La caracterización de las religiones agrícolas es una herramienta muy importante para comprender el cristianismo tanto en origen como a lo largo de su expansión y desarrollo teológico y ritual. Pese a estar cubiertos por su teología filosofizada, los cimientos agrícolas del cristianismo están a nuestro alcance.
He aquí un resumen de esas peculiaridades para el que sigo el estudio de F. Diez de Velasco, Introducción a la Historia de las Religiones. Hombres, ritos, Dioses, publicado por Trotta, páginas 119-130.
1. El tiempo adquiere una importancia decisiva, pues el medio fundamental de vida, la agricultura, se produce al dictado de las estaciones. El conocimiento preciso de todo el ciclo estacional se convierte en el patrón de los acontecimientos más importantes, la siembra y la cosecha. También son decisivos el estudio de las fases de la luna y el sol. Asimismo, los elementos naturales son comprendidos desde una óptica económica, pues han de llevar a la recolección de cada uno de los productos en el momento justo para el hombre. Se alcanza así la idea de “gestión” que presidirá la relación de los hombres con las fuerzas climáticas y terrestres transmutadas en uno o múltiples dioses o seres suprahumanos.
2. El control del tiempo recae sobre especialistas de lo sagrado que, por medio de conocimientos más o menos reales, se convierten en administradores de los momentos de la comunidad y garantes de la continuidad de las cosas.
3. La tierra se convierte en la madre de toda la vida, se asimila a la mujer por la gestación de los frutos, la fertilidad, el proceso misterioso que se desarrolla en ella. El cielo, por su parte, es asociado normalmente con el elemento masculino de la reproducción. Junto a estos dos elementos, los pueblos agrícolas prestan grandísima atención a la lluvia y, en general, al agua, que se convierte en el símbolo más común de toda vida. Son muy importantes los manantiales, especialmente los surgidos en o junto a grutas, y, de hecho, comúnmente están administrados o protegidos por seres de carácter favorable a los hombres.
4. La sociedad agrícola ya no considera todo el mundo como su posesión, sino que se centra en el territorio que gestiona, lo cual origina los más fuertes sentimientos de territorialidad, mayores que en las sociedades de cazadores recolectores. El territorio es definido no sólo por accidentes orográficos, sino por caminos, encrucijadas, hechos reales o ficticios de relevancia para la comunidad. Este territorio es poseído o controlado, además de domesticado, por procesiones y santuarios. Al mismo tiempo, el espacio dominado se convierte en mundo humano frente al mundo salvaje en el que habita lo misterioso, peligroso, desconocido.
5. El trabajo y el tiempo son reunidos en forma de fiestas que vertebran la existencia de la comunidad. Pero, de la misma forma, trabajos que demuestren superar lo meramente agropecuario serán tenidos como especiales, y los productos derivados de ellos, marcarán diferencias de clase.
6. Los frutos del trabajo agrícola son convertidos en dioses: del cereal, del vino, etc. Estas divinidades pueden nacer y morir cada año; en otras ocasiones sufren transformaciones que simbolizan la manipulación humana de lo natural. Por otra parte, las semillas y frutos pueden ser asimilados a los muertos del grupo, que, de esta forma, se convierten en una suerte de protectores de la comunidad.
7. Las fiestas comunitarias son muy importantes en estas sociedades, pues en ellas se redistribuyen excedentes alimenticios y se disfruta de un periodo de relativa igualdad social, aunque no todos los casos son iguales. El sacrificio es el símbolo de unión entre los hombres y entre ellos y los dioses.
8. Un último rasgo de las religiones agrícolas es el desarrollo paulatino, según la complejidad alcanzada, de un cuerpo de especialistas en lo sagrado. Este cuerpo puede dirigirse hacia una de estas dos tendencias: sacerdocios comunitarios, en los que algunos miembros del grupo llevan a cabo las funciones sacerdotales a tiempo parcial; sacerdocios “eclesiásticos”, para los que es necesario dedicar toda la vida a tal empeño y requiere una cualificación por parte de lo que podríamos denominar colegio sacerdotal.