Blog de Tendencias21 sobre el paradigma de la modernidad en el cristianismo
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Desde hace ya bastantes años muchos teólogos católicos advirtieron que la idea del hombre, de acuerdo con los resultados de la ciencia moderna, era la que hemos expuesto en estos artículos. Por otra parte se era también consciente de la tradición “dualista” presente en la teología cristiana y, sobre todo, en la idea popular del “alma”. Por ello, ya desde hace algún tiempo muchos teólogos ilustrados se han esforzado en hacer resaltar que la teología cristiana sobre el hombre no está identificada sin más con la antropología dualista. Para ello han distinguido lo que constituye una interpretación filosófica sacada del mundo greco-escolástico, el dualismo (yo diría la hermenéutica greco-romana), y los principios teológicos esenciales que constituían la idea cristiana del hombre (yo diría el kerigma cristiano entendido como la doctrina de Jesús de la que la iglesia se sabe depositaria). Así, es hoy ordinario entre teólogos destacados decir que la teología cristiana sobre el hombre no es dualista. Sin embargo, como decíamos en los artículos anteriores de esta serie, tengo la impresión a) de que esta opinión de los teólogos ilustrados no siempre ha llegado a otros teólogos menos ilustrados, digamos, y además el dualismo todavía sigue extendido y dominante entre los creyentes populares, y b) de que la iglesia, aunque conoce, aprecia y tolera, las aportaciones de los teólogos ilustrados, no se ha esforzado demasiado por difundir con fuerza algo así como los “principios de una nueva antropología” y deja que las cosas se mantengan más o menos como siempre han estado, sobre todo en niveles populares.
En mi opinión, creo que lo que en realidad pasa es que se sigue en la política de las “adaptaciones ad hoc” y de la tendencia al “incompromiso hermenéutico”, ya que se sabe que lo que en el fondo habría que hacer es proceder a una reconstrucción global de la hermenéutica del kerigma cristiano en el mundo moderno, y esto se ve como una aventura que crea una angustia invencible para algunos, hasta el momento, que lleva a no remover demasiado las cosas y dejarlas con “prudencia” como están. Esto produce una cierta sensación de desconcierto, ya que nadie sabe con una cierta seguridad lo que se debe hacer para identificarse con el “sentir de la iglesia”. Unos siguen pensando que sólo el dualismo es, en uno u otro sentido, lo auténticamente “cristiano”, juzgando además duramente a quienes no van por la misma línea. Otros se esfuerzan por purificar el kerigma de todas las adherencias filosóficas, distanciándose por descontado del dualismo. Hay también quienes, entre los que creo contarme, consideran que la proclamación del kerigma exige algo más que un mantenimiento aséptico en el puro kerigma y que la iglesia, como siempre hizo, debería dirigir la búsqueda de la hermenéutica que conecte el kerigma con el logos de nuestro tiempo. Esta nueva hermenéutica no debería ser puntual sino integral y llevaría, tal como he podido argumentar en Hacia el Nuevo Concilio, hacia el gran concilio de nuestros tiempos que orientara el sentido del cristianismo en el mundo moderno.
En todo caso creo de interés dejar hablar aquí al menos a uno de los teólogos que, en los últimos años, se han esforzado en formular la idea del hombre que constituye la antropología teológica esencial. Me refiero a la obra de Luis Ladaria en el año 1987, entonces profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, titulada “Antropología Teológica”. Mucho mejor si se leyera la obra completa, porque aquí voy a reproducir sólo algunos de sus textos referidos a la idea teológica del hombre (no incluiré las notas que pueden verse en el original). La interpretación creo que se entenderá fácilmente porque los textos que citamos son muy amplios y los análisis de Ladaria pueden seguirse perfectamente y son muy claros.
No obstante quiero hacer alguna observación inicial. 1) Ladaria insiste en que el punto de vista teológico no implica una determinada filosofía, aunque sea verdad que a lo largo de la historia se haya hecho uso de las filosofías propias de cada tiempo. 2) El dualismo influyó sin duda en la teología católica, pero ésta no está identificada con él. 3) Igualmente Ladaria no defiende una determinada forma de antropología moderna, ni considera que fuera apta para sustituir las filosofías antiguas. Estas cuestiones no las aborda. 4) Ladaria insiste positivamente en lo que constituye la idea estrictamente teológica del hombre que la iglesia ha querido mantener a lo largo de los siglos, más allá de las influencias filosóficas que hayan podido dejar su huella (nosotros diríamos que Ladaria trata de expresar la esencia del kerigma que la iglesia ha querido transmitir, consciente de que debe proclamar la doctrina de Jesús de la que se siente depositaria y que, como tal, no está constituida por una filosofía). Por ello Ladaria señala perfectamente las tendencias esenciales que ha mostrado la teología católica, aun dentro de las diversas influencias hermenéuticas (filosóficas) a las que se ha visto sometida en las diversas épocas. 5) Ladaria afirma positivamente que la esencia de la doctrina cristiana es, primero, la idea unitaria del ser humano como creatura y el valor integral del hombre en todas sus dimensiones. 6) Segundo que la condición “espiritual” del hombre en sentido teológico, que le abre a la dimensión trascendente de lo divino, deriva de una llamada especial a todo hombre, que forma parte de nuestra condición creatural y que se manifiesta en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el interior del espíritu del hombre. 7) Por ello la “condición espiritual” de que habla la teología católica, por fundarse en esta llamada de Dios, no depende de una determinada “ontología filosófica” que le sea propia y que permitiera distinguir entre una parte inferior y superior del hombre. 8) Esta llamada de Dios al hombre unitario situado en la historia real es también el fundamento para confiar en la salvación, la inmortalidad del alma espiritual, que hará perdurar la vida humana más allá de la muerte.
No obstante quiero hacer alguna observación inicial. 1) Ladaria insiste en que el punto de vista teológico no implica una determinada filosofía, aunque sea verdad que a lo largo de la historia se haya hecho uso de las filosofías propias de cada tiempo. 2) El dualismo influyó sin duda en la teología católica, pero ésta no está identificada con él. 3) Igualmente Ladaria no defiende una determinada forma de antropología moderna, ni considera que fuera apta para sustituir las filosofías antiguas. Estas cuestiones no las aborda. 4) Ladaria insiste positivamente en lo que constituye la idea estrictamente teológica del hombre que la iglesia ha querido mantener a lo largo de los siglos, más allá de las influencias filosóficas que hayan podido dejar su huella (nosotros diríamos que Ladaria trata de expresar la esencia del kerigma que la iglesia ha querido transmitir, consciente de que debe proclamar la doctrina de Jesús de la que se siente depositaria y que, como tal, no está constituida por una filosofía). Por ello Ladaria señala perfectamente las tendencias esenciales que ha mostrado la teología católica, aun dentro de las diversas influencias hermenéuticas (filosóficas) a las que se ha visto sometida en las diversas épocas. 5) Ladaria afirma positivamente que la esencia de la doctrina cristiana es, primero, la idea unitaria del ser humano como creatura y el valor integral del hombre en todas sus dimensiones. 6) Segundo que la condición “espiritual” del hombre en sentido teológico, que le abre a la dimensión trascendente de lo divino, deriva de una llamada especial a todo hombre, que forma parte de nuestra condición creatural y que se manifiesta en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el interior del espíritu del hombre. 7) Por ello la “condición espiritual” de que habla la teología católica, por fundarse en esta llamada de Dios, no depende de una determinada “ontología filosófica” que le sea propia y que permitiera distinguir entre una parte inferior y superior del hombre. 8) Esta llamada de Dios al hombre unitario situado en la historia real es también el fundamento para confiar en la salvación, la inmortalidad del alma espiritual, que hará perdurar la vida humana más allá de la muerte.
Javier Monserrat
Jueves, 16 de Junio 2011
Comentarios
¿Cuál es entonces la ontología moderna y cómo desde ella podemos hoy abordar una hermenéutica apropiada del kerigma cristiano? Ya vimos en el artículo (I) de esta serie sobre “ontología del universo y hermenéutica cristiana” que la hermenéutica antigua produce hoy problemas evidentes que dificultan una proclamación potente y eficaz del kerigma cristiano. En el artículo (II) dijimos que, ante la inviabilidad del paradigma antiguo, la lógica de la creencia cristiana debía conducir a la iglesia a comprometerse en la búsqueda de una nueva hermenéutica. A nuestro entender, no tenía sentido que la iglesia se replegara sobre sí misma, angustiada por tener que abandonar una manera de pensar ya superada por la historia, pretendiendo salir del paso por las tímidas “adaptaciones ad hoc” y por el mantenimiento del “incompromiso hermenéutico”, dando la impresión de que nada tiene por qué cambiar y eludiendo la tarea cristiana de afrontar la nueva hermenéutica demandada por nuestro tiempo. En (II) delimitamos en qué debería consistir la actitud de la iglesia: sin prejuzgar su resultado, dirigir el proceso abierto de discusión sobre el mundo moderno orientado a encontrar la forma hermenéutica correcta para proclamar el kerigma cristiano ante la sociedad actual. Sin duda que las aportaciones de filósofos y teólogos serían enriquecedoras para el proceso de reflexión abierto que la iglesia debería dirigir. En este artículo III, en el siguiente, IV, abordamos en concreto, ciñéndonos a la idea del hombre, los perfiles de la nueva hermenéutica a que debería conducir la nueva imagen de la ontología del universo.
En concreto pienso, sin creer obviamente que haya dicho la última palabra, cosa que sería una ingenuidad, que mi propuesta argumentada en Hacia el Nuevo Concilio es una reflexión de altura sobre la imagen científico-filosófica y socio-política de la realidad en la modernidad y sobre la alternativa hermenéutica que desde ella se hace posible para entender con mayor profundidad y proclamar el kerigma cristiano. La verdad no conozco que existan otras propuestas que sean comparables a la mía en densidad argumentativa. Pero sería deseable que surgieran, de tal manera que ante una “proliferación de propuestas”, en el sentido epistemológico de Feyerabend, la iglesia misma pudiera dirigir el proceso reflexivo que, a mi juicio, debiera concluir en el nuevo concilio. Sin embargo, ¿qué es entonces la ontología moderna? ¿Cómo y por qué nos lleva a una nueva hermenéutica del kerigma cristiano? En este artículo (III) queremos ofrecer consideraciones más concretas que respondan estas preguntas. Si hasta ahora (en I y II) hemos estado, como se dice, “afilando el cuchillo”, ahora (en III) ha llegado el momento de que “entremos a cortar”. Por último, en un cuarto artículo de esta serie (IV) nos referiremos a la antopología teológica, siguiendo al teólogo Luis Ladaria, y podremos entender que la hermenéutica del kerigma a que nos lleva la ciencia actual está, en efecto, muy cerca de cuanto debe defenderse desde el punto de vista de una teología católica.
En el fondo, cuanto debemos exponer aquí ha sido tratado ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio. La obra en su conjunto es una respuesta argumentada a lo que debería ser la nueva hermenéutica moderna. Aquí, evidentemente, no se trata de repetir lo allí argumentado en toda su amplitud, sino de insistir en un punto muy concreto que, por mi propia experiencia, tiene un valor crucial para muchos. Me refiero a la constitución humana. A la pregunta qué es el hombre; o sea, cuál es su ontología real dentro de la ontología del universo. En terminología más cristiana preguntaríamos qué es el hombre dentro del universo creado: cómo ha creado Dios al hombre, cómo lo ha hecho en el marco de la forma general en que ha creado el universo. El hecho es que la hermenéutica antigua greco-romana llegó a imponer en la cultura cristiana una imagen dualista del hombre fundada en las filosofías antiguas de origen griego, interpretadas después por la escolástica. Pero el hecho es que el mundo moderno ofrece una imagen monista y evolutiva de la realidad, y también del hombre. ¿Qué es el hombre? Desde la imagen moderna del hombre, si aceptamos los resultados de la ciencia en la modernidad, ¿es posible entender el kerigma cristiano? Creemos que sí, y vamos a exponerlo. En el artículo IV, la consideración de los principios de antropología teológica, según el teólogo Luis Ladaria, nos permitirán valorar de nuevo las ideas aquí propuestas.
En el fondo, cuanto debemos exponer aquí ha sido tratado ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio. La obra en su conjunto es una respuesta argumentada a lo que debería ser la nueva hermenéutica moderna. Aquí, evidentemente, no se trata de repetir lo allí argumentado en toda su amplitud, sino de insistir en un punto muy concreto que, por mi propia experiencia, tiene un valor crucial para muchos. Me refiero a la constitución humana. A la pregunta qué es el hombre; o sea, cuál es su ontología real dentro de la ontología del universo. En terminología más cristiana preguntaríamos qué es el hombre dentro del universo creado: cómo ha creado Dios al hombre, cómo lo ha hecho en el marco de la forma general en que ha creado el universo. El hecho es que la hermenéutica antigua greco-romana llegó a imponer en la cultura cristiana una imagen dualista del hombre fundada en las filosofías antiguas de origen griego, interpretadas después por la escolástica. Pero el hecho es que el mundo moderno ofrece una imagen monista y evolutiva de la realidad, y también del hombre. ¿Qué es el hombre? Desde la imagen moderna del hombre, si aceptamos los resultados de la ciencia en la modernidad, ¿es posible entender el kerigma cristiano? Creemos que sí, y vamos a exponerlo. En el artículo IV, la consideración de los principios de antropología teológica, según el teólogo Luis Ladaria, nos permitirán valorar de nuevo las ideas aquí propuestas.
Por la proclamación en la historia del kerigma cristiano quiso siempre la iglesia dar testimonio de las palabras y de los hechos de Jesús. Al proclamar el kerigma la iglesia era consciente de ser depositaria de una doctrina revelada que, como tal, no podía ser falsa. Pero el autor de esa revelación, Jesús, el Cristo, el Mesías, el Verbo encarnado del Dios Trinitario, había explicado el designio creador de Dios en la naturaleza, en la vida y en el hombre. Por consiguiente, la Voz del Dios de la Revelación debía ser congruente con la forma en que Dios había creado la naturaleza, la vida y el hombre. La Voz del Dios de la Revelación debía ser congruente con la Voz del Dios de la Creación. Por eso la teología antigua trató de iluminar el entendimiento del designio divino – la forma de la Creación – por medio de la razón filosófica que describía cómo de hecho era la Creación obrada por Dios. Así nació en la teología un lento y complejo proceso hermenéutico que condujo a constituir el paradigma greco-romano. Este derivó a una interpretación teocéntrica de la posición del hombre ante Dios y a una interpretación teocrática, congruente con el teocentrismo, que expresaba la forma de entender el orden social a partir de la idea de Dios. Este paradigma, tal como he defendido en Hacia el Nuevo Concilio, ha durado veinte siglos y todavía está presente de forma difusa en la iglesia católica.
Sin embargo, no eran lo mismo el kerigma cristiano y su hermenéutica en el paradigma greco-romano. Pero el hecho histórico es que llegaron a entreverarse de forma muy estrecha. Así, la ontología antigua fue comentada en mi artículo anterior “Ontología del universo y hermenéutica cristiana (I)”, del que éste es continuación (y que concluiremos con otros dos artículos). Es también un hecho histórico no menos evidente que la imagen filosófica antigua del universo ha ido cambiando de manera continua y rigurosa desde el renacimiento, cuando comienza el movimiento histórico que hoy conocemos como modernidad. La forma real de la naturaleza creada por Dios –el universo, la materia, la vida, el hombre y la sociedad– no son hoy entendidos como lo eran en el paradigma greco-romano. Por consiguiente, la teología debería cambiar la forma de entender cómo es realmente el mundo creado por Dios: cómo es, en definitiva, la Voz del Dios de la Creación. Y este cambio debería llevarla a configurar una nueva hermenéutica: una nueva manera de entender la iluminación mutua, bidireccional, entre la Voz del Dios de la Revelación y la Voz del Dios de la Creación. Una nueva hermenéutica a la que, en principio, cabría atribuir mayor profundidad en la iluminación de la significación real del kerigma cristiano.
El temor al cambio y el anclaje en el desconcierto
¿Se plantea por ello algún problema a la teología cristiana, es decir, a su obligación de proclamar el kerigma cristiano del que la iglesia se sabe depositaria? Creemos que en absoluto. De acuerdo con el sentido de la teología cristiana, ¿acaso no es correcta la distinción entre kerigma y hermenéutica? ¿Es incorrecto pensar que los presupuestos hermenéuticos sean dependientes de la evolución del conocimiento humano y que puedan ser por ello erróneos y deficientes en muchos sentidos? ¿Acaso no es posible que la hermenéutica fundada en los principios del paradigma greco-romano pudiera llegar a deber ser revisada ante el avance del conocimiento en la historia? ¿Es posible en teología cristiana atreverse a establecer algún tipo de vinculación esencial entre el kerigma y la hermenéutica greco-romana, en general o en alguno de sus sistemas como el platónico, el aristotélico o el escolástico en alguna de sus escuelas? ¿Existe algún problema teológico en afirmar que el kerigma cristiano puede y debe ser reinterpretado a la luz del avance del conocimiento en la historia, a medida que este nos permite conocer mejor cómo es realmente el mundo creado por Dios? ¿Acaso no es correcto en teología decir que la inerrancia que la iglesia cree tener en la proclamación del kerigma no puede ser extendida a las hermenéuticas que lo han explicado en los diferentes momentos históricos? ¿Hay algún tipo de problema teológico en considerar que la iglesia haya cargado con las deficiencias de sistemas hemenéuticos del pasado, y que incluso haya sido arrastrada por alguno de sus errores (vg. algunas concepciones dualistas del hombre o de la manera de entender el universo creado en el paradigma antiguo)? ¿Hay algún problema en que la iglesia haya asumido hermenéuticas deficientes e incluso errores que de ellas dependían? ¿Hay algún problema en que la iglesia lo reconozca de forma clara y explícita? Hablar con claridad, aceptar las deficiencias hermenéuticas del pasado y reinstalar la hermenéutica cristiana en la cultura de cada tiempo histórico, ¿no es incluso, más bien, una obligación de la conciencia moral cristiana que debe proclamar sin entorpecimientos el contenido real del kerigma cristiano?
Por consiguiente, ante el hecho histórico incuestionable de la nueva imagen de la realidad en el paradigma moderno, muy distinto del paradigma antiguo, ¿cuál debe ser la posición correcta de la iglesia, es decir, su actuación conforme a la obligación moral cristiana de hacer presente y proclamar en la historia el kerigma cristiano con el mayor nivel de calidad teológica posible?
El temor al cambio y el anclaje en el desconcierto
¿Se plantea por ello algún problema a la teología cristiana, es decir, a su obligación de proclamar el kerigma cristiano del que la iglesia se sabe depositaria? Creemos que en absoluto. De acuerdo con el sentido de la teología cristiana, ¿acaso no es correcta la distinción entre kerigma y hermenéutica? ¿Es incorrecto pensar que los presupuestos hermenéuticos sean dependientes de la evolución del conocimiento humano y que puedan ser por ello erróneos y deficientes en muchos sentidos? ¿Acaso no es posible que la hermenéutica fundada en los principios del paradigma greco-romano pudiera llegar a deber ser revisada ante el avance del conocimiento en la historia? ¿Es posible en teología cristiana atreverse a establecer algún tipo de vinculación esencial entre el kerigma y la hermenéutica greco-romana, en general o en alguno de sus sistemas como el platónico, el aristotélico o el escolástico en alguna de sus escuelas? ¿Existe algún problema teológico en afirmar que el kerigma cristiano puede y debe ser reinterpretado a la luz del avance del conocimiento en la historia, a medida que este nos permite conocer mejor cómo es realmente el mundo creado por Dios? ¿Acaso no es correcto en teología decir que la inerrancia que la iglesia cree tener en la proclamación del kerigma no puede ser extendida a las hermenéuticas que lo han explicado en los diferentes momentos históricos? ¿Hay algún tipo de problema teológico en considerar que la iglesia haya cargado con las deficiencias de sistemas hemenéuticos del pasado, y que incluso haya sido arrastrada por alguno de sus errores (vg. algunas concepciones dualistas del hombre o de la manera de entender el universo creado en el paradigma antiguo)? ¿Hay algún problema en que la iglesia haya asumido hermenéuticas deficientes e incluso errores que de ellas dependían? ¿Hay algún problema en que la iglesia lo reconozca de forma clara y explícita? Hablar con claridad, aceptar las deficiencias hermenéuticas del pasado y reinstalar la hermenéutica cristiana en la cultura de cada tiempo histórico, ¿no es incluso, más bien, una obligación de la conciencia moral cristiana que debe proclamar sin entorpecimientos el contenido real del kerigma cristiano?
Por consiguiente, ante el hecho histórico incuestionable de la nueva imagen de la realidad en el paradigma moderno, muy distinto del paradigma antiguo, ¿cuál debe ser la posición correcta de la iglesia, es decir, su actuación conforme a la obligación moral cristiana de hacer presente y proclamar en la historia el kerigma cristiano con el mayor nivel de calidad teológica posible?
En nuestra opinión, una de las tareas más importantes que tiene pendiente todavía el mundo cristiano es entender y proclamar su kerigma teológico de acuerdo con la idea que hoy tenemos del mundo real. Idea que no es trivial porque el mundo real creado por Dios no es el mundo conocido en otras épocas, sino el mundo que hoy conocemos, entre otras cosas, tras el ingente y serio proceso de investigación en la ciencia moderna. La ontología del universo es así la “forma de ser real” del universo creado por Dios. Por ello, la obra del Dios de la Creación –tal como hoy la podemos conocer– es el punto de partida para entender cuál es el plan divino que, para los creyentes, se ha manifestado en lo que hemos llamado la Voz del Dios de la Revelación. La obra de Dios en la Creación es el punto de apoyo fundamental para saber cómo debemos proclamar hoy ante el mundo el kerigma cristiano. En este artículo (en dos partes, I y II) quiero referirme sólo a algunos aspectos concretos de la ontología antigua (la que debería ser superada) para compararlos con la ontología real del mundo que hoy nos descubre la ciencia moderna. Hay quienes piensan que ciertos contenidos del kerigma cristiano (o de la dogmática cristiana) sólo pueden ser entendidos desde el paradigma antiguo. En otras palabras: que la imagen moderna de la realidad no es compatible con ciertos contenidos de la dogmática cristiana (por ejemplo, con lo que hasta el momento se ha entendido por “alma” en el mundo cristiano). Sin embargo, debemos decir que no es así, y debemos razonarlo (sólo con algunos perfiles en este artículo, aunque se puede ver todo con mayor amplitud en Hacia el Nuevo Concilio).
La ontología moderna no sólo es perfectamente compatible con el kerigma íntegro del cristianismo, sino que nos permite entenderlo con mucha mayor fuerza y profundidad. ¿Qué sentido tiene entonces que la iglesia siga difusament en el mundo antiguo, sin afrontar la responsabilidad que le incumbe, a saber, la de proclamar el kerigma cristiano, con el nivel de calidad explícita que cada época impone, desde dentro de nuestra imagen real de la obra del Dios de la Creación? ¿Por qué la iglesia, que sabe perfectamente que lo antiguo no es sostenible, apenas se atreve a conceder ciertas “adaptaciones ad hoc”, discretas, incompletas y parsimoniosas, que sólo llegan a algunos teólogos y que son ignoradas por la mayoría de los creyentes cristianos que se sumen penosamente en el desconcierto de verse irremediablemente en un mundo que no entienden y que, en el fondo, la iglesia no les ayuda a entender?
El problema es que el cristianismo creó desde muy antiguo –desde su mismo nacimiento histórico cuando tras la muerte de Jesús se extendió en el Imperio Romano– una hermenéutica, o sea, una manera de entender el kerigma, a partir de la idea del universo que entonces se tenía. Era la filosofía del tiempo antiguo. Esta hermenéutica dio lugar a lo que hemos llamado el paradigma greco-romano que poco a poco fue imponiéndose. Pero el cristianismo distinguió siempre entre el kerigma y su hermenéutica (como se ve ya en la patrística más antigua). Era consciente de que, por una parte, el kerigma era el mensaje revelado y permanente de Jesús que se debía custodiar y de que, por otra parte, la hermenéutica, en cambio, aunque resultara en su momento enriquecedora y útil, era transitoria, superable y sometida a la evolución de la historia. El kerigma revelado por Jesús que la iglesia debía transmitir no podía ser falso y nos daba la verdadera imagen del universo y del hombre; la hermenéutica, en cambio, era distinta ya que podía contener los errores e insuficiencias propias de un pensamiento condicionado por la historia. El criterio para sancionar la necesaria evolución de la hermenéutica (pasando desde lo antiguo a lo moderno) era la misma iglesia, tal como nos dice la fe, “asistida” por el Espíritu de Dios para profundizar en el contenido del kerigma cristiano en la historia (esto es, profundizar en el contenido dogmático-kerigmático de la misma fe). Todos estos aspectos han sido explicados ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio.
Es un hecho que la iglesia se movió durante siglos desde una hermenéutica greco-romana, que aportaba un marco claramente dualista que se extendió a la conciencia popular cristiana. La iglesia sabía desde el principio que el kerigma no se identificaba sin más con la hermenéutica antigua. Los teólogos modernos han sabido reconstruir con matices muy finos lo que decía la fe cristiana, su esencia, y lo que constituía la hermenéutica greco-romana. Pero la hermenéutica ha estado ahí, ha llegado a la conciencia popular cristiana y sigue dando un sesgo rígidamente dualista a una gran parte de los teólogos de corte conservador. Al decir que la iglesia debe reinterpretar el kerigma desde “la imagen del mundo real que nos ofrece la ciencia” entendemos que se tratará sólo de una nueva hermenéutica. Lo esencial de la teología cristiana seguirá siendo siempre, en efecto, el kerigma. Pero hacerlo inteligible es entenderlo desde una hermenéutica referida con toda claridad a la imagen actual del hombre en el universo. No se trata de reducir el kerigma a esa nueva hermenéutica (como tampoco se podía reducir a la hermenéutica antigua greco-romana). Pero seguir instalados en un punto de referencia hermenéutico cuyo fondo sea, aunque matizado, el mundo antiguo, manteniéndolo de una forma difusa, sólo crea en el mundo cristiano la desorientación a que voy a referirme. De ahí mi propuesta de que la iglesia debería reinstalarse de forma explícita en el nuevo marco de referencia que nos crea la ontología moderna (aunque dintinguiéndola del kerigma como tal y presentándola, claro, está como la hermenéutica que nos es posible desde nuestro tiempo).
El problema es que el cristianismo creó desde muy antiguo –desde su mismo nacimiento histórico cuando tras la muerte de Jesús se extendió en el Imperio Romano– una hermenéutica, o sea, una manera de entender el kerigma, a partir de la idea del universo que entonces se tenía. Era la filosofía del tiempo antiguo. Esta hermenéutica dio lugar a lo que hemos llamado el paradigma greco-romano que poco a poco fue imponiéndose. Pero el cristianismo distinguió siempre entre el kerigma y su hermenéutica (como se ve ya en la patrística más antigua). Era consciente de que, por una parte, el kerigma era el mensaje revelado y permanente de Jesús que se debía custodiar y de que, por otra parte, la hermenéutica, en cambio, aunque resultara en su momento enriquecedora y útil, era transitoria, superable y sometida a la evolución de la historia. El kerigma revelado por Jesús que la iglesia debía transmitir no podía ser falso y nos daba la verdadera imagen del universo y del hombre; la hermenéutica, en cambio, era distinta ya que podía contener los errores e insuficiencias propias de un pensamiento condicionado por la historia. El criterio para sancionar la necesaria evolución de la hermenéutica (pasando desde lo antiguo a lo moderno) era la misma iglesia, tal como nos dice la fe, “asistida” por el Espíritu de Dios para profundizar en el contenido del kerigma cristiano en la historia (esto es, profundizar en el contenido dogmático-kerigmático de la misma fe). Todos estos aspectos han sido explicados ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio.
Es un hecho que la iglesia se movió durante siglos desde una hermenéutica greco-romana, que aportaba un marco claramente dualista que se extendió a la conciencia popular cristiana. La iglesia sabía desde el principio que el kerigma no se identificaba sin más con la hermenéutica antigua. Los teólogos modernos han sabido reconstruir con matices muy finos lo que decía la fe cristiana, su esencia, y lo que constituía la hermenéutica greco-romana. Pero la hermenéutica ha estado ahí, ha llegado a la conciencia popular cristiana y sigue dando un sesgo rígidamente dualista a una gran parte de los teólogos de corte conservador. Al decir que la iglesia debe reinterpretar el kerigma desde “la imagen del mundo real que nos ofrece la ciencia” entendemos que se tratará sólo de una nueva hermenéutica. Lo esencial de la teología cristiana seguirá siendo siempre, en efecto, el kerigma. Pero hacerlo inteligible es entenderlo desde una hermenéutica referida con toda claridad a la imagen actual del hombre en el universo. No se trata de reducir el kerigma a esa nueva hermenéutica (como tampoco se podía reducir a la hermenéutica antigua greco-romana). Pero seguir instalados en un punto de referencia hermenéutico cuyo fondo sea, aunque matizado, el mundo antiguo, manteniéndolo de una forma difusa, sólo crea en el mundo cristiano la desorientación a que voy a referirme. De ahí mi propuesta de que la iglesia debería reinstalarse de forma explícita en el nuevo marco de referencia que nos crea la ontología moderna (aunque dintinguiéndola del kerigma como tal y presentándola, claro, está como la hermenéutica que nos es posible desde nuestro tiempo).
La actuación del cristianismo en la historia sólo tiene un objetivo: proclamar de forma inteligible para cada cultura el impresionante mensaje de Jesús. En Hacia el Nuevo Concilio he argumentado que esta proclamación del kerigma en nuestro tiempo tiene tareas urgentes, cuya urgencia crece a medida que consideramos la crisis y tribulación del cristianismo en nuestro tiempo. Estas tareas responden a la necesidad de que el cristianismo profundice el kerigma que debe anunciar desde la razón propia de la cultura de la modernidad. A nuestro entender debería ser la iglesia misma quien dirigiera y avalara este transcendental proceso hermenéutico del kerigma cristiano en armonía con el logos de la modernidad.
Las tareas urgentes responden a la necesidad de que el cristianismo profundice el kerigma que debe anunciar desde la razón propia de la cultura de la modernidad, elaborando, a) la nueva hermenéutica desde la modernidad, b) la hermenéutica desde la nueva ontología del mundo real que Dios ha creado, tal como nos es conocido por la ciencia en la cultura de la modernidad, c) la hermenéutica desde una realidad metafísicamente ambigua y borrosa frente al teocentrismo antiguo, d) la hermenéutica que ilumina el kerigma como revelación del logos cristológico que da sentido a la creación de un universo para la libertad y para la dignidad humana. A nuestro juicio, es inevitable que la iglesia como tal asuma la tarea de elaborar y avalar la nueva hermenéutica que exige la proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo. Es precisamente la importancia histórica de dirigir y avalar este cambio hermenéutico en la iglesia, entre otras razones, lo que justifica la conveniencia del nuevo concilio en que el cristianismo, dejando atrás el paradigma antiguo, debería entrar en la nueva época de la modernidad.
Soy consciente de que la propuesta expresada en el título de mi libro Hacia el Nuevo Concilio supone ciertamente un reto, que algunos juzgarán quizá no pertinente, precipitado o incluso arriesgado. Sin embargo, expresar la convicción de que la iglesia debería ir hacia el nuevo concilio no se propone por las buenas: como puro deseo que apunta a la mera estética de la orquestación grandiosa que llevaría consigo el concilio. Se propone porque hay razones profundas que mueven a proponer el concilio como camino idóneo para contribuir a resolver problemas planteados a la misión de la iglesia entendida como proclamación del kerigma cristiano.
La idea de concilio se propone como consecuencia de argumentos racionales (parte como razón científico-filosófica y otros como razón teológica) que, a mi entender, muestran que el cristianismo, la iglesia católica que representa la continuidad sin fisuras de la tradición apostólica, tiene pendientes tareas de importancia histórica excepcional. Si no se vislumbrara el camino a seguir –si no hubiera alternativa visible a lo que hoy se hace– cabría la perplejidad y la inacción. Pero el hecho es que la solución, la respuesta a estas tareas, comienza hoy a vislumbrarse con precisión y es ponderable con objetividad y honestidad racional por los creyentes. Estas tareas pendientes son por su propia naturaleza de tal envergadura que, para resolverse, llevarían a la conveniencia de ser afrontadas por el instrumento más potente a disposición de la iglesia en orden a la proclamación del kerigma cristiano: el concilio.
Pero no se trata sólo de que haya tareas pendientes. La iglesia, en efecto, tal como veíamos, se halla hoy en una profunda crisis producida en parte por no haber afrontado todavía las tareas pendientes. Esta crisis ha sido tan grande que el concilio supondría una necesaria revitalización, un antes y un después; sería aquel acontecimiento extraordinario, impulsado por el Espíritu de Dios, que podría suponer salir de una larga tribulación que ha sumido al mundo cristiano en el desconcierto. Sería un revulsivo social, histórico, teológico y espiritual de alta potencia acorde con la profundidad de la crisis de los últimos siglos.
La consideración racional de las tareas pendientes, así como de la crisis existente y de la alternativa que se vislumbra, apuntando hacia un eventual nuevo concilio, no son algo trivial para el creyente cristiano, sino que, muy al contrario, afectan a la esencia misma de su conciencia moral. El cristiano sabe que debe afrontar la misión de proclamar el kerigma cristiano, y que debe hacerlo en la forma y con el nivel de calidad exigido por cada momento de la historia. No reflexionar en profundidad, dejarse llevar por la inercia, lo mecánico, lo repetitivo, sin afrontar seriamente el análisis de los “signos de los tiempos”, sería una grave irresponsabilidad moral del creyente. La propuesta hecha en la trilogía responde subjetiva y honestamente, en efecto, a mi responsabilidad moral como creyente. Pero todo creyente debe obrar de acuerdo con la misma responsabilidad moral a impulsos del uso honesto de la razón y de las exigencias de proclamar el kerigma cristiano en el nivel cualitativo necesario exigido por la cultura actual.
Soy consciente de que la propuesta expresada en el título de mi libro Hacia el Nuevo Concilio supone ciertamente un reto, que algunos juzgarán quizá no pertinente, precipitado o incluso arriesgado. Sin embargo, expresar la convicción de que la iglesia debería ir hacia el nuevo concilio no se propone por las buenas: como puro deseo que apunta a la mera estética de la orquestación grandiosa que llevaría consigo el concilio. Se propone porque hay razones profundas que mueven a proponer el concilio como camino idóneo para contribuir a resolver problemas planteados a la misión de la iglesia entendida como proclamación del kerigma cristiano.
La idea de concilio se propone como consecuencia de argumentos racionales (parte como razón científico-filosófica y otros como razón teológica) que, a mi entender, muestran que el cristianismo, la iglesia católica que representa la continuidad sin fisuras de la tradición apostólica, tiene pendientes tareas de importancia histórica excepcional. Si no se vislumbrara el camino a seguir –si no hubiera alternativa visible a lo que hoy se hace– cabría la perplejidad y la inacción. Pero el hecho es que la solución, la respuesta a estas tareas, comienza hoy a vislumbrarse con precisión y es ponderable con objetividad y honestidad racional por los creyentes. Estas tareas pendientes son por su propia naturaleza de tal envergadura que, para resolverse, llevarían a la conveniencia de ser afrontadas por el instrumento más potente a disposición de la iglesia en orden a la proclamación del kerigma cristiano: el concilio.
Pero no se trata sólo de que haya tareas pendientes. La iglesia, en efecto, tal como veíamos, se halla hoy en una profunda crisis producida en parte por no haber afrontado todavía las tareas pendientes. Esta crisis ha sido tan grande que el concilio supondría una necesaria revitalización, un antes y un después; sería aquel acontecimiento extraordinario, impulsado por el Espíritu de Dios, que podría suponer salir de una larga tribulación que ha sumido al mundo cristiano en el desconcierto. Sería un revulsivo social, histórico, teológico y espiritual de alta potencia acorde con la profundidad de la crisis de los últimos siglos.
La consideración racional de las tareas pendientes, así como de la crisis existente y de la alternativa que se vislumbra, apuntando hacia un eventual nuevo concilio, no son algo trivial para el creyente cristiano, sino que, muy al contrario, afectan a la esencia misma de su conciencia moral. El cristiano sabe que debe afrontar la misión de proclamar el kerigma cristiano, y que debe hacerlo en la forma y con el nivel de calidad exigido por cada momento de la historia. No reflexionar en profundidad, dejarse llevar por la inercia, lo mecánico, lo repetitivo, sin afrontar seriamente el análisis de los “signos de los tiempos”, sería una grave irresponsabilidad moral del creyente. La propuesta hecha en la trilogía responde subjetiva y honestamente, en efecto, a mi responsabilidad moral como creyente. Pero todo creyente debe obrar de acuerdo con la misma responsabilidad moral a impulsos del uso honesto de la razón y de las exigencias de proclamar el kerigma cristiano en el nivel cualitativo necesario exigido por la cultura actual.
El cristianismo ha discurrido en los últimos siglos por una larga travesía de desconcierto y tribulación. Entendemos que esa larga tribulación no ha concluido y todavía estamos sumidos en su desconcierto. Tenemos el presentimiento de que algo extraordinario debiera suceder para sacar a la iglesia de esa larga tribulación de que somos conscientes. Creemos que el Nuevo Concilio podría ser ese algo extraordinario que podría sacar a la iglesia de la larga tribulación histórica en que todavía se encuentra. Como creyente pienso que a ese acontecimiento extraordinario sólo podrá llegarse si muchos cristianos ponderaran con honestidad racional dónde estamos, dónde deberíamos estar y fueran capaces de comprometerse con decisiones personales que respondan a su conciencia cristiana.
La urgencia moral cristiana (I): el fundamento
Ser cristiano, y serlo dentro del catolicismo, significa algo muy concreto que quiero establecer desde el comienzo de este blog. Ser cristiano lleva consigo una forma de entender qué debe ser la propia vida cristiana y esto equivale a sentirse urgido por la propia “conciencia moral cristiana” a un cierto modo de actuación personal en la propia vida cristiana y en la historia general de la comunidad cristiana, o iglesia, y de la humanidad. Voy a comentar aquí, por tanto, cuál es en nuestro tiempo la inquietud de la conciencia cristiana (inquietud moral por cuanto la conciencia cristiana impulsa verdaderas urgencias morales sobre el “deber ser” del comportamiento individual cristiano, y también colectivo, en la historia). Pero es claro que voy a hablar desde la inquietud moral de “mi” conciencia cristiana. Es esta la que me ha llevado a escribir la trilogía, tal como he explicado en otro input a este blog. Sin embargo, pienso que los factores concurrentes que han conformado mi conciencia cristiana son los mismos que pesan también sobre otras conciencias cristianas que, en consecuencia, se verán ante el dilema personal de qué hacer con sus acciones para obrar en plena autenticidad moral cristiana en nuestro tiempo. Es decir, por dónde caminar, en qué comprometerse, cómo responder en autenticidad a las exigencias de sentirse cristiano hoy.
Sin embargo, es evidente que la ponderación de los “factores concurrentes” (que determina la forma en que cada individuo entiende cómo debe responder a su conciencia cristiana) es siempre subjetiva (aunque haya factores objetivos, estos pueden ser interpretados de forma diferente por unos y otros, y de hecho es así, como todos vemos). Considerando, en efecto, las mismas circunstancias objetivas hay cristianos que se inclinan a “conservar” y otros a “renovar”. Cada uno construye su discurso. Es lo que realmente constatamos. Aquí expongo, por tanto, una forma personal de entender los “factores concurrentes” y cómo ante ellos se suscita en mí una conciencia moral cristiana que urge a una cierta forma de compromiso con mi actuación personal en la historia. De la misma manera que expongo un punto de vista personal cristiano, el mío propio, otros han expuesto también de diversas maneras sus puntos de vista. De hecho ha sido así. La misma iglesia católica (y las otras iglesias cristianas) muestran en su actuación un cierto punto de vista al concebir su actuación en la historia. El punto de vista de unos y otros, incluido el mio propio, pueden cambiar, tras la consideración de las cosas y de otros puntos de vista.
Puesto que la auténtica conciencia cristiana no mueve a defender “pasionalmente” principios personales, sino a promover la fe cristiana como tal, que es lo que verdaderamente urge, entonces, si hay además honestidad, autenticidad y apertura, cabe suponer que las grandes fuerzas de la lógica de la historia harán que los cristianos coincidamos poco a poco en una misma “inquietud cristiana” que nos lleve a la necesaria unidad en la forma de concebir nuestra actuación en la historia, de tal manera que podamos promover la fe cristiana en nuestro tiempo con la mayor calidad posible. Esta dialéctica –propuesta de diversos puntos de vista y su discusión abierta en el marco de la comunidad cristiana– es necesaria. Siempre ha sido así, desde los tiempos de la primera expansión del cristianismo en la iglesia primitiva y en la época patrística, y así debe ser en la actualidad. Cuanto más en los tiempos actuales, ciertamente más complicados y problemáticos que otros del pasado. Los creyentes debemos pensar que la honestidad intelectual, la falta de prejuicios, la apertura a la consideración de nuevas propuestas creativas, y, sobre todo, la acción del Espíritu de Dios sobre la comunidad cristiana (en la que los creyentes debemos confiar con firmeza), acabarán por hacer posible el consenso, la necesaria unidad de ánimos para alcanzar una proclamación de la fe en nuestro tiempo con el alto nivel de calidad que deseamos (y al que nos vemos urgidos por nuestra conciencia moral cristiana).
Ser cristiano, y serlo dentro del catolicismo, significa algo muy concreto que quiero establecer desde el comienzo de este blog. Ser cristiano lleva consigo una forma de entender qué debe ser la propia vida cristiana y esto equivale a sentirse urgido por la propia “conciencia moral cristiana” a un cierto modo de actuación personal en la propia vida cristiana y en la historia general de la comunidad cristiana, o iglesia, y de la humanidad. Voy a comentar aquí, por tanto, cuál es en nuestro tiempo la inquietud de la conciencia cristiana (inquietud moral por cuanto la conciencia cristiana impulsa verdaderas urgencias morales sobre el “deber ser” del comportamiento individual cristiano, y también colectivo, en la historia). Pero es claro que voy a hablar desde la inquietud moral de “mi” conciencia cristiana. Es esta la que me ha llevado a escribir la trilogía, tal como he explicado en otro input a este blog. Sin embargo, pienso que los factores concurrentes que han conformado mi conciencia cristiana son los mismos que pesan también sobre otras conciencias cristianas que, en consecuencia, se verán ante el dilema personal de qué hacer con sus acciones para obrar en plena autenticidad moral cristiana en nuestro tiempo. Es decir, por dónde caminar, en qué comprometerse, cómo responder en autenticidad a las exigencias de sentirse cristiano hoy.
Sin embargo, es evidente que la ponderación de los “factores concurrentes” (que determina la forma en que cada individuo entiende cómo debe responder a su conciencia cristiana) es siempre subjetiva (aunque haya factores objetivos, estos pueden ser interpretados de forma diferente por unos y otros, y de hecho es así, como todos vemos). Considerando, en efecto, las mismas circunstancias objetivas hay cristianos que se inclinan a “conservar” y otros a “renovar”. Cada uno construye su discurso. Es lo que realmente constatamos. Aquí expongo, por tanto, una forma personal de entender los “factores concurrentes” y cómo ante ellos se suscita en mí una conciencia moral cristiana que urge a una cierta forma de compromiso con mi actuación personal en la historia. De la misma manera que expongo un punto de vista personal cristiano, el mío propio, otros han expuesto también de diversas maneras sus puntos de vista. De hecho ha sido así. La misma iglesia católica (y las otras iglesias cristianas) muestran en su actuación un cierto punto de vista al concebir su actuación en la historia. El punto de vista de unos y otros, incluido el mio propio, pueden cambiar, tras la consideración de las cosas y de otros puntos de vista.
Puesto que la auténtica conciencia cristiana no mueve a defender “pasionalmente” principios personales, sino a promover la fe cristiana como tal, que es lo que verdaderamente urge, entonces, si hay además honestidad, autenticidad y apertura, cabe suponer que las grandes fuerzas de la lógica de la historia harán que los cristianos coincidamos poco a poco en una misma “inquietud cristiana” que nos lleve a la necesaria unidad en la forma de concebir nuestra actuación en la historia, de tal manera que podamos promover la fe cristiana en nuestro tiempo con la mayor calidad posible. Esta dialéctica –propuesta de diversos puntos de vista y su discusión abierta en el marco de la comunidad cristiana– es necesaria. Siempre ha sido así, desde los tiempos de la primera expansión del cristianismo en la iglesia primitiva y en la época patrística, y así debe ser en la actualidad. Cuanto más en los tiempos actuales, ciertamente más complicados y problemáticos que otros del pasado. Los creyentes debemos pensar que la honestidad intelectual, la falta de prejuicios, la apertura a la consideración de nuevas propuestas creativas, y, sobre todo, la acción del Espíritu de Dios sobre la comunidad cristiana (en la que los creyentes debemos confiar con firmeza), acabarán por hacer posible el consenso, la necesaria unidad de ánimos para alcanzar una proclamación de la fe en nuestro tiempo con el alto nivel de calidad que deseamos (y al que nos vemos urgidos por nuestra conciencia moral cristiana).
Editado por
Javier Monserrat
Javier Monserrat es jesuita y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Estudia psicología y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctora con una tesis sobre Hegel. Estudia también teología en la Philosophische-Theologische Hochschule Sank Georgen, Frankfurt am Main. Entre otras estancias en universidades extranjeras, en 1992-1993 permanece un año como visiting researcher en la University of California, Berkeley, en el Institute of Cognitive Studies estudiando ciencia de la visión. Es miembro del Seminario X. Zubiri y Director de la revista PENSAMIENTO. Es también asesor de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión, en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería de la Universidad Comillas. Es también editor de los primeros cuatro volúmenes de la serie especial Ciencia, Filosofía y Religión (2007-2010) de la revista PENSAMIENTO y editor de Tendencias de las Religiones en Tendencias21. Su docencia e investigación en la UAM, y en las facultades eclesiásticas de la Universidad Pontificia Comillas, ha versado sobre percepción, ciencia de la visión, epistemología, filosofía y psicología de la cultura, filosofía política, filosofía de la religión y teología. En los dos blogs de TENDENCIAS21 se limita al comentario de tres de sus últimas obras: Dédalo. La revolución americana del siglo XXI, Biblioteca Nueva, Madrid 2002; Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del protagonismo histórico emergente de la sociedad civil, Publicaciones UPComillas, Madrid 2005; Hacia el Nuevo Concilio, El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia, San Pablo, Madrid 2010. El blog titulado Hacia un Nuevo Mundo se centra en filosofía política de la sociedad civil; el blog titulado Hacia el Nuevo Concilio aborda los temas filosóficos y teológicos.
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