Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Aunque probablemente superfluo, el texto que sigue puede considerarse una suerte de comentario al texto de la tradición Zen que introdujimos la semana pasada en el blog ("Las puertas del infierno y las del paraíso"). “¿Hay realmente un paraíso y un infierno?” Una pregunta grave: la que inquiere acerca de un estado de plena felicidad o de total desdicha, que los hombres acostumbran a imaginarse en un futuro siempre demasiado lejano. El maestro no responde con un sí o un no, sino que inquiere a su vez la identidad de quien pregunta, para dar cumplida contestación a partir de la realidad misma. De este modo, quien pregunta comprobará súbitamente en su propio ser, en su propia experiencia, en su propia carne, cuál es la verdadera respuesta... y no podrá ya caberle duda alguna. Si se comprende esto, la secuencia de pregunta y respuesta/pregunta: -¿Hay realmente un paraíso y un infierno? -¿Quién eres? deja de aparecer como una disonancia y se revelan su armonía y su necesidad internas: responder cumplidamente a la pregunta exige ineludiblemente comenzar por deshacer las ilusiones de quien interroga, remitiendo la cuestión a la de su propia identidad. Quien interroga pasa ahora a ser interrogado. Y el hombre responde, sin dudarlo: ¡Un samurai! Sin embargo, semejante respuesta peca al mismo tiempo de simpleza -la armadura del guerrero ha debido de delatar ya su identidad al maestro- y de presunción. En efecto, en cuanto es sometido a prueba con algunas chanzas, se transparenta de inmediato la fragilidad del samurai: este -presuntamente una roca, un hombre liberado del miedo, una fortaleza viviente- se tambalea; una inmensa cólera se apodera de él, y se dispone a asesinar a un monje indefenso. Es en este momento cuando el maestro pronuncia las terribles palabras: ¡Aquí se abren las puertas del infierno! El infierno, cuyo solo pensamiento le parecía al samurai tan horrible -en todo caso lo bastante extraño, externo e increíble como para dudar de su existencia- lo está creando... él mismo. El infierno, que parecía algo futuro y lejano, se revela presente: irrumpe ya ahora, desde el momento en que un ser humano reacciona con ira a quien le interpela sin ella. El infierno, que se representaba míticamente como un lugar preciso, plagado de monstruos y fuego, despunta ya en un simple gesto, no menos rebosante de horror. El infierno, que concebía como un lugar en el que padecería él mismo, lo está creando ahora... para otro (pues el maestro se refiere a lo que él mismo, en ese instante, percibe). Ahí está el infierno: ciertamente en el corazón del samurai invadido por la ira que le ciega y no le deja comprender, mas también en la mente contristada del monje que contempla de frente el corazón ensombrecido del samurai. Ahí está el infierno: en ambos y en medio de ambos -en ese espacio que separa a dos seres-; no solo en la sangre casi derramada, en la cabeza a punto de rodar, en la violencia evidente; sino también, y ante todo, ya en la soberbia que prevalece, en la indefensión del monje, en el sinsentido de la ira, en el gesto inhóspito, en la ausencia de paz, en el aire inficionado e irrespirable que les separa. Ahí está el infierno. De que verdaderamente existe... ya no cabe dudar. Es esta una revelación dura, difícil de escuchar y de aceptar -quizás la más ardua de todas-: la de que el infierno está aquí, en todo su espanto; la de que uno no solo padece ese horror, sino que lo crea; la de que hay un vínculo esencial entre lo más horrible imaginable y uno mismo. Y es porque esa lección es tan difícil, por lo que el aprenderla llega a transformar el mundo. La reverencial inclinación del samurai no constituye para él -a no ser durante un instante infinitesimal, imperceptible- una humillación; lejos de ello, el samurai se eleva en ese momento por encima de sí mismo -de esa identidad de armadura y fuerza aparente que al cabo se revelaba tan frágil como una cáscara de huevo-, y en el momento en que se inclina es más que un samurai, quizás también más que un hombre. Al reconocer en el monje a un superior ante quien ha de rebajarse, él mismo se eleva, y hasta alturas insospechadas. Por ello, la exclamación del monje completa la enseñanza, mas al mismo tiempo expresándola de un modo que -por así decirlo- hace desvanecerse su superioridad como maestro y dador de una lección; sus palabras “Ahora se abren las puertas del paraíso” constatan que el propio samurai ha transfigurado el mundo con su gesto. El paraíso, que se imaginaba como algo futuro y lejano, se revela presente: se crea ya ahora, desde el momento en que un ser humano es capaz de reírse de su propia jactancia y de dejar espacio para el respeto que el otro merece. El paraíso, que se representaba míticamente como un lugar y un tiempo reservados a un incierto porvenir, despunta ya en un simple gesto, no menos rebosante de paz que aquel que el samurai seguramente habrá anhelado en sus sueños. El paraíso, que concebía como un lugar en el que disfrutar él mismo, lo está creando gentilmente... para otro. Por esta razón, las palabras del maestro constituyen una celebración: a través de ellas festeja no solo ni principalmente su vida recuperada -¿acaso podría tener el maestro miedo a la muerte?-, sino también la vida del samurai, que ha encontrado y dado respuestas, que ha regalado vida (y que es, por ello, más rico). Y, ante todo, las palabras del maestro celebran -con un gozo tanto más genuino cuanto que no tiene necesidad de falsas alharacas- el hecho de que el aire vuelve a ser limpio y respirable, de que el espacio que media entre uno y otro es desde ahora hospitalario. Ahí está el paraíso: en el corazón sereno y reconocido del samurai, en la mente serena y reconocida del monje; en el espíritu de dos seres que se han encontrado, que han visto abrirse ante ellos las puertas del infierno y que -juntos- han logrado cerrarlas definitivamente antes de seguir cada cual su camino. Ahí está el paraíso: en ambos y en medio de ambos. Tampoco cabe ya dudar de que verdaderamente existe. Saludos cordiales de Fernando Bermejo AVISO PARA LOS QUE ESTÉN EN MADRID... y les apetezca: Mañana viernes, 3 de junio 2011, de 18,00 a 21,00 horas estaré en la Feria del libro de MADRID, CASETA 122 para firmar libros míos, o charlar, con el que lo desee. Saludos cordiales, Antonio Piñero
Jueves, 2 de Junio 2011
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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