Cuando nos referimos a la cultura egipcia antigua, más concretamente a lo que comúnmente llamamos civilización del ‘Egipto faraónico’, inmediatamente reconocemos en ella a una de las más prestigiosas, entre las anteriores al mundo clásico griego. Sin embargo, no podemos sustraernos a la idea de que el concepto de ‘lo antiguo’ resulta ser en nuestras cabezas sinónimo de ‘lo elemental’, ‘lo tosco’, ‘lo imperfecto’, o ‘lo primitivo’, en comparación con ‘lo actual’ o ‘lo moderno’, términos que identificamos con ‘lo perfeccionado’, ‘lo avanzado’, ‘lo superior a’, o ‘lo evolucionado’.
Capilla de la estatua de Hat-Hor. Deir El Bahari. Reinado de Thutmosis III (1479-1425 a. C.). Museo Egipcio de El Cairo
Esta reflexión, prácticamente automática, puede llevarnos a desconocer algunos de los activos y valores de esta gran civilización, circunstancia compartida con otras de su misma sincronía histórica, que, no obstante encontrarse muy separadas de nosotros en el tiempo, han aportado un gran acerbo de valores, conceptos y experiencias que tejen de un modo decisivo la urdimbre de la sociedad actual, sin que, en muchas ocasiones, apenas seamos conscientes de ello.
En cuanto a la civilización egipcia se refiere, rápidamente pensaremos en la originalidad de las formas piramidales que tanta atención han fijado, o en la fascinación producida por los descubrimientos de tesoros fabulosos que han jalonado la historia de la arqueología en el Valle del Nilo.
En suma, como máximo, enjuiciaremos al antiguo Egipto como algo exótico, atractivo; incluso curioso, pero lo suficientemente distante de nuestras vidas y problemas cotidianos, como para impedir que nos vinculemos de modo consciente con tan remoto mundo, pretendida expresión arquetípica del despotismo, la esclavitud y la falta de libertad, bajo el imperio de un sistema teocrático, en el que el faraón, ser divino viviente, resultaba ser, a los ojos de los griegos, el amo absoluto de todo Egipto y de cuanto en sus límites se encontraba.
Bajo esta visión enormemente simplificada, sin embargo, subyacen otras realidades que las corrientes investigadoras en egiptología no han subrayado adecuadamente (quizás por tratarse de cuestiones aparentemente solo aptas para sabios ensimismados en su pequeño universo, demasiado a menudo exclusivo y excluyente).
Es sobre algunos de estos elementos que configuran los perfiles de la cultura faraónica, que versará esta pequeña comunicación, con la intención de someterlos a vuestro conocimiento y a vuestra reflexión.
El vehículo de la ciencia egipcia fue la envoltura religiosa. En el mundo egipcio el mito envuelve al conocimiento científico para expresarlo de un modo oculto, solo comprensible para los iniciados, ver, los sacerdotes poseedores del conocimiento.
Sabemos como se imaginaban o explicaban la creación del mundo, del universo egipcio. A través del relato de la cosmogonía heliopolitana conocemos como Ra creó a Shu (el aire) y Tefnut (la humedad) y estos, a su vez a Gueb (la tierra) y Nut (la bóveda celeste), todos ellos expresiones parciales del universo físico bajo forma religiosa.
Otras Cosmogonías también explicaban otras maneras en las que se creó el universo, pero lo curioso es que los egipcios también sabían de algún modo que la duración del universo tendría un término y, que al mismo tiempo, era cíclica: Bajo un ropaje de texto religioso, en el capítulo 175 del Libro de los Muertos encontramos como el dios Osiris interroga al gran dios creador Atum sobre su tiempo de vida. Este es el diálogo:
¿Qué sucede con mi tiempo de vida, dice Osiris, y Atum le responde: ‘Tú vivirás por millones y millones de Años, un tiempo de millones de años. Sin embargo, yo destruiré todo lo que he creado. Esta tierra volverá al Nun, al agua primordial, tal y como fue en su comienzo…’
Los textos religiosos también describen de algún modo como se producirá esa desaparición del universo creado. Los Textos de las Pirámides, en su invocación 227-229 hablan de la actuación del pelícano sagrado Pesedyet que habita en el lugar por donde el sol sale y se pone diariamente, al borde del universo creado. Esta condición permitía al ave sagrada conocer todos los eventos que debían acontecer al final de los tiempos.
Dice el texto: ‘Entonces…la tierra no hablará más y Gueb (la tierra) no será capaz de protegerse a sí mismo y donde quiera que lo encuentre, yo lo devoraré gradualmente…el Grande se alzará y la eneáda comenzará a gritar, siendo la tierra completamente comprimida. Los límites se juntarán, las orillas se unirán, los caminos se volverán impracticables para los viajeros y las pendientes serán destruidas por aquellos que quieran huir…’.
¿Cabe duda de que se está describiendo el momento en el que el espacio, doblándose sobre sí mismo podría llegar a desaparecer?.
Por otra parte, el poeta alejandrino Claudiano, de principios del siglo V de Cristo, en su Homenaje a Estilicón, se refiere al antiquísimo conocimiento egipcio de un universo cíclico, al describir el Urobóros, la serpiente que se muerde la cola simbolizando la eternidad y los ciclos de creación/destrucción que fundamentan las leyes del universo.
Dice el texto: ‘Desconocida, lejana, inaccesible a nuestra raza, casi prohibida a los mismos dioses, existe una caverna, la de la inmensa eternidad, madre tenebrosa de los años, que produce las edades y las vuelve a llamar a su vasto seno. Una serpiente defiende el perímetro de esta gruta; devora todas las cosas con voluntad serena, y sus escamas permanecen eternamente jóvenes. Con la boca vuelta hacia atrás, devora su propia cola y, deslizándose en silencio, vuelve a pasar por el lugar donde ha comenzado’.
Resulta, así pues, que los egipcios consideraban el tiempo y el universo como conceptos cíclicos, no lineales. Cíclicos como el renacimiento del sol cada mañana por el horizonte oriental. Si antes de la creación, dicen los egipcios, existía el Nun, ‘lo inerte’, el océano primordial sin espacio ni límite, dicho estado finalizó con el acto creador que, repetido casi ilimitadamente, podía mantener el universo en vida y orden, aunque, realmente, ellos sabían que su duración estaba marcada de antemano.
Tal final, parecen indicarnos los textos, no era sino la vuelta al principio, a la oscuridad primigenia en la que la esencia del demiurgo permanecería siempre para reactivarse de un modo ignoto, volviendo a reproducir el día primero en que fueron creados los dioses y el mundo.
Para los egipcios el Creador era ‘aquel que viene a la existencia después del fin del tiempo cíclico y nunca desaparece…’. (Textos de Denderah).
De este modo, podemos concluir que el tiempo en la mentalidad egipcia antigua no era lineal, sino cíclico. Los egipcios no crearon eras con un año ‘0’ en su inicio. Los años se contaban como los del reinado del faraón. Esto significaba que todo comenzaba de nuevo con cada día que alumbraba y con cada nuevo ascenso al trono del sucesor del rey muerto.
No en balde fueron ellos quienes concibieron nuestro calendario.
Los astrónomos egipcios habían observado, desde la más remota antigüedad, que el año incierto de 365 días, partiendo de una aparición helíaca correcta, se encontraba, de año en año, en déficit de un cuarto de día respecto de Sothis (Sirio) y el sol. Al cabo de cuatro años esta pérdida era de un día, al cabo de ocho años, de dos días, y así sucesivamente. De este modo, tenían que transcurrir 1461 años del calendario para que la aparición correcta del sol se produjese, de nuevo, el día primero del año.
Ellos confeccionaron tablas que medían las diferencias entre el año calendárico y al año sotiaco/solar, que se reflejaron en ciertos monumentos, bajo la forma de ‘fechas dobles’ (el calendario de las fiestas religiosas de Elefantina de la época de Thutmosis III, recoge que la aparición helíaca de Sotis se produjo el día 28 del mes de Epifi, cuando debía haberlo hecho el día 1º del mes de Thot.
Según los cálculos actuales esta diferencia de días se produjo entre los años 1471 y 1474, antes de Cristo, periodo que, a la vista de esta inscripción, debió formar parte del reinado de Thutmosis III.
Actualmente, la moderna cronología otorga para este rey como periodo de reinado, el transcurrido entre los años 1479 al 1425 a. C.
De tal manera, los egipcios establecieron la división del año civil/solar en doce meses de treinta días cada uno de ellos, divididos en semanas de diez días. Es decir, 360 días. A ellos añadieron 5 días complementarios al final del año, llamados por los griegos días epagómenos, y por los egipcios, ‘días de completar el año’, y, aún más, un día extra cada cuatro años, configurando nuestro ‘año bisiesto’.
Para poder establecer estas divisiones en atención a conseguir la coincidencia entre Sothis/Sirio y el sol el día primero de su año nuevo, los científicos han calculado que, al menos, debió observarse todo ello dentro de varios ciclos o periodos sothiacos de 1461 años.
Poseemos certidumbre en cuanto al uso de este sistema de calendario desde la época protodinástica, hacia el 3100 a. C., en cuyo caso habría que retrotraer la instauración del calendario a tiempos muy anteriores a estas fechas, quizás a otros tres o cuatro mil años antes.
Como es bien sabido, Julio César importó, después de su estancia egipcia, este sistema de calendario para su uso en Roma que se instauró allí en el 46 a.C. y, desde donde pasó a todo el orbe, después de los ajustes realizados bajo el papado de Gregorio XIII, en 1582.
Para llevar a cabo la implantación del citado sistema de medición del tiempo se hacen imprescindibles el conocimiento y el uso de unos serios principios matemáticos.
En efecto: “El sistema de cálculo de los egipcios, que, a primera vista, parece una extraordinaria mezcla de conceptos primitivos y cálculos asombrosamente difusos y complicados, se nos muestra, después de estudiado, como una construcción de coherencia y unidad perfectas… Puede, pues, decirse que las matemáticas egipcias son el único ejemplo que se haya conservado intacto de un sistema de cálculo muy avanzado en sus aplicaciones, cuya evolución no ha sufrido interrupción alguna y que, por el contrario, reposa realmente sobre la base más primitiva del cálculo, esto es, sobre la enumeración, y un concepto individual de la fracción.” (Otto Neugebauer)
Los métodos del trabajo de la piedra plantean problemas cuya solución aún no se ha encontrado, al menos de modo satisfactorio. ¿Cómo podían transportar desde las Canteras de Assuán hasta las cercanías del actual Cairo (alrededor de 900 kilómetros), bloques de granito con pesos que oscilaban desde las 38 a las 425 toneladas, como los del templo del Valle de Kefrén, en Guiza?.
Otro ejemplo son los sarcófagos de los toros Apis en Sakkara, el peso de alguno de alguno de los cuales se ha llegado a estimar en 60 toneladas.
La precisión en el trabajo de la piedra es también admirable. Ejemplos: el sarcófago de granito de Sesostris II presenta un error de 1/8 de milímetro en el plano de sus costados.
Otra comprobación realizada sobre una columna hecha de un solo bloque de granito rojo con una altura de 2,60 metros y un diámetro variable que disminuye, desde los 92,2 cm. hasta los 79,8 cm. arroja un error en relación con el diámetro medio de la pieza que no sobrepasa los 8 milímetros.
Pero si los ejemplos relacionados con el ámbito del mundo científico o técnico nos llaman la atención no es menor la impresión que puede producirnos el examen de los textos egipcios, repartidos en conjuntos que los egiptólogos han denominado como textos sapienciales, escépticos, literarios o, simplemente históricos.
Entre ellos existe un género llamado ‘escéptico’ representado, entre otras obras, por la llamada ‘La disputa de un hombre cansado de la vida con su Ba, o espíritu’ (Papiro de Berlín nº 3024) que, supone por sí solo un modelo de tratado filosófico, redactado mucho antes de que la Grecia clásica sentase los principios de la Filosofía.
Se trata de un autor anónimo que vivió probablemente en los tiempos turbulentos del Primer Periodo Intermedio (hacia el 2200 a C.).
La propia naturaleza de los problemas tratados en esta pieza literaria: los grandes problemas de la vida y de la muerte, el sentido dado al propio debate y su claro planteamiento dramático le confieren un valor extraordinario y un marcado sentido emotivo.
El protagonista es un egipcio cuya condición social no se determina pero probablemente perteneciente a la clase sacerdotal. Su interlocutor, que no interviene directamente, no es otro que el Ba, parte espiritual del ser humano cuya naturaleza podría ser semejante, aunque no idéntica, al concepto platónico del ‘alma’ o ‘psique’.
Nuestro hombre, cansado de la vida, se muestra decidido al suicidio por medio del fuego, algo que, sabemos aterrorizaba a los egipcios, dado que, creían, debían conservar el cuerpo para sobrevivir en el Más Allá.
Es el alma-Ba quien se rebela contra esta decisión y trata de convencer al presunto suicida para que desista y, en caso contrario, manifiesta su negativa a estar en su compañía en el momento del cumplimiento de tan fatal resolución. El desesperado reprocha al alma que ella se niegue a cumplir lo que la concierne: estar en el duelo del difunto y facilitarle su entrada en el Más Allá.
El alma insiste en que él no puede tomar la decisión de morir sin resolver el problema de la supervivencia tras la muerte. Sin embargo, el hombre responde planteando dudas sólidas respecto a la naturaleza del lugar adonde presuntamente se va tras la muerte, incluso dudas a propósito de si existe una segunda vida. El alma responde con lógica que, si no existe nada tras la muerte ¿por qué atormentarse?.
Es en este momento del relato cuando se introduce un fragmento poético en el mismo que hace referencia a la tristeza del momento en el que el difunto es depositado en la tumba y a la vanidad e inutilidad de las prácticas funerarias, con toda su sombría grandeza.
La dialéctica puesta en marcha por el alma no hace cambiar las decisiones del desesperado. La gran sorpresa surge cuando el alma, cambiando su posición, concluye analizando el suicidio, y en cierto modo, coincidiendo con la opinión el desesperado, de modo que se nos revela que estábamos en presencia del individúo y de una especie de su otro’yo’, lo que Saint Faire Garnot llama en este caso la personificación de la consciencia.
Por esta vía, el tema de la controversia acaba centrándose como el relato de una lucha interior: el suicida enfrentado contra sí mismo. Este texto es, así pues, un testimonio sugerente de lo que podría haber sido el primer ejemplo conocido de la capacidad de la introspección en el ser humano.
Francisco J. Martín Valentín.
Egiptólogo
(Comunicación realizada en la reunión de bloggers del 13 de marzo de 2009)
En cuanto a la civilización egipcia se refiere, rápidamente pensaremos en la originalidad de las formas piramidales que tanta atención han fijado, o en la fascinación producida por los descubrimientos de tesoros fabulosos que han jalonado la historia de la arqueología en el Valle del Nilo.
En suma, como máximo, enjuiciaremos al antiguo Egipto como algo exótico, atractivo; incluso curioso, pero lo suficientemente distante de nuestras vidas y problemas cotidianos, como para impedir que nos vinculemos de modo consciente con tan remoto mundo, pretendida expresión arquetípica del despotismo, la esclavitud y la falta de libertad, bajo el imperio de un sistema teocrático, en el que el faraón, ser divino viviente, resultaba ser, a los ojos de los griegos, el amo absoluto de todo Egipto y de cuanto en sus límites se encontraba.
Bajo esta visión enormemente simplificada, sin embargo, subyacen otras realidades que las corrientes investigadoras en egiptología no han subrayado adecuadamente (quizás por tratarse de cuestiones aparentemente solo aptas para sabios ensimismados en su pequeño universo, demasiado a menudo exclusivo y excluyente).
Es sobre algunos de estos elementos que configuran los perfiles de la cultura faraónica, que versará esta pequeña comunicación, con la intención de someterlos a vuestro conocimiento y a vuestra reflexión.
El vehículo de la ciencia egipcia fue la envoltura religiosa. En el mundo egipcio el mito envuelve al conocimiento científico para expresarlo de un modo oculto, solo comprensible para los iniciados, ver, los sacerdotes poseedores del conocimiento.
Sabemos como se imaginaban o explicaban la creación del mundo, del universo egipcio. A través del relato de la cosmogonía heliopolitana conocemos como Ra creó a Shu (el aire) y Tefnut (la humedad) y estos, a su vez a Gueb (la tierra) y Nut (la bóveda celeste), todos ellos expresiones parciales del universo físico bajo forma religiosa.
Otras Cosmogonías también explicaban otras maneras en las que se creó el universo, pero lo curioso es que los egipcios también sabían de algún modo que la duración del universo tendría un término y, que al mismo tiempo, era cíclica: Bajo un ropaje de texto religioso, en el capítulo 175 del Libro de los Muertos encontramos como el dios Osiris interroga al gran dios creador Atum sobre su tiempo de vida. Este es el diálogo:
¿Qué sucede con mi tiempo de vida, dice Osiris, y Atum le responde: ‘Tú vivirás por millones y millones de Años, un tiempo de millones de años. Sin embargo, yo destruiré todo lo que he creado. Esta tierra volverá al Nun, al agua primordial, tal y como fue en su comienzo…’
Los textos religiosos también describen de algún modo como se producirá esa desaparición del universo creado. Los Textos de las Pirámides, en su invocación 227-229 hablan de la actuación del pelícano sagrado Pesedyet que habita en el lugar por donde el sol sale y se pone diariamente, al borde del universo creado. Esta condición permitía al ave sagrada conocer todos los eventos que debían acontecer al final de los tiempos.
Dice el texto: ‘Entonces…la tierra no hablará más y Gueb (la tierra) no será capaz de protegerse a sí mismo y donde quiera que lo encuentre, yo lo devoraré gradualmente…el Grande se alzará y la eneáda comenzará a gritar, siendo la tierra completamente comprimida. Los límites se juntarán, las orillas se unirán, los caminos se volverán impracticables para los viajeros y las pendientes serán destruidas por aquellos que quieran huir…’.
¿Cabe duda de que se está describiendo el momento en el que el espacio, doblándose sobre sí mismo podría llegar a desaparecer?.
Por otra parte, el poeta alejandrino Claudiano, de principios del siglo V de Cristo, en su Homenaje a Estilicón, se refiere al antiquísimo conocimiento egipcio de un universo cíclico, al describir el Urobóros, la serpiente que se muerde la cola simbolizando la eternidad y los ciclos de creación/destrucción que fundamentan las leyes del universo.
Dice el texto: ‘Desconocida, lejana, inaccesible a nuestra raza, casi prohibida a los mismos dioses, existe una caverna, la de la inmensa eternidad, madre tenebrosa de los años, que produce las edades y las vuelve a llamar a su vasto seno. Una serpiente defiende el perímetro de esta gruta; devora todas las cosas con voluntad serena, y sus escamas permanecen eternamente jóvenes. Con la boca vuelta hacia atrás, devora su propia cola y, deslizándose en silencio, vuelve a pasar por el lugar donde ha comenzado’.
Resulta, así pues, que los egipcios consideraban el tiempo y el universo como conceptos cíclicos, no lineales. Cíclicos como el renacimiento del sol cada mañana por el horizonte oriental. Si antes de la creación, dicen los egipcios, existía el Nun, ‘lo inerte’, el océano primordial sin espacio ni límite, dicho estado finalizó con el acto creador que, repetido casi ilimitadamente, podía mantener el universo en vida y orden, aunque, realmente, ellos sabían que su duración estaba marcada de antemano.
Tal final, parecen indicarnos los textos, no era sino la vuelta al principio, a la oscuridad primigenia en la que la esencia del demiurgo permanecería siempre para reactivarse de un modo ignoto, volviendo a reproducir el día primero en que fueron creados los dioses y el mundo.
Para los egipcios el Creador era ‘aquel que viene a la existencia después del fin del tiempo cíclico y nunca desaparece…’. (Textos de Denderah).
De este modo, podemos concluir que el tiempo en la mentalidad egipcia antigua no era lineal, sino cíclico. Los egipcios no crearon eras con un año ‘0’ en su inicio. Los años se contaban como los del reinado del faraón. Esto significaba que todo comenzaba de nuevo con cada día que alumbraba y con cada nuevo ascenso al trono del sucesor del rey muerto.
No en balde fueron ellos quienes concibieron nuestro calendario.
Los astrónomos egipcios habían observado, desde la más remota antigüedad, que el año incierto de 365 días, partiendo de una aparición helíaca correcta, se encontraba, de año en año, en déficit de un cuarto de día respecto de Sothis (Sirio) y el sol. Al cabo de cuatro años esta pérdida era de un día, al cabo de ocho años, de dos días, y así sucesivamente. De este modo, tenían que transcurrir 1461 años del calendario para que la aparición correcta del sol se produjese, de nuevo, el día primero del año.
Ellos confeccionaron tablas que medían las diferencias entre el año calendárico y al año sotiaco/solar, que se reflejaron en ciertos monumentos, bajo la forma de ‘fechas dobles’ (el calendario de las fiestas religiosas de Elefantina de la época de Thutmosis III, recoge que la aparición helíaca de Sotis se produjo el día 28 del mes de Epifi, cuando debía haberlo hecho el día 1º del mes de Thot.
Según los cálculos actuales esta diferencia de días se produjo entre los años 1471 y 1474, antes de Cristo, periodo que, a la vista de esta inscripción, debió formar parte del reinado de Thutmosis III.
Actualmente, la moderna cronología otorga para este rey como periodo de reinado, el transcurrido entre los años 1479 al 1425 a. C.
De tal manera, los egipcios establecieron la división del año civil/solar en doce meses de treinta días cada uno de ellos, divididos en semanas de diez días. Es decir, 360 días. A ellos añadieron 5 días complementarios al final del año, llamados por los griegos días epagómenos, y por los egipcios, ‘días de completar el año’, y, aún más, un día extra cada cuatro años, configurando nuestro ‘año bisiesto’.
Para poder establecer estas divisiones en atención a conseguir la coincidencia entre Sothis/Sirio y el sol el día primero de su año nuevo, los científicos han calculado que, al menos, debió observarse todo ello dentro de varios ciclos o periodos sothiacos de 1461 años.
Poseemos certidumbre en cuanto al uso de este sistema de calendario desde la época protodinástica, hacia el 3100 a. C., en cuyo caso habría que retrotraer la instauración del calendario a tiempos muy anteriores a estas fechas, quizás a otros tres o cuatro mil años antes.
Como es bien sabido, Julio César importó, después de su estancia egipcia, este sistema de calendario para su uso en Roma que se instauró allí en el 46 a.C. y, desde donde pasó a todo el orbe, después de los ajustes realizados bajo el papado de Gregorio XIII, en 1582.
Para llevar a cabo la implantación del citado sistema de medición del tiempo se hacen imprescindibles el conocimiento y el uso de unos serios principios matemáticos.
En efecto: “El sistema de cálculo de los egipcios, que, a primera vista, parece una extraordinaria mezcla de conceptos primitivos y cálculos asombrosamente difusos y complicados, se nos muestra, después de estudiado, como una construcción de coherencia y unidad perfectas… Puede, pues, decirse que las matemáticas egipcias son el único ejemplo que se haya conservado intacto de un sistema de cálculo muy avanzado en sus aplicaciones, cuya evolución no ha sufrido interrupción alguna y que, por el contrario, reposa realmente sobre la base más primitiva del cálculo, esto es, sobre la enumeración, y un concepto individual de la fracción.” (Otto Neugebauer)
Los métodos del trabajo de la piedra plantean problemas cuya solución aún no se ha encontrado, al menos de modo satisfactorio. ¿Cómo podían transportar desde las Canteras de Assuán hasta las cercanías del actual Cairo (alrededor de 900 kilómetros), bloques de granito con pesos que oscilaban desde las 38 a las 425 toneladas, como los del templo del Valle de Kefrén, en Guiza?.
Otro ejemplo son los sarcófagos de los toros Apis en Sakkara, el peso de alguno de alguno de los cuales se ha llegado a estimar en 60 toneladas.
La precisión en el trabajo de la piedra es también admirable. Ejemplos: el sarcófago de granito de Sesostris II presenta un error de 1/8 de milímetro en el plano de sus costados.
Otra comprobación realizada sobre una columna hecha de un solo bloque de granito rojo con una altura de 2,60 metros y un diámetro variable que disminuye, desde los 92,2 cm. hasta los 79,8 cm. arroja un error en relación con el diámetro medio de la pieza que no sobrepasa los 8 milímetros.
Pero si los ejemplos relacionados con el ámbito del mundo científico o técnico nos llaman la atención no es menor la impresión que puede producirnos el examen de los textos egipcios, repartidos en conjuntos que los egiptólogos han denominado como textos sapienciales, escépticos, literarios o, simplemente históricos.
Entre ellos existe un género llamado ‘escéptico’ representado, entre otras obras, por la llamada ‘La disputa de un hombre cansado de la vida con su Ba, o espíritu’ (Papiro de Berlín nº 3024) que, supone por sí solo un modelo de tratado filosófico, redactado mucho antes de que la Grecia clásica sentase los principios de la Filosofía.
Se trata de un autor anónimo que vivió probablemente en los tiempos turbulentos del Primer Periodo Intermedio (hacia el 2200 a C.).
La propia naturaleza de los problemas tratados en esta pieza literaria: los grandes problemas de la vida y de la muerte, el sentido dado al propio debate y su claro planteamiento dramático le confieren un valor extraordinario y un marcado sentido emotivo.
El protagonista es un egipcio cuya condición social no se determina pero probablemente perteneciente a la clase sacerdotal. Su interlocutor, que no interviene directamente, no es otro que el Ba, parte espiritual del ser humano cuya naturaleza podría ser semejante, aunque no idéntica, al concepto platónico del ‘alma’ o ‘psique’.
Nuestro hombre, cansado de la vida, se muestra decidido al suicidio por medio del fuego, algo que, sabemos aterrorizaba a los egipcios, dado que, creían, debían conservar el cuerpo para sobrevivir en el Más Allá.
Es el alma-Ba quien se rebela contra esta decisión y trata de convencer al presunto suicida para que desista y, en caso contrario, manifiesta su negativa a estar en su compañía en el momento del cumplimiento de tan fatal resolución. El desesperado reprocha al alma que ella se niegue a cumplir lo que la concierne: estar en el duelo del difunto y facilitarle su entrada en el Más Allá.
El alma insiste en que él no puede tomar la decisión de morir sin resolver el problema de la supervivencia tras la muerte. Sin embargo, el hombre responde planteando dudas sólidas respecto a la naturaleza del lugar adonde presuntamente se va tras la muerte, incluso dudas a propósito de si existe una segunda vida. El alma responde con lógica que, si no existe nada tras la muerte ¿por qué atormentarse?.
Es en este momento del relato cuando se introduce un fragmento poético en el mismo que hace referencia a la tristeza del momento en el que el difunto es depositado en la tumba y a la vanidad e inutilidad de las prácticas funerarias, con toda su sombría grandeza.
La dialéctica puesta en marcha por el alma no hace cambiar las decisiones del desesperado. La gran sorpresa surge cuando el alma, cambiando su posición, concluye analizando el suicidio, y en cierto modo, coincidiendo con la opinión el desesperado, de modo que se nos revela que estábamos en presencia del individúo y de una especie de su otro’yo’, lo que Saint Faire Garnot llama en este caso la personificación de la consciencia.
Por esta vía, el tema de la controversia acaba centrándose como el relato de una lucha interior: el suicida enfrentado contra sí mismo. Este texto es, así pues, un testimonio sugerente de lo que podría haber sido el primer ejemplo conocido de la capacidad de la introspección en el ser humano.
Francisco J. Martín Valentín.
Egiptólogo
(Comunicación realizada en la reunión de bloggers del 13 de marzo de 2009)
Francisco J. Martín Valentín y Teresa Bedman
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Francisco J. Martín Valentín y Teresa Bedman
Francisco J. Martín Valentín es egiptólogo. Director del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto. Director de la Misión Arqueológica Española en Asasif, (Luxor Occidental Egipto), desarrollando actualmente el “Proyecto Visir Amen-Hotep. TA 28". Director de la Cátedra de Egiptología ‘José Ramón Mélida’. Teresa Bedman es egiptóloga. Gerente del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto. Co-directora de la Misión Arqueológica Española en Asasif, (Luxor Occidental Egipto), desarrollando actualmente el “Proyecto Visir Amen-Hotep. TA 28”. Secretaria de la Cátedra de Egiptología ‘José Ramón Mélida’.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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