CONO SUR: J. R. Elizondo

Bitácora

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El crítico balance de la política vecinal-norte de Chile, durante el sexenio de Ricardo Lagos, demostró que ninguna “agenda de futuro” puede funcionar con olvido del pasado, pues también en las relaciones exteriores rige aquello de “no hay mañana sin ayer”.

Esto significa que Michelle Bachelet tendrá que aplicar a las relaciones con Perú y Bolivia un tratamiento político que no puede quedarse en la simple administración del statu quo ni limitarse al incremento de las relaciones económico-comerciales. Para diseñar una estrategia que mantenga ese difícil equilibrio, la Presidenta tendrá que liberar energías especializadas en los ámbitos de la seguridad nacional y de la diplomacia. Como ex Ministra de Defensa, tiene parte del camino recorrido.

Para los militares chilenos, la pos Guerra del Pacífico fortaleció la estrategia de la disuasión. Esa que Raymond Aron definió como “alternancia de amenazas encargadas de transmitir un mensaje y de mensajes preñados de amenazas”. Obviamente, el mensaje consistía en hacer clara la voluntad de ejercer la fuerza para conservar lo conquistado.

La misión de los diplomáticos también fue ortodoxa: consolidar jurídicamente la soberanía sobre los nuevos territorios, asegurar a los vecinos que no habría “expansionismo” posterior y restablecer las redes políticas, económicas y culturales, que garantizan la coexistencia pacífica. A mayor éxito de la diplomacia —se suponía— menos necesidad habría de disuasión.

Como siempre, la realidad fue más compleja. Dado que los objetivos de Chile pasaban por “chilenizar” los territorios conquistados, mientras neutralizaba al Perú y Bolivia ante un eventual conflicto con Argentina, el proceso diplomático fue áspero, largo y sinuoso. Los compromisos de paz y reconocimiento de los nuevos límites recién se cerraron en 1929 con el Tratado de Lima, medio siglo después del inicio de la guerra. Durante ese período —superior al de toda la guerra fría— las heridas se mantuvieron abiertas y hasta hubo síntomas de gangrena en Tacna y Bolivia.

Ese cuadro potenció el rol de los militares y rutinizó el de los diplomáticos. Aquellos tuvieron buenos argumentos contra el “pacifismo ingenuo” de los civiles, en la batalla ritual por el presupuesto. Los diplomáticos, por su lado, sólo podían ayudar a mantener el statu quo mediante tareas que lucían adjetivas ante los ejercicios castrenses. Diríase que mientras la fuerza tutelaba, la relación con el Perú se administraba y las rupturas con Bolivia eran “simples” decisiones unilaterales de ese país.

Pocos formularon públicamente y de frentón, la pregunta necesaria: ¿cuán apacible, duradero y económico podía ser un statu quo edificado sobre bases tan precarias?

Pinochet al pizarrón

El test decisivo recayó sobre Augusto Pinochet. Con un poder político-militar que superaba el de cualquier gobernante anterior, el general debió aceptar que el tratado de 1904 con Bolivia era revisable, pues la alternativa era una guerra contra nuestros tres vecinos coaligados. Su “abrazo de Charaña” mostró, así, tres grietas estratégicas: seguridad nacional debilitada por la carencia de relaciones normales con Bolivia, falta de creatividad para estructurar relaciones de confianza con el Perú y reversibilidad de la estrategia de la disuasión debido al conflicto del Beagle con Argentina. Entre 1973 y 1978, fuimos nosotros los disuadidos.

Cuando la pesadilla de ese ciclo terminó, vino el fin de la guerra fría. Los gobiernos democráticos y las economías de mercado parecieron consolidarse en la región y la sensación de muchos chilenos fue que el statu quo ya podía sostenerse solo. Recompuestas las relaciones con Argentina y Perú, había que conformarse con la enemistad de Bolivia. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Las hipótesis de conflicto se extinguirían, el gasto militar se reduciría y la diplomacia debía volcarse a las relaciones económicas internacionales.

En ese contexto, el regionalismo abierto de la Concertación fue una demostración de inteligencia y realismo. Hasta el gobierno de Frei, funcionó como una estrategia geopolíticamente previsora, que nos anclaba en la región, sin ceder a la ilusión de que la historia había terminado. Desgraciadamente, su propio éxito comenzó a erosionarla. La participación exitosa en las ligas mayores trajo la pretensión, legítima, de convertirnos en puente para grandes negocios intercontinentales y transoceánicos. Pero —ahí estuvo el demonio de los detalles—, hizo olvidar que, simultáneamente, debíamos consolidar las bases vecinales de ese puente.

Formulariamente dicho, la apertura debilitó al regionalismo. Chile comenzó a apreciar mejor los indicadores Apec inmediatos, que la seguridad a plazo mediano y largo, hasta que despertamos con el fiasco del gasoducto. La crisis boliviana, con su crispación antichilena y su link peruano, vino a recordarnos que la racionalidad no es el factor dominante en las relaciones internacionales. Los gobiernos de La Paz —de mejor o peor grado—, subordinaron sus estrategias de desarrollo al objetivo oceanopolítico y catalizaron una simpatía vecinal y regional que afectó nuestra imagen global.

La llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, sumada al impacto del 11-S, fue otra señal adversa de la realidad. Contrariando las buenas intenciones de la Iniciativa para las Américas y el Consenso de Washington, el Presidente norteamericano repuso a América Latina en su viejo lugar subalterno, sin perjuicio de algunas discriminaciones positivas.

La alegría regional no vino

A partir de entonces, la región desde la cual debía hacerse nuestra política exterior, según el planteo original de Lagos, comenzó una dramática regresión. De eventual socio estratégico de los Estados Unidos, pasó a reconvertirse en zona de vigilancia y eventual confrontación. Agentes secretos y militares de la suporpotencia, que ya estaban operando en otros países, comenzaron a desplegarse alrededor de Bolivia y Venezuela.

Paralelamente, apoyado en el petróleo, el presidente venezolano Hugo Chávez emergió como el líder contestatario más poderoso. Hoy ejerce una importante influencia sobre líderes emergentes bolivianos, ecuatorianos y peruanos y trata de proyectarse hacia el Mercosur, donde está la gran masa geopolítica de la sub-región. Es muy posible, incluso, que llegue a ser miembro pleno de este grupo antes que Chile.

Como reacción lógica, en Washington vuelve a hablarse de ejes izquierdistas o revolucionarios, metiendo en un mismo saco a Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, Tabaré Vásquez, Alan García, Ollanta Humala y Daniel Ortega. Lula, es decir, Brasil, ante las dificultades para que se le reconozca liderazgo en la integración regional, mantiene abierta su ventana hacia el grupo de los 20, que colidera con la India. A Itamaraty no se le escapa que los Estados Unidos enfrentan graves dificultades económicas y que el futuro puede estar con los “gigantes del subdesarrollo”, liderados por China.

Este nuevo marco es singularmente problemático para Chile, porque, primero, es marginal a los principales organismos de integración regional y, segundo, le ha sido imposible amarrar una alianza estratégica con Brasil, que no resintiera sus vínculos con Argentina. A mayor abundamiento, la fuerza demostrada en Bolivia y el Perú por los líderes antisistema y eventualmente antichilenos, anuncia que la tregua vigente podría ser breve. Bastaría que el presidente Evo Morales cediera a la presión de la intransigencia condicionante —relaciones diplomáticas con Bolivia por cesión de soberanía territorial y marítima—, para que volviera la amenaza recurrente del aislamiento vecinal. En tal caso, la metáfora de nuestro país como el Israel de la región coexistiría con la incómoda posición del jamón en el sandwich: Chile entre los Estados Unidos y distintos “ejes izquierdistas”, que pueden comprender La Habana, Caracas, Buenos Aires, Lima y La Paz.

Hasta los supremacistas económicos entenderán que esto supone un alza del riesgo-país, puntos menos de crecimiento y la problematización del objetivo “Chile plataforma de inversiones”. Si a esto se suma el decaimiento de la economía global, que pronostican algunos expertos, sufriremos un impacto fuerte, correlativo a nuestra gran apertura: crecimiento bajo mínimos, presiones inflacionarias, aumento del desempleo y renacimiento de la lucha entre neokeynesianos y neoliberales. Este síndrome induciría una fuerte inquietud social y un realineamiento mucho más confrontacional de las fuerzas políticas internas.

Para enfrentar ese futuro, que está llegando, los chilenos tendremos que aferrarnos al siguiente silogismo:
- Dada nuestra realidad geopolítica, nunca podremos decir “adiós América Latina”.
- Por lo mismo, es temerario equilibrar la relación regional-vecinal con la relación con los grandes mercados extrarregionales.
- En definitiva, es un crimen de lesa seguridad nacional reconocer primacía a las relaciones económicas internacionales sobre las relaciones políticas internacionales.

Reingeniería diplomática

La presidenta Bachelet tendría que disponer una profunda reingeniería en el área de confluencia de las políticas exterior y de defensa. Para comenzar, habría que enriquecer las bases teóricas y empíricas de las mallas curriculares de la Academia Diplomática, para que contemplen:
- Conocimientos geopolíticos, generales y especiales.
- La reivindicación de las relaciones políticas como marco de las relaciones económicas.
- La reformulación de las bases políticas y económicas del regionalismo abierto.
- Los métodos conjuntos para enfrentar las contradicciones que promueven los Estados Unidos entre la integración y las distintas tesis sobre la materia que se bocetan desde América Latina
- Los criterios y métodos para reconocer el o los liderazgos en una estrategia integracionista sudamericana.
- La reconsideración del dogma de la bilateralidad en el conflicto con Bolivia
- La exploración de una política común chileno-peruana, sobre la aspiración marítima de Bolivia.
- La posibilidad de reconducir la pretensión de redelimitación marítima del Perú hacia una política integracionista sobre recursos del mar.
- Las eventuales contrapartidas para una estrategia integracionista de la triple frontera, que comprenda los recursos del mar y el gas natural.
- Las pautas de comportamiento diplomático y económico, relacionadas con el apoyo a la reivindicación argentina de las islas Malvinas.
- Una estrategia de análisis y debate sobre los factores culturales que nos unen y separan.
- Una estrategia de docencia presidencial sobre todos los factores señalados.

Esta ampliación de horizontes permitirá, por una parte, reconocer a la Cancillería como el principal actor orgánico-civil de la seguridad nacional. Por otra parte, permitirá focalizar el poder presidencial en políticas públicas orientadas a democratizar la política exterior, coordinar la diplomacia con la estrategia, relativizar los dogmas tecnocráticos, rectificar comportamientos arrogantes y xenofóbicos en la sociedad, privilegiar los componentes culturales de la integración, identificar puntos de docencia a nivel nacional y reconocer que la razón jurídica siempre es imprescindible... pero no siempre es suficiente.

Reingeniería militar

Las Fuerzas Armadas, tras la gestión de Bachelet y bajo el mando de jefes renovados e ilustrados, demostraron estar aptas para asumir ese “profesionalismo militar participativo” consagrado en la reciente Ordenanza General del Ejército.

Ese talante participativo permite reconocerlas como un sólido y disciplinado instrumento de nuestra política internacional. El general Cheyre lo tenía claro, previamente, cuando sostuvo que su arma “es uno de los medios de la política exterior de Chile”. A mayor abundamiento, él ya aceptaba que, en un mundo globalizado, la soberanía no es un valor absoluto y valoraba la integración y la colaboración en lo regional.

Son señales de que, sin desaparecer, la disuasión puede disminuir su ponderación en la seguridad nacional, en beneficio del integracionismo. Es explicable que sea así pues, en materia de relaciones vecinales, nuestras Fuerzas Armadas experimentaron el escarmiento insuperable de la vida.. Bajo el mando político y militar de Pinochet, Chile sufrió no sólo el mayor aislamiento político de su historia. También experimentó las mayores amenazas del siglo XX: por dos veces, durante los años 70, hubo peligro de guerra.

Sobre la profesionalización de los actuales militares, baste decir que entre las metas institucionales del Ejército está el bilingüismo total. Ya cuenta con casi 10 mil efectivos que acreditan más de un 50 por ciento de dominio del inglés. Entre otros avances, esto le permite presentarse, en su folletería institucional, como una fuerza “exportadora de paz”, en relación con sus misiones en Haití, India-Pakistán, Medio Oriente, Kosovo, Afganistán, Bosnia y Chipre.

A mayor abundamiento, según cifras de 2004, su planta de oficiales cuenta con 7 Ph D (doctores), 547 magister y 893 diplomados en diferentes disciplinas. Cheyre es doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Su sucesor, el general Oscar Izurieta Ferrer, es magister en Ciencia Política de la Universidad Católica y coautor —con el general Juan Carlos Salgado— de una tesis académica sobre las relaciones chileno-peruanas.

En lo fundamental, este nuevo panorama está favoreciendo la valoración castrense de los métodos, prácticas y costumbres que emplea la diplomacia profesional para prevenir y solucionar conflictos. Los generales hoy comprenden que la relación de los militares con los diplomáticos no es de competencia, sino de complementariedad. Correlativamente, los diplomáticos están aprendiendo que los militares no sólo deben ejercitarse en las técnicas y artes de la guerra.

Conclusión: Michelle Bachelet puede sonreír con un optimismo moderado. Es cierto que los años que vienen serán más escarpados, pero también es cierto que su gobierno podrá enfrentarlos con una mejor base de apoyo profesional.

Artículo publicado en la revista Mensaje, marzo-abril 2006.

José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 19 de Abril 2006



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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