Bitácora
LA HABANA QUE QUISIMOS TANTO
José Rodríguez Elizondo
Entre el 7 y el 14 de octubre de este año cumplí mi muy diferido deseo de conocer La Habana. Todavía estaba Fidel Castro in situ, aunque se notaba poquísimo. Como subproducto del viaje compuse una especie de vistazo de turista con adiestramiento de reportero. Una versión resumida fue publicada, con todo esmero , en la revista Cosas del 9 de diciembre. A continuación va la versión completa, porque no quise renunciar a ciertas observaciones de detalle, que completan el notable cuadro que percibimos con mi esposa.
A comienzos de octubre un amigo médico con buen diagnóstico me dijo que yo estaba trabajando mucho. Quizás quiso decirme que estaba escribiendo demasiado. Me recetó una semana en un lugar donde no leyera diarios, me desconectara del celular, la tele fuera inmirable, no recibiera promoción comercial y caminara kilómetros. “No basta con hacer pilates dos horas a la semana”, sintetizó. Yo asumí la receta y mi esposa, como siempre, asumió la ejecución. Arregló la parte logística y en cuestión de días estábamos en La Habana. Tras estudiar el tema, ambos entendimos que era el lugar indicado. Además, alcanzaríamos a conocerlo antes de que se fuera Fidel Castro
LINDA ERA CUBA
Al inicio de los años 60 La Habana fue mi ciudad soñada, por su alegría musical, su revolución “con pachanga” (con juerga) y el desparpajo de Fidel Castro y sus barbudos. En los medios se hablaba de un líder que descolocaba a los Estados Unidos y de dirigentes con colorido. Todos muy distintos a los grises funcionarios del socialismo real.
En 1969 estuve a punto de cumplir mi sueño tras aterrizar en su aeropuerto, pero hasta ahí no más llegué. Viajaba a Arica con colegas académicos en un vuelo LAN secuestrado y el capitán de la aeronave no nos autorizó un tour rápido por la ciudad. Lo maldije bastante, aunque después nos compensó a todos con una corrida de whisky.
Casi medio siglo después, instalado en el Hotel Iberostar, me dispongo a contrastar esa visión romántica con lo que hoy luce como un melancólico fin de fiesta: los barbudos se afeitaron, el son (casi) se fue de Cuba y Castro es un ícono nonagenario que se muestra con cuentagotas. Incluso veo posters con la sonriente efigie de Barack Obama y muchachos (as) con poleras y vestidos que reproducen la bandera de los Estados Unidos.
Dado que estoy en modo descanso, no haré mis pesquisas grabadora en mano, sino como turista que sabe sacarle verdades a la calle. Mi calle concreta serán los empleados del hotel, vendedores de artesanía, marchantes de arte, guías y taxistas de diversas especies, casi todos profesionales universitarios. Además, incluiré un par de diplomáticos, que siempre saben algo de cualquier cosa.
EL SON NO SE FUE DEL TODO
Es cierto que la revolución se operó de la pachanga, tras el cierre de los cabarets que describía Guillermo Cabrera Infante y el exilio de monstruos como Fernando Albuerne, Celia Cruz y Olga Guillot. Sin embargo, el son no se fue del todo. Se quedó, pero no para alegrar noches bohemias junto al mar, sino como recurso de sobrevivencia para artistas por cuenta propia.
Los cantantes y músicos hoy son animadores de los tiempos gastronómicos y de piscina en los grandes hoteles y en cualquier lugar que garantice propinas en “cucs” (pesos cubanos convertibles). Por cierto, no saben hacerlo mal, pues llevan el ritmo en la sangre. Vi un grupo guaracheando en la medieval Fortaleza del Morro, lo que me recordó a ciertos desubicados artistas chilenos del metro.
Dos excepciones contrapuestas. Una, los estupendos viejitos del Buena Vista Social Club que, tras un golpe de cine de Wim Wenders, tuvieron un momento de gloria global. Gracias a ello mitigaron sus penurias locales y dan conciertos populares. La otra es La Tropicana, el night club emblemático y casi centenario, que sigue brindando una oferta gastronómica sofisticada y una gloriosa mezcla de vaudeville francés, ritmos caribeños y escenografía de musical norteamericano. Se mantiene porque –según el abogado que nos conduce en taxi- los ingresos que aporta al Estado tienen la ideología correcta.
Por cierto, compartimos mesa con dos gringos y al frente tuvimos a nueve japoneses (as) con sus fantásticas máquinas filmadoras.
ECONOMIA AL PASO
Si vas para La Habana, viajero, debes llevar euros y transformarlos en cucs, que valen casi lo mismo. Si llevas dólares, estos serán castigados en un 18 por ciento, así es que ni tontos. También está permitido que los autóctonos tengan cucs, con menos valor comparativo, pues deben comprarlos con pesos cubanos simples o dólares depreciados que les llegan desde Miami.
El sistema, más la disuasión de un castigo rápido y duro, prácticamente ha eliminado el “cambio negro”. Al mismo tiempo, ha potenciado la importancia de las remesas solidarias que envían los cubanos del exterior. Como dice la calle, “sobrevivimos porque casi todos tenemos parientes fuera”. Es de suponer que los cubanos sin parientes “gusanos” (exiliados, según el léxico castrista), son los que peor lo están pasando… salvo que tengan pitutos en el gobierno.
En paralelo, el fin de la subvención soviética y la crisis de Venezuela, han motorizado el turismo, ayudando a crear una cultura disfuncional a la ortodoxia estatista. El régimen ha creado una flota de taxis amarillos –casi todos made in China- para alquilarlos a particulares que los trabajan a su amaño. También ha autorizado a “taxear” a propietarios de descapotables norteamericanos de los años 50, cocheros de “victorias” y motoristas o triciclistas con acoplado, en versión cubana del rickshaw asiático.
La misma dinámica está convirtiendo algunos domésticos “paladares” en restoranes de excelente nivel. El San Cristóbal, con estilo similar al de nuestra Peluquería Francesa del barrio Yungay, se ha convertido en atracción internacional: mesas finamente dispuestas, baños de lujo y un decorado de objetos, muebles, íconos religiosos, retratos antiguos y fotos. Entre éstas, la prescriptiva de Castro, una de Celia Cruz y otra de Obama captada el día en que cenó allí (dateado por Beyoncé). El dueño, Carlos Cristóbal –un mulato alto y fornido que, según mi reporteo, fue cocinero militar en Angola- me la muestra con orgullo evidente.
Todos esos cuentapropistas son parte de un sector que busca espacio para sus emprendimientos. Uno quiere ampliar el paladar que instaló en su casa hace algunos meses. Otro está negociando un Plymouth remotorizado de 1952, por el cual le piden 40 mil dólares (me lo dice así para que dimensione el costo de esa reliquia). Un tercero me cuenta que, además del taxi estatal que alquila, es propietario de dos vehículos. Los está inscribiendo a nombre de distintos parientes, para obtener autorizaciones suplementarias.
Otro ítem turístico, es la venta de objetos de arte en locales del Estado. En uno de ellos llama la atención un cuadro que muestra la pared desconchada de un ruinoso edificio, de la cual cuelga un poster del Ché con la leyenda “la revolución es invencible”. Una de las vendedoras, que avalúa en 5.000 cucs “negociables” una hermosa pintura de tamaño medio, se resiste a darme el nombre del autor. Ante mi extrañeza, termina soltando “el secreto” y semiexplicando que en Cuba se busca impedir el trato directo entre compradores y artistas.
Un caso de marketing hipocritón es el del ron y los tabacos, que se venden en locales bien presentados. El del hotel muestra fotos de Winston Churchill, Sigmund Freud y Orson Welles, luciendo soberbios habanos. Para cuidar los equilibrios también exhibe una foto pequeña de Castro con el Ché Guevara, pero no fumando sino con metralletas. La explicación obvia es que el gobierno se ha plegado a la campaña mundial sobre el daño que hace el tabaco. Una pegatina del Minsap (Ministerio de Salud Pública) sobre una hermosa caja de cigarros, advierte al comprador: “Protege el ambiente de tu hogar, no fumes”.
Agrego que entre los hoteles, restoranes, taxis y turistas, circulan vendedores muy majaderos de cualquier cosa, muy impertinentes enganchadores para los transportistas y mendigos muy ancianos. También están las célebres “jineteras”, que no se me acercan pues mi esposa, caray, inspira mucho respeto.
BELLEZA Y PRECARIEDAD
Me lo advirtieron: La Habana es una ciudad cara, pero sus costos se compensan con el ahorro que implica la falta de tentaciones consumistas.
Eso facilita que uno descubra, caminando, la increíble belleza mar y verde de La Habana, con las impecables esculturas y monumentos que adornan sus plazas y calles. Vaya bendición, es un territorio libre de grafiteros. Además, cualquier paseo por el malecón, Habana Centro y Habana Vieja pone en contacto con una arquitectura variopinta de altura europea. Mención especial para el Museo de Bellas Artes, el Teatro Nacional, la Fortaleza del Morro, el Paseo del Prado y un Capitolio clonado del de Washington, aunque un simpático nacionalista nos advierte que es seis centímetros más alto.
La mala noticia es que, si los paseantes se introducen a las callecitas de La Habana Vieja o Habana Centro, la belleza arquitectónica comienza a coincidir con el estado calamitoso de demasiados edificios. De algunos emana un cierto olor a cloaca y asoma la queja de sus moradores por los apagones frecuentes y los problemas con el abastecimiento de agua. Si un huracán pasara por ahí, pocos resistirían.
Mención aparte para las oriundas, en este rubro estético (y perdón si se estima como un machismo). Las hemos visto en el cine y en la tele, pero sucede que, en vivo y en directo, sus atributos y su garbo son superlativos: Además, ellas lo saben. Cuando comenté a una vendedora de ropa femenina (artesanal) lo que costaría a las mujeres de otros países llenar la parte posterior de sus productos, rió complacida y se palmoteó patrióticamente el trasero: “esto es el orgullo de las cubanas” me dijo. Agregó un dardo chovinista: “en Cuba todo es natural, aquí no usamos implantes como las venezolanas”.
PRESENCIA DE CHILE
Como Cuba es un país con más béisbol que fútbol, su calle no menciona a Vidal ni Alexis. Sólo tras el triunfo de “la roja” sobre Perú, un empleado del hotel parece enterado de que nuestros futbolistas no son malos.
También percibo una especie de reconocimiento con sorna: “ustedes no son como otros chilenos”, nos dice un taxista. Explica que suele conducir a jóvenes, implícitamente desubicados, que le hablan maravillas del régimen cubano. La observación me hace recordar a un exiliado chileno en la ex RDA, que recriminaba a los dueños de casa por no compartir su fervor por el régimen de Honecker.
Rescato una anécdota interesante en la Bodeguita del Medio, uno de los lugares donde Hemingway trasegaba litros de daiquiri. Según un informante agradecido, ese mítico bar sigue funcionando gracias a Salvador Allende. En una de sus visitas a La Habana, ya como Presidente de Chile, quiso volver a dicho bar, ignorando -o sin saber sabiendo- que el gobierno lo había clausurado, porque era un “antro de intelectuales”. Ante tan alto pedido, veloces funcionarios rehabilitaron el bar y el gobierno se resignó a que se convirtiera en un ícono turístico.
Mi penúltima experiencia con la nacionalidad me la proporciona, en el Parque Central, un mulato regordete y majadero, que opera como acarreador de turistas para medios de transporte. Ha reconocido mi acento y, para alejarlo, cometo el error de decirle que mejor hablemos al día siguiente. Ese día nos espera a la salida del hotel y no tengo más remedio que pedirle me deje en paz. Ante eso, opta por una funa unipersonal. Nos sigue cien metros hasta un bus turístico, proclamando a voz en cuello que todos los chilenos somos unos tales por cuales.
En ese mismo bus se produce mi último e insólito encuentro con la patria. Desde mi ventanilla descubro, a pocos metros, a una aguerrida compañera de curso de mi Facultad de Derecho. Está roja de ira y emite un sonoro CTM contra alguien. Suenan aplausos en su entorno. Para máxima coincidencia, sube al mismo bus y, todavía sin verme, informa en voz alta al conductor que un muchachón trató de robarle el celular. Me acerco por detrás y la sorprendo: “señora, deme los datos para informar a carabineros”.
Esto nunca debió suceder, pues mis amigos diplomáticos dicen que en La Habana la seguridad es plena.
NOTICIAS POCAS Y CON SESGO.
No hay quioscos con diarios y tampoco hay prensa disponible en el hotel. Sólo descubro un viejo ejemplar de Granma en la antesala de una masajista. Tras hojearlo, verifico que en vez de noticias contiene orientaciones políticas. Me recuerda la ironía sobre el diario oficial de la ex RDA: “Lea el Neues Deutchland, cada día trae una fecha distinta”
Como no leer diarios es parte del descanso, trato de informarme con la tele, pero en ella domina Telesur y el doctrinarismo burdo de Nicolás Maduro. “Camaradas y camarados” alcanzo a escucharle, en una versión creativa del tontorronazo “todas y todos”. Para no rendirme, compro en el hotel una tarjeta (8 cucs) que, teóricamente, me da acceso a una hora de internet, pero despilfarro 45 minutos tratando de obtener una señal. “Esta tarjeta es malísima”, le digo al encargado, quien me mira con una rara mezcla de tristeza y complicidad: “antes ni siquiera teníamos eso”, me informa.
Incorregiblemente, busco libros. En lo que debió ser la gran biblioteca del hotel hay una enorme estantería de madera fina… casi vacía. Tiene entre 4 y 6 libros por panel. Son de Marx, Lenin, Castro y el Ché, mezclados con textos de medicina, derecho, ingeniería, varios en ruso y un “Manual de negocios modernos” ¡de 1948! Me hace recordar que, según la historia, los conquistadores españoles prohibían las novelas en sus dominios de ultramar.
Los vendedores de libros viejos de la Plaza de Armas tienen un stock ligeramente más variado. Tras semblantearme, uno me sorprende mostrándome cuatro obras de Leonardo Padura. Su precio equivale al de esos mismos libros, nuevos y puestos en Chile.
LA REVOLUCIÓN EN EL MUSEO
Una revolución que dura medio siglo, sin abrirse al debate y a la alternancia, deja de ser revolución. Se convierte en un régimen conservador y los habaneros lo asumen sin teorizar. Recorriendo los barrios residenciales de El Vedado y Miramar, un guía nos asegura que ahí no viven cubanos ricos, como creen los turistas: “aquí no tenemos diferencias de clases, hay una sola, todos somos pobres” dice. ¿Y quiénes viven ahí? pregunto. Respuesta: “diplomáticos, altos cargos del gobierno, son casas que abandonaron los que se fueron cuando llegó Fidel”.
La calle, por su parte, ha resuelto la paradoja a su manera, estampando al Ché en todas las camisetas y souvenirs baratos. Su rostro, fijado por Korda, gana por goleada al de Castro en las tiendecitas y locales de artesanía. Se comprueba, así, que en el imaginario popular siempre prevalecerá el samurai que muere joven y en lo suyo, por sobre el que muta en gobernante vitalicio y sufre los naufragios de la vejez. Inevitablemente, el tema me inspira un par de caricaturas.
Para reencontrarme con el talante revolucionario debo buscarlo en el Museo de la Revolución, instalado en el que antes fuera palacio presidencial. Ahí ratifico, literalmente de entrada, la fusión inextricable entre el momentum épico y la personalidad avasallante de Castro. Lo primero que veo, al pagar los tickets (12 cucs), es un pedestal de mármol coronado por una gorra de bronce, que reproduce la que usara en un evento equis.
Las tres plantas del edificio exhiben objetos como los bototos que el líder usaba en la Sierra Maestra y una toga tipo mandarín chino que, supuestamente, usó en 1953 para emitir ante sus jueces su alegato “La historia me absolverá”. En paralelo, corre una exposición de periódicos, fotografías y documentos que destacan sus hazañas guerrilleras, sus audacias como gobernante y su liderazgo militar durante la invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles de 1962, Circunspectamente dicho, es una excelente muestra del culto administrativo al jefe. Muestras semejantes de devoción funcionaria vi en Moscú, respecto a Lenin y en China respecto a Mao.
Comparativamente marginal es el reconocimiento al Ché -cuyos bototos también se exhiben- y al estado mayor de Castro. Un gran recuadro muestra a las otras “personalidades de la revolución”, como su hermano Raúl, Wilma Espín (esposa de Raúl), Celia Sánchez y Camilo Cienfuegos. Quienes tenemos memoria sabemos que falta Haydée Santamaría, entonces con rango superior de heroína y luego directora-fundadora de la Casa de las Américas. Ella sólo aparece en fotos de a dos o grupales, tamaño estándar. Mi autoexplicación es que Haydée, cuyo pensamiento crítico se hizo progresivamente incómodo para Castro, terminó suicidándose un 26 de julio, día de la revolución. Es decir, le reventó la fiesta nacional al líder máximo.
Otra nota sobre el espíritu del museo es un recuadro con los rostros de los guerrilleros cubanos que acompañaron al Ché, en su aventura boliviana. Al pie de cada foto el nombre real, nombre de combate, fecha de nacimiento y muerte… excepto en la última de Daniel Alarcón (a) Benigno. En ésta se informa que nació en 1940 y, tras puntos suspensivos, se le estigmatiza como “traidor”. Castro no perdona
Postdata para este párrafo:
En la Casa de las Américas hay una Galería de Arte Haydée Santamaría. Es el mayor homenaje que percibí, pero nadie supo (o quiso) decirme quien era esa Haydée.
Alarcón fue uno de los tres guerrilleros que escaparon hacia Chile, desde Bolivia, en 1968 y que Allende tomó bajo su protección. Vuelto a Cuba se hizo disidente silencioso, logró exiliarse y luego acusó a Castro de haber traicionado al Ché.
EL HOMBRE NUEVO Y EL HOMBRE FRUSTRADO
De vuelta a Chile, en el desangelado aeropuerto habanero, imagino un Ché anciano como Castro y me pregunto si hoy podría sostener su vieja utopía del “hombre nuevo”. Ese revolucionario que vive con su fe al tope, dispuesto a enfrentar cualquier sacrificio, para “ponerse a la cabeza del pueblo que está a la cabeza de América”.
No eludo mi pregunta y me respondo que no, pues gran parte de ese pueblo parece parafrasear el célebre título de Milan Kundera según el cual “la vida está en otra parte”. Así lo reconoció Canek Sánchez Guevara, fallecido nieto del propio Ché, en una novela que dejó como legado. En ella define a Cuba castrista como “un disco rayado”, en el cual cada día es una repetición del anterior y la fe se confunde con el fanatismo.
Imagino que, en vez de ese hombre nuevo, lo que ahora existe es el hombre frustrado. Ese que, sin enfrentarse al régimen, viene de vuelta de su retórica. Magistralmente descrito por Padura, ha visto morir tantas promesas y esperanzas, que ahora sólo desea “un lugar en el mundo sin grandes responsabilidades históricas”.
Y no sigo imaginando más, pues debo enfrentar problemas con la prosaica policía de aduanas. El detector de metales me obliga a sacarme casi todas las prendas y los rayos equis denuncian que (mea culpa) llevo una hermosa botella de ron añejo en mi equipaje de mano. Me la requisan fríamente y sin enojo y, veinte metros más allá, una tienda de última oportunidad para turistas me la ofrece con precio recargado.
Resisto la tentación, en parte para autocastigarme y en parte porque ya se me acabaron los cucs. Alguien se quedará sin ese regalo.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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