Cualquier dolor humano es dolor de la humanidad. La solidaridad y la empatía son características de la naturaleza que compartimos. El sentir lo que el otro vive, el reconocer como propio lo que al otro le sucede es ser consciente de que  somos uno y que en los efectos sociales de cada acción se pone de manifiesto  esa realidad.

Por eso, cuando actuamos contra otro –por acción o por omisión- de alguna forma eso se nos vuelve contra nosotros. No somos espectadores de la realidad, somos cocreadores de la misma. La consciencia de esto hace que respetemos, amemos y aceptemos los acontecimientos, sabiendo que sus efectos son consecuencia de nuestros actos y que aquellos serán de una cualidad o de otra dependiendo del nivel de consciencia con la que se actúe.

Aceptando que esto es así, reconociendo el tránsito en que vive la humanidad, lo que hay que hacer es actuar en consciencia para que la consciencia colectiva se cuantifique, estando presente permanentemente para facilitar la materialización del aquí y ahora; acompañando para servir de respaldo a lo que ha de amanecer; respetando lo que se pone de manifiesto para permitir que madure el proceso del despertar colectivo que se anuncia. Y, sobre todo, amar, tener misericordia y confiar en que todo terminará manifestando, fielmente, el origen y el sentido de todo lo que vivimos.

En la medida que procesamos como especie, como humanidad, la experiencia actual que vivimos, dignificamos nuestra vida. En la medida que aceptamos los dones que vienen de las experiencias y de los aprendizajes de los demás (los que fueron, los que son y los que serán) enriquecemos nuestra vida y dignificamos la vida de los otros.

Todo tiene sentido. La compasión es el sentimiento que nos enlaza y que nos ayuda a comprender y a amar, incluso, aquellas expresiones humanas más terribles.