Notas
Escribe Antonio Piñero
Como prometí, acometo hoy la breve reseña del primer capítulo del libro de Rodney Stark, “Falso testimonio. Denuncia de siglos de historia anticatólica” Sal Terrae, de 2017. Este primer capítulo es una buena muestra del modo de presentar la cuestión y de resolverla por parte del autor. Comienza el texto exponiendo, modo de cita cuidadosa de autores modernos, como la conocida teóloga feminista Rosemay Ruether, quien afirma, tan tranquila, que el origen del antisemitismo hay que achacarlo a la Iglesia cristiana y en especial a la católica. Me parece insólita personalmente la ignorancia, o mala fe de esta señora, puesto que una breve ojeada a la historia demuestra lo contrario. El antisemitismo es tan antiguo en Occidente como el Antiguo Testamento mismo, donde basta con ojear a los profetas para ver las durísimas críticas que vierten contra Israel. Se dice que fue el rey Ajab / Acab de Israel el Reino del Norte, por el siglo IX (hacia 873-850 a. C.), quien calificó al profeta Elías como “el azote de Israel” (1 Re 18,17), que ha sido tomado in malam partem por ciertos judíos modernos (creo que fue Noam Chomsky). Segundo, y si no recuerdo mal, el sacerdote egipcio Manetón, hacia el 260 a. C. escribió un verdadero libelo antijudío dentro de su “Historia de Egipto”. Esa tendencia antijudía siguió luego entre autores griegos y romanos, como puede comprobarse en el artículo “antisemitismo” de cualquiera buena enciclopedia (Cicerón, Séneca y Tácito son excelente muestra de ello; y por parte de los griegos Diodoro Sículo, Estrabón y Apión son célebres personajes antijudíos). En el 139 a. C. los judíos fueron expulsados de Roma porque sus usos y costumbres contaminaban las romanas. Así que achacar el antijudaísmo a la Iglesia Católica naciente y al Nuevo Testamento es pura ignorancia Sí es cierto que en el Nuevo Testamento, sobre todo en los Evangelios de Mateo y de Juan, hay duras recriminaciones contra los judíos. Véase si no Mt 27,23-25 (“Pero ¿qué mal ha hecho Jesús?», preguntó Pilato. Mas ellos seguían gritando con más fuerza: «¡Sea crucificado!». Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis». Y todo el pueblo respondió: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Y en el Evangelio de Juan, para el autor y para Jesús mismo (como si el autor no lo fuere), son “los judíos” los causantes de todos los males que caerán sobre Jesús y culminarán en su injusta muerte. Es cierto… Pero era una época en la que facciones judeocristianas y judías normativas luchaban entre sí por conservar vivos sus grupos respectivos. “No pueden leerse (tales manifestaciones antijudías) anacrónicamente como pronunciamientos de una mayoría cristiana cruel y abusiva” (p. 29). Fue un conflicto religioso ambivalente Simplemente recordemos que Pablo de Tarso se confiesa perseguidor acérrimo de judeocristianos tanto en Gálatas 1,13 como en Filipenses 3,6 (recogido en 1 Timoteo 1,13) Tenemos información de ataques y denigraciones verbales de judeocristianos –que en aquellos momentos eran expulsados violentamente de la sinagogas, acusados de diteísmo y otras “herejías”– contra judíos, como al revés…, con la diferencia de que los judeocristianos eran muy pocos (unos 8.000 en torno al año 100, según cálculos muy fehacientes) y los judíos podían ser en torno a los siete millones, de los cuales cerca de un millón vivió en suelo israelita hasta la catástrofe del 135 d. C.: la derrota segunda contra la Roma de Adriano. Por tanto, eran más frecuentes los ataques de judíos a cristianos que al revés. Otra cosa cierta, y que no se tiene en cuenta, es que –salvo algún pogromo, precisamente en Baleares en el siglo IV, del que no estamos bien informados– desde el año 500 hasta el 1096 transcurrieron más de cinco siglos de paz entre judíos y cristianos…, pues no se tienen informaciones de ataques serios contra los judíos por parte de cristianos. Y por otro lado, en esa época es cuando se componen los Talmudes de Babilonia y de Jerusalén. Examínense las obras de Peter Schäfer (“Judeophobia: Attitudes towards the Jews in the Ancient World”, y “Jesus in the Talmud”, de 1997 y 2007 respectivamente, recogidas en Stark, 32). Y sin ir más lejos visítese mis postales en el Blog con el título “Jesús en el Talmud”: diez entregas, que van desde finales de noviembre hasta mediados de diciembre del 2007, donde comento la obra de Robert Travers Herford, “Christianity in Talmud and Midrash” (“Cristianismo en el Talmud y Midrash”), Londres 1903, cuya primera parte examina hasta la mínima alusión al personaje que nos interesa –Jesús, y también del cristianismo– recogida en ese corpus de textos que compendian el rabinismo de los primeros siglos. La idea normal entre las gentes hasta hoy es que a partir de la conquista de los árabes del norte de África y de una buena parte de la Península Ibérica, la convivencia entre judíos y musulmanes en las tierras conquistadas a los cristianos fue ejemplar y maravillosa. R. Stark se encarga de demuestra que no fue así. Y pone como ejemplo máximo y clamoroso el estado de opresión que vivió la familia de Maimónides en Córdoba, y cómo tuvo que fingir ser musulmana para salvar la vida… y cómo finalmente hubo de huir a Egipto. Es falso rotundamente el que los judíos vivieran bajo crueldades en la Hispania cristiana, y entre delicias y en una suerte de paraíso entre los musulmanes de la Península (pp. 40-41). El tolerante Islam es una pura ficción. Sí es totalmente cierto que hacia 1096 cambió totalmente el panorama. La iglesia cristiana de entonces se mostró mucho más antijudía, muy activa a veces en la crítica y persecución de los judíos…, pero a menudo no por ser judíos estrictamente, sino por considerarlos como una suerte de “herejes” que pertenecían al mismo seno del judeocristianismo. Y téngase en cuenta que en esa época las persecuciones más crueles de la Iglesia oficial no fueron antijudías, sino contra cátaros o albigenses, fraticelli, valdenses y otros (p. 42), todos herejes cristianos. A partir de 1096 sí encontramos furiosos ataques antijudíos sobre todo en tierras de Alemania y en Chequia; y durante la segunda cruzada (1146-1149) de nuevo en Alemania y en Francia… nunca en Italia ni en España. Debe decirse que el fanático monje Rudulfo, que promovía tumultos antijudíos, fue frenado en seco por la intervención de san Bernardo y por Pedro, el abad de Cluny (Stark 37). La iglesia, pues intervino en contra. Durante la terrible Peste Negra de 1347–1350 se acusó a lo musulmanes de España de haber envenenado secretamente fuentes y pozos, causantes, pues, de la terrible epidemia, y fuera de España se acusó de lo mismo a los judíos, con el resultado de matanzas en Alemania, una vez más. Fue en estos momentos cuando en Europa se comenzó a obligar a los judíos a vivir en zonas aisladas (guetos, del italiano borghetto, distrito pequeño). En este caso, la Iglesia adoptó una postura que para muchos historiadores es ambivalente, pero en líneas generales esa misma Iglesia “actuó de muro defensivo en favor de los judíos de Europa” (p. 39) . Escribió T. Katz, prestigioso historiador judío, director del Centro Elie Wiesel de Boston: “Aunque durante quince siglos de historia, el cristianismo pudo haber destruido el segmento del pueblo judío sobre el que tenía dominio, optó por no hacerlo …, porque la eliminación física de la judería no fue nunca en ninguna época la política oficial de ninguna Iglesia ni de ningún estado cristiano” (p. 43). La causa fue, según Stark, la creencia cristiana –basada en Pablo (ciertamente así y de modo contundente en Romanos 11,25-32)– fue siempre la creencia en que Dios había dispuesto (Romanos 15,29) que al menos al final de los tiempos los judíos se convertirían al Mesías y se salvarían. Este capítulo del libro de Stark termina con un detenido análisis del comportamiento de Pío XII respecto a Adolf Hitler y el Holocausto, y cómo muchas manos interesadas, fundamentalmente anticatólicas, como la obra teatral “El Vicario” de Rolf Hochhutz, de la extrema izquierda alemana, presentan una imagen muy negativa de un Pío XII, como mínimo no interesado por lo que ocurría con el Holocausto. Pero Pío XII, que nunca se encontró con Hitler como se afirmado, abandonó Alemania en 1929… cuatro años antes de que Hitler llegara al poder. Stark analiza otras obras que critican el antijudaísmo católico, como las de de John Cornwell 1999, James Carroll. Gary Wills, Daniel J. Goldhagen, Michael Phayer y David Ketzer (de apellidos claramente judíos) que son “airados refritos de los mismos materiales elaborados de manera escasamente científica” (p. 49). A este respecto me parecen muy interesantes la noticias sacadas del New York Times desde 1939 a 1942 (p. 50) que sitúan en su verdadero sitio la postura pro judía del papa Pío XII. En fin, un capítulo interesante que saca a la luz muchas falsas ideas sobre el antisemitismo de la Iglesia cristiana y que conviene tener muy en cuenta. Merece la pena citar la breve conclusión de Stark a este capítulo: (p. 51): “Es sin duda verdad que, durante siglos, la Iglesia católica (sic; debería escribir “la Iglesia cristiana” matizando los siglos) toleró un feo abanico de creencias antisemitas y participó en diversas formas de discriminación contra los judíos, como harán más tarde los protestantes cuando entraron en escena. Este hecho desagradable otorga visos de credibilidad a las acusaciones según la cuales también la Iglesia habría estado profundamente implicada en los pogromos que se iniciaron en la Edad Media y culminaron en el Holocausto. Sin embargo, muchas cosas que son creíbles no son verdad, y en este caso no lo es. La Iglesia católica posee un amplio y honroso historial de vigorosa oposición a los ataques contra los judíos. Y el papa Pío XII supo estar a la altura de esa tradición”. Muy buen capítulo. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.ciudadanojesus.com
Miércoles, 29 de Noviembre 2017
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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