Reseñas
Dios, Darwin y Freud nos han abandonado. Quiénes somos y de dónde venimos
Juan Antonio Martínez de la Fe , 25/01/2016
Ficha Técnica
Título: Dios, Darwin y Freud nos han abandonado. Quiénes somos y de dónde venimos
Autor: Fernando de Castillo Martín
Edita: Biblioteca Nueva, Madrid, 2014
Colección: Ensayo
Encuadernación: Tapa blanda
Número de páginas: 182
ISBN: 978-84-16170-42-5
Precio: 16 euros
Ya desde el Prólogo, Fernando del Castillo Martín nos ofrece un esquema de su propuesta. Una propuesta que profundiza en una visión novedosa sobre la problemática, si es que lo es, del existir. Nos cuenta el transcurrir a través de los tiempos de la pregunta hasta hoy incontestada: ¿quiénes somos? Así, nos explica cómo el ser humano pasó de ser un accidente del cosmos genérico a convertirse en el centro y punto de vista del pensamiento a partir de la Ilustración, que es cuando esta pregunta existencial se llena de incertidumbres. Ya en los siglos XVIII y XIX, el individuo deja de lado momentáneamente la cuestión existencial para dedicarse a resolver sus preocupaciones sociales y económicas. Y en el siglo XX, el Dios que había dado respuesta a la pregunta ya no era el de las épocas pasadas, lo que originó un fuerte vacío existencial que el ser humano pretendió llenar con mitologías sustitutivas para aplacar esa nostalgia del absoluto y el vacío del yo; llegó de esta manera a la utopía colectivista que, una vez desaparecida, rodea de soledad al individuo transportándolo al individualismo de hoy, voraz y depredador que nos lleva al desequilibrio social y a la destrucción de nuestra casa común, el planeta.
Llegados a este punto, ¿qué nos dicen la filosofía y la ciencia? Para Fernando del Castillo, la primera “está lejos de entender al ser humano en su singularidad y solo contempla al individuo como un ser social que hay que analizar”. Por su parte, la ciencia apenas roza el tema humano, abstraída como está en sus asuntos.
Y es ahí, desde esa perspectiva, desde donde el autor nos ofrece “una propuesta original sobre el ser humano […] encontramos que la vida desde sus orígenes presenta un desarrollo de complejidad creciente, complejidad que proporciona a los seres vivos una autonomía frente al medio, de manera que las formas más evolucionadas tienen mayor capacidad de superar las deficiencias de este, que las menos evolucionadas, creándose así una escala de emancipación biológica”. Pero aún hay más; sostiene que esa complejidad viene impulsada por la materia; materia que no es una entidad pasiva sino un agente activo que genera primero la vida, después la vida compleja y, finalmente, la vida racional. Por lo que afirma que en la naturaleza, en la materia, reside una fuerza que le es inherente, como lo es la gravedad o la radioactividad, que la impulsa a la creación de seres cada vez más autónomos y autosuficientes.
Entrando en materia
Y el libro que comentamos se dedica a explayar esta interesante propuesta. Y lo hace partiendo desde la base, planteándose una pregunta que, pese a ser básica, suscita no pocos debates: ¿Qué es la vida? Arranca desde un presupuesto elemental: entender la vida como principio; y esto porque los seres humanos somos primero vida y luego razón.
Históricamente, la vida no ha sido bien entendida por la ciencia y la filosofía; y la religión poco puede aportar, porque no es su cometido responder a esta cuestión. Durante siglos, los filósofos han visto el cuerpo humano como una proyección del alma o del espíritu, hasta que los empiristas rompen la hegemonía del alma sobre el cuerpo, pero relegando a este, como elemento vivo, fuera del campo filosofal. Hasta que en el siglo XX se produce una cierta inflexión del pensamiento especulativo, con figuras como las de Teilhard de Chardin o Xavier Zubiri, que arrancan la vida desde la materia, simplificando mucho la expresión.
En su planteamiento, Del Castillo Martín acude a la biología y nos presenta las tesis de Virchow y Schrödinger, así como la definición oficial de la Nasa sobre qué es la vida, basada en la propuesta de J. Joyce; definición que no acaba de convencerle. Más cercana a sus planteamientos es la que da el científico evolucionista Carlos Briones, de quien ofrece las características que definen el fenómeno vital; y, finalmente, nos propone el autor la suya propia: la vida se define como “la producción ordenada de sí misma con capacidad replicativa en aislamiento mediático”. Hace hincapié en esta última parte, la necesidad de todos los seres vivos de ser autónomos frente al medio. Y tras comentar ampliamente su punto de vista, concluye con que debemos incorporar el fenómeno evolutivo a la definición de la vida para que su análisis quede completo. Con lo que abre la puerta al siguiente capítulo, sobre La evolución de la vida, que es como se encabeza el segundo de la obra.
La vida evoluciona
Se trata de un bloque descriptivo de todo el proceso evolutivo, desde la aparición espontánea de la vida por la combinación de elementos químicos hasta el surgimiento de seres pluricelulares, pasando, detalladamente, por la sopa prebiótica o primordial, la aparición de proteínas y ácidos nucleicos, la presencia en ellos de una membrana con actividad aislante y nutricional, la formación de células complejas y su colaboración para constituir seres pluricelulares de creciente complejidad. Un capítulo, en definitiva, que nos resume, actualizándolo, el estado actual de nuestros conocimientos sobre el origen de la vida y su evolución hasta hoy. Pese a lo especializado de la materia que describe, su lenguaje próximo y su estructura pedagógica lo convierten en un bloque fácilmente asequible para el profano y sumamente interesante.
El impulso evolutivo continuado
En el tercer capítulo, titulado La metaautopoyesis, el autor nos acerca a este término, acuñado por él y que resume muy certeramente la esencia de su planteamiento.
Veamos qué nos dice al respecto: “[Este impulso] es la autoafirmación permanente de la materia, la consecución continuada de islotes superiores de autosuficiencia frente a un medio entrópicamente negativo. A este impulso lo llamo metaautopoyesis, de manera que autopoyesis es el resultado circunstancial del impulso y metaautopoyesis la acción continuada de este”. Es aquí donde se sitúa la línea de la evolución, que tiende progresivamente a la autonomía del ser; la materia genera formas autopoyéticas, pero impelidas por la metaautopoyesis esas formas son cada vez más soberanas y autónomas del entorno; así, pues, la materia no es solo fuente de seres independientes, sino, también, agente de evolución. Tal metaautopoyesis no es un agente externo; no. Se trata de algo inherente a la materia, una de sus propiedades, defiende Fernando del Castillo. Una tesis que, aunque no plenamente desarrollada por autores como Ilya Prigogine, Lynn Margulis, Rémy Chauvin o Brian Goodwin, apuntan, sin embargo esta misma línea de desarrollo.
Seguidamente, el autor sostiene que esta propuesta evolutiva difiere de las dos líneas que actualmente prevalecen en el escenario científico: el azar y el darwinismo; y dedica varias páginas a señalar las debilidades de ambas corrientes, enfrentadas a su propia aportación. Refiriéndose a la primera, el azar, resume de manera directa: “La metaautopoyesis propone y la realidad dispone. ¿Hay azar? Sí, pero no como acción prioritaria. ¿Existe tendencia? Por supuesto, la lógica de los resultados lo denuncia. ¿Se producen resultados coherentes y armoniosos? Claro, aquellos que el impulso metaautopoyético puede desarrollar cuando la realidad se lo permite. ¿Previsibles? No, pues la incertidumbre del proceso hace que nada sea predecible”.
En cuanto a la tesis darwinista de una evolución dirigida, estima que tiene importantes lagunas en su explicación de toda la evolución de la vida. Se enfrenta, así, a la teoría de una selección escalonada, paulatina y progresiva de cambios discretos; y lo hace también frente al utilitarismo que, a su juicio, hace el darwinismo de los rasgos fenotípicos de las especies, es decir, de sus características morfológicas. Por último, arguye contra la tautología que contiene la propuesta central de la evolución de la selección de las especies mejor adaptadas.
Un impulso humanizado
El impulso se humaniza. Aquí, en el capítulo cuarto de la obra, el autor sostiene, frente a quienes opinan que la evolución biológica se acaba al alcanzar el estado humano, que esto no es así, sino que continúa; excepto algunos autores, como Teilhard de Chardin o Zubiri, lo que se lee es que la historia del hombre finaliza en el Homo sapiens. La propuesta de Fernando del Castillo es que la evolución se proyecta en la historia de los seres humanos hasta nuestros días, para continuar después, aunque no se sepa hacia dónde.
La cuestión es que ese cambio evolutivo humano no va a producirse en su organismo como totalidad, sino en un aspecto muy local y funcional, como es el sistema nervioso central, es decir, evolución exclusivizada en el cerebro, al margen del acontecer del resto del organismo. De él nace la razón y su derivado, la inteligencia.
Comienza el autor, entonces, a recorrer la historia desde los primeros tiempos, cuando los seres humanos consiguen logros, no ya merced a la adquisición de órganos naturales, sino por medios artificiales de su creación. La técnica y la ciencia no son sino desarrollos graduales de autopoyesis en la lucha del ser humano para responder a las imposiciones y restricciones de la naturaleza permitiéndole una mayor autonomía individual; una autonomía que referida a la independencia frente a los agentes exteriores sería una autopoyesis exterior y si se refiere a su independencia del resto de los seres humanos sería una autopoyesis interior.
Para el autor, con el desarrollo del cerebro y la aparición de la inteligencia, lo que se produce es el nuevo estado de la individualidad del ser; ahora evoluciona el individuo no la especie. Puede aparecer el conflicto entre individualidades; y en esta dialéctica entre negación y desarrollo de la individualidad, la metaautopoyesis actúa a favor de la individualización del yo, provocando y manteniendo su perfeccionamiento continuo, afirma el autor.
La estructura mental
“Llegados a este punto de la evolución, el impulso metaautopoyético alcanza la hominización, lo que permite a la materia desarrollar un nuevo estado de autopoyesis sustentado en la razón y la inteligencia”. Con estas palabras se abre el capítulo quinto, La estructura mental. El impulso hace evolucionar al homínido hacia la individualización del ser, una individualización que no se producirá de manera lineal, sino que lo hará en forma de ciclos; y lo hará de tal manera que no se pasará de un ciclo al siguiente hasta haber consumado el anterior.
Según su planteamiento, cada ciclo evolutivo de la estructura mental, cada uno con su propia lógica interna, contará con una fase incipiente, otra intermedia y acaba en una fase final o de consumación de la estructura mental correspondiente; a partir de este momento, hay un período de transición hasta el inicio del ciclo siguiente. En la historia de la humanidad, el autor distingue una estructura mental protohumana, a la que sigue una estructura mental genérica o grupal; a continuación aparece la estructura mental ideológica y termina con la estructura mental a la que asistimos hoy día que es la estructura mental exclusiva, cuya particularidad principal es la exclusividad del ser y la ruptura con el grupo y con la idea. A cada una de estas fases le atribuye una era histórica, una división histórica diferente a la hasta ahora aplicada, que encierra un concepto esencial. En varias páginas del capítulo se desarrollan estos asuntos, siguiendo, especialmente, a Jung.
Aparece el yo
A partir de aquí, de esta cuasi introducción genérica reflejada en el capítulo precedente, el autor dedicará los siguientes de la obra a detenerse en cada uno de estos aspectos. Así, el capítulo sexto versa sobre El yo aparece en la historia. Ya desde las primeras líneas advierte de que solo hará una referencia general a las principales líneas de este proceso, dada su amplitud y los constantes descubrimientos en la hominización del ser humano. Y siempre lo hará el autor desde la perspectiva que constituye el proyecto de su ensayo: la individualización del ser.
Para Fernando del Castillo, en su etapa primitiva, el ser humano tiene una conciencia del yo, pero es muy vaga e imprecisa, una mente emocional poco definida, que se demuestra en su incapacidad para expresar la representación humana en sus dibujos.
Analizando el mundo del arte, aparece la representación antropomórfica, fruto de una nueva organización cerebral. El autor concibe que no es un cerebro pasivo el que se modifica presionado por el entorno, sino que es este, el entorno, el que resulta modificado por ese cerebro que evoluciona.
El yo en la colectividad
Se llega así a la estructura mental genérica o grupal, que constituye la segunda fase, que se aborda en el capítulo séptimo de la obra, El yo se colectiviza.
El paso siguiente del yo, en este su proceso evolutivo, es el del yo colectivo. Se produce un nuevo esquema mental que es grupal, basado, esencialmente, en la ausencia del yo exclusivo; el ser humano se siente ya humano, pero compartido.
¿Qué consecuencias trae tal situación? “Esto genera una individualidad incompleta con incapacidad de instrospección –autorreflexión propia de la mente independiente moderna- y de pensamiento sistemático –pensamiento ordenado y estructurado-. Esta mente la podríamos traducir como plana –carencia de instrospección- y fragmentada –falta de sistematización-, dos peculiaridades que, como veremos, se van a reflejar en todas las manifestaciones y expresiones del alma colectiva, como el arte, la filosofía y la religión”.
Este párrafo transcrito nos resume perfectamente cómo se va a desarrollar el capítulo. Ante la ausencia de manifestaciones escritas de la cultura en la antigüedad, el autor se basará, fundamentalmente, en las artes plásticas, como expresión simbólica de esta nueva estructura mental. Aunque, llegado a la época helenística, se apoya también en el teatro y las narraciones literarias. Así, hace un recorrido por el arte egipcio y el arte griego, dejando nítida su postura personal ante los hechos que analiza: todas estas expresiones culturales son fruto de la estructura mental de quienes las realizan, pues ningún artista puede crear un estilo en cualquier momento solo con proponérselo, pues su organización mental se lo impide.
El trascender del hombre
Pero el individuo no se queda aquí. Evoluciona. Y, así, El individuo se trasciende, alcanzando la tercera estructura mental que nos propone el autor, una nueva estructura en la que aparece el primer aliento real de individualización del ser.
Se trata de un proceso, incluido en el capítulo octavo, difícil de entender y de explicar, ya que, históricamente, nos encontramos en un mundo muy diversificado, con diversas corrientes de pensamiento. Ante esta dificultad, Fernando del Castillo opta por tomar un ejemplo paradigmático, el cristianismo, fenómeno que analiza con detalle, fijándose especialmente en la época del dogma cristiano evolucionado, bien diferente a sus orígenes evangélicos.
Basándose en el credo surgido del concilio de Nicea, concluye que esta confesión de fe disfruta de las tres características básicas de la trascendencia: 1. Tener como referente a un ser supremo extraordinario; 2. Conceder al ser humano la posibilidad de participar de esa esencia a través de la inmortalidad; y 3. Tener un mediador extremadamente cualificado. En definitiva, el ser humano ya se trasciende, entendiendo por trascendencia “la capacidad de la mente de sobrevenir la realidad para acercarse al conocimiento de lo que está más allá de lo físico, es decir, de Dios o de una Idea”. De esta manera, la persona rompe, trasciende, la barrera psíquica de lo cotidiano y traslado el acto mental del mundo físico (tribal) al mundo de lo inconcreto (Dios, Idea), creando, así, una realidad –incorpórea, pero auténtica- una realidad construida a partir de un yo profundo, introspectivo y muy personal. En pocas palabras, “la persona ha dejado de ser ‘yo soy nosotros’ para comenzar a ser ‘yo soy yo’”.
A partir de aquí, el autor responde a las posibles argumentaciones contra su planteamiento, finalizando con el bautizar a esta etapa como estructura mental ideológica.
Simbolismo ideológico
Y es a El simbolismo ideológico al que dedica el siguiente capítulo, el noveno. Desde las primeras líneas plantea el desarrollo de esta nueva etapa, en la que “el individuo construye sus creaciones intelectuales y emocionales, generando elementos sistemáticos y armónicamente organizados, elementos simbólicos formados a imagen y semejanza de su organización mental”.
Su análisis se realiza sobre las artes como primeros gestos de la nueva estructura mental, que arranca con el arte visigodo y continúa con el del Románico, del Gótico, del Romántico y del Renacimiento, culminando esta etapa de simbolización en el espacio sistémico del Barroco.
En el terreno de la filosofía, se detiene en Descartes, que podría suponer una disociación temporal en la estructura histórica que plantea el autor, una disociación que rechaza con sólidos argumentos a favor de su propuesta.
Y concluye el capítulo con el siguiente párrafo: “A partir de ese momento, una nueva mente deberá remontar el curso de la historia, un nuevo período con una nueva manera de entender el mundo. Comienza el desarrollo de otra estructura mental”. Es la estructura mental de El yo que despunta, y que aborda en el décimo capítulo de la obra.
Despunta el yo
Al final de la etapa precedente, el yo es aún dependiente de la Idea o, en su caso, de un dios padre, todopoderoso. Para desprenderse de esa situación, ha de crear un mundo protector que lo reafirme y lo proteja: “si el yo quiere evolucionar hacia estados superiores de individualidad y la autopoyesis del sí-mismo progresar, el impulso de la materia tiene que retirar la capa ideológica que protege al yo”, una capa ideológica que antes ocupaba la divinidad; se trata de un paso decisivo para que se forme un yo libre de referenciales, un yo esencial y puro.
A finales del siglo XVII y principios del XVIII es donde sitúa el autor el comienzo de la nueva era, en la que la persona es pensada independiente del Abstracto. E insiste en su tesis: “ni la ciencia, ni la filosofía, ni ninguna otra manifestación del ser humano son la causa de la disolución de la capa ideológica, ya que, en último extremo, todas las manifestaciones del ser no son más que epifenómenos de la estructura mental. Es esta y su evolución las auténticas responsables de la desestructuración de la mente ideológica”. Tal modificación evolutiva de la estructura mental viene impulsada por la acción metaautopoyética de la materia, la cual va a liberar ahora al yo de la coraza ideológica para conducirlo a un estado más autónomo, más autopoyético, menos dependiente del medio.
Esta evolución que va desde la estructura mental ideológica al yo liberado de condicionantes y referentes es la evolución que va a seguir la mente y, en consecuencia, el desarrollo de la persona desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Una evolución que tiene su costo, no es gratuita y deja cadáveres por el camino, como el existencialismo, la crisis de valores de una sociedad sin mandamientos divinos o la obscena realidad con que a veces se presentan algunos nuevos bárbaros de la exclusividad. Como ha hecho en los capítulos precedentes, el autor ejemplifica su tesis con las manifestaciones culturales. Y, finalmente, nos encauza al estudio de las características y peculiaridades de este nuevo fenómeno de la evolución autopoyética.
Un yo exclusivo
Undécimo capítulo: ¿Qué es el yo exclusivo? Según todo lo expuesto hasta ahora, el ser humano ha alcanzado un nivel evolutivo en el que se ha liberado del grupo y de todo tipo de referenciales, dando lugar al nacimiento de un nuevo individuo conformado por la espontaneidad emocional, libre de toda cubierta ideológica, capaz de mostrar una dimensión autónoma y espontánea. Aparece una estructura mental construida sobre la exclusividad del núcleo yoico más estricto y privado, la estructura mental exclusiva.
¿Somos, pues, seres exclusivos? Sí, afirma rotundamente Fernando del Castillo, basándose en los descubrimientos de la ciencia en torno a nuestro cerebro, que es único e irrepetible en cada individuo. En un paso más, concluye que si “las funciones cerebrales son redes neuronales, podríamos afirmar que cualidades como el amor, el odio, la agresividad, la empatía, la ambición, la bondad, la generosidad, la lealtad, la fidelidad, etc. no serían nada más que el resultado de actividades neuronales complejas.
Luego, las propiedades de la mente no son esencias ni epifenómenos de esta, entidades abstractas, sino simples consecuencias de la actividad neuronal y de sus conexiones sinápticas”.
Deduce de lo que afirma dos aspectos: 1) Nuestras cualidades se han ido formando en el transcurso de nuestra evolución coincidiendo con las transformaciones de los circuitos neuronales y el desarrollo continuado de su complejidad. Y 2). Si somos producto de esa complejidad neuronal y esta es diferente en cada uno de nosotros, nuestras propiedades surgidas a partir de nuestros cerebros también tienen que ser diferentes en cada ser humano.
Cada uno de nosotros está formado por un mosaico de cualidades que no es repetible en ningún otro ser humano: somos lo que somos por ser como somos.
¿Significa esto que somos individuos narcisistas o ególatras? No. “Lo único que afirmamos es que con la exclusividad ya no hay estirpe ni creencias a los que recurrir en nuestro proceder mental, ni en nuestra realidad vivencial. No hay Dios al que consultar, ideología en la que protegerse, ni personalidad a la que imitar”. Pero hemos de aceptar plenamente la existencia del otro: el yo-tu forma una realidad indisoluble y que el uno no puede existir sin el otro; y lo confirma con el ejemplo de las neuronas de espejo, que nos han permitido evolucionar por imitación.
Plantea, seguidamente, el asunto de la posible ética de la exclusividad, al que dedica algunas páginas. Y termina el capítulo exponiendo que con la personalidad exclusiva hemos llegado al final de la evolución que nació en los albores de la vida.
¿Y qué hay de la pregunta sobre quiénes somos? Pues que somos materia, pero materia activa evolucionada.
Un epílogo
Aquí podría haber finalizado la obra, pero dejaría muchos interrogantes abiertos. Los aborda el autor en el Epílogo. Por ejemplo: ¿se ha alcanzado ya realmente la consumación de la materia con el desarrollo del individuo exclusivo? El impulso que nos ha traído hasta aquí continúa, aunque no sepamos cómo se traducirá esa exclusividad en el futuro.
Considera, sin embargo, que la metaautopoyesis está muy condicionada en su evolución por el azar y el azar ahora puede ser simplemente la individualidad activa.
Pese a ello, hay una situación en la que el impulso podría dejar de actuar, aunque se mantuviera potencialmente: la autodestrucción de la sociedad altamente tecnificada. Es un riesgo alto al que nos enfrentamos y para el que la única solución sería potenciar la otra faceta autopoyética del yo: la interior. ¿Cuál sería la solución para evitar la destrucción de la armonía del yo con el otro y con la naturaleza y la destrucción de todas las utopías que hemos construido? Fernando del Castillo nos invita, con Marcuse, a la inversión de los valores humanos. Sus palabras nos expresan mejor que nadie su propuesta: “Es imprescindible que los seres humanos seamos conscientes de los riesgos a los que nos conduce la sociedad tecnológica devastadora y los peligros que existen para la supervivencia física de la especie humana. Es necesario que atenuemos, o mejor anulemos, el yo que busca bienestar a costa del otro y de la naturaleza agotada y despertemos a nuestra mismidad y a nuestro yo lúdico”. Propuesta en la que, indudablemente, no está solo.
Concluyendo
Estamos ante un libro que merece ser leído. Y por varios motivos. Sería uno la originalidad de su propuesta; una originalidad que no es pura invención, sino que el autor sostiene apoyándose en argumentos suficientemente sólidos para ser considerados. Otro podría ser lo sugerente de su exposición que hace que la lectura sea no solo amena, sino apasionante. Su metodología expositiva responde a una reflexión seria y meditada de sus propuestas; no huye de los posibles planteamientos que contradicen, o podrían contradecir, su tesis; los aborda con respeto, razonando su postura.
La bibliografía que recoge en su obra, si bien no es muy extensa, sí es, sin embargo, muy selecta.
Todo ello no quiere decir que no habrá quien no comparta sus conclusiones. En tema tan profundo no hay tesis irrebatibles. Pero este libro contribuye, sin duda, a ahondar en él, sugiriendo nuevos puntos de vista que enriquecen el debate.
Índice
Prólogo
Capítulo 1. ¿Qué es la vida?
Capítulo 2. La evolución de la vida
Capítulo 3. La metaautopoyesis
Capítulo 4. El impulso se humaniza
Capítulo 5. La estructura mental
Capítulo 6. El yo aparece en la historia
Capítulo 7. El yo se colectiviza
Capítulo 8. El individuo se trasciende
Capítulo 9. El simbolismo ideológico
Capítulo 10. El yo exclusivo despunta
Capítulo 11. ¿Qué es el yo exclusivo?
Epílogo
Bibliografía
Título: Dios, Darwin y Freud nos han abandonado. Quiénes somos y de dónde venimos
Autor: Fernando de Castillo Martín
Edita: Biblioteca Nueva, Madrid, 2014
Colección: Ensayo
Encuadernación: Tapa blanda
Número de páginas: 182
ISBN: 978-84-16170-42-5
Precio: 16 euros
Ya desde el Prólogo, Fernando del Castillo Martín nos ofrece un esquema de su propuesta. Una propuesta que profundiza en una visión novedosa sobre la problemática, si es que lo es, del existir. Nos cuenta el transcurrir a través de los tiempos de la pregunta hasta hoy incontestada: ¿quiénes somos? Así, nos explica cómo el ser humano pasó de ser un accidente del cosmos genérico a convertirse en el centro y punto de vista del pensamiento a partir de la Ilustración, que es cuando esta pregunta existencial se llena de incertidumbres. Ya en los siglos XVIII y XIX, el individuo deja de lado momentáneamente la cuestión existencial para dedicarse a resolver sus preocupaciones sociales y económicas. Y en el siglo XX, el Dios que había dado respuesta a la pregunta ya no era el de las épocas pasadas, lo que originó un fuerte vacío existencial que el ser humano pretendió llenar con mitologías sustitutivas para aplacar esa nostalgia del absoluto y el vacío del yo; llegó de esta manera a la utopía colectivista que, una vez desaparecida, rodea de soledad al individuo transportándolo al individualismo de hoy, voraz y depredador que nos lleva al desequilibrio social y a la destrucción de nuestra casa común, el planeta.
Llegados a este punto, ¿qué nos dicen la filosofía y la ciencia? Para Fernando del Castillo, la primera “está lejos de entender al ser humano en su singularidad y solo contempla al individuo como un ser social que hay que analizar”. Por su parte, la ciencia apenas roza el tema humano, abstraída como está en sus asuntos.
Y es ahí, desde esa perspectiva, desde donde el autor nos ofrece “una propuesta original sobre el ser humano […] encontramos que la vida desde sus orígenes presenta un desarrollo de complejidad creciente, complejidad que proporciona a los seres vivos una autonomía frente al medio, de manera que las formas más evolucionadas tienen mayor capacidad de superar las deficiencias de este, que las menos evolucionadas, creándose así una escala de emancipación biológica”. Pero aún hay más; sostiene que esa complejidad viene impulsada por la materia; materia que no es una entidad pasiva sino un agente activo que genera primero la vida, después la vida compleja y, finalmente, la vida racional. Por lo que afirma que en la naturaleza, en la materia, reside una fuerza que le es inherente, como lo es la gravedad o la radioactividad, que la impulsa a la creación de seres cada vez más autónomos y autosuficientes.
Entrando en materia
Y el libro que comentamos se dedica a explayar esta interesante propuesta. Y lo hace partiendo desde la base, planteándose una pregunta que, pese a ser básica, suscita no pocos debates: ¿Qué es la vida? Arranca desde un presupuesto elemental: entender la vida como principio; y esto porque los seres humanos somos primero vida y luego razón.
Históricamente, la vida no ha sido bien entendida por la ciencia y la filosofía; y la religión poco puede aportar, porque no es su cometido responder a esta cuestión. Durante siglos, los filósofos han visto el cuerpo humano como una proyección del alma o del espíritu, hasta que los empiristas rompen la hegemonía del alma sobre el cuerpo, pero relegando a este, como elemento vivo, fuera del campo filosofal. Hasta que en el siglo XX se produce una cierta inflexión del pensamiento especulativo, con figuras como las de Teilhard de Chardin o Xavier Zubiri, que arrancan la vida desde la materia, simplificando mucho la expresión.
En su planteamiento, Del Castillo Martín acude a la biología y nos presenta las tesis de Virchow y Schrödinger, así como la definición oficial de la Nasa sobre qué es la vida, basada en la propuesta de J. Joyce; definición que no acaba de convencerle. Más cercana a sus planteamientos es la que da el científico evolucionista Carlos Briones, de quien ofrece las características que definen el fenómeno vital; y, finalmente, nos propone el autor la suya propia: la vida se define como “la producción ordenada de sí misma con capacidad replicativa en aislamiento mediático”. Hace hincapié en esta última parte, la necesidad de todos los seres vivos de ser autónomos frente al medio. Y tras comentar ampliamente su punto de vista, concluye con que debemos incorporar el fenómeno evolutivo a la definición de la vida para que su análisis quede completo. Con lo que abre la puerta al siguiente capítulo, sobre La evolución de la vida, que es como se encabeza el segundo de la obra.
La vida evoluciona
Se trata de un bloque descriptivo de todo el proceso evolutivo, desde la aparición espontánea de la vida por la combinación de elementos químicos hasta el surgimiento de seres pluricelulares, pasando, detalladamente, por la sopa prebiótica o primordial, la aparición de proteínas y ácidos nucleicos, la presencia en ellos de una membrana con actividad aislante y nutricional, la formación de células complejas y su colaboración para constituir seres pluricelulares de creciente complejidad. Un capítulo, en definitiva, que nos resume, actualizándolo, el estado actual de nuestros conocimientos sobre el origen de la vida y su evolución hasta hoy. Pese a lo especializado de la materia que describe, su lenguaje próximo y su estructura pedagógica lo convierten en un bloque fácilmente asequible para el profano y sumamente interesante.
El impulso evolutivo continuado
En el tercer capítulo, titulado La metaautopoyesis, el autor nos acerca a este término, acuñado por él y que resume muy certeramente la esencia de su planteamiento.
Veamos qué nos dice al respecto: “[Este impulso] es la autoafirmación permanente de la materia, la consecución continuada de islotes superiores de autosuficiencia frente a un medio entrópicamente negativo. A este impulso lo llamo metaautopoyesis, de manera que autopoyesis es el resultado circunstancial del impulso y metaautopoyesis la acción continuada de este”. Es aquí donde se sitúa la línea de la evolución, que tiende progresivamente a la autonomía del ser; la materia genera formas autopoyéticas, pero impelidas por la metaautopoyesis esas formas son cada vez más soberanas y autónomas del entorno; así, pues, la materia no es solo fuente de seres independientes, sino, también, agente de evolución. Tal metaautopoyesis no es un agente externo; no. Se trata de algo inherente a la materia, una de sus propiedades, defiende Fernando del Castillo. Una tesis que, aunque no plenamente desarrollada por autores como Ilya Prigogine, Lynn Margulis, Rémy Chauvin o Brian Goodwin, apuntan, sin embargo esta misma línea de desarrollo.
Seguidamente, el autor sostiene que esta propuesta evolutiva difiere de las dos líneas que actualmente prevalecen en el escenario científico: el azar y el darwinismo; y dedica varias páginas a señalar las debilidades de ambas corrientes, enfrentadas a su propia aportación. Refiriéndose a la primera, el azar, resume de manera directa: “La metaautopoyesis propone y la realidad dispone. ¿Hay azar? Sí, pero no como acción prioritaria. ¿Existe tendencia? Por supuesto, la lógica de los resultados lo denuncia. ¿Se producen resultados coherentes y armoniosos? Claro, aquellos que el impulso metaautopoyético puede desarrollar cuando la realidad se lo permite. ¿Previsibles? No, pues la incertidumbre del proceso hace que nada sea predecible”.
En cuanto a la tesis darwinista de una evolución dirigida, estima que tiene importantes lagunas en su explicación de toda la evolución de la vida. Se enfrenta, así, a la teoría de una selección escalonada, paulatina y progresiva de cambios discretos; y lo hace también frente al utilitarismo que, a su juicio, hace el darwinismo de los rasgos fenotípicos de las especies, es decir, de sus características morfológicas. Por último, arguye contra la tautología que contiene la propuesta central de la evolución de la selección de las especies mejor adaptadas.
Un impulso humanizado
El impulso se humaniza. Aquí, en el capítulo cuarto de la obra, el autor sostiene, frente a quienes opinan que la evolución biológica se acaba al alcanzar el estado humano, que esto no es así, sino que continúa; excepto algunos autores, como Teilhard de Chardin o Zubiri, lo que se lee es que la historia del hombre finaliza en el Homo sapiens. La propuesta de Fernando del Castillo es que la evolución se proyecta en la historia de los seres humanos hasta nuestros días, para continuar después, aunque no se sepa hacia dónde.
La cuestión es que ese cambio evolutivo humano no va a producirse en su organismo como totalidad, sino en un aspecto muy local y funcional, como es el sistema nervioso central, es decir, evolución exclusivizada en el cerebro, al margen del acontecer del resto del organismo. De él nace la razón y su derivado, la inteligencia.
Comienza el autor, entonces, a recorrer la historia desde los primeros tiempos, cuando los seres humanos consiguen logros, no ya merced a la adquisición de órganos naturales, sino por medios artificiales de su creación. La técnica y la ciencia no son sino desarrollos graduales de autopoyesis en la lucha del ser humano para responder a las imposiciones y restricciones de la naturaleza permitiéndole una mayor autonomía individual; una autonomía que referida a la independencia frente a los agentes exteriores sería una autopoyesis exterior y si se refiere a su independencia del resto de los seres humanos sería una autopoyesis interior.
Para el autor, con el desarrollo del cerebro y la aparición de la inteligencia, lo que se produce es el nuevo estado de la individualidad del ser; ahora evoluciona el individuo no la especie. Puede aparecer el conflicto entre individualidades; y en esta dialéctica entre negación y desarrollo de la individualidad, la metaautopoyesis actúa a favor de la individualización del yo, provocando y manteniendo su perfeccionamiento continuo, afirma el autor.
La estructura mental
“Llegados a este punto de la evolución, el impulso metaautopoyético alcanza la hominización, lo que permite a la materia desarrollar un nuevo estado de autopoyesis sustentado en la razón y la inteligencia”. Con estas palabras se abre el capítulo quinto, La estructura mental. El impulso hace evolucionar al homínido hacia la individualización del ser, una individualización que no se producirá de manera lineal, sino que lo hará en forma de ciclos; y lo hará de tal manera que no se pasará de un ciclo al siguiente hasta haber consumado el anterior.
Según su planteamiento, cada ciclo evolutivo de la estructura mental, cada uno con su propia lógica interna, contará con una fase incipiente, otra intermedia y acaba en una fase final o de consumación de la estructura mental correspondiente; a partir de este momento, hay un período de transición hasta el inicio del ciclo siguiente. En la historia de la humanidad, el autor distingue una estructura mental protohumana, a la que sigue una estructura mental genérica o grupal; a continuación aparece la estructura mental ideológica y termina con la estructura mental a la que asistimos hoy día que es la estructura mental exclusiva, cuya particularidad principal es la exclusividad del ser y la ruptura con el grupo y con la idea. A cada una de estas fases le atribuye una era histórica, una división histórica diferente a la hasta ahora aplicada, que encierra un concepto esencial. En varias páginas del capítulo se desarrollan estos asuntos, siguiendo, especialmente, a Jung.
Aparece el yo
A partir de aquí, de esta cuasi introducción genérica reflejada en el capítulo precedente, el autor dedicará los siguientes de la obra a detenerse en cada uno de estos aspectos. Así, el capítulo sexto versa sobre El yo aparece en la historia. Ya desde las primeras líneas advierte de que solo hará una referencia general a las principales líneas de este proceso, dada su amplitud y los constantes descubrimientos en la hominización del ser humano. Y siempre lo hará el autor desde la perspectiva que constituye el proyecto de su ensayo: la individualización del ser.
Para Fernando del Castillo, en su etapa primitiva, el ser humano tiene una conciencia del yo, pero es muy vaga e imprecisa, una mente emocional poco definida, que se demuestra en su incapacidad para expresar la representación humana en sus dibujos.
Analizando el mundo del arte, aparece la representación antropomórfica, fruto de una nueva organización cerebral. El autor concibe que no es un cerebro pasivo el que se modifica presionado por el entorno, sino que es este, el entorno, el que resulta modificado por ese cerebro que evoluciona.
El yo en la colectividad
Se llega así a la estructura mental genérica o grupal, que constituye la segunda fase, que se aborda en el capítulo séptimo de la obra, El yo se colectiviza.
El paso siguiente del yo, en este su proceso evolutivo, es el del yo colectivo. Se produce un nuevo esquema mental que es grupal, basado, esencialmente, en la ausencia del yo exclusivo; el ser humano se siente ya humano, pero compartido.
¿Qué consecuencias trae tal situación? “Esto genera una individualidad incompleta con incapacidad de instrospección –autorreflexión propia de la mente independiente moderna- y de pensamiento sistemático –pensamiento ordenado y estructurado-. Esta mente la podríamos traducir como plana –carencia de instrospección- y fragmentada –falta de sistematización-, dos peculiaridades que, como veremos, se van a reflejar en todas las manifestaciones y expresiones del alma colectiva, como el arte, la filosofía y la religión”.
Este párrafo transcrito nos resume perfectamente cómo se va a desarrollar el capítulo. Ante la ausencia de manifestaciones escritas de la cultura en la antigüedad, el autor se basará, fundamentalmente, en las artes plásticas, como expresión simbólica de esta nueva estructura mental. Aunque, llegado a la época helenística, se apoya también en el teatro y las narraciones literarias. Así, hace un recorrido por el arte egipcio y el arte griego, dejando nítida su postura personal ante los hechos que analiza: todas estas expresiones culturales son fruto de la estructura mental de quienes las realizan, pues ningún artista puede crear un estilo en cualquier momento solo con proponérselo, pues su organización mental se lo impide.
El trascender del hombre
Pero el individuo no se queda aquí. Evoluciona. Y, así, El individuo se trasciende, alcanzando la tercera estructura mental que nos propone el autor, una nueva estructura en la que aparece el primer aliento real de individualización del ser.
Se trata de un proceso, incluido en el capítulo octavo, difícil de entender y de explicar, ya que, históricamente, nos encontramos en un mundo muy diversificado, con diversas corrientes de pensamiento. Ante esta dificultad, Fernando del Castillo opta por tomar un ejemplo paradigmático, el cristianismo, fenómeno que analiza con detalle, fijándose especialmente en la época del dogma cristiano evolucionado, bien diferente a sus orígenes evangélicos.
Basándose en el credo surgido del concilio de Nicea, concluye que esta confesión de fe disfruta de las tres características básicas de la trascendencia: 1. Tener como referente a un ser supremo extraordinario; 2. Conceder al ser humano la posibilidad de participar de esa esencia a través de la inmortalidad; y 3. Tener un mediador extremadamente cualificado. En definitiva, el ser humano ya se trasciende, entendiendo por trascendencia “la capacidad de la mente de sobrevenir la realidad para acercarse al conocimiento de lo que está más allá de lo físico, es decir, de Dios o de una Idea”. De esta manera, la persona rompe, trasciende, la barrera psíquica de lo cotidiano y traslado el acto mental del mundo físico (tribal) al mundo de lo inconcreto (Dios, Idea), creando, así, una realidad –incorpórea, pero auténtica- una realidad construida a partir de un yo profundo, introspectivo y muy personal. En pocas palabras, “la persona ha dejado de ser ‘yo soy nosotros’ para comenzar a ser ‘yo soy yo’”.
A partir de aquí, el autor responde a las posibles argumentaciones contra su planteamiento, finalizando con el bautizar a esta etapa como estructura mental ideológica.
Simbolismo ideológico
Y es a El simbolismo ideológico al que dedica el siguiente capítulo, el noveno. Desde las primeras líneas plantea el desarrollo de esta nueva etapa, en la que “el individuo construye sus creaciones intelectuales y emocionales, generando elementos sistemáticos y armónicamente organizados, elementos simbólicos formados a imagen y semejanza de su organización mental”.
Su análisis se realiza sobre las artes como primeros gestos de la nueva estructura mental, que arranca con el arte visigodo y continúa con el del Románico, del Gótico, del Romántico y del Renacimiento, culminando esta etapa de simbolización en el espacio sistémico del Barroco.
En el terreno de la filosofía, se detiene en Descartes, que podría suponer una disociación temporal en la estructura histórica que plantea el autor, una disociación que rechaza con sólidos argumentos a favor de su propuesta.
Y concluye el capítulo con el siguiente párrafo: “A partir de ese momento, una nueva mente deberá remontar el curso de la historia, un nuevo período con una nueva manera de entender el mundo. Comienza el desarrollo de otra estructura mental”. Es la estructura mental de El yo que despunta, y que aborda en el décimo capítulo de la obra.
Despunta el yo
Al final de la etapa precedente, el yo es aún dependiente de la Idea o, en su caso, de un dios padre, todopoderoso. Para desprenderse de esa situación, ha de crear un mundo protector que lo reafirme y lo proteja: “si el yo quiere evolucionar hacia estados superiores de individualidad y la autopoyesis del sí-mismo progresar, el impulso de la materia tiene que retirar la capa ideológica que protege al yo”, una capa ideológica que antes ocupaba la divinidad; se trata de un paso decisivo para que se forme un yo libre de referenciales, un yo esencial y puro.
A finales del siglo XVII y principios del XVIII es donde sitúa el autor el comienzo de la nueva era, en la que la persona es pensada independiente del Abstracto. E insiste en su tesis: “ni la ciencia, ni la filosofía, ni ninguna otra manifestación del ser humano son la causa de la disolución de la capa ideológica, ya que, en último extremo, todas las manifestaciones del ser no son más que epifenómenos de la estructura mental. Es esta y su evolución las auténticas responsables de la desestructuración de la mente ideológica”. Tal modificación evolutiva de la estructura mental viene impulsada por la acción metaautopoyética de la materia, la cual va a liberar ahora al yo de la coraza ideológica para conducirlo a un estado más autónomo, más autopoyético, menos dependiente del medio.
Esta evolución que va desde la estructura mental ideológica al yo liberado de condicionantes y referentes es la evolución que va a seguir la mente y, en consecuencia, el desarrollo de la persona desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Una evolución que tiene su costo, no es gratuita y deja cadáveres por el camino, como el existencialismo, la crisis de valores de una sociedad sin mandamientos divinos o la obscena realidad con que a veces se presentan algunos nuevos bárbaros de la exclusividad. Como ha hecho en los capítulos precedentes, el autor ejemplifica su tesis con las manifestaciones culturales. Y, finalmente, nos encauza al estudio de las características y peculiaridades de este nuevo fenómeno de la evolución autopoyética.
Un yo exclusivo
Undécimo capítulo: ¿Qué es el yo exclusivo? Según todo lo expuesto hasta ahora, el ser humano ha alcanzado un nivel evolutivo en el que se ha liberado del grupo y de todo tipo de referenciales, dando lugar al nacimiento de un nuevo individuo conformado por la espontaneidad emocional, libre de toda cubierta ideológica, capaz de mostrar una dimensión autónoma y espontánea. Aparece una estructura mental construida sobre la exclusividad del núcleo yoico más estricto y privado, la estructura mental exclusiva.
¿Somos, pues, seres exclusivos? Sí, afirma rotundamente Fernando del Castillo, basándose en los descubrimientos de la ciencia en torno a nuestro cerebro, que es único e irrepetible en cada individuo. En un paso más, concluye que si “las funciones cerebrales son redes neuronales, podríamos afirmar que cualidades como el amor, el odio, la agresividad, la empatía, la ambición, la bondad, la generosidad, la lealtad, la fidelidad, etc. no serían nada más que el resultado de actividades neuronales complejas.
Luego, las propiedades de la mente no son esencias ni epifenómenos de esta, entidades abstractas, sino simples consecuencias de la actividad neuronal y de sus conexiones sinápticas”.
Deduce de lo que afirma dos aspectos: 1) Nuestras cualidades se han ido formando en el transcurso de nuestra evolución coincidiendo con las transformaciones de los circuitos neuronales y el desarrollo continuado de su complejidad. Y 2). Si somos producto de esa complejidad neuronal y esta es diferente en cada uno de nosotros, nuestras propiedades surgidas a partir de nuestros cerebros también tienen que ser diferentes en cada ser humano.
Cada uno de nosotros está formado por un mosaico de cualidades que no es repetible en ningún otro ser humano: somos lo que somos por ser como somos.
¿Significa esto que somos individuos narcisistas o ególatras? No. “Lo único que afirmamos es que con la exclusividad ya no hay estirpe ni creencias a los que recurrir en nuestro proceder mental, ni en nuestra realidad vivencial. No hay Dios al que consultar, ideología en la que protegerse, ni personalidad a la que imitar”. Pero hemos de aceptar plenamente la existencia del otro: el yo-tu forma una realidad indisoluble y que el uno no puede existir sin el otro; y lo confirma con el ejemplo de las neuronas de espejo, que nos han permitido evolucionar por imitación.
Plantea, seguidamente, el asunto de la posible ética de la exclusividad, al que dedica algunas páginas. Y termina el capítulo exponiendo que con la personalidad exclusiva hemos llegado al final de la evolución que nació en los albores de la vida.
¿Y qué hay de la pregunta sobre quiénes somos? Pues que somos materia, pero materia activa evolucionada.
Un epílogo
Aquí podría haber finalizado la obra, pero dejaría muchos interrogantes abiertos. Los aborda el autor en el Epílogo. Por ejemplo: ¿se ha alcanzado ya realmente la consumación de la materia con el desarrollo del individuo exclusivo? El impulso que nos ha traído hasta aquí continúa, aunque no sepamos cómo se traducirá esa exclusividad en el futuro.
Considera, sin embargo, que la metaautopoyesis está muy condicionada en su evolución por el azar y el azar ahora puede ser simplemente la individualidad activa.
Pese a ello, hay una situación en la que el impulso podría dejar de actuar, aunque se mantuviera potencialmente: la autodestrucción de la sociedad altamente tecnificada. Es un riesgo alto al que nos enfrentamos y para el que la única solución sería potenciar la otra faceta autopoyética del yo: la interior. ¿Cuál sería la solución para evitar la destrucción de la armonía del yo con el otro y con la naturaleza y la destrucción de todas las utopías que hemos construido? Fernando del Castillo nos invita, con Marcuse, a la inversión de los valores humanos. Sus palabras nos expresan mejor que nadie su propuesta: “Es imprescindible que los seres humanos seamos conscientes de los riesgos a los que nos conduce la sociedad tecnológica devastadora y los peligros que existen para la supervivencia física de la especie humana. Es necesario que atenuemos, o mejor anulemos, el yo que busca bienestar a costa del otro y de la naturaleza agotada y despertemos a nuestra mismidad y a nuestro yo lúdico”. Propuesta en la que, indudablemente, no está solo.
Concluyendo
Estamos ante un libro que merece ser leído. Y por varios motivos. Sería uno la originalidad de su propuesta; una originalidad que no es pura invención, sino que el autor sostiene apoyándose en argumentos suficientemente sólidos para ser considerados. Otro podría ser lo sugerente de su exposición que hace que la lectura sea no solo amena, sino apasionante. Su metodología expositiva responde a una reflexión seria y meditada de sus propuestas; no huye de los posibles planteamientos que contradicen, o podrían contradecir, su tesis; los aborda con respeto, razonando su postura.
La bibliografía que recoge en su obra, si bien no es muy extensa, sí es, sin embargo, muy selecta.
Todo ello no quiere decir que no habrá quien no comparta sus conclusiones. En tema tan profundo no hay tesis irrebatibles. Pero este libro contribuye, sin duda, a ahondar en él, sugiriendo nuevos puntos de vista que enriquecen el debate.
Índice
Prólogo
Capítulo 1. ¿Qué es la vida?
Capítulo 2. La evolución de la vida
Capítulo 3. La metaautopoyesis
Capítulo 4. El impulso se humaniza
Capítulo 5. La estructura mental
Capítulo 6. El yo aparece en la historia
Capítulo 7. El yo se colectiviza
Capítulo 8. El individuo se trasciende
Capítulo 9. El simbolismo ideológico
Capítulo 10. El yo exclusivo despunta
Capítulo 11. ¿Qué es el yo exclusivo?
Epílogo
Bibliografía
Notas sobre el autor
Fernando del Castillo Martín es en la actualidad médico pediatra jubilado. Ejerció su actividad en el Hospital Infantil La Paz durante 41 años, donde fue jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciosas, y en la Universidad Autónoma de Madrid como profesor asociado. Ha publicado más de cien trabajos en revistas científicas nacionales y extranjeras y es autor del libro ¿Qué es la vida? Una nueva propuesta.
Fernando del Castillo Martín es en la actualidad médico pediatra jubilado. Ejerció su actividad en el Hospital Infantil La Paz durante 41 años, donde fue jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciosas, y en la Universidad Autónoma de Madrid como profesor asociado. Ha publicado más de cien trabajos en revistas científicas nacionales y extranjeras y es autor del libro ¿Qué es la vida? Una nueva propuesta.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850