desde tal perspectiva, “nuestro límite marítimo no era claro”. Aceptó que el fallo nos podía doler pero, de manera compensatoria, daba certeza jurídica a nuestra frontera marítima. Agregó una reflexión extralegal: “esto no debe eximirnos de un autoexamen de lo realizado en política exterior y en particular en la relación con nuestros vecinos”. Pensaba, quizás, en que los dos jueces latinoamericanos de la CIJ (exceptuando al juez ad hoc de Chile) habían votado por el paralelo quebrado.
También el 2 de febrero y coincidiendo con los criterios de la parte primera de este libro, el columnista de El Mercurio Joaquín García-Huidobro escribió que “lo mejor es arreglar los problemas antes de que lleguen a las cortes internacionales”. Evocó la importancia de una diplomacia realmente profesional y criticó la debilidad de las tareas de inteligencia: “da la impresión de que las ingeniosas maniobras que, por largos años, desplegó Perú para obtener el triunfo parcial del pasado lunes nos tomaron por sorpresa”. Mentalmente recordé el libro pionero de Faura, que ningún chileno analizó y la misión de Bákula, que ningún servicio procesó.
Desde Quito llegó la voz del presidente Rafael Correa. Tras su hábil maniobra para consolidar la frontera marítima ecuatoriano-peruana, evitando comprometerse con Chile, felicitaba a ambos países “por haber superado tan grave diferendo de forma pacífica, recurriendo al sistema jurídico internacional”. Su canciller, Ricardo Patiño, estimó del caso agregar que las fronteras del Ecuador quedaron definidas durante el período de Correa “manteniendo la amistad con Chile y Perú”.
En la Paz, el presidente Morales había anticipado que ningún fallo afectaría la demanda boliviana pero, después del 27 de enero, analistas solventes dijeron que la posición de Bolivia se había deteriorado. Algunos sugirieron que Chile debía apresurarse a hacer una propuesta “concreta”, que Morales negociaría con Bachelet. El ex presidente Carlos Mesa, más realista, apuntó que el Perú debía participar en la decisión. Un sabio amigo de este autor no quiso comentar el tema que le propuse: cómo el fallo dejó a Bolivia 80 millas más lejos de una salida soberana al mar.
Fueron todas reacciones inmediatas, que dejaron en la opacidad el gran tema de fondo: cómo la CIJ realizó, unilateramente y de facto, la negociación que chilenos y peruanos no quisieron o no se atrevieron a concretar. Los primeros, en aras de una doctrina no escrita según la cual los temas de soberanía son innegociables. Los segundos, por plantear como negociación lo que en esencia era un ultimátum: o negociamos un tratado de frontera marítima específica o los demandamos ante la CIJ. De paso, en ese rol de negociadores subrogantes, los jueces demostraron que su apoliticidad no significa poner caras de espanto ante las motivaciones políticas de las partes. Más bien consiste en informarse de todo lo que es políticamente relevante, evitando que sus sentencias traicionen una posición política preconcebida.
Finalmente y aunque suene duro, el fallo me confirmó que hay algo de perverso en la idea de salvar determinados principios jurídicos, aunque sea a costa del patrimonio de todos. Eso bien puede confundirse con la tendencia chilena al fetichismo del derecho, que he analizado en éste y otros trabajos y que han denunciado, con agudeza, los clásicos del arte de la diplomacia.
Por eso, en Chile muchos hoy están especulando si no nos habría ido mejor con una negociación diplomática inteligente, que partiera despejando las motivaciones políticas de la controversia. Los académicos, por su lado, están diciendo que ya es hora de entender la relación dinámica entre el derecho, la diplomacia y la defensa y el rol central que juega la negociación en cualquier controversia internacional.
Vale la pena tenerlo presente y no sólo para mejor enfrentar el desafío de Bolivia. Más bien para dejar de parlotear sobre “tratados intangibles” y hacer una mantención político-diplomática permanente a los tratados que conforman nuestro sistema de seguridad internacional. Para no seguir actuando como si en un estanco de nuestra política vecinal estuviera la negociación de los temas comerciales y, en otro, la innegociabilidad de los temas políticos importantes.
De no entender lo señalado, corremos el riesgo de que los diplomáticos profesionales del futuro nos interpelen con una nueva paráfrasis de Clemenceau: los conflictos de soberanía son asuntos demasiado serios, como para dejarlos en manos de los abogados.
La frondosidad jurídica del litigio chileno-peruano en La Haya, pudo reducirse, didácticamente, a la sencilla pugna entre dos líneas geométricas: la del paralelo hasta las 200 millas y la de la bisectriz equidistante. Secundario, aunque decisivo en lo táctico, era el tema de dónde anclar esas líneas: si en la base de arena húmeda del punto 266 –que los peruanos denominaban “Concordia”- o en la base de concreto armado del Hito 1. Los chilenos éramos profundamente “paralelistas” y los peruanos radicalmente “bisectricistas”, pero pocos asumían la diferencia de manera informada. Clasificábamos así porque teníamos camisetas distintas y porque, parafraseando a Goya, el sueño de la razón produce hinchas de fútbol. Para demostrarlo, este autor solía preguntar, aquí y allá, qué línea nació primero y, visto que nadie sabía o que se respondía al azar, lanzaba la pregunta del millón: ¿Saben ustedes quién fue el primer paralelista de esta larga y conflictiva historia? Los peruanos, por cierto, decían que fue “un chileno”. Los que osaban personalizar mencionaban a Portales, quien nunca ha tenido buena prensa en el país del norte. Los más jóvenes mencionaban a Pinochet. En cuanto a los chilenos, no tenían por qué negar esa autoría, pero tampoco sabían. Algunos citaban a O’Higgins y otros a Prat. Uno hasta imaginó que éste patrullaba por la línea de un paralelo cuando se encontró con el Huáscar de Grau. La verdad es que todos se equivocaban, porque el primero en lanzar al mar la línea del paralelo no fue chileno ni marino. Fue el Presidente y jurista peruano José Luis Bustamante y Rivero. Además, no lo hizo fuera de cámaras ni declarando off the record. Lo hizo mediante el Decreto Supremo 781, de 1º de agosto de 1947, que declaró el control peruano sobre las 200 millas marítimas. En ese documento histórico, el mandatario declaró que ese control se ejercería “siguiendo la línea de los paralelos geográficos”.
REVOLUCION ENTRE LÍNEAS
El decreto 781 fue fruto de una notable empresa diplomática conjunta. El Presidente chileno Gabriel González Videla ya había emitido, el 23 de junio, un decreto similar al 781, pero “incompleto”. Por él declaraba sólo la frontera de zona marítima -las 200 millas hacia alta mar-, sin mencionar fronteras de línea o laterales.
Cabe presumir que el mandatario chileno no mencionó la frontera lateral con el Perú por dos consideraciones estratégicas. La primera, porque su acto unilateral tenía un objetivo político internacional inédito: crear derecho regional para enfrentar la depredación de las grandes potencias pesqueras.[[1]]url:#_ftn1 A ese efecto, concentró sus esfuerzos en el objetivo mayor –la anchura de 200 millas- pues, de percibirse inviable, no tendría sentido disputar con su vecino por un eventual solapamiento de tres millas. La segunda consideración era el complemento pragmático. Desde la delimitación terrestre con el Perú, fijada en el Tratado de 1929, las zonas marítimas de ambos países coexistían pacíficamente. En virtud de un statu quo sin problemas, la frontera de línea era el paralelo geográfico y el espacio terrestre tenía como referente el primer hito demarcatorio. Este era, jurídica y coloquialmente hablando, el hito “orilla del mar” contemplado en el tratado.[[2]]url:#_ftn2 Nadie sugería la conveniencia de un punto espacial milimétricamente exacto, pero sin demarcación acordada ni, menos, postulaba el oxímoron de una “costa seca”. A mayor abundamiento, tampoco había surgido la urticante negociación chileno-boliviana sobre un “corredor” hacia el mar que pasara por Arica, iniciada en 1948 por -¡vaya paradoja!- el mismo González Videla de 1947.
El éxito del Presidente chileno se midió, a las pocas semanas, por el decreto 781. En éste, junto con proclamar la proyección marítima de 200 millas, el Estado peruano declaraba que las fronteras de línea con los países vecinos tenían como referente los paralelos geográficos. Es lo que expresa la parte pertinente de su N° 3: “El Estado (…) declara que ejercerá dicho control del territorio peruano en una zona comprendida entre esas costas y la línea imaginaria paralela a ellas y trazada sobre el mar a una distancia de doscientas (200) millas marinas, medida siguiendo la línea de los paralelos geográficos”.
Ese decreto sería considerado fundacional en el Perú. Según Bákula, fue “un auténtico heraldo” que cumplió un rol premonitorio en la formulación de la política marítima, dio impulso y dirección a los cambios que debían producirse en el ámbito internacional y “sirvió de punto de referencia a la legislación nacional propiamente dicha”.[[3]]url:#_ftn3 Y no es para menos pues, junto con el previo decreto de González Videla, inició la “revolución silenciosa” de las 200 millas, que incorporó a otros países del Pacífico Sur y culminó con la onusiana Convemar. Un caso paradigmático de revolución creadora de derecho, consolidada por el derecho.
DERECHO IMPURO
Sobre esas bases planteé, en 2008, que el decreto 781 se convirtió en “referente tácito de los acuerdos internacionales que lo siguieron”. En tal virtud, explicaba y solucionaba las ambigüedades de los textos sobrevinientes, que tenían como fundamento oculto serios desencuentros diplomáticos de la coyuntura. Baste señalar que, en 1952, estaba fresco el resquemor peruano por el “corredor boliviano”, consensuado entre Chile y Bolivia sin acuerdo previo del Perú
En ese contexto complicado, las declaraciones de Bustamante y González Videla se convirtieron en plataforma informal de un bloque sistémico que comprendió, en lo fundamental, la Declaración de Santiago de 1952, el Convenio sobre Zona Fronteriza Marítima de 1954 y todos los actos de implementación que apuntaban al objetivo estratégico común: la defensa colectiva de nuestras zonas marítimas contra las potencias depredadoras, con la seguridad de una delimitación lateral clara, que aseguraba la unidad de los innovadores.[[4]]url:#_ftn4
Admito que ese bloque no calificaba como “derecho puro”. Reconocer que la frontera marítima chileno-peruana no estaba expresada en uno o más tratados específicos, sino en un sistema diplomático, normativo y factual complejo, con motivación revolucionaria, sonaba rarísimo a los abogados de la Cancillería chilena. Estos ya consideraban incordiante un informe de 1964, de un jefe jurídico del ministerio, que admitió ignorar cómo y cuándo se había fijado dicha frontera. Luego, cuando la CIJ apareció en el horizonte, fueron enfáticos para soslayar o silenciar las motivaciones políticas del contencioso. Influenciados, al parecer, por los juristas extranjeros contratados, creían que los jueces de la CIJ sólo atendían razones de “estricto derecho” y había que ser muy “cautelosos” –palabra favorita de su vocabulario- para sugerir motivaciones extrajurídicas. Consecuentemente, la defensa chilena se concentró en demostrar que existía un tratado específico de frontera marítima y que la CIJ estaba ante un claro caso de “derecho de los tratados”.
De ahí que, aunque emparentada con el espíritu de las leyes, mi tesis espuria sólo fue considerada, redescubierta o enriquecida por analistas extranjeros, entre los cuales, imprevistamente, el conocido escritor y periodista peruano Alvaro Vargas Llosa. Este, en su ensayo Carta abierta a Torre Tagle, de 2012, advirtió a sus compatriotas contra “el positivismo jurídico, el formalismo y el reglamentarismo de nuestra tradición”. Una que, a su juicio, privilegiaba abusivamente la letra de las leyes, haciendo que “a menudo le busquemos tres pies al gato”.
Aplicando dicha tradición peruana (prima hermana de la chilena), a los documentos clave del proceso de La Haya y partiendo por el decreto de Bustamante, Vargas Llosa concluyó que “en efecto, no hay un tratado perfecto e integral” sobre frontera marítima. Pero, contrariando esa misma tradición, agregó que “para jueces que prestan más atención a cómo entendían los firmantes lo que firmaban, cómo actuaron esos gobiernos y los subsiguientes a partir de dichos documentos y cuál era el espíritu (…) de esos solemnes papeles, será extraordinariamente difícil concluir que no se acordó nunca una frontera marítima”.[[5]]url:#_ftn5
Comprensiblemente, los estrategos, ideólogos y abogados de la demanda peruana descalificaron con dureza ese análisis de Vargas Llosa. Opinantes conspicuos agregaron la ofensa: “hijo de un escritor famoso, felizmente intrascendente”, “no es abogado y mucho menos conoce de derecho internacional”, “es un representante de los chilenos”… dijeron los más suaves.
Es que Bákula –como viéramos en la Primera Parte- ya había advertido que el Perú debía poner distancia con la Historia y con cualquier motivación extrajurídica. A Chile había que arrebatarle la bandera del respeto al derecho internacional, con base en el “nuevo derecho del mar” y aplicando consistentemente las pautas de la contrasimbolización. En esa línea, el decreto 781 era cien por ciento disfuncional. El almirante Faura lo había citado en su obra pionera, pero advirtiendo que el límite por los paralelos era inaceptable. El ex canciller Manuel Rodríguez Cuadros lo mencionó, pero sin análisis, en sus dos prolijos libros sobre la controversia. Bákula, limitado por lo que antes había escrito, asumió una actitud matizada, haciendo su “elogio y elegía”. Lo primero, por ser el eje de la política marítima del Perú. Lo segundo, porque fue sólo una declaración sin valor normativo, que no encerraba “la verdad definitiva”.
En resumidas cuentas, los equipos jurídicos de ambos países ignoraban (¿querían ignorar?) que, imbuídos de su personería ONU, los jueces de la CIJ no simpatizaban con el “juego suma cero” ni se cortaban las venas por los integrismos.
LECTURA DEL FALLO
El lunes 27 de enero, a las 11 horas de Chile, en el Palacio de La Paz de La Haya, el ujier anunció la llegada de “la cour” y el silencio se hizo de inmediato.
En fila india, con negras togas y encabezados por su presidente, el eslovaco Peter Tomka, entraron a la sala los dieciséis jueces reglamentarios. Lo hicieron con paso lento, rítmico y solemne, en un alarde coreográfico bastante televisivo. Muy funcional, también, para comprimir los estómagos de los chilenos y peruanos, presenciales o televidentes, que esperaban el dictamen inapelable del oráculo colectivo.
Cuando Tomka comenzó a desgranar las cuentas del fallo algunos comprobaron que nunca es fácil decodificar a los oráculos. Otros entendieron que estaba administrando el suspense como un curtido maestro de ceremonias de la televisión. Chilenos y peruanos percibían, alternadamente, que sus cartas de triunfo eran estrujadas, relativizadas o anuladas, en una sucesión de empates dialécticos. Los más sagaces adivinaron que, al final, surgirían nuevos acertijos para descifrar.
Tomka empezó ubicando a las partes en el mapa y en su historia conflictiva, con la guerra del Pacífico en primer plano. Ahí apareció la primera sutileza, al recordar que la Comisión demarcadora de 1930 registró “la ubicación precisa de los 80 hitos que había colocado en el terreno, para demarcar la frontera terrestre”. Tácitamente, no había registro de una demarcación espacial suplementaria llamada “punto 266”, como quería el Perú. También mencionó el Tratado de Paz y amistad de 1904, de Chile con Bolivia, en cuya virtud “toda la costa boliviana pasó a ser chilena”. Era otra alusión sutil, esta vez para decirle a Evo Morales que, sobre ese tratado, no había anomalías que anotar.
A continuación, sintetizó la posición jurídica de las partes. Para el Perú no había tratado fronterizo marítimo alguno y para Chile sí existía: era la Declaración de Santiago de 1952, materializada en el paralelo con anclaje al Hito 1, convalidada por acuerdos posteriores y aplicada en la práctica. Tras ese preámbulo docente, Tomka pasó revista a los documentos básicos del expediente, comenzando por las declaraciones presidenciales de 1947, siguiendo con la Declaración de Santiago, el Convenio de Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954 y otros diez instrumentos entre los cuales –y en párrafo destacado- el “memorándum Bákula”.
FRONTERA HABEMUS
Según el fallo, las declaraciones presidenciales de 1947 no establecieron, per se, una frontera marítima internacional, pero evidenciaron la intención de hacerlo. Para ese efecto, dejaron un perímetro específicado de 200 millas y el decreto 781 hasta sugirió el uso del “trazado paralelo”.
En cuanto a la Declaración de Santiago, de 1952, fue confirmada como tratado internacional, pero no como fuente de una frontera marítima. Su única alusión al paralelo geográfico se relacionaba, como planteaba el Perú, con la proyección de las islas existentes y no con los límites laterales de “las zonas generadas por las costas continentales de los Estados partes”.
(Paréntesis ambiental: en este punto de la lectura comenzó a agonizar la débil esperanza de los chilenos informados. La pieza básica de la defensa nacional no era un tratado específico de frontera marítima, para la CIJ. “Esto va mal”, me susurró el historiador José Miguel Pozo, asesor de la Cancillería, con quien comentábamos las alternativas del fallo para CNN Chile en tiempo real. No había terminado de decirlo, cuando Tomka leyó que, “sin embargo,” el instrumento de 1952 contenía “elementos relevantes para el tema de la limitación marítima”. El suspenso se mantenía.)
Acto seguido, el fallo comenzó a dar cuenta de una elaboración creativa, claramente heterodoxa. Las declaraciones encadenadas de 1947 y la mención recurrente a los paralelos sugerían que “debió existir alguna especie de entendimiento compartido entre los Estados partes, de naturaleza más general, respecto a sus límites marítimos”. Incluso el memorandum Bákula sugería la existencia de una frontera informal. Al parecer, esa percepción golpeó a los jueces a la altura del Convenio Especial sobre Zona Fronteriza Marítima de 1954. El contenido de este tratado, a partir de su título, “reflejaba un acuerdo tácito, que ellas (las partes) habían alcanzado previamente”. De la deducción, la CIJ pasó a la afirmación enfática: era evidente que la frontera marítima a lo largo de un paralelo ya existía y el instrumento de 1954 había “grabado sobre piedra” lo que antes era sólo un acuerdo tácito entre las partes. A mayor abundamiento, se trataba de una frontera multipropósito y no sólo para pescadores, pues comprendía la columna de agua, el suelo y el subsuelo marítimos.
Esa lógica mostró a los jueces actuando al aire libre. Fuera de la torre de silogismos jurídicos en la que se les suponía encerrados. A falta del eslabón legal perdido, buscaban la motivación política de las partes contenida en la historia y ésta les reveló dos cosas: Una, que el objetivo principal de los acuerdos entre Chile, Ecuador y el Perú, fue presentar un frente unido contra terceros Estados depredadores. Dos, que ese objetivo subordinó el “desarrollo de un régimen legal interno que definiera sus derechos mutuos”. Más claro no lo habría dicho un periodista especializado.
En ese momento de la lectura, los abogados del equipo chileno pudieron comprobar, quizás con asombro, que de derrota en derrota habían llegado a la victoria final. Aunque por distintas razones, quince de dieciséis jueces daban por preestablecida la frontera marítima y, a mayor abundamiento, ubicaban su inicio en “la intersección del paralelo de latitud que atravesaba el Hito 1”. De refilón, dejaban a la vista la irrelevancia jurídica y fáctica del punto 266 o Concordia. En efecto, tras reconocer que no les correspondía pronunciarse sobre el inicio de la frontera terrestre, añadieron lo siguiente: “sería posible que el punto mencionado no coincidiera con el punto de inicio de la frontera marítima definida (pero) tal situación sería el resultado de acuerdos alcanzados por las partes”. Obviamente, no había evidencia de semejantes acuerdos bifronterizos y, por tanto, en “estricto derecho” tampoco existía el triángulo terrestre que el Perú disputaba a Chile.
Ante estos sorprendentes desarrollos, los abogados del equipo peruano debieron pensar en la agobiante responsabilidad de una derrota absoluta y en el eventual desprestigio de Torre Tagle: la frontera que para ellos nunca había existido, ahora quedaba esculpida con el cincel de la CIJ y hasta comenzaba a esfumarse el triángulo que habían convertido en tierra de nadie.
Sin embargo, Tomka siguió leyendo, pues faltaba la sorpresa final.
GANAR Y PERDER POR POCO .
Párrafos después, diez jueces estimaron (con seis en contra) que debían fijar la extensión y orientación de la frontera común reconocida. En otras palabras, no veían razón jurídica para que la frontera reconocida se mantuviera en línea recta, perpendicular a la costa chilena y hasta las 200 millas.
Aquí todos evocaron una pregunta estratégica, formulada por el juez marroquí Mohammed Bennouna durante los alegatos, cuyo sentido podía sintetizarse de la siguiente manera: en los años 40 y 50 del siglo pasado, el concepto de una zona económica exclusiva de 200 millas era sólo un proyecto, al cual le faltaban más de tres décadas para cuajar en la Convención del mar. Fue una manera cruda de decir que tres países periféricos, como Chile, Ecuador y el Perú, no podían arrogarse la autoridad necesaria para crear, in actum, nuevas instituciones de Derecho internacional.
Proyectada al fallo, esa advertencia indujo una decisión extraordinariamente pragmática: la Corte definió, cual suprema legisladora o como árbitro con plenos poderes, la trayectoria y extensión de la línea de frontera. Para ese efecto, había investigado la actividad marítima de chilenos y peruanos en la zona y procesado los datos estadísticos sobre la captura de los peces y las naves infractoras, antes y después de 1954. Es decir, había recurrido a los datos de la realidad real, en busca del “límite biológico”[[6]]url:#_ftn6 y del límite policial.
Como resultado de tal empirismo, la CIJ fijó en 80 millas la extensión del paralelo reconocido y ahí lo quebró mediante una “línea equidistante” con rumbo sudoeste. Esta intersectaría la línea de las 200 millas chilenas, adjudicando al Perú aproximadamente 21.000 kilómetros cuadrados que Chile estimaba propios. De manera automática, esa movida añadía al mar peruano los aproximadamente 30.000 kilómetros cuadrados que Chile consideraba alta mar y definía como “triángulo exterior”.
Ante la previsible estupefacción del equipo chileno, los jueces se adelantaron a reconocer que lo normal era delimitar a partir de la línea de más baja marea y que este caso era “inusual”, por la gran lejanía comparativa de las costas relevantes. También reconocieron que su cálculo no había sido preciso sino aproximativo: “el objetivo de la delimitación es conseguir una delimitación (sic por la redundancia) equitativa y no una proporción igual de áreas marítimas”. Lo hicieron, en nombre de la equidad contenida en Convemar.
Fue el turno del asombro para el equipo peruano. Por obra y gracia de ese prodigio creativo y autopermisivo, su bisectriz del punto 266 había mutado en la línea equidistante de la milla 80 y su país ganaba más de 50.000 kilómetros cuadrados de océano. Todo ello sin haber suscrito Convemar y tras haber perdido su posición de principios sobre la inexistencia de frontera formal específica. Cabalgando sobre una eventual derrota oprobiosa, llegaba una casi victoria significativa.
Los abogados del equipo chileno, por su lado, no ocultaron su decepción. Habían impuesto su posición de principios –la frontera en el paralelo con anclaje en el Hito 1-, pero habían perdido más de 20.000 kilómetros cuadrados de océano y ese “triángulo exterior” que su hermenéutica les mostraba como subsidiario.
ANÁLISIS AL PASO
Terminada la lectura del fallo, el presidente Humala se dirigió a su país desde palacio Pizarro, ante un elocuente retrato del mariscal Andrés Avelino Cáceres, para anunciar que el Perú “ha culminado la definición de sus límites”. Reformulando la posición peruana, dijo que la CIJ había reconocido la inexistencia de “un trazado de límites marítimos con Chile hasta la milla 200” y que lo obtenido “representa más del 70 por ciento del total de nuestra demanda”. Anunció acciones inmediatas para implementar el fallo, insistió en la importancia del punto 266 como referente del límite terrestre y llamó a una nueva y mejor relación con Chile: “la sentencia abre una nueva etapa bilateral, con una nueva agenda”.
(Pregunta al paso: ¿por qué Humala levantó de inmediato el tema del triángulo terrestre, implícito en el punto 266?... Respuesta tentativa N° 1: porque estaba pensando que, además de la ganancia marítima, debía mostrar una ganancia terrestre de carácter simbólico. Un equivalente al pequeño territorio montañés de Tiwinza, que Fujimori dejó en manos de los ecuatorianos tras la guerra del Cenepa, en un acuerdo que cambió el talante de esa relación bilateral. Respuesta tentativa N° 2: porque ese arenal de tres hectáreas es una pieza estratégica de lego, que taponea un eventual corredor boliviano hacia el mar, pactado entre Chile y Bolivia sin el previo acuerdo del Perú)
Simultáneamente, el presidente Piñera informó a la nación desde el umbral del palacio de La Moneda, donde se avizoraba, borroso, el monumento a Diego Portales. Dijo que el fallo reconocía la existencia de un límite marítimo por el paralelo y “adicionalmente, ha confirmado que ese paralelo pasa por el Hito 1 y no por el punto 266”. Eso, agregó, “ratifica nuestro dominio sobre el triángulo terrestre respectivo”. En cuanto al recorte del paralelo hasta la milla 80, enfatizó que “Chile discrepa profundamente de esta decisión de la Corte” y que los 22 mil kilómetros cuadrados aproximadamente que el país debe ceder “constituyen una lamentable pérdida”. Terminó manifestando que “Chile cumplirá y hará cumplir el fallo”.
El jueves 30 de enero tuve oportunidad de entrevistar telefónicamente, para este libro, al canciller chileno Alfredo Moreno.
- ¿Contento porque nos fue más o menos? – le pregunté.
- Ganamos un punto de principios muy importante - respondió, aludiendo al binomio paralelo / Hito 1.
Pero, haber salvado la cara de los principios no le impedía lamentar el abrupto corte de las 80 millas, “sin fundamento jurídico alguno”. Sobre el futuro del pequeño triángulo terrestre con vértice en el Hito 1, que Humala consideró como tema pendiente el mismo día del fallo, dijo que mejor era no sobredimensionarlo. En un giro hiperbólico, agregó no entender por qué tantos gobiernos peruanos anteriores “regalaron esas 3 hectáreas a Chile”.
El día anterior yo había escuchado decir a un connotado jurista chileno que “la sentencia no se entiende por sí sola”. Además, él creía que la CIJ se equivocó al considerar entre sus fuentes el memorándum de Bákula. Obviamente, no había leído la parte primera de este libro y pensaba que aquel experimentado diplomático vino a Chile por decisión propia, para un “sondeo de iniciativa personal”. En todo caso, se resignó estoico ante lo inapelable: “debemos aceptar que 80 millas no es un desastre”.
Días después escuché a Piñera decir, ante un auditorio de expertos, que Chile necesita “una nueva Cancillería” y que enviará un proyecto de ley al respecto antes de terminar su mandato. También aludió a una “agenda de futuro” con el Perú, en beneficio de ambos pueblos. Entretanto, la Presidenta electa Michelle Bachelet le tendió una mano compatriota, reconociendo, sencilla y clara, que Chile siguió en La Haya una política de Estado. La pérdida era dolorosa, pero la CIJ había reconocido los “pilares de la defensa chilena” y ella trabajaría para que el fallo se implementara de manera gradual y concertada. Asumiendo así su corresponsabilidad, atajó a partidarios suyos, ansiosos de culpabilizar al gobierno de Piñera.
Hernán Felipe Errázuriz, presidente del Consejo Chileno de Relaciones Internacionales, no ocultó su malestar en El Mercurio del 2 de febrero. Para él, la sentencia fue incoherente, arbitraria y equivocada. No descartaba que el paralelo quebrado en la milla 80 haya sido una transacción entre jueces que postulaban extensiones mayores y menores. “Fue un conejo que sacaron del sombrero”. Llevado por un reflejo gremial –él es un abogado de prestigio- propuso crear una agencia permanente, con abogados chilenos y extranjeros “de la mayor calidad”, para la defensa de los intereses nacionales ante los tribunales internacionales. Una especie de Consejo de Defensa del Estado para el exterior. Sin embargo, a renglón seguido reconoció que “en éste, como en todos los juicios relevantes, a veces la dimensión política supera a la jurídica”.
Ese mismo día mi ex alumna Paz Zárate –hoy experta internacional en Derecho Internacional- escribía en el diario La Tercera que la CIJ había fallado conforme a derecho, que “no es una ciencia exacta”. Las partes no se habían fundado en un acuerdo tácito, sino en el fuerte concepto de los tratados y, desde tal perspectiva, “nuestro límite marítimo no era claro”. Aceptó que el fallo nos podía doler pero, de manera compensatoria, daba certeza jurídica a nuestra frontera marítima. Agregó una reflexión extralegal: “esto no debe eximirnos de un autoexamen de lo realizado en política exterior y en particular en la relación con nuestros vecinos”. Pensaba, quizás, en que los dos jueces latinoamericanos de la CIJ (exceptuando al juez ad hoc de Chile) habían votado por el paralelo quebrado.
También el 2 de febrero y coincidiendo con los criterios de la parte primera de este libro, el columnista de El Mercurio Joaquín García-Huidobro escribió que “lo mejor es arreglar los problemas antes de que lleguen a las cortes internacionales”. Evocó la importancia de una diplomacia realmente profesional y criticó la debilidad de las tareas de inteligencia: “da la impresión de que las ingeniosas maniobras que, por largos años, desplegó Perú para obtener el triunfo parcial del pasado lunes nos tomaron por sorpresa”. Mentalmente recordé el libro pionero de Faura, que ningún chileno analizó y la misión de Bákula, que ningún servicio procesó.
Desde Quito llegó la voz del presidente Rafael Correa. Tras su hábil maniobra para consolidar la frontera marítima ecuatoriano-peruana, evitando comprometerse con Chile, felicitaba a ambos países “por haber superado tan grave diferendo de forma pacífica, recurriendo al sistema jurídico internacional”. Su canciller, Ricardo Patiño, estimó del caso agregar que las fronteras del Ecuador quedaron definidas durante el período de Correa “manteniendo la amistad con Chile y Perú”.
En la Paz, el presidente Morales había anticipado que ningún fallo afectaría la demanda boliviana pero, después del 27 de enero, analistas solventes dijeron que la posición de Bolivia se había deteriorado. Algunos sugirieron que Chile debía apresurarse a hacer una propuesta “concreta”, que Morales negociaría con Bachelet. El ex presidente Carlos Mesa, más realista, apuntó que el Perú debía participar en la decisión. Un sabio amigo de este autor no quiso comentar el tema que le propuse: cómo el fallo dejó a Bolivia 80 millas más lejos de una salida soberana al mar.
Fueron todas reacciones inmediatas, que dejaron en la opacidad el gran tema de fondo: cómo la CIJ realizó, unilateramente y de facto, la negociación que chilenos y peruanos no quisieron o no se atrevieron a concretar. Los primeros, en aras de una doctrina no escrita según la cual los temas de soberanía son innegociables. Los segundos, por plantear como negociación lo que en esencia era un ultimátum: o negociamos un tratado de frontera marítima específica o los demandamos ante la CIJ. De paso, en ese rol de negociadores subrogantes, los jueces demostraron que su apoliticidad no significa poner caras de espanto ante las motivaciones políticas de las partes. Más bien consiste en informarse de todo lo que es políticamente relevante, evitando que sus sentencias traicionen una posición política preconcebida.
Finalmente y aunque suene duro, el fallo me confirmó que hay algo de perverso en la idea de salvar determinados principios jurídicos, aunque sea a costa del patrimonio de todos. Eso bien puede confundirse con la tendencia chilena al fetichismo del derecho, que he analizado en éste y otros trabajos y que han denunciado, con agudeza, los clásicos del arte de la diplomacia.
Por eso, en Chile muchos hoy están especulando si no nos habría ido mejor con una negociación diplomática inteligente, que partiera despejando las motivaciones políticas de la controversia. Los académicos, por su lado, están diciendo que ya es hora de entender la relación dinámica entre el derecho, la diplomacia y la defensa y el rol central que juega la negociación en cualquier controversia internacional.
Vale la pena tenerlo presente y no sólo para mejor enfrentar el desafío de Bolivia. Más bien para dejar de parlotear sobre “tratados intangibles” y hacer una mantención político-diplomática permanente a los tratados que conforman nuestro sistema de seguridad internacional. Para no seguir actuando como si en un estanco de nuestra política vecinal estuviera la negociación de los temas comerciales y, en otro, la innegociabilidad de los temas políticos importantes.
De no entender lo señalado, corremos el riesgo de que los diplomáticos profesionales del futuro nos interpelen con una nueva paráfrasis de Clemenceau: los conflictos de soberanía son asuntos demasiado serios, como para dejarlos en manos de los abogados.
[[1]]url:#_ftnref1 Como escribiera un destacado diplomático peruano, el nuevo derecho debía asegurar “la preservación y aprovechamiento de los recursos depredados”. V. Nicolás Roncagliolo, Prospettive del Diritti del Mare all’alba del XXI secolo, Instituto Italo-latinoamericano, Roma, 1999, pg. 48.
[[2]]url:#_ftnref2 Para un análisis sobre la tácita aceptación del Hito 1 como límite jurídico y real del espacio terrestre chileno-peruano, V. mi libro De Charaña a la Haya… cit., pgs.132-137.
[[3]]url:#_ftnref3 Juan Miguel Bákula, El Perú en el reino ajeno… cit, pgs. 623-649.
[[4]]url:#_ftnref4 El tema lo desarrollé en diversos textos periodísticos y en mi libro De Charaña a La Haya… cit., pgs. 43-58.
[[5]]url:#_ftnref5 El texto de Alvaro Vargas Llosa, pensado para publicarse simultáneamente en medios de Chile y el Perú, sólo fue publicado por el diario La Tercera, de Chile, el 15.12.2012.
[[6]]url:#_ftnref6 Según el fallo, se trata de un concepto acuñado por un “experto peruano”, autor de “un libro publicado en 1947”.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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