Bitácora
(Publicado en La Segunda, 30.12.2011)
A casi 30 años de su guerra, Argentina y el Reino Unido inician una escalada de segunda generación respecto a las islas Malvinas. Sus efectos colaterales en la excelente relación argentino-chilena actual, son inevitables y complejos. Tanto, que los limitólogos se desconciertan si se les advierte que podrían afectarla –o infectarla- más que cualquier resultado sobre Campos de Hielo Sur.
Es que con el conflicto por las islas exhumado y una diplomacia británica jamás pasiva, la calidad de esa relación ya no dependerá de ajustes demarcatorios, rebaja de aranceles, extradiciones en trámite o de la mantención de la Fuerza de Paz Combinada “Cruz del Sur”. En lo fundamental, dependerá de un silogismo según el cual:
- Si Sebastián Piñera conversa con David Cameron sobre el aprovisionamiento de los isleños,
- y si Cristina Fernández conversa con Ollanta Humala sobre su demanda en La Haya y con Evo Morales sobre su aspiración marítima,
- el progreso de la relación Chile-Argentina será inversamente proporcional a la frustración de las expectativas del Reino Unido, Perú y Bolivia.
Dicho en difícil, la realidad geopolítica ha estructurado un sistema de expectativas, entre Argentina y Chile, que depende de las señales enviadas hacia esas terceras potencias. En versión maximalista, Chile emocionaría a los argentinos si cerrara Punta Arenas al comercio con los isleños. Argentina, por su lado, nos llenaría de satisfacción si reconociera nuestra frontera marítima con Perú y advirtiera a Bolivia que debe respetar el tratado de 1904.
Pero, en versión más aterrizada, la buena relación depende de conductas más cercanas al empate que al juego suma cero. Chile, con 200 connacionales trabajando en Las Malvinas, su excelente relación con el Reino Unido y una economía superabierta, hoy no está en condiciones de usar el comercio austral como instrumento de bloqueo. En cambio, sí puede negar apoyo logístico para la exploración o explotación británica de las reservas petroleras, en el mar de las islas y ratificar, en todos los foros, su solidaridad con la demanda argentina. De paso, es lo que hizo al adherir a la reciente medida del Mercosur, dirigida a negar servicios portuarios a los barcos con pabellón isleño.
Argentina, por su lado, no necesita disgustarse con Perú y Bolivia. Bastaría con que dejara de enviarles espaldarazos antagónicos con los intereses de Chile, como fue elogiar la vía jurídica seguida por Perú en La Haya, pactar la no desviación de “una molécula de gas boliviano” hacia Chile o intentar ofrecer su mediación, en Mercosur, respecto a la aspiración marítima de Bolivia.
Desgraciadamente, para demasiados argentinos hasta las variables minimalistas son impensables. Motivo: el rencor sin análisis por el apoyo logístico y de inteligencia que el general Augusto Pinochet dió a los británicos en 1982. El mismo que fuera astutamente agradecido, en 1999, por Margaret Thatcher y “detallado” por Sir Lawrence Freedman, a pedido de Tony Blair, en una sesgada historia oficial de la guerra.
Según esa percepción, se requiere un público acto de contrición chilena y, entremedio, medidas discriminatorias contra LAN. Por cierto, esto soslaya que la dictadura argentina de 1982 no era “el mejor amigo” de la dictadura chilena y que seguía pendiente el conflicto del Beagle. Como reconociera el protagónico general Martín Balza, la Junta Militar argentina quería combatir, simultáneamente, contra Chile y el Reino Unido.
Lo notable fue que, pese a ello, O’Higgins siguió abrazado con San Martín. El apoyo de Pinochet a Thatcher no escaló hacia una “alianza estratégica” y Chile mantuvo su reconocimiento a la argentinidad de las Malvinas. La buena historia pudo más.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850