CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Escribe Antonio Piñero



Pregunta.:


Por favor quisiera que me dé su opinion sobre lo siguiente: estoy leyendo tratado de ateologia de micheol onfray, filosofo frances, en donde se argumenta que pablo y no jesus, fue quien predico el odio al cuerpo y la sexualidad y alabo la castidad, Dice el autor que pablo posiblemente sufrio de impotencia y otros transtornos y que esa neurosis la quizo contagiar con los demas¿ que piensa ud?


Respuesta:


Michel Onfray ha escrito un libro muy malo, pro con un buen título y está apoyado por un tremendo aparato mediático, especialmente en Francia, que él mismo ha sabido montarse.

Lo critico duramente en el libro conjunto, que edité con otros colegas, titulado ¿Existió Jesús realmente el Jesús de la historia a debate, Edit. Raíces, Madrid 2010. Le resumo:


Uno de los autores que será tratado en los capítulos siguientes (cap. 3) es Michel Onfray, cuya obra Traité d’athéologie (Éditions Grasset & Fasquelle, Paris 2205), fue traducida rápidamente al español al año siguiente…, y en ese mismo año vieron la luz cuatro reimpresiones seguidas: Tratado de ateología. Traducción de Luz Freire, Editorial Anagrama, Barcelona, 2006, 249 pp.

Nos parece importante presentar al lector, en el umbral mismo de la obra presente, el esqueleto argumental de esta postura que sostiene como trasfondo cualesquiera otros argumentos. De la mano de M. Onfray podemos resumir el esquema intelectual1 que sustenta esta tesis mitista. Es en líneas generales el siguiente:

• La existencia de Jesús no puede verificarse históricamente, es decir, con los métodos críticos empleados por los profesionales del estudio de la historia.

• Para la posibilidad de la creación de este mito es preciso tener en cuenta las circunstancias sociales, políticas y religiosas del Israel del siglo I d.C. y su entorno.

• En la época y lugar en la que comienza a difundirse su existencia, mitad del siglo I, Palestina, existía entre los judíos piadosos, la inmensa mayoría del pueblo, un ambiente exaltadamente religioso que anhelaba la liberación nacional del país del yugo de los romanos.

• Esta ansia de liberación hizo que desde la muerte de Herodes el Grande (4 a.C.) hasta el estallido de la Primera gran revolución contra el poder de Roma (66 d.C.) hubiera casi una decena de personajes de tinte más o menos mesiánicos, que prometían de uno u otro modo la liberación de Israel del yugo extranjero y una vida conforme a la Ley: «profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis» (Onfray, 130).

• La historia de uno de ellos, llamado Teudas, que se creía Josué (una transcripción en griego del nombre de Jesús que significa «Dios salva») pudo ser el origen remoto del personaje Jesús de Nazaret.

• El primero en propalar el sentimiento religioso en torno al recuerdo de este personaje, «rebautizado» como Jesús, fue Pablo de Tarso, quien hizo de él un personaje, no real, sino intelectual, un constructum auténtico, al que vistió de carne y hueso y proveyó de ideas. Pablo no había visto jamás al personaje, pero encarnó en él su «delirio religioso histérico» (p. 142).

• La religión paulina, centrada en un Jesús mesías imaginario construye el mito de éste, en sus cartas, con un trasfondo de «odio a sí mismo, al mundo, a las mujeres, a la libertad… y a la inteligencia» (p. 149).

• Propiamente, el constructor intelectual de Jesús de Nazaret fue el evangelista Marcos, el primero que creo conscientemente una «biografía» fingida del personaje. En el personaje Jesús, Marcos materializó con mucha mayor concreción que Pablo la histeria religiosa de la época. «Jesús materializa las energías difusas y dispares malgastadas contra la mecánica imperial de la época», es decir, «concentra en su nombre la aspiración mesiánica» de su tempo (pp. 132-3).

• Para ello, Marcos toma como modelos literarios noticias fantásticas que en su época circulaban sobre Pitágoras, Sócrates y otros (pp. 134-135). • Una vez propaladas estas historias en torno a un personaje inexistente, una mera construcción intelectual, gracias al poder performativo del lenguaje —«Cómo construir cosas con palabras», como reza el descriptivo título de la conocida obra de John Austin— el Jesús inventado va tomando cuerpo real. «El poder del lenguaje, al afirmar, crea lo que enuncia».

• A Marcos siguen el resto de los autores del Nuevo Testamento. ¿Son conscientes estos escritores de que están creando un mito? «No lo creo» —responde Onfray, 137—. Ni consciente, ni voluntaria ni deliberada. Marcos, Mateo, Juan y Lucas no nos engañan a sabiendas. Pablo tampoco. Se engañan a sí mismos, pues afirman que es verdadero lo que afirman. Ninguno de ellos conoció a Jesús en persona, pero los cuatro (los cinco, en verdad) adjudican una existencia real a la ficción» (p. 137).

• Una vez creada la obra de propaganda, la «construcción completa del mito se lleva a cabo durante varios siglos por medio de plumas diversas y múltiples» (p. 138) y puede ser asimilada a la construcción de leyendas en torno a Mitra, Hércules, Dioniso, etc. Pero el historiador, o el hombre culto de hoy, puede caer en la cuenta de la impostura y llegar a conocer la realidad —es decir, la no existencia histórica de Jesús— porque las historias evangélicas están llenas de contradicciones e inverosimilitudes (pp. 138-141).


Y la crítica del Prof. Jaime Alvar en este libro --¿Existió Jesús..?-- se resume en lo que sigue:


Las críticas y los ataques a las religiones o a los monoteísmos no pueden confundirse con la teoría negadora de la existencia de Dios. Y esto es lo que hace Onfray, creyendo que la mera crítica de la religión supone ya demostrar la no existencia de Dios. Desde un punto de vista formal creo que Onfray ha errado su disparo. Acierto total, al parecer, desde el punto de vista comercial.

Respecto a la existencia histórica de Jesús, Onfray no es en absoluto innovador. No hay ninguna aportación sustantiva procedente de su pluma. Es más, una aparente negación de la historicidad se suaviza frecuentemente con aseveraciones que permiten albergar la duda, como si él mismo no estuviera plenamente convencido de la eficacia de los argumentos negatorios, o como si a fin de cuentas cupiera asimismo la posibilidad de que el personaje hubiera existido.


Lleva razón cuando, en esa línea dubitativa, afirma que en el fondo da igual, que lo importante es la construcción originada a partir de su mitificación, proceda ésta de un personaje real divinizado o sea mera especulación a partir de un personaje conceptual.

La refutación de Onfray ha tenido interesantes aportaciones, como la de Irène Fernandez, o la de Matthieu Balsamero, respuestas que recuerdan a la que Conybeare escribió contra Smith,Robertson y Drews y que mencionamos al principio. Sin embargo, la mayor parte de las críticas pretenden rechazar el planteamiento por la forma dura con la que se presenta; como si la mayor preocupación del pensamiento pequeño burgués fueran las maneras y no el fondo, un ataque furibundo contra las religiones. Por mi parte confirmo aquí lo que he escrito en otra parte: Me ha interesado, en otro orden de cosas, el apartado correspondiente al título «Construir fuera de la historia» (pp. 136ss).

El análisis de la construcción de la figura de Jesús es un tema apasionante; sin embargo, afrontarlo con la densidad que requiere obliga a acceder a lecturas que han pasado completamente inadvertidas a Onfray, quien por el contrario se permite el lujo de afirmar que los historiadores apenas se han interesado por elucidar la historicidad de la Biblia. ¡Qué fácil es difamar impunemente!


En líneas generales, el proceso de la mitificación de la figura de Cristo está bien trabado, pero hubiera sido deseable que se atendiera a la tradición literaria en la que se enmarcan los Evangelios, para de ese modo incidir mucho más intensamente en la confección del mito. Bowersock, cuya importante obra es desconocida por Onfray, ha desvelado la conexión de los Evangelios con la tradición de los mirabilia, lo que los griegos denominaban peri thaumasion akousmata,es decir, «acerca de las cosas escuchadas dignas de admiración».

Ese género se desarrolla imparablemente desde la época de Alejandro,cuya propia figura experimenta un proceso de deificación modélico para cuantos seguidores surgieron con posterioridad en toda la cuenca mediterránea. Esta sensación de que no hay profundidad en ninguno de los asuntos tratados planea en la totalidad del libro. Y lo mismo ocurre con los comentarios chistosos que divierten al lector, pero que no dan densidad al contenido, como la denominación de Jesús «vedette universal» (p. 139), incluida en el apartado «Una sarta de contradicciones» (p. 138ss) en el que la pluma se deja llevar sin rigor crítico hasta asuntos irrelevantes, como el lugar en el que se le puso a Cristo el epígrafe con el título «Rey de los judíos» o por qué un evangelio menciona y los otros no, la ayuda prestada por Simón de Cirene, o cómo es posible que no se mencione un intérprete entre Jesús y Poncio Pilato —al margen de la inverosimilitud de que un gobernador romano reciba personalmente a un presunto delincuente judío—, por no mencionar otros tantos ejemplos. Son cuestiones evidentemente ajenas a un verdadero tratado de ateología, aunque se empleen como recursos literarios para garantizarse un eco inmediato. Hubiera sido más afortunado un planteamiento desde la perspectiva de las inconsistencias, como nos ha enseñado Versnel con su excelente magisterio.


Puestos a trabajar sobre la composición de los Evangelios, hubiera sido más útil aprovechar la abundantísima literatura neotestamentaria concerniente al problema y hacer un seguimiento de la propia construcción de los textos canónicos asumidos por la Iglesia y las razones de los rechazos, en lugar de conformarse con unos comentarios bastante superficiales que desacreditan otras partes aparentemente mejor trabadas.


La tarea restante requeriría reemprender el camino del debate sobre la hipótesis mitista, y queda fuera de lugar volver a empezar este largo recorrido que de forma sucinta aquí he esbozado prestando especial atención a los autores encomendados. ¿Cuántas veces regresaremos al burladero de la demostración de la existencia o inexistencia de Dios a través de la razón? Sin lugar a dudas, la función docente obliga a repetir el camino cuantas veces sea necesario, aún a sabiendas de que no se puede ofrecer luz al ciego voluntario.


Otro día responderé a su pregunta sobre Pablo y las mujeres


Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Sábado, 2 de Mayo 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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