Bitácora
Chile-Perú: Secuelas de una guerra
José Rodríguez Elizondo
La reciente encuesta de La Tercera, sobre las percepciones mutuas de peruanos y chilenos, confirma que, a 123 años del término de la Guerra del Pacífico, sus secuelas siguen marcando la agenda.
Mal quedamos, como sub-región, si asumimos que los europeos superaron muchos siglos de guerras –dos de nivel mundial-, para forjar una potente comunidad política, cultural y económica. Con una pizca de humor cínico podríamos decir que no apuntamos a esa meta, porque nuestro conflicto no fue lo bastante catastrófico. De paso, eso explicaría nuestro desconocimiento de la admirable sentencia del duque de Wellington, formulada desde el humo de Waterloo: “La victoria es la mayor tragedia del mundo, con excepción de la derrota”.
Sospecho que los códigos para entender el fenómeno están más cerca de la estrategia que de la diplomacia y, por lo mismo, podrían descifrarlos mejor los intelectuales de las armas. En esa línea, hasta diría que hicimos la guerra con la doctrina equivocada. Esa que, según Karl von Clausewitz, identificaba su objetivo con la derrota total del enemigo, condenando al vencedor a velar las armas para mantener su supremacía, mientras el perdedor aguardaba el turno de su revancha.
Desde esa doctrina sólo podía crearse una espiral de recelos. Pero, como los militares suelen ser conservadores, debió pasar medio siglo (y muchísimas guerras) para que el estudioso británico Basil Henry Liddell Hart enseñara al mundo que aquella fue “una doctrina para formar cabos, no generales”. Eso lo llevó a descubrir que, siendo la guerra un pésimo instrumento para solucionar conflictos, al menos debía servir para establecer una paz mejor a la que existía antes del enfrentamiento.
La nueva doctrina bélica, funcional al ideario de Woodrow Wilson, inspiró el Plan Marshall y se consagró con el derrumbe de la URSS, una de las dos mayores potencias militares del siglo XX. La estrategia, la política, la diplomacia y la inteligencia –en su primera acepción-, demostraron entonces, al mayor nivel posible, que podían darse victorias claras sin necesidad de incendiar el futuro.
Paz raquítica
Pero, claro, eso ni lo soñábamos en 1879. Mal podía el país del fin del mundo adelantarse al pensamiento estratégico que le llegaba desde los países centrales. Así, aunque alcanzamos a debatir si era necesario ocupar Lima para negociar la paz, el pensamiento dominante se impuso: había que hacerlo, para que la derrota del enemigo fuera total y negociáramos en consecuencia.
Si asumimos, a mayor abundamiento, que la negociación sólo terminó en 1929, podemos entender que el resultado fuera una paz raquítica. Y no podía ser de otro modo pues, durante un período similar al de toda la guerra fría, las heridas siguieron abiertas, algunas se gangrenaron y la diplomacia fue sólo una forma de administrar el statu quo. En definitiva, así como la paz de Versalles trajo la segunda guerra mundial, chilenos y peruanos hemos estado, al menos dos veces, al borde de reeditar una segunda versión de la guerra del Pacífico.
En lenguaje de encuesta, ésa es la base de sentimientos del 57 % de limeños que sigue considerándonos “enemigos naturales” y de ese 71 % para el cual “Chile está en deuda” con el Perú. Como contrapartida, un 70% de chilenos asume que no somos simpáticos para los peruanos y un 79% rechaza estar en deuda con ellos.
Lo decisivo es que, a partir de esa base, nuestro gobierno podría definir si sigue actuando como si el tiempo, las inversiones y el mercado bastaran para cicatrizar las heridas, o si enfrenta la realidad, elaborando políticas de corto, mediano y largo plazo, con dos objetivos básicos: Uno, detectar qué clase de deuda creen tener los peruanos contra nosotros, al margen de los diferendos vigentes. Dos, qué medidas podríamos tomar para amortizar esa deuda y, en definitiva, saldarla.
El gobierno anterior asumió la primera opción y fracasó. Sería hora, entonces, de que asumiéramos la segunda, para que la relación entre el Perú y Chile se oriente hacia la integración y deje de ser una tregua eventual entre dos guerras.
Artículo publicado originalmente en La Tercera.
Mal quedamos, como sub-región, si asumimos que los europeos superaron muchos siglos de guerras –dos de nivel mundial-, para forjar una potente comunidad política, cultural y económica. Con una pizca de humor cínico podríamos decir que no apuntamos a esa meta, porque nuestro conflicto no fue lo bastante catastrófico. De paso, eso explicaría nuestro desconocimiento de la admirable sentencia del duque de Wellington, formulada desde el humo de Waterloo: “La victoria es la mayor tragedia del mundo, con excepción de la derrota”.
Sospecho que los códigos para entender el fenómeno están más cerca de la estrategia que de la diplomacia y, por lo mismo, podrían descifrarlos mejor los intelectuales de las armas. En esa línea, hasta diría que hicimos la guerra con la doctrina equivocada. Esa que, según Karl von Clausewitz, identificaba su objetivo con la derrota total del enemigo, condenando al vencedor a velar las armas para mantener su supremacía, mientras el perdedor aguardaba el turno de su revancha.
Desde esa doctrina sólo podía crearse una espiral de recelos. Pero, como los militares suelen ser conservadores, debió pasar medio siglo (y muchísimas guerras) para que el estudioso británico Basil Henry Liddell Hart enseñara al mundo que aquella fue “una doctrina para formar cabos, no generales”. Eso lo llevó a descubrir que, siendo la guerra un pésimo instrumento para solucionar conflictos, al menos debía servir para establecer una paz mejor a la que existía antes del enfrentamiento.
La nueva doctrina bélica, funcional al ideario de Woodrow Wilson, inspiró el Plan Marshall y se consagró con el derrumbe de la URSS, una de las dos mayores potencias militares del siglo XX. La estrategia, la política, la diplomacia y la inteligencia –en su primera acepción-, demostraron entonces, al mayor nivel posible, que podían darse victorias claras sin necesidad de incendiar el futuro.
Paz raquítica
Pero, claro, eso ni lo soñábamos en 1879. Mal podía el país del fin del mundo adelantarse al pensamiento estratégico que le llegaba desde los países centrales. Así, aunque alcanzamos a debatir si era necesario ocupar Lima para negociar la paz, el pensamiento dominante se impuso: había que hacerlo, para que la derrota del enemigo fuera total y negociáramos en consecuencia.
Si asumimos, a mayor abundamiento, que la negociación sólo terminó en 1929, podemos entender que el resultado fuera una paz raquítica. Y no podía ser de otro modo pues, durante un período similar al de toda la guerra fría, las heridas siguieron abiertas, algunas se gangrenaron y la diplomacia fue sólo una forma de administrar el statu quo. En definitiva, así como la paz de Versalles trajo la segunda guerra mundial, chilenos y peruanos hemos estado, al menos dos veces, al borde de reeditar una segunda versión de la guerra del Pacífico.
En lenguaje de encuesta, ésa es la base de sentimientos del 57 % de limeños que sigue considerándonos “enemigos naturales” y de ese 71 % para el cual “Chile está en deuda” con el Perú. Como contrapartida, un 70% de chilenos asume que no somos simpáticos para los peruanos y un 79% rechaza estar en deuda con ellos.
Lo decisivo es que, a partir de esa base, nuestro gobierno podría definir si sigue actuando como si el tiempo, las inversiones y el mercado bastaran para cicatrizar las heridas, o si enfrenta la realidad, elaborando políticas de corto, mediano y largo plazo, con dos objetivos básicos: Uno, detectar qué clase de deuda creen tener los peruanos contra nosotros, al margen de los diferendos vigentes. Dos, qué medidas podríamos tomar para amortizar esa deuda y, en definitiva, saldarla.
El gobierno anterior asumió la primera opción y fracasó. Sería hora, entonces, de que asumiéramos la segunda, para que la relación entre el Perú y Chile se oriente hacia la integración y deje de ser una tregua eventual entre dos guerras.
Artículo publicado originalmente en La Tercera.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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