Cataluña somos todos, gallegos, vascos, canarios, andaluces… También palestinos, sirios, saharauis… todos los individuos y los pueblos de todos los continentes y de todos los tiempos.
Los conflictos personales o sociales tienen su origen en la falta de reconocimiento de lo que porta y aporta cada individuo y cada pueblo. La falta de ese reconocimiento no es inocente, el otro y la otra se convierten en invisibles cuando está en juego un orden social que requiere sostenerse manteniendo los privilegios y el poder de control.
Cataluña nos trae a la actualidad el dolor viejo que una colectividad concreta atesora en lo más oculto de su identidad, la cual ha sido históricamente negada con violencia y autoritarismo. Todo en nombre de una racionalidad jerárquica o democrática, la cual trata de hacer desaparecer las peculiaridades individuales, homogeneizando las identidades.
Todas las “Cataluñas” que en el mundo son o han sido poseen, en su inconsciente colectivo, la impotencia de no haber resuelto en su origen el desafío de su identidad, el deseo de ser reconocida su capacidad para aportar desde su diferencia. Es el profundo dolor de una humanidad aún dormida, que esconde en su memoria el instante en que comenzó a ser negada.
Sin embargo, el inconsciente sigue estando ahí, buscando mecanismos para dejarse ver. Mecanismos que usan viejos moldes, los que están al uso desde una racionalidad ilustrada (llámense independencia, leyes constitucionales, derechos históricos…) para revindicar que son distintos, que esa diferencia necesita potenciarse, liberarse de ataduras que le impiden ser. Es una lucha ciega que sabe lo que necesita, pero que no sabe por qué lo necesita y cómo lograr aquello a lo que aspira.
Es el dolor de lo invisible, un dolor profundo, del alma impotente que no se siente mirada en su propia dignidad e identidad. Un dolor invisible que denuncia la falta de reconocimiento, sobre todo de los que por tradición son invisibles: las mal llamadas minorías, los pobres, las mujeres, los niños, los ancianos.
El caso de Cataluña es una oportunidad para despertar a ese dolor, no para volver al orden establecido, que a lo mejor sólo es un medio para parar la locura, para taponar la herida y alimentar su cronicidad.
Cataluña, como los centenares de miles de conflictos políticos, económicos, medioambientales, de salud, religiosos, son gritos enloquecedores de una humanidad que no sabe lo que es, que no reconoce su pertenencia, que no identifica como valor las diferencias de cada uno de sus integrantes. Una humanidad que sin embargo aspira a trascender porque intuye que hay una verdad que no se puede cuestionar aunque se use la fuerza.
Si las negociaciones parten del hecho de la identidad diferente, surge la cooperación para el enriquecimiento mutuo. El diálogo, pues, ha de partir desde ese reconocimiento, desde el respeto a la diferencia y hasta desde la veneración y el agradecimiento por lo que el otro y la otra son, y por lo que con tanta generosidad aportan.
Si se hace desde ahí no hará falta usar las fuerzas o denigrar al adversario. Todos tenemos los mismos objetivos: saber quiénes somos, qué aportamos y cómo llegamos al destino que la vida tiene encomendado a la especie humana en particular.
Alicia Montesdeoca
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Alicia Montesdeoca
Licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, Alicia Montesdeoca es consultora e investigadora, así como periodista científico. Coeditora de Tendencias21, es responsable asimismo de la sección "La Razón Sensible" de Tendencias21.
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