Bitácora
El general Francisco Morales Bermúdez murió a los 100 años en el Perú y sólo se le ha recordado por un tema, delicado, por cierto. Sin embargo, es posible que los historiadores hagan un balance más equilibrado de su gestión, pues fue un dictador atípico: promovió una transición impecable a la democracia y evitó por dos veces una guerra con Chile, que se habría expandido a gran parte de la región.
El centenario exdictador peruano Francisco Morales Bermúdez (FMB) ha muerto y lo primero que se recuerda en los medios es su condena en Italia, como colaborador de la “Operación Cóndor”. Como chileno eso me complica. Prefiero creer en su alegada inocencia o prever que los historiadores destacarán otros temas. Por ejemplo, que su “dictablanda” -así la definía él mismo-, rescató a los militares de su adicción al ejercicio directo del poder político, que dispuso el retorno de los exiliados por el general Juan Velasco Alvarado, que promovió una Constitución Política de amplio consenso, que inició una transición democrática impecable en un contexto complejísimo y que se retiró sin ningún alto cargo asegurado. En la revista Caretas, donde yo trabajaba, saludamos con respeto su salida del poder.
En lo más personal, añado un recuerdo agradecido: gracias a FMB mantuvimos por dos veces la paz entre chilenos y peruanos. La primera, cuando astutamente archivó un proyecto belicista del general Juan Velasco Alvarado. La otra cuando, pese a la presión de generales y almirantes argentinos, se negó a coprotagonizar una guerra contra Chile por las islas del Beagle.
En el contexto del segundo caso, la policía peruana ordenó salir del Perú a muchos chilenos (yo, entre ellos). Ahí tuve claro que había divisiones duras en el gobierno y que un mínimo entusiasmo guerrero de FMB habría colocado a Chile ante la temida hipótesis de un conflicto vecinal en todos los frentes. Pero, notablemente, los analistas globales sólo han mirado hacia el Vaticano, ignorando que la mediación papal se amarró con tres alambritos: la neutralidad del Perú sostenida por FMB, el temor a que la injerencia de Fidel Castro expandiera el conflicto a nivel región y el tiempo que esto dio a Jimmy Carter, desde los EE. UU y a Carlos Andrés Pérez, desde Venezuela, tiempo para concertarse y pedir a Juan Pablo II que interviniera.
Por lo dicho, en 2001 me pareció fascinante poder entrevistar a FMB para mi libro Chile Perú: el siglo que vivimos en peligro.
DIÁLOGO SIN EXCLUSIONES
A los 81 años, el hombre se mantenía en excelente estado físico e intelectual y con su vozarrón asordinado, tan fácil de imitar. Como para llegar a su casa sanisidrina debí pasar frente al flamante monumento a Bernardo O’Higgins, en la avenida Javier Prado, partí con el tema del “prócer común, pero aquí bien olvidado, general”.
FMB quiso ignorar mi banderilla, pero luego explicó que ese bajo perfil fue un gaje de la guerra del Pacífico. “Quedó una aversión natural en un país que fue invadido”. Tras decirle que eso fue hace más de un siglo e invocar el paradigma europeo, asumió la necesidad de terminar con los recelos mutuos y ensayar una integración realista: “México está muy conectado a Norteamérica, Centroamérica y el Caribe tienen una característica geopolítica muy particular, lo que tenemos que mirar, ahora, es la integración sudamericana”. Retruqué diciéndole que el motor de esa integración podían ser nuestros dos países y eso lo llevó a plantear el tema de la confianza mutua. Sus bases, dijo, “no sólo dependen de la diplomacia, los jefes de Estado y los cancilleres (…) creo que incrementar la relación entre las Fuerzas Armadas del Perú y de Chile va a ayudar muchísimo.” Ejemplificando, añadió que durante su gobierno hubo oficiales peruanos en la Escuela de Equitación de Chile y oficiales de Chile en el Instituto Cartográfico Geodésico del Perú.
En esa línea de diálogo tocamos los dos grandes momentos de tensión prebélica, antes mencionados. Por su interés histórico, extracto las partes pertinentes.
JRE. Un momento fue en 1974-75 y el otro en 1979. En el primero estaba en el gobierno Velasco Alvarado y parece que el riesgo fue grave.
FMB. Mucha fábula ha habido sobre eso. Yo se le digo en forma absolutamente garantizada por mi comportamiento político. Y es bueno que mencione los dos momentos. Se lo explico: durante el período del gobierno del general Velasco y en gran parte del mío, se produce lo que llamamos un reequipamiento de las Fuerzas Armadas y una vitalización de la parte sur, en materia de estructura militar. Si nosotros comparamos lo que teníamos en el norte, resulta que el sur estaba desmantelado. Nuestro equilibrio estratégico se había roto. Los gobiernos anteriores poco se habían preocupado de tener una fuerza armada equilibrada, en relación a lo que significaba la región. Se hizo un plan de equipamiento y, por otro lado, entramos a un proceso de ordenamiento metodológico y presupuestal en el Ejército.
(Agrega que entonces, como jefe del Estado Mayor, se planteó “por qué razón el Perú sólo hace maniobras en el norte” y por primera vez su Ejército dispuso una maniobra conjunta en el sur, en 1975).
JRE. En Chile se temió una invasión
FMB. Yo sé. Como hubo movimiento de blindados hasta muy cerca de la frontera, se temió que podía ser una acción militar de invasión. Y eso no ocurrió en ningún momento. Por otro lado, se dijo que había en la época de Velasco –y eso va en contra mía- un plan de guerra para atacar a Chile y reconquistar el territorio perdido y esa es la falsedad más grande. Nunca hubo un plan de acción militar ofensiva contra Chile.
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¿Usted recuerda a Fujimori cuando dijo que el Perú se había armado para hacer la guerra a Chile el año 75?
Un disparate total, pues.
¿De dónde sacó eso Fujimori?
¿Qué de dónde lo sacó? ...de sus propias mentiras, pues. ¿Usted sabe que ha dicho estos días que yo soy millonario, que tengo diecisiete millones de dólares en el extranjero?... ¡esas son las mentiras de Fujimori!
(La mención al expresidente -prófugo a la sazón- lo irrita. Tras una pausa, le pregunto si se alzó contra Velasco porque no quería esa guerra con Chile y FMB lo niega rotundo).
¿Cuál fue, entonces, el motivo para desalojarlo?
La cosa interna, naturalmente.
¿La enfermedad de Velasco?
Claro, no había gobierno por la enfermedad. Por prescripción médica iba a palacio dos o tres veces a la semana y cuando iba tenía que retirarse a las cuatro de la tarde. (El general) Mercado debió intervenir porque tenía la responsabilidad, pero no lo hizo. Yo veía que la conducción económica se venía abajo y la política económica había consistido, prácticamente, en estatizar. Se llegó a un límite de estatización, la economía comenzó a sufrir y vino un problema muy serio, que fue la subida de precio del petróleo. Se produjo un desbalance de la balanza de pagos. Entonces yo tenía dos problemas: el primero, que no había una conducción política y yo en esos momentos ya era el Primer Ministro y comandante del Ejército. Después de Velasco era yo y entonces me dije, según el estatuto militar, si Velasco está enfermo el que le sigue soy yo, en consecuencia yo soy responsable de esto. Por esa razón, el golpe de Estado fue para enmendar la situación política y económica del país. Esa fue la razón del pronunciamiento de Tacna del 29 de agosto de 1975.
(A continuación lo invito a dar el salto hasta 1978 y le cuento sobre la orden de expulsión que afectara a los chilenos. Ante su gesto de sorpresa, esbozo el contexto: la dictadura argentina buscaba una guerra contra la dictadura chilena, se acercaba el año del centenario de la guerra del Pacífico y en sus discursos él hablaba de “una mancha que había que lavar”. Formulo entonces la pregunta impertinente).
¿Hubo, realmente, peligro de guerra en 1979?
No, absolutamente. Pero, vea usted... el año 79 era de un simbolismo enorme en la vida peruana. Representaba el centenario de una guerra infausta, con pérdida territorial, pasión, etcétera. Y precisamente, el hecho de buscar un reequipamiento para nuestras Fuerzas Armas se debía mucho a que en 1879 el Perú perdió la guerra, en gran parte, por haber estado su Fuerza Armada desarmada, en relación a Chile. En 1979 debía estar equipada debidamente. No para invadir, vuelvo a repetirlo.
¿Por qué nos dijeron a los chilenos que nos fuéramos?
Yo no dije nada de eso.
Usted no, pero yo recibí orden de la policía.
Usted sabe cómo son los ejecutantes que van mucho más lejos de las decisiones políticas. Eso es grave, pero ocurre. Y ocurre, precisamente, en los servicios de inteligencia, en las fuerzas de policía, de vigilancia.
NEGACIONISMO CON CAUSA
En el curso de la entrevista, lo más cercano a un reconocimiento de beligerancia con Chile fue su confesión de que con Velasco Alvarado hubo discusiones sobre “aspectos fundamentales”, por lo cual el futuro mostraba “una especie de nebulosa muy peligrosa”.
En esa onda reduccionista, nunca contaría lo que conversó con su homólogo argentino general Jorge Rafael Videla, en Lima (marzo de 1977) y en Buenos Aires (junio de 1979). Al parecer, recordaba a éste como un hombre que tampoco quería la guerra, pero que “tiene problemas en su patria como los tengo yo en el Perú”, según dijo en 1977, en entrevista para El Comercio. Tampoco reconocería un trascendido según el cual rechazó un tratado de alianza contra Chile propuesto por Oscar Montes, el canciller argentino.
El diálogo terminó con intercambio y dedicatoria de libros y me despedí con la sensación de haber entrevistado a un estoico negador de su gran mérito histórico, quizás por sujeción a los códigos de su profesión. Sin decirlo, ambos sabíamos que sus críticos, dentro y fuera del Ejército peruano, le había puesto la chapa de “felón” como sinónimo de “traidor”, por haber desestimado una posible acción bélica victoriosa.
¿Se explica, entonces, por qué su condena en Italia me complicó?
Debo agregar que su alegato de inocencia ante los jueces italianos, con base en la impropia autonomía de los agentes secretos, me hizo recordar cuando él mismo declaró persona non grata a Francisco Bulnes, embajador chileno en el Perú. En 1979 éste fue acusado por acciones de espionaje de funcionarios de su oficina limeña, que actuaban por cuenta de la Dina y sólo nominalmente estaban bajo su mando.
Por todo eso, escribo esto que escribo. Es mi recuerdo para un dictador especial, que supo sostener un futuro de paz entre chilenos y peruanos. Algo que debiera ser lo más valioso de su gestión, pero que hasta hoy sigue inmerso en las sombras del hermetismo militar.
Bitácora
La siguiente entrevista, del periodista peruano Emilio Camacho, fue publicada en el diario La República del 10 de julio. Por motivos de espacio apareció con leves reducciones. Esta es la versión comoleta.
Tras el estallido del 18-O -calificado primero como “social” y luego “de la revuelta”-, el plebiscito pareció marcar un gran momento de unidad nacional. Pero, en el corto plazo se mostró como una ilusión. Parte de la mayoría democrática lo vio como una manera in extremis de recuperar la institucionalidad. Esta se venía derrumbando, desde antes, por la incompetencia de los partidos, la falta de sintonía popular del presidente Piñera y la ingobernabilidad consecuente. La parte antisistémica e ideologizada de la oposición, lo vio como la interrupción de un proceso revolucionario a la antigua, con la violencia como partera. Tras polémicas internas, esa minoría decidió plegarse tácticamente a la mayoría que pedía nueva Constitución. Gracias al repudio a los partidos y aprovechando un sistema electoral ad hoc, que privilegió a los independientes, mujeres y pueblos originarios, se convirtió en líder de una mayoría absoluta en la Convención. Inauguró, así, una suerte de vía constitucional a la revolución, que algunos prefieren llamar “refundación”.
Tomás Mosciatti, el conocido presentador de Radio Bío Bío de Santiago decía que uno de los principales problemas de este borrador de constitución es que no trae paz y que tiene un tinte revanchista, ¿coincide con él?
Mosciatti pertenece a la descontinuada especie de los profetas bíblicos. Fue uno de los pocos analistas que definió al estallido como puntapié inicial de un “proceso revolucionario”. Bien dotado para la prospectiva, supo reconocer lo que estaba sucediendo. Nadie osa contradecirlo… pero todos se hacen los desentendidos. Dicho esto, que el borrador de Constitución sea revanchista y no pueda traer la paz, son calificativos marginales. Lo sustantivo es que la mayoría de los convencionales no buscó negociar. Arrasó con quienes tenían posiciones moderadas, en un juego de suma cero.
A usted le preocupa el primer artículo de la carta propuesta: “Chile es un estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico”, ¿por qué?
Yo no podría estar en desacuerdo con lo social, lo democrático, lo ecológico, la atención a las regiones y el cultivo de la interculturalidad. He promovido el estudio de esos temas desde que tengo uso de razón política y forman parte de mi labor académica. Pero, con un mínimo conocimiento de las relaciones internacionales y como ciudadano de un Estado-nación unitario y bicentenario, rechacé la plurinacionalidad desde el inicio por tres razones básicas. Primera, porque me convierte en un chileno residual. Segunda, porque es el eje de temas que afectan o pueden afectar la política exterior, la configuración geopolítica y el estatus geoeconómico de Chile. Tercera, porque favorece dinámicas separatistas, en el corto o mediano plazo, aunque jurídicamente existan cerrojos en la propia Constitución. Ejemplificando, permitiría que en las autonomías territoriales se impongan políticas propias con impacto externo, que las autoridades de pueblos originarios negocien con homólogos de otros países, y hasta que bloqueen la ejecución de políticas centrales de carácter estratégico. En síntesis, la plurinacionalidad debilita la cohesión del Estado y, sugerentemente, es el único factor del artículo primero que se mantuvo invariable entre distintas versiones o aproximaciones.
¿Nadie más lo advirtió?
Lamentablemente, la preocupación comenzó a cundir a fines de enero, cuando ya el pleno de los convencionales había aprobado el tema y Evo Morales les había enviado un saludo jubiloso. A toro pasado, como dicen en España, hoy se reconoce que la plurinacionalidad es el error más grave del borrador. Mérito, por cierto, de la habilidad de los convencionales que supieron embolinar la perdiz con buen manejo de la muleta y los banderillazos. Como el tema es complejo, las diferencias semánticas y de contenido entre identidades sociales, pueblos y naciones pasaron coladas. Pocos asumieron que era rarísimo homologar pueblos como el mapuche, que representan un 10.2 % de la población, con comunidades étnicas sin incidencia demográfica. Tampoco llamó la atención que se crearan naciones por una norma jurídica, cuando las que existen son fruto de evoluciones socioculturales de larga o larguísima duración. La propuesta constitucional incluso abre la posibilidad de adicionar a Chile nuevas naciones mediante ley simple.
¿Ve una inspiración foránea en la idea de un estado plurinacional?
Admito que los chilenos no somos muy creativos en cuanto a pensamiento político. Somos más bien copiones y a veces se nos pasea el alma. De partida, la plurinacionalidad es el nuevo nombre de lo que Lenin describiera, en 1914, como “Estados abigarrados”. Eran aquellos de raigambre imperial, que contenían distintas naciones, las cuales tendían a la autodeterminación y, en definitiva, a configurar Estados independientes. Lenin favorecía ese proceso, no por razones jurídicas, sino por el interés de la clase obrera en cuanto vanguardia revolucionaria. Y acertó, pues así se formó la Unión Soviética. Luego, tras la implosión de la URSS y la exitosa performance libremercadista de China, esa posición ha sido actualizada por marxista-leninistas “revisionistas”, como dirían los ultraortodoxos. Mediante una aplicación indigenista han sustituido a la clase obrera industrial por los pueblos originarios, en cuanto fuerza motriz de la revolución social. El caso más conspicuo que conozco es el del boliviano Álvaro García Linera, asesor ideológico de Evo Morales. Su libro Comunidad, socialismo y estado plurinacional, de 2015, fue editado y presentado en Chile por el mismo autor, cuando era vicepresidente de Bolivia, mientras en La Haya se veía un juicio contra Chile, entablado por el presidente Morales. Una proeza política notable. Agrego que, en el prólogo de ese libro, los editores explican su iniciativa revelando que Bolivia es “uno de los más importantes centros generadores de teoría y conocimiento político en el mundo”.
¿De qué manera se afectaría la política exterior de Chile?
No sólo de Chile. La plurinacionalidad, según el libro mencionado, tiene bajo el poncho un puñal geopolítico de alcance regional. Sinópticamente, sus tesis postulan a) constituciones nuevas para Estados plurinacionales, b) “un continente plurinacional” como resultado, c) una “guerra social total” como marco, d) un “bloque histórico gramsciano” como política de alianzas, e) una vanguardia indígena como “fuerza motriz” y f) el socialismo como sistema de “tránsito”. Además, se advierte contra quienes creen que las constituciones deben ser una “casa común” de los ciudadanos. Para el autor, “ninguna Constitución fue de consenso”. Por si eso fuera todavía demasiado abstracto, explica, en un anexo, que el objetivo continental de la plurinacionalidad exige satisfacer, previamente, un objetivo nacional boliviano: “la resolución del tema marítimo”, mediante la concesión de “un pequeño espacio soberano”. Toda una paradoja.
Usted ha dicho que eso afectaría al tratado chileno-peruano de 1929.
Efectivamente. Y a su protocolo complementario, que garantiza la contigüidad geográfica entre nuestros países. En Chile no hubo señales de que esto se percibiera. En cambio, el tema sí fue percibido por ldiez diplomáticos peruanos top, encabezados por Allan Wagner, que denunciaron como injerencista el proyecto RUNASUR de Morales Este quería declarar una “América Latina plurinacional” desde el Cusco, violando todos los protocolos diplomáticos. A juicio de esos expertos, lo que realmente pretendía el expresidente era instalar un espacio litoral aymara soberano, en el Pacífico, controlado por Bolivia. Obviamente, sería un espacio interpuesto entre Chile y el Perú.
¿Es un proyecto de Evo Morales o de Bolivia?
Ese empeño contradice la posición de los políticos bolivianos pragmáticos y pacifistas, que reconocen la validez de los tratados de límites, la necesidad de compatibilizar su interés nacional con el de los peruanos y la conveniencia de interactuar con Chile desde la relación diplomática plena. Esto lo he conversado con amigos bolivianos ilustres, el primero de los cuales fue Walter Montenegro (Q.E.P.D), autor de una obra señera en la materia. Por tanto, tengo fundamento para ver el proyecto de Morales como un “recuperacionismo” beligerante, vinculado a una vocación de poder vitalicio, según modelo castro-chavista. Su base jurídica está en el desconocimiento unilateral del tratado de 1904, que instaló en la Constitución plurinacional boliviana de 2009. Su base geopolítica viene de la pretensión de soberanía boliviana sobre Arica, que fuera denegada por el propio Simón Bolívar. Su base social está en el irredentismo cultivado por quienes explican el subdesarrollo del país por su “enclaustramiento”. Por cierto, esto lo saben bien los internacionalistas peruanos y me remito, en especial, al prolijo tratado de Juan Miguel Bákula, Perú: entre la realidad y la utopía, que tuve el honor de presentar en la Municipalidad de Miraflores, hace veinte años.
¿Qué va a pasar con el gobierno de Gabriel Boric si los votantes chilenos rechazan el borrador de constitución en septiembre? ¿Se puede sostener Boric con un rechazo a la constituyente?
Yo creo que sí, pues es estudioso y aprende rápido. Dadas su juventud y la ideologización de quienes lo apoyan, ahora está agotando el método error-rectificación y alguna distancia está tomando del resultado eventual. Todo esto me recuerda viejas conversaciones con Armando Villanueva y Andrés Townsend, sobre lo que le costaba al joven Alan García buscar el apoyo y la experiencia de los políticos fogueados.
El gobierno de Pedro Castillo y la izquierda en el Perú también promueven la instalación de una Asamblea Constituyente. De ser aprobada, ¿cuál debería ser el proceso que debería inspirarnos? ¿La Convención Constitucional de Chile o el proceso peruano de 1979?
La Constituyente de 1979 fue ejemplar por su contexto y resultados. Producida durante la dictadura de Francisco Morales Bermúdez, un general políticamente muy culto. Elegida de manera democrática, tras superar pretensiones de cupos reservados y vetos sobre contenidos. Presidida por Víctor Raúl Haya de la Torre, un socialdemócrata sabio y avanzado. Con la participación equilibrante de Luis Bedoya Reyes, un líder socialcristiano de alto vuelo… El resultado fue una Constitución consensuada, de centro progresista, que dio inicio a una limpia transición democrática y a un buen sistema de pocos partidos. Lástima grande que durara sólo dos períodos.
Como en Chile, el sistema de partidos en el Perú pasa por su peor momento. Usted vivió en Lima, conoce un poco de nuestras figuras políticas, ¿cuándo cree que nuestro sistema de partidos empezó a fallar?
Tendría que aplicar el aforismo de Zavalita a la etapa que me tocó vivir. Con base en mi cariño al Perú, donde tengo parientes y amigos entrañables, me atrevo a responder con una metáfora futbolera: el sistema de partidos peruano estaba todavía en rodaje, cuando Alan dio el pase presidencial a un outsider y éste se llevó la pelota para su casa.
Con la victoria de Petro en Colombia, y las cifras que ponen a Lula como primera opción de voto en las presidenciales de Brasil, se habla de un vuelco al progresismo en la región, ¿es real ese movimiento? ¿Las izquierdas en la región son lo mismo, en propuestas, o lo único que comparten son algunos símbolos?
He escrito muchísimo sobre las izquierdas, porque de allá vengo. Primero fue sobre la crisis de las izquierdas democráticas por injerencia del castrismo guerrillero. Luego vino el auge de las izquierdas renovadas, con el retorno a la democracia en la región. Ahora estamos ante la crisis de esas izquierdas renovadas y la correlativa irrupción de las izquierdas indigenistas. Para oscurecer el panorama, estas últimas ni siquiera han leído a José Carlos Mariátegui. Por eso hoy escribo como extremista de centro y la verdad es que me siento bastante solo.
Bitácora
En América del Sur, la crisis global de los partidos políticos está catalizando la emergencia de partidos antisistémicos, que quieren refundar sus países e, incluso, terminar con sus republicas. Para ese efecto, la fuerza social que promueven es la de los pueblos originarios.
Mi enfoque actual parte con la alternativa allendista / castrista, cuando las izquierdas sistémicas de la región debieron optar entre seguir compitiendo por el poder político (vía pacífica) o tomar los fusiles para conquistarlo (vía revolucionaria). A partir de ahí, detecto tres variables encadenadas: 1) crisis de las izquierdas con auge de las dictaduras militares, 2) renovación de las izquierdas en una constelación de sistemas democráticos y 3) crisis de las izquierdas renovadas con debut de las izquierdas antisistémicas, refundacionales e indigenistas.
Dado que las dos primeras variables ya son historia, me concentro en la tercera, que está en la dura y pura coyuntura.
DIVIDE ET IMPERA
Tras la debacle global de los partidos políticos, el trío izquierdas / centros / derechas dejó de ser lo que era. En Chile, al menos, el pensamiento político emana de los columnistas de medios y la política real se ejecuta al ritmo de las redes sociales y los matinales de la tele. Quizás por eso, los extremistas antagónicos suenan tan parecidos.
Como efecto inmediato, el sistema democrático ya no tiene quien lo defienda de manera eficiente. Está cayéndose de la cornisa y algunos piensan que, para salvarlo, debiéramos habilitar gobiernos de unidad nacional, con un programa que, en rigor, sería un puñado de evidencias maltratadas. Entre ellas: desarrollo ecológicamente sustentable, reducción de las desigualdades socioeconómicas, reconocimiento de los pueblos originarios, integridad del Estado nacional, independencia colaborativa de los poderes públicos, normalización de la relación civil-militar, mejor relación posible con los países vecinos, homologación de oportunidades para las mujeres, inteligencia para combatir el narcotráfico, igualdad ciudadana ante la ley, cultura de la alternancia y aplicación sin sesgo de los derechos humanos.
El problema es que, para demasiados, ya es demasiado tarde. Los jóvenes dirigentes de las nuevas izquierdas y sus maduros asesores intelectuales no están ni ahí con la unidad nacional. Presumen que los condena a la derrota electoral permanente, pues los equilibrios constitucionales -esos que defienden quienes saben lo que es perder la democracia- garantizan la mantención del statu quo. Además, saben que el fracaso de los guerrilleros castro-guevaristas, el esperpéntico sandinismo conyugal y los millones de emigrantes del chavo-madurismo, son disuasivos demasiado potentes en cualquier país que elija a sus representantes con libertad.
Desde esa realidad los jefes de las nuevas izquierdas están ejerciendo una opción audaz: en vez de enfrentarse a una nación unida en la diversidad de sus componentes, postulan dividirla en una pluralidad jurídico-constitucional de naciones. Para ese efecto, levantan el eslogan de la refundación y prometen el pago de una “deuda histórica” a los pueblos que habitaban nuestros territorios antes de la llegada de los españoles.
Lo que quizás no previeron, es que esa opción tiene un lado oscuro. Induce a rebobinar la historia, desconocer los héroes y emblemas republicanos, tolerar desfogues destructivos, abrir mejores espacios para la delincuencia, reconfigurar los mapas y, en definitiva, reemplazar el singular interés nacional por los plurales e inmanejables intereses identitarios.
LA NUEVA CLASE
Parece obvio que estamos ante el viejísimo tema de dividir para reinar, que ya estaba en las tesis de Lenin por lo menos desde 1914. Aludiendo a los que llamaba “Estados abigarrados”, propios de los imperios en guerra, el gran teórico bolchevique dictaminó que el derecho de las naciones a su autodeterminación implicaba el separatismo. Agregó que, “sin jugar a definiciones jurídicas”, ese proceso debía ser funcional a la revolución proletaria y concluir con la formación de Estados nacionales independientes.
Lo complicado, para las actuales izquierdas antisistémicas, es que a) la economía posindustrial y la implosión soviética liquidaron la posibilidad de una revolución socialista con base obrera y b) los comunistas chinos hoy están compitiendo con éxito en todos los mercados capitalistas. A partir de tal cambiazo en la teoría, sus intelectuales orgánicos han producido conclusiones “revisionistas”, entre las cuales las siguientes cuatro: 1) ya no cabe soñar con la utopía marxiana sobre un porvenir radiante con base obrero-industrial, 2) una revolución de nuevo tipo exige una nueva fuerza social marginalizada, 3) esa fuerza está en los pueblos originarios desde inicios de las repúblicas y 4) el principio del “buen vivir” arcaico, propio de esos pueblos, debe imponerse a los desmadres del consumismo neoliberal y antiecológico.
Un detalle adicional: como en política los hechos generan las teorías, aquí no estamos hablando de elucubraciones en el aire. El modelo previo ya existía y estaba en el corazón de América Latina.
MODELO ALTIPLÁNICO
Aunque imperfecto y precario, el modelo es el Estado Plurinacional de Bolivia, con base en la hegemonía demográfica de sus pueblos indígenas, la Constitución de 2009 y la autopercepción de Evo Morales como legatario -diríase que por default- de Fidel Castro y Hugo Chávez.
Los éxitos que se autoadjudica Morales están a la vista. Emergió como líder indígena con el apoyo de la población indígena, se aferró al poder por más tiempo que cualquier predecesor e instaló una Constitución que no sólo define a su país como una nación de naciones. Además, confiere a sus jefes de Estado una potestad supranacional: desconocer, unilateralmente, cualquier tratado que bloquee a Bolivia una salida soberana al mar. Se subentiende que alude al tratado chileno-boliviano de 1904 y al chileno-peruano de 1929.
Y así como Castro delegó en el politólogo francés Regis Debray la escrituración de su proyecto guerrillero continental, Morales encontró su intelectual funcional en su exvicepresidente y sociólogo Álvaro García Linera. Fue éste quien le adaptó y glosó las tesis de la plurinacionalidad regional, expuestas en el párrafo anterior, con su apéndice marítimo.
PRINCIPIO DE EJECUCIÓN
En 2015 una editorial chilena publicó y presentó en Chile un libro de García Linera, con una actualización de las tesis mencionadas y un anexo en el cual el autor explica por qué nuestro país debe ceder a Bolivia “un pequeño espacio soberano (…) para la resolución del tema marítimo”. El libro se titula Comunidad, socialismo y estado plurinacional y sus editores lo prologaron con una explicación sorprendente: “Bolivia es, hoy, uno de los más importantes centros generadores de teoría y conocimiento político en el mundo”.
Seis años después, tras perder Bolivia la demanda contra Chile ante la Corte Internacional de Justicia, relacionada con ese tema, Morales (expresidente a su pesar), quiso promover una “América Latina plurinacional” desde el Cusco. Tuvo el apoyo silente del presidente peruano Pedro Castillo, pero fue bloqueado in actum por los más distinguidos excancilleres y exvicecancilleres peruanos, encabezados por Allan Wagner. Estos lo acusaron de atentar contra la soberanía nacional y de querer desmembrar al Perú con un objetivo propio: obtener litoral marítimo soberano para Bolivia, vía comunidades aymaras.
Lo que no dijeron esos diplomáticos de alta escuela -pero sin duda sabían- es que Morales pretendía liquidar el tratado chileno-peruano de 1929, que garantiza la contigüidad geográfica entre ambos países.
RESUMIENDO
Las izquierdas plurinacionalistas, refundacionales e indigenistas que hoy pretenden prevalecer en la región, tienen un modelo en Bolivia, una Constitución afín en Ecuador y ahora tratarán de captar las simpatías de Gustavo Petro, exguerrillero y Presidente electo en Colombia. En paralelo, han hecho sonar las alarmas en Argentina, sobre un eventual efecto-demostración con base en su territorio habitado por mapuches.
En Chile, pese a que sólo las comunidades mapuches tienen una densidad demográfica apreciable (un 10% aproximado), está en trámite un proyecto de Constitución que recoge las tesis plurinacionalistas e indigenistas antes reseñadas. De hecho, las autoridades oficiales, los convencionales constituyentes y los medios han ignorado aquello que detectaron ipso facto los diplomáticos peruanos: que esas tesis pueden afectar el estratégico tratado de 1929 y, por añadidura, el de 1904 con Bolivia. Es un tema que sólo han tocado algunos excancilleres (mención para Soledad Alvear y Teodoro Ribera), presuntos expertos y la organización Amarillos por Chile, liderada por el prestigioso intelectual Cristián Warnken.
Visto lo cual, alguien debiera tuitear en las redes algunos pensamientos del peruano José Carlos Mariátegui, el marxista indigenista mayor de América Latina. En especial, aquel que advierte contra pasar del prejuicio de la inferioridad de los indígenas al extremo opuesto: “el que la creación de una nueva cultura americana será esencialmente obra de las fuerzas raciales autóctonas”.
Leerlo sería sorprendente para los románticos de la “hoja en blanco” y para quienes han dejado entibiar sus sentimientos patrios. De paso, podría hacerlos pensar que, en vez de refundar el país, lo que se necesita es refundar los partidos políticos que no atinaron a defender la democracia.
Bitácora
La coyuntura latinoamericana está marcada por la nueva utopía de la plurinacionalidad, como Historia rectificada y revolución socialista sustituta. Es lo que me ha tentado a sentar las bases de su eventual teoría.
Las claves de una vida humana digna, rica, honorable y feliz, no está en la constitución o en el código penal.
Václav Havel
Hay distintos contextos para la plurinacionalidad, en las sucesivas versiones y armonizaciones del borrador constitucional. La principal está en la última versión de la definición de Chile: “Es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural y ecológico”. Anoto que en el camino desapareció el adjetivo “regional”.
Dado que tenemos más de 200 años como miembros de una sola nación y aprendimos desde niños que la genialidad de Portales fue haber impuesto el “Estado en forma” -un Estado nación en singular- exigir una aclaración habría sido lo más natural del mundo.
Sin embargo, ningún convencional ha dicho qué debe entenderse por “Chile plurinacional” ni por qué es conveniente que lo sea. Lo más cercano a una explicación es que se trataría de “un concepto en construcción”.
Por lo mismo, el tema estuvo pasando colado. Costó mucho que se captara la importancia y alcances de que Chile cambie su identidad y mute en un Estado de naciones. Y, ahora, cuando por fin el tema está en la agenda pública, sorprende que, en lugar de una explicación pormenorizada de quienes lo inventaron, haya soslayamientos, eufemismos. autocríticas vagas o, peor, recusaciones ideológicas.
Sobre parentescos
Por lo dicho, me permito algunos rellenos para mis análisis sobre el tema, comenzando con una “tesis en construcción”: la plurinacionalidad, concebida como la incorporación constitucional de comunidades y pueblos originarios al Estado nacional, es un pariente lejano de la utopía de Simón Bolívar, un pariente raro de la revolución continental castrista y un pariente subversivo de los proyectos integracionistas oficiales de los años 60. Esos que llenaron el paisaje con nuevos organismos internacionales.
Tanto empeño frustrado se debe a que no son las cosmovisiones jurídicas, ideológicas o antropológicas, las que definen a las naciones y a los Estados nacionales. Ortega y Gasset lo dijo hace un siglo en su España invertebrada: “La identidad de raza no trae consigo la incorporación en un organismo nacional (…) es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre”. En el Perú, José Carlos Mariátegui -reconocido teórico del marxismo indigenista-, advirtió contra la tendencia a pasar del prejuicio de la inferioridad de las etnias originarias, al ingenuo misticismo del “racismo inverso”. Esa idealización del pasado fue definida por el historiador peruano Jorge Basadre como nostalgia del “paraíso destruido”
Invención del nuevo Estado
Lo decisivo no es la constitucionalización, entonces, sino el proceso histórico que ha instalado a los pueblos indígenas en su situación actual y concreta. En el Perú, donde construyeron culturas y hasta civilizaciones, la Constitución es enfática en declarar la singularidad de la nación y el carácter unitario e indivisible del Estado. En Bolivia y Ecuador, donde tienen amplia densidad demográfica, pudo ser plausible incorporarlos como naciones del Estado. Pero, esa invención -que algunos tildan como “retórica”- se hizo con muchos resguardos y no está claro que haya contribuido a un mejor desarrollo para todos.
Por eso en Chile, donde la densidad demográfica de los originarios es comparativamente mínima, la plurinacionalidad emerge como una rareza mayor. Todo indica que surge desde grupos antisistémicos, durante el gobierno Sebastián Piñera, con base en cinco macrofenómenos: el colapso de la clase política; la clásica “cuestión social”, potenciada por desigualdades y corrupciones; la exasperación de la “cuestión mapuche”, tras largas décadas de administración de su problemática; la desconfiada relación político-militar-policial, incrementada por un déficit de políticas específicas, y el “estallido social” o “de la revuelta”, de 2019.
En ese contexto, políticos juveniles, influidos por ideólogos neomarxistas -entre los cuales el boliviano Álvaro García Linera-, comenzaron a construir una estrategia “refundacional”, con proyección regional, motivación en la impopularidad del gobernante y confianza en la seducción de líderes mapuches. Sincerando términos, apuntaban en lo inmediato al desborde revolucionario del Estado vigente, concebido como la nación jurídicamente organizada.
El mismo Estado chileno que -bien o mal- ha venido encuadrando la diversidad social interna, compatible con la multiculturalidad.
Revisionismo marxista
La Historia dice que el desborde del imperio-plurinacional de los zares estuvo en la agenda estratégica de los revolucionarios bolcheviques. Sinópticamente, lo apoyaban o rechazaban según fuera “el interés de la clase obrera”. En 1914, Stalin trató el tema como una contraposición simple entre el internacionalismo proletario y “la ofuscación nacionalista” de la burguesía, que se debía solucionar “según las circunstancias históricas concretas que rodeen a la nación de que se trate”. Lenin pulió esa tesis un año después, planteando que a) “Estados abigarrados” son los que contienen más de una nación, b) que autodeterminación significa “el derecho a la separación” y c) que “sin jugar a las definiciones jurídicas” (…) separación es la formación de un Estado nacional independiente”.
Esta información permite decodificar las tesis marxista-indigenistas que hoy se están implementando. Vistas en su propio mérito, nacieron como “revisionistas” pues, tras convertir a los pueblos indígenas en naciones, dictaminaron que éstas eran la fuerza motriz de un proyecto de revolución continental, en reemplazo de la ortodoxa clase obrera industrial. Vistas desde la realpolitik, ignoran las especificidades de cada país, con una lógica similar a la del fracasado “foco guerrillero” que impulsara Fidel Castro el siglo pasado. Vistas desde la geopolítica, contienen un paradójico interés mononacional y hasta personal. La denuncia peruana de Runasur -ya comentada en columnas anteriores- sugiere que son una vía para cambiar la configuración de los países andinos, mejorando la condición marítima de Bolivia y revitalizando el liderazgo del expresidente Evo Morales.
Problema bicentenario
En Chile es muy difícil que el marxismo-indigenista-regionalista pueda encarnar, de manera ecuánime, en los pueblos originarios. Primero, porque igualarlos es una ficción jurídica, que no consigue ocultar la hegemonía demográfica del pueblo mapuche. Además, porque contradice el ethos histórico de los mapuches, épicamente descrito por los conquistadores españoles. En La Araucana, Alonso de Ercilla contó que “a ningún rey obedecen” y que jefes guerreros como Lautaro instrumentalizaron a quienes presumían ser sus protectores.
Coherentes con su historia, los mapuches siempre plantearon sus demandas como de autonomía respecto a Chile republicano y no como afán de asimilarse a la nacionalidad ni, menos, a la estadidad. Ese talante hoy se manifiesta en las diferencias que muestran sus comunidades -en especial las de acción armada- entre ellas y respecto a los constituyentes mapuches.
Por lo dicho, no es realista pensar que la concreta “cuestión indígena” pueda resolverse mediante la simple dación de normas constitucionales. En 1818, Bernardo O’Higgins dispuso, por decreto, que respecto a los indígenas “no debe hacerse diferencia alguna, sino denominarlos chilenos”. En 1819, en su discurso ante el Congreso de Angostura, Simón Bolívar dijo que “disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer” era el tema “más extraordinario y complicado”.
Cuesta mucho asumir que ese conflicto bicentenario pueda resolverse por la magia de una plurinacionalidad indefinida, inserta en una Constitución sin consenso.
Aliados inseguros
Las historias y leyendas de líderes indígenas como Lautaro y Caupolicán dan cuenta del dilema básico de los conquistadores: hasta qué punto podían contar con los autóctonos para asimilarlos al criollaje en formación. Correlato, por cierto, del dilema de esos autóctonos: hasta qué punto podían colaborar con los españoles, sin ser asimilados por su imperio.
Siglos después, como en una narrativa de García Márquez, el dilema se reproduce en lo fundamental. En el Perú, ya hay señales de que la estrategia constitucionalista está en la agenda del presidente Pedro Castillo. En Chile, gobernantes, convencionales e ideólogos dan todo tipo de señales cariñosas a los mapuches, para incorporarlos a su proyecto político. Por otra parte, jefes, convencionales y machis de las distintas comunidades mapuches, fieles a su tradición, rechazan los símbolos nacionales de Chile y algunos hasta recurren a acciones terroristas
En resumidas cuentas, “abigarrar” de naciones nuestro Estado unitario hoy luce como una mezcla de utopismo, indigenismo desinformado y revolucionarismo contrafactual. Un constructo que, al parecer, pretende instalarnos en una variable inédita del socialismo comunitario.
La pregunta pertinente, en este contexto, es ¿quién está tratando de instrumentalizar a quién?
Colofón
A esta altura, creo que está empíricamente claro que la plurinacionalidad es el concepto eje del borrador constitucional. A su alrededor giran una nueva configuración de los poderes clásicos, una justicia diferenciada por etnias, sistemas especiales de propiedad, modificaciones drásticas del sistema electoral, cambio en la estatura estratégica del país y la posibilidad de introducir elementos de la “diplomacia de los pueblos” en la diplomacia institucional.
Al margen de ideologismos y voluntarismos, dicho eje tiene como plataforma el tradicional idealismo jurídico chileno. En su virtud, los convencionales mayoritarios han creado sinonimias arbitrarias entre conceptos sociológicamente tan complejos como “pueblo”, “nación” y “Estado-nación”, que son el fruto de evoluciones históricas de larga o larguísima duración.
Aquello significa que no son los hechos los que están creando el nuevo derecho, sino al revés. Es el derecho -las normas de una nueva Constitución- el que crea pueblos donde había pequeñas comunidades étnicas y muta pueblos en naciones. Y no sólo eso, también deja abierta la posibilidad de crear nuevos pueblos o naciones por ley. Todo lo cual sobrepasa, con largueza, el rol funcional del sistema de ficciones propio del derecho: dar certezas respecto a su conocimiento y aplicación.
Con el mérito de lo señalado, el tardío reconocimiento de la importancia estratégica de la plurinacionalidad hoy está incidiendo en el destino del borrador. Si se aprueba o se rechaza. Para muchos de quienes aprobaron el proceso constituyente, el peligro existe pero ya no cabe retroceder. Otros se consuelan penando que en el camino de las leyes se puede aliviar la carga. Para un tercer sector, aprobar un texto con tamaña carga explosiva sería como dispararse a los pies.
Esas son las opciones básicas, a juicio de este servidor. Y, si no fuera utópico plantearlo, debieran ser abordadas no como planteos ideológicos ni generacionales, sino desde el propósito de recuperar la promesa de un Estado democrático y social de derecho.
Un Estado cuyo “mínimo común” sea el interés nacional del Chile en que nacimos.
Bitácora
De repente en el otoño, comenzó la opinión pública chilena a asumir que la Plurinacionalidad no era un simple sinónimo de la multiculturalidad ni una obviedad antropológica, sino un recurso estratégico para modificar cualitativamente el Estado. Y no sólo focalizado en un país, sino a nivel regional y con sesgo indigenista. Mi hipótesis, ya esbozada en este blog, es que estamos en presencia de una distopía contrafactual, orientada a ambientar una nueva manera de hacer la revolución en América Latina
En 1999, cuando Hugo Chávez asumió la Presidencia de Venezuela, lo hizo en su más histriónico estilo. Con una mano sobre el texto, juró el cargo “por esta moribunda Constitución”.
Tuvo un gran éxito antidemocrático, pues no sólo hizo una Constitución a su pinta. Las nuevas normas le permitieron acumular todo el poder y lo legitimaron como el más notable de los dictadores elegidos y reelegidos de la región. Incluso pudo designar a dedo a su sucesor.
Fidel Castro debió mirarlo con alguna envidia. Ni en su más gloriosa época de guerrillero triunfante osó someterse a una elección popular.
NACION CHILENA RESIDUAL
En lo que fuera Santiago de Nueva Extremadura, a pocas cuadras del cerro Huelén, un centenar de convencionales de pueblos originarios, de la izquierda radical y de independientes afines, está liderando la propuesta de una nueva Constitución Política para Chile.
Desde la Comisión sobre Principios Constitucionales, ya aprobaron su artículo primero que -entre otras características- define al Estado como “plurinacional”. De manera tácita, pero coherente, desaparece el calificativo “unitario” del artículo tercero de la Constitución vigente.
En lo literal, esto implica convertir en naciones estatales a una decena de comunidades y pueblos originarios, precolombinos o poscolombinos, que configuran un 12.8% de la población. En lo motivacional, es un marco general para el postergado reconocimiento al combativo pueblo mapuche, cuya densidad demográfica es de un 10%.
Debido a esa implicancia vernacular, la importancia estratégica de la plurinacionalidad pasó inadvertida. Pocos pensaron que convierte a la chilena en una nación residual ni que, en términos geopolíticos, debilita al Estado histórico. Por default, muchos la identificaron con la interculturalidad o con un mixto de descentralización con autodeterminación territorial. Los más prolijos detectaron otras normas aprobadas que garantizan la integridad territorial de Chile. Sólo unos ancianos lectores de Lenin sabían que éste llamaba “Estados abigarrados” a los que contenían varias naciones y definía la autodeterminación como su derecho a la separación, para formar Estados nacionales independientes.
En ese vacío cultural-conceptual-informativo, la crítica ciudadana se concentró en las otras innovaciones polémicas del borrador o en sus notorios déficit de técnica jurídica.
VUELTA A LA COLONIA
Pero, como no hay distracción que dure cien años y algunas advertencias razonables permearon la opinión pública, hoy el interrogante estratégico apunta, precisamente, a la plurinacionalidad. Y sucede que no hay quien responda.
Para algunos su presencia es inocua, dado que el proyecto constitucional contiene normas que garantizan la indivisibilidad del territorio. Otros, asumiendo que hay distintas formas de entenderla, se remiten a las injusticias cometidas contra “las naciones originarias existentes en su hábitat natural”. Ni siquiera los convencionales más ilustrados pueden explicarla. En subsidio, aluden a la necesidad de “refundar” Chile. Uno optó por sincerarse: “es un concepto en construcción”, dijo.
Por lo señalado, hasta podría pensarse en una distopía contrafactual: si el Estado republicano unitario maltrató al pueblo mapuche, habría que refundar Chile, redescolonizarlo con equidad y reconocer a ese pueblo como nación privilegiada de un Estado nuevo.
EL VIEJO EXCEPCIONALISMO
Es posible que esa vuelta de la Historia a fojas cero esté en la mente de algunos convencionales. Pero, asumirla en serio sería algo más que una irracionalidad. De partida, porque está claro que el borrador constitucional no se agota en una retardada justicia para poco más de un 12% de la población.
Creo (es mi opinión) que el sesgo indigenista del Estado plurinacional apunta a un fin más ambicioso y casi diría escatológico, si esta palabra fuera más comprensible. Dicho en síntesis, para que una izquierda novedosa y juvenil asigne a una fuerza social significativa y con tradición de combate, la misión de vanguardizar una alianza política que construya un Estado nuevo para todos. Incluso para los chilenos del 78%.
La pregunta de rigor, entonces, es qué tipo de Estado será ese. Y la respuesta aproximada -derivada de otras normas ya aprobadas- muestra un Estado socialcomunitario o socialista a secas, con gran porosidad fronteriza, comnprometido a proveer a sus nacionales variopintos todos los bienes y servicios necesarios para “el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo”.
En otras palabras, en Chile estaría perfilándose una segunda nueva manera de hacer la revolución social, que deja atrás la inédita vía transicional liderada por Salvador Allende, critica duramente lo obrado por los gobiernos centroizquierdistas de la Concertación y soslaya los fracasos socioeconómicos de castristas y bolivarianos.
El detalle prosaico es que, a contrapelo de nuestra alta vocación excepcionalista, esto que nos está sucediendo tiene precedentes que es necesario considerar.
AMERICA LATINA PLURINACIONAL
Tras el fin de la guerra fría y con el desprestigio ecuménico de los políticos, la fórmula chavista se normalizó en las izquierdas duras de la longitudinal andina. Hoy induce a surfear sobre las calamidades nacionales, negar el libre debate democrático, imponer un cambio de Constitución y concebirla como el equivalente a un programa político de alta densidad ideológica.
Quien llegó más lejos por esa vía fue el expresidente boliviano Evo Morales, devoto admirador de Castro y Chávez. Su Constitución de 2009 se llenó de alegorías andinas y derechos sin deberes, muy funcionales para su reelección indefinida. Además, desconoció unilateralmente tratados internacionales y, con base en el 60% o más de pueblos originarios, cambió la definición del Estado de Bolivia. Aunque conservó el calificativo “unitario”, éste hoy es un Estado plurinacional.
Alvaro García Linera, ideólogo y exvicepresidente de Morales, ha explicado que ese nuevo Estado es el instrumento necesario para romper con el “neoliberalismo” y reivindicar el socialismo, con los indígenas como “fuerza motriz”. También reconoce que el parto fue difícil y que “ninguna Constitución fue de consenso”.
Los porfiados hechos dicen que la nueva Constitución no trajo la felicidad de todos los bolivianos y que Morales debió abandonar la Presidencia en modo traumático. Sin embargo, él no ha abandonado su ambición de líder permanente, sólo que hoy la está ejecutando a escala región. Con el proyecto Runasur en ristre, busca convocar a una América Latina plurinacional, con plataforma en los distintos pueblos originarios del continente y eventual alianza con gobiernos ideológicamente afines.
En marzo quiso proclamar esa nueva América en el Cusco, con la anuencia de su homólogo Pedro Castillo, pero debió retroceder ante la denuncia de diplomáticos peruanos de gran prestigio. Estos dejaron en claro que Runasur violaba la soberanía nacional e implicaba la ruptura de la contigüidad geográfica chileno-peruana, jurídicamente consolidada en el tratado de 1929.
Para los más suspicaces, Morales trataba de obtener una salida soberana al Océano Pacífico, por interpósita integración de comunidades aymaras de Bolivia, Perú, Chile y Argentina, para así volver al sillón presidencial, en loor de multitudes.
NUEVA PUERTA DE ESCAPE
Con ese mar de fondo, el domingo antepasado leí la siguiente y destacada noticia procedente del Perú: “el presidente Pedro Castillo presentó ayer ante el Congreso un proyecto de ley para una reforma constitucional que permita la convocatoria de una Asamblea Constituyente, así como un referéndum para consultar a los ciudadanos si desean una nueva Carta Magna”.
Según la bajada, dicha Asamblea tendría carácter plurinacional, con una minoría de candidatos de partidos políticos y una mayoría de independientes, miembros de pueblos indígenas y de comunidades afroperuanas, porcentualmente calificados. Se calcula que los originarios peruanos, con quechuas y aymaras a la vanguardia, alcanzan un 25% de la población.
Al margen de la mayor o menor viabilidad del proyecto presidencial y de su inspiración evo-chavista, lo que importa, para este análisis express, es que muestra un momento de coincidencia estratégica entre los viaconstitucionalistas chilenos, bolivianos y peruanos.
En paralelo, refleja una estrategia supranacional compartida, diseñada por los que Gramsci llamaba “intelectuales orgánicos” y ejecutada por políticos de nuevo cuño, que buscan una puerta de escape para salir de nuestra aporreada realidad.
PEPE Y EL SOCIALPATRIOTISMO
A fines de febrero, acompañando a Iris Boeninger, entonces embajadora de Chile en Uruguay, fui a visitar al expresidente Pepe Mujica, en su chacra mítica. Fue una buena oportunidad para recibir, en vivo y en directo, una de sus lecciones de socialismo democrático, que tanto han beneficiado a su país.
Nos contó que, días antes, había conversado con nuestro presidente Gabriel Boric. Le llamó la atención su juventud y lo encontró simpático, pero pronto llevó la conversación a su experiencia política. Que a recogerla iba yo.
Según mi memoria y apuntes, contó cuánto leyó en la cárcel y cómo lo aprendido catalizó el abandono de sus dogmas ideológicos. En especial, aludió a su comprensión de que el liberalismo no era idéntico al “neoliberalismo” ni tampoco era el taparrabos de la explotación capitalista. Reconoció la importancia de la formación militar de Liber Seregni, el fundador del Frente Amplio: “hablaba poco, escuchaba mucho, organizaba nuestras ideas dispersas y luego trazaba la línea estratégica”. Habló de su relación civilizada con quienes fueron sus carceleros. Explicó la corrupción en las izquierdas como una falla ideológica y justificó su austeridad citando a Séneca: “pobre es el que precisa mucho”.
Esta semana, rebuscando entre sus entrevistas publicadas, rescaté esta cita que refleja bien lo conversado y viene a punto para nuestra coyuntura: “cincuenta alucinados no hacen una revolución, pero pueden hacer un relajo de la puta madre”.
Glosándola, pienso que estaríamos mucho menos nerviosos si sólo cincuenta líderes paritarios y con liderazgo real, políticos, diplomáticos, académicos, artistas, intelectuales y deportistas, asumieran públicamente:
- Primero, que un Estado de naciones es menos potente que un Estado unitario.
- Segundo, que una Constitución no debe ser un manifiesto ideológico, sino una hoja de ruta para todos.
- Tercero, que sigue vigente el decreto del 3 de junio de 1818, de don Bernardo O’Higgins, según el cual, respecto a los mapuches “no debe hacerse diferencia alguna, sino denominarlos chilenos”.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850