Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Concluíamos la semana pasada con la idea de que Pablo, como Jesús de Nazaret, es un teólogo de la restauración de Israel, tema profético si lo hay, sobre todo entre los oráculos de profetas posteriores al exilio en Babilonia, pero tema al que Pablo añade unas precisiones y perspectivas nuevas e importantes, que aún no hemos precisado aquí. La incorporación de los gentiles a Israel es, pues, un tema antiguo. No sabemos con seguridad si el bautismo entre los judeocristianos –en el siglo I d.C.— era ya un uso común tomado del judaísmo corriente para mostrar la incorporación de gentiles a Israel, junto con, naturalmente, la circuncisión de los varones (= paso de gentil a prosélito). Pero lo que sí sabemos es que Pablo defendió entusiásticamente el bautismo como el sello que manifestaba que el judío normal o el gentil habían pasado a ser miembro del cuerpo (místico) del Mesías, una vez hecho el acto de fe en él como el mesías del Dios de Israel, y sabemos también que el Apóstol nunca se jactó de ser el primero que practicaba el bautismo como incorporación ( = injerto ; Rom 11,13ss) de los gentiles en Israel. Por tanto, para Pablo, quien se salva es Israel. De momento –dice Pablo en el mismo capítulo de Romanos— este Israel solo un “resto”, entre el que él mismo se contaba, pero al final el Israel entero, que se supone aceptará a Jesús como mesías, se salvará (Rom 11,26). Y Pablo añade: los gentiles injertados en Israel tienen –en lo que respecta la salvación-- exactamente el mismo estatus que los israelitas de nacimiento (¡ y esto sí que era novedoso!). De la lectura de Hechos 15, diríamos que la cuestión de esta igualdad cierta de estatus entre los creyentes en el Mesías había quedado resuelto. Pero no era así, por lo que cuenta Pablo en Gál 2,11-14 (el incidente entre él y Pedro en Antioquía): ¿tenían que sentarse a comer en mesas separadas los gentiles conversos a la fe en el mesías? Parecía que de ningún modo, según Pablo, puesto que en Cristo “ya no había judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer” (Gál 3,28). Pero otros mantenían lo contrario: la fe en el mesías no basta; los israelitas de nacimiento son superiores; los gentiles aun creyentes pueden estar en estado de impureza…, y como dice Pedro en Hechos: “10,28: Y les dijo: «Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse con un extranjero ni entrar en su casa; pero a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre.” Para fundamentar la igualdad entre judíos y gentiles, Pablo había expuesto en Rom 1,16, y en resumen en Rom 3,9, que los dos grupos en los que se divide la humanidad (para un judío), a saber, gentiles y judíos, estaban esclavizados por el Pecado. Por tanto, no había distinción ni derecho alguno a la jactancia por parte de nadie. Y Pablo tenía otro argumento: en esta situación de pecado general, quien quería ser salvado tenía que hacer un acto de fe en el Mesías. Con otras palabras: para apropiarse los efectos de salvación del evento de la cruz, es decir, el perdón de los pecados hasta ese momento, era necesario aceptar el designio divino de que así era por la cruz del Mesías, por sorprendente que esta idea fuese. Había que hacer un acto de fe en el mesías y en su cruz. Entonces, y solo entonces, tanto judíos como gentiles obtenían el perdón de los pecados, igualmente. Tampoco, pues, desde este punto de vista había motivo alguno para la jactancia. Pablo se opone al pensamiento de algunos judíos contemporáneos suyos: la situación de pecado no es una situación de continua tentación del Diablo, a la que se puede oponer el ser humano por sus propias fuerzas, aunque reciba la gracia divina si es humilde en aceptarla, sino un estado perpetuo –según Pablo-- de esclavitud de todo ser humano bajo el Pecado/Diablo, del que no puede salir aunque sea humilde. Y, insiste Pablo mil veces, la salida de ese estado de esclavitud es un acto de fe, tanto para judíos como para gentiles. La justificación es solo por la fe. Si lo que Dios pide al pecador es un “sí” propio de la fe, en teoría no hace falta en ese momento hacer ninguna otra obra de las que habla la Ley de Moisés para quedar justificado. Por eso dice Pablo una y otra vez: “La justificación es sólo por la fe y no por las obras”. Pero a la vez, una vez justificado, Pablo exige que el creyente en el mesías haga las obras que le exige la Ley como muestra de fidelidad posterior y consecuente con el acto de fe. El judío, que sigue siendo judío, tiene que seguir “haciendo” las obras de la Ley; y el gentil, que sigue siendo gentil, tiene que hacer las obras de la “ley del Mesías” (Gál 6,2), a saber, cumplir toda la ley natural = el Decálogo, más la moral que le dicta la nueva institución en la ha entrado, le iglesia o cuerpo místico del mesías. Por el contrario, si un judío (sobre todo) o un gentil no cae en la cuenta de que el haber pecado te hace esclavo del Pecado, y que por tus fuerzas no puedes salir de esta situación, y te crees que el pecado no es más que una mera tentación que cada uno puede resistir con buena voluntad, entonces llega a pensar que él mismo se justifica ante Dios haciendo las obras de la Ley y negándose a pecar. PERO, insiste Pablo, intelectualmente (y en esto demuestra que a la vez que judío él es profundamente griego) no es así. La justificación es solo por gracia y por un acto de fe (ayudado por Dios mismo a hacerlo) sin que medie en ese momento obra alguna = por tanto, judíos y gentiles son iguales ante Dios, pues todos pecaron. Y continúa Pablo: de esclavos del Pecado pasan a ser esclavos del Mesías (así dice de sí mismo el Apóstol, véase el comienzo de Romanos), gracias al acto de fe en Dios y en su mesías que muere en la cruz (justificación) y la confirmación de esa fe en el bautismo, o “sello”. Boccaccini sostiene que una parte del transfondo ideológico de la Epístola de Santiago (que no sabemos quién la escribió, pero que parece querer representar el pensamiento de la iglesia madre de Jerusalén) es considerar la situación de “estar bajo el pecado” como un “estado de tentación” y no un estado de verdadera esclavitud. Por ello, esa Epístola defiende que la justificación en sí no se logra solo por un acto de fe, sino por un acto de fe acompañado de “obras”. El autor no había logrado asimilar la fina distinción intelectual de Pablo entre justificación en sí (que dura un instante) y la fidelidad que pide y exige esa justificación, fidelidad que se muestra por las obras consecuentes según la ley del Moisés (judíos creyentes) o fidelidad a la ley del Mesías (gentiles creyentes). Por eso el autor de la Epístola de Santiago dice que “la fe sin obras está muerta” (St 2,19-26) sin hacer las debidas distinciones y oponiéndose al pensamiento paulino. Para el autor de la Epístola la justificación no es solo por gracia divina y por la fe impulsada por la gracia (es decir, obra de Dios solo), sino el producto de una sinergia, o colaboración, entre el ser humano y Dios. El sentido profundo de St 4,6-10 es este, aunque quizás no se capte a primera vista: “10 Humillaos ante el Señor y él os ensalzará. 11 No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres un cumplidor de la Ley, sino un juez. 12 Uno solo es el legislador y juez, que puede salvar o perder. En cambio tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo? 13 Ahora bien, vosotros los que decís: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad, pasaremos allí el año, negociaremos y ganaremos»; 14 vosotros que no sabéis qué será de vuestra vida el día de mañana... ¡Sois vapor que aparece un momento y después desaparece! 15 En lugar de decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello». 16 Pero ahora os jactáis en vuestra fanfarronería. Toda jactancia de este tipo es mala”. No es casualidad, por ello, que la Epístola de Santiago no mencione en ningún momento el evento de la cruz y no hable de él como la clave del perdón de los pecados. Al parecer (en realidad apenas estamos informados de la teología del judeocristianismo), los judíos creyentes en el mesías, como parece que pensaban algunos de la iglesia madre de Jerusalén, cuando hablaban del perdón de los pecados no se referían a la cruz de Cristo, sino al sistema de expiación de los pecados por el arrepentimiento, por los sacrificios del Templo y por la absolución divina del Día general del Perdón (el Yom Kippur). Y aunque el autor hable ciertamente de la “ley de la libertad”, expresión que parece paulina, no lo entiende como Pablo, sino como la libertad de obrar libremente la ley de Moisés como prerrequisito ineludible para la justificación. El que es humilde en situación de pecado lo es por su cuenta… por su propia voluntad; por ello Dios le ayudará después. Para Pablo no es así: primero es el acto de fe y luego la humildad y las buenas obras como consecuencia de ese acto de fe: St 1,25: En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz. St 2,12: Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la Ley de la libertad. Y como, para Pablo, la justificación es solo un acto de fe, dice en Gál 2,21: “No hago inútil la gracia de Dios, pues si por la Ley se obtuviera la justificación, entonces Cristo habría muerto en vano.” Esta disputa teológica en el pensamiento “cristiano” primitivo entre judíos creyentes en el mesías y otros judíos y gentiles paulinos, tendrá profundas implicaciones en la vida de la iglesia futura y en la paulatina separación del cristianismo paulino del judaísmo normativo, aunque Pablo ni por un momento se le ocurrió pensar que eso podría ocurrir…, no solo porque el fin del mundo era inmediato en su opinión, sino especialmente porque él no albergaba intención alguna de fundar ninguna religión nueva. Él solo pretendía vivir su judaísmo en el Mesías. Seguiremos Saludos cordiales Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 8 de Agosto 2014
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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