Si las estructuras y las instituciones con las que se dota la sociedad causan dolor a una parte de sus miembros, habrá que poner en entredicho la cultura que la sostiene, con sus creencias, sus tradiciones y sus ideologías
La falta de reconocimiento del otro, de respeto al otro, de la empatía hacia el otro, que caracteriza las relaciones cotidianas y a las sociedades llamadas democráticas, es la causa principal del sufrimiento que se experimenta día a día en nuestro mundo.
Cuando desde una posición de poder, de lejanía de la realidad, se mide la importancia de las decisiones que se toman desde el poder político, éstas siempre carecen de empatía para reconocer las gravísimas consecuencias que las medidas que adoptan tienen en cada uno de los individuos afectados por dichas decisiones.
La ceguera de la que adolece el poder y los llamados poderosos es generada por la posición de privilegio en la que se colocan frente al resto de los mortales. Una posición que está nutrida por la persecución y defensa de sus propios intereses y de los del sector (económico, político o social) al que representan, sin medir las consecuencias nefastas que acarrean para la sociedad de la que viven.
Argumentan que sus actuaciones están en aras del llamado “interés general”, aunque la realidad es que detrás de los discursos de ese género se oculta la defensa a ultranza de los privilegios que se reparten. Así justifican que el desarrollo económico y la consecuente creación de empleo requieren de los ajustes, de las medidas que se adoptan, del sacrificio que se pide para alcanzarlo.
Pero no se dice que los que van a sufrir las consecuencias van a ser los que no tienen capacidad de decisión en esos asuntos; los que no van a recibir beneficio alguno. De esta manera, y gracias a las medidas que se adoptan, que no están inspiradas, precisamente, en el bien común, los ricos van a ser más ricos y los privilegiados van a adquirir más privilegios.
Se habla de las leyes que regulan la sociedad, pero no se dice que dichas leyes han sido diseñadas a partir de una cultura y unas tradiciones predominantes que no son puestas en cuestión a la vista de sus efectos discriminatorios.
Si las estructuras y las instituciones con las que se dota a la sociedad causan dolor, éste se justifica porque es el precio natural que se ha de pagar para dar valor y sentido a la ley. Y en ese círculo vicioso nos quedamos atrapados.
La ley que se defiende no busca la verdad, la ley refuerza los principios arbitrarios que sostienen una cultura, reforzada por unas creencias y unas ideologías que anteponen los privilegios de una minoría que está resguardada de todo tipo de riesgo –o con recursos suficientes para defenderse de ellos- conduciendo a la mayoría de la sociedad a la intemperie, a la indefensión y al sacrificio no elegidos por ella.
La ley castiga el delito cuando éste se ha consumado. Pero diseñada para ser el paraguas de una cultura determinada, generadora de dogmas, no tiene en cuenta los orígenes de los delitos ni prevé acciones para paliarlos. Así nos encontramos que los que mayoritariamente sufren los castigos son aquellos que no poseen los recursos que necesitan para vivir con dignidad.
Las cárceles están llenas de las capas menos favorecidas de la población; el rigor se ejerce directamente con los que nacieron y crecieron desprotegidos por las leyes que los acusan. Si se llega a tocar a algún miembro de “las capas privilegiadas” es porque los delitos cometidos han sido de tal magnitud que se han puesto en evidencia por sí mismos.
Entonces suenan las alarmas, entonces el desprestigio comienza a contaminar las instituciones que han fracasado en el ejercicio de sus competencias y en el control de los delitos, al no estar diseñadas para resolver en el origen los problemas que afectan a la mayoría de la población.
Pero, en este proceso de alerta que se pone en marcha, el delincuente con privilegios conoce todos los mecanismos de las leyes, y posee todos los recursos económicos y políticos para su defensa. De esta manera, y en nombre de sus derechos –gracias a la posición y a las relaciones que ostenta-, el tiempo correrá a su favor. Hasta puede ser que su delito prescriba, gracias a las posibilidades para aplicar los mecanismos de retardo que las mismas leyes poseen y que tan bien saben manejar sus asesores.
Alicia Montesdeoca
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Alicia Montesdeoca
Licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, Alicia Montesdeoca es consultora e investigadora, así como periodista científico. Coeditora de Tendencias21, es responsable asimismo de la sección "La Razón Sensible" de Tendencias21.
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