Notas
Escribe Antonio Piñero
Foto: Gorgias de Leontino, el sofista consecuente. Ha llegado el momento de aplicar al subjetivismo textual que denunciamos en la postal dedicada a la nueva tendencia de la investigación del Nuevo Testamento. Pero en orine rugar una breve valoración de la aportación de Sócrates: su teoría del conocimiento (sólo conocemos a base de conceptos, formados por inducción; esos conceptos son universales; los tenemos todos y gracias a ellos podemos comunicarnos) es lo que hace a este filósofo, “aficionado” según él mismo, dar un paso de gigante en filosofía. Antes no se había formulado algo hoy tan evidente. Sobre esta base se fundamenta Platón, luego Aristóteles y más tarde toda la filosofía medieval y occidental…. En gran parte. El primer efecto de su teoría del conocimiento fue la destrucción de la base de las teorías de los sofistas. Si conocemos por conceptos universales, la base de todo es la razón compartida. El sofista había hecho perder la fe en la posibilidad de una verdad objetiva. Sócrates restaura esa fe. Esto significa también fundamentar la filosofía, por un lado, y cualquier tipo de conocimiento, sobre la universalidad de la razón, no sobre los sentidos o la percepción. El avance de Sócrates consiste, pues, en restaurar lo que antes de los sofistas era una mera creencia sin fundamento: que la verdad objetiva (en cuanto puede alcanzarse “para andar por casa”) y el bien ético eran lo mismo. Los sofistas con su doctrina de la única “verdad” subjetiva habían eliminado la base para esa creencia inaugurando una era de puro escepticismo, de crítica radical, y elevando al subjetivismo a norma universal, con lo que justificaron la ley del más fuerte. Sócrates vuelve a identificar el bien con la verdad, paro ahora sobre la base de la razón universal. Sócrates hace lo contrario de Aristófanes, el comediógrafo más famoso de Atenas. El viejo reaccionario, Aristófanes, al ver el peligro del pensamiento sofista, no encontró más solución que retirarse a los “gloriosos tiempos pasados, al tiempo de las tradiciones”, mientras que Sócrates aceptó la apuesta de los sofistas y fundamentó lo que ellos habían desbaratado sobre el fundamento sólido no de la tradición, sino de la razón. Los sofistas afirmaron el principio de que la verdad es mi verdad, y que nadie me la imponga desde fuera. Sócrates corrigió la idea afirmando que la verdad es mía, pero también de los demás, si se basa en la universalidad de la razón. Esta pugna sofistas-Sócrates es aplicable a la disputa hoy entre la razón y lo defensores de unas suprema fuente de conocimiento, la intuición personal. Ya sabemos que la verdad objetiva –en cuanto puede alcanzarse– no puede basarse nunca sobre la percepción. Pues bien, la intuición, como subjetiva que es, es una percepción suprasensorial y a veces instantánea, pero percepción al fin y al cabo. Como tal sólo vale para mí y no puedo compartirla con lo demás, y menos hacer de ello una verdad universal con la que los demás tengan que comulgar. Yo intuyo una cosa, pero el que está a mi lado intuye otra cosa opuesta. Aquí la razón está colocada bajo de la percepción suprasensorial. Ya no puede haber una norma de medida universal. Ya no hay verdad objetiva. Esta teoría llevada a sus consecuencias lógicas aboca al más rotundo escepticismo. Y aplicar la ley del más fuerte. Como pueda, impondré mi verdad aun por la fuerza. Y, ya en concreto, vemos una relativamente fácil aplicación a la ciencia histórica, y en concreto a los te los Evangelios, que son los que nos proporcionan un cierto conocimiento de Jesús de Nazaret. Primera propuesta: La idea del posmodernismo de que todo es relativo es un mito. No lo es, ya que hay conceptos universalmente compartidos. Naturalmente esto depende de a qué mundo nos refiramos. Partimos aquí del supuesto de que estamos hablando del mundo en el que nos movemos. No hablamos del mundo de las grandes magnitudes, galaxias, estrella, universo, etc. al que se aplica la teoría de la relatividad de Einstein. Ahí, dos conceptos esenciales para entendernos, espacio y tiempo, son relativos y dependen exactamente del observador (casi como dirían Protágoras o Gorgias, los dos sofistas que hemos mencionado en postales anteriores). Tampoco hablamos del ámbito de lo infinitamente pequeño, el de la física cuántica, de Max Planck, porque en la vida diaria no nos podemos mover en ese ámbito y nos es inalcanzable. Y ahí, en lo infinitamente pequeño, si aceptamos en el “Principio de indeterminación” de Heisenberg, que indicaba que al observar ese mundo, podemos distorsionarlo, no entenderlo bien, o sencillamente destruir la esencia de lo que estamos observando. Es evidente que el ámbito de la historia antigua, que es en el que nos movemos cuando estudiamos los Evangelios es el de la vida real y palpable. En la mera práctica… nada que ver con la física cuántica, ni con la teoría de la relatividad restringida o generalizada einsteniana. Si hemos quedado, estamos todos de acuerdo en lo que es un triángulo, ya no me está permitido llamar “triángulo” a cualquier figura geométrica, solo a una. Segunda propuesta: la idea de que el texto (un documento antiguo, por ejemplo) es totalmente autónomo y no depende de lo que pretendió el autor que lo escribió es un mito. El texto no es autónomo. En concreto en los Evangelios: cuando un autor evangélico, por ejemplo, Marcos, compone una parte de su evangelio, lo hace para transmitir al lector su punto de vista sobre un hecho o un dicho de Jesús de Nazaret, o una opinión que los demás vierten sobre él. Marcos escribe ese texto con una idea muy clara. Sería más o menos así “Yo, como autor, quiero que mi lector entienda este texto que he escrito, y que saque de él la idea que yo pretendo comunicar, no otra, la que él quiera”. “Mi Evangelio es en verdad un libro de propaganda / o expansión sobre cómo fue Jesús. Si un lector no entiende lo que he escrito, tal como yo quiero, he fracasado como escritor. Porque yo pretendo mostrar una imagen concreta de Jesús y no otra… la que le dé la gana al lector, sacando mi texto de quicio, es decir, del entorno, ámbito, mundo, cultura, etc. en el que lo he escrito”. Creo que queda claro: si al autor que llamamos Marcos le dijéramos: “El texto que tú escribes será entendido por el lector como le dé la gana; como él quiera, con sus propias ideas, fuera de la intención con la que tú lo has escrito”… le daría un síncope. Y de momento tomaría la decisión que si eso es así, diría: “Mejor, no escribo nada”. Consecuencia: si un texto antiguo no tiene autonomía, y si hay que entenderlo como el autor pretendió que fuera entendido por el primer lector que lo leyera en su tiempo… en el último tercio de lo que hoy llamamos siglo I, eso significa que el texto tiene un solo sentido y no varios (salvo que el autor pretenda expresamente que sea polisémico). E insisto: más tratándose de un libro que hace propaganda de una persona y de su obra, Jesús de Nazaret… que ha de ser entendido como quiere Marcos y no de cualquier otro modo. En esta línea, mi tercera y última propuesta /aclaración por hoy: el texto antiguo, en concreto el de Marcos, es entendible porque las palabras que él escribió en griego, cada una de las palabras significativas, son portadoras de un concepto “universal” que está en la mente de los lectores. Si las palabras, o la combinación de palabras formando sintagmas o frases, no tuviera un sentido fijo, sería como si –siguiendo el ejemplo que pusimos– escribo la palabra “triángulo” y cada lector entiende la figura geométrica que le venga en gana y no lo que hemos convenido implícitamente, a saber, que por “triangulo” entendamos solo una cosa. Eso no es posible, pues destruiría toda posibilidad de comunicación entre los humanos. Si solo creo en mi “verdad” sobre el significado de un texto antiguo, “apaga y vámonos”…: ¡imposible hacer historia! Por tanto, espero que quede claro en la aplicación a un texto antiguo: 1. El texto no es autónomo. Porta un significado y no otro; el que le dio el autor. El historiador debe averiguar qué es lo que entendía el primer lector que leyó el texto de Marcos, conforme a la intención del autor. 2. El texto es capaz de portar un significado porque las palabras, o combinación de palabras, significan una cosa, y solo una cosa, en la que hemos convenido los humanos. Un “triángulo” solo significa “triángulo” y no lo que a mí me parezca que significa. Las palabras o combinación de palabras equivalen –porque así lo hemos convenido los humanos en cada sistema lingüístico– a los “conceptos universales”. 3. El historiador tiene que buscar, qué pretendió el autor y cómo fue entendido su texto por el primer lector que leyó su texto. Estamos simplificando, naturalmente, pero es necesario para que queden las cosas claras. Seguiremos Saludos cordiales de Antonio Piñero NOTA: Aquí va un enlace a otra entrevista. Yo quedé especialmente contento sobre cómo salió. https://www.ivoox.com/jesus-historico-con-antonio-pinero-audios-mp3_rf_52231665_1.html
Jueves, 25 de Junio 2020
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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