Blog de Tendencias21 sobre el paradigma de la modernidad en el cristianismo
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En nuestra opinión, una de las tareas más importantes que tiene pendiente todavía el mundo cristiano es entender y proclamar su kerigma teológico de acuerdo con la idea que hoy tenemos del mundo real. Idea que no es trivial porque el mundo real creado por Dios no es el mundo conocido en otras épocas, sino el mundo que hoy conocemos, entre otras cosas, tras el ingente y serio proceso de investigación en la ciencia moderna. La ontología del universo es así la “forma de ser real” del universo creado por Dios. Por ello, la obra del Dios de la Creación –tal como hoy la podemos conocer– es el punto de partida para entender cuál es el plan divino que, para los creyentes, se ha manifestado en lo que hemos llamado la Voz del Dios de la Revelación. La obra de Dios en la Creación es el punto de apoyo fundamental para saber cómo debemos proclamar hoy ante el mundo el kerigma cristiano. En este artículo (en dos partes, I y II) quiero referirme sólo a algunos aspectos concretos de la ontología antigua (la que debería ser superada) para compararlos con la ontología real del mundo que hoy nos descubre la ciencia moderna. Hay quienes piensan que ciertos contenidos del kerigma cristiano (o de la dogmática cristiana) sólo pueden ser entendidos desde el paradigma antiguo. En otras palabras: que la imagen moderna de la realidad no es compatible con ciertos contenidos de la dogmática cristiana (por ejemplo, con lo que hasta el momento se ha entendido por “alma” en el mundo cristiano). Sin embargo, debemos decir que no es así, y debemos razonarlo (sólo con algunos perfiles en este artículo, aunque se puede ver todo con mayor amplitud en Hacia el Nuevo Concilio).
La ontología moderna no sólo es perfectamente compatible con el kerigma íntegro del cristianismo, sino que nos permite entenderlo con mucha mayor fuerza y profundidad. ¿Qué sentido tiene entonces que la iglesia siga difusament en el mundo antiguo, sin afrontar la responsabilidad que le incumbe, a saber, la de proclamar el kerigma cristiano, con el nivel de calidad explícita que cada época impone, desde dentro de nuestra imagen real de la obra del Dios de la Creación? ¿Por qué la iglesia, que sabe perfectamente que lo antiguo no es sostenible, apenas se atreve a conceder ciertas “adaptaciones ad hoc”, discretas, incompletas y parsimoniosas, que sólo llegan a algunos teólogos y que son ignoradas por la mayoría de los creyentes cristianos que se sumen penosamente en el desconcierto de verse irremediablemente en un mundo que no entienden y que, en el fondo, la iglesia no les ayuda a entender?
El problema es que el cristianismo creó desde muy antiguo –desde su mismo nacimiento histórico cuando tras la muerte de Jesús se extendió en el Imperio Romano– una hermenéutica, o sea, una manera de entender el kerigma, a partir de la idea del universo que entonces se tenía. Era la filosofía del tiempo antiguo. Esta hermenéutica dio lugar a lo que hemos llamado el paradigma greco-romano que poco a poco fue imponiéndose. Pero el cristianismo distinguió siempre entre el kerigma y su hermenéutica (como se ve ya en la patrística más antigua). Era consciente de que, por una parte, el kerigma era el mensaje revelado y permanente de Jesús que se debía custodiar y de que, por otra parte, la hermenéutica, en cambio, aunque resultara en su momento enriquecedora y útil, era transitoria, superable y sometida a la evolución de la historia. El kerigma revelado por Jesús que la iglesia debía transmitir no podía ser falso y nos daba la verdadera imagen del universo y del hombre; la hermenéutica, en cambio, era distinta ya que podía contener los errores e insuficiencias propias de un pensamiento condicionado por la historia. El criterio para sancionar la necesaria evolución de la hermenéutica (pasando desde lo antiguo a lo moderno) era la misma iglesia, tal como nos dice la fe, “asistida” por el Espíritu de Dios para profundizar en el contenido del kerigma cristiano en la historia (esto es, profundizar en el contenido dogmático-kerigmático de la misma fe). Todos estos aspectos han sido explicados ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio.
Es un hecho que la iglesia se movió durante siglos desde una hermenéutica greco-romana, que aportaba un marco claramente dualista que se extendió a la conciencia popular cristiana. La iglesia sabía desde el principio que el kerigma no se identificaba sin más con la hermenéutica antigua. Los teólogos modernos han sabido reconstruir con matices muy finos lo que decía la fe cristiana, su esencia, y lo que constituía la hermenéutica greco-romana. Pero la hermenéutica ha estado ahí, ha llegado a la conciencia popular cristiana y sigue dando un sesgo rígidamente dualista a una gran parte de los teólogos de corte conservador. Al decir que la iglesia debe reinterpretar el kerigma desde “la imagen del mundo real que nos ofrece la ciencia” entendemos que se tratará sólo de una nueva hermenéutica. Lo esencial de la teología cristiana seguirá siendo siempre, en efecto, el kerigma. Pero hacerlo inteligible es entenderlo desde una hermenéutica referida con toda claridad a la imagen actual del hombre en el universo. No se trata de reducir el kerigma a esa nueva hermenéutica (como tampoco se podía reducir a la hermenéutica antigua greco-romana). Pero seguir instalados en un punto de referencia hermenéutico cuyo fondo sea, aunque matizado, el mundo antiguo, manteniéndolo de una forma difusa, sólo crea en el mundo cristiano la desorientación a que voy a referirme. De ahí mi propuesta de que la iglesia debería reinstalarse de forma explícita en el nuevo marco de referencia que nos crea la ontología moderna (aunque dintinguiéndola del kerigma como tal y presentándola, claro, está como la hermenéutica que nos es posible desde nuestro tiempo).
El problema es que el cristianismo creó desde muy antiguo –desde su mismo nacimiento histórico cuando tras la muerte de Jesús se extendió en el Imperio Romano– una hermenéutica, o sea, una manera de entender el kerigma, a partir de la idea del universo que entonces se tenía. Era la filosofía del tiempo antiguo. Esta hermenéutica dio lugar a lo que hemos llamado el paradigma greco-romano que poco a poco fue imponiéndose. Pero el cristianismo distinguió siempre entre el kerigma y su hermenéutica (como se ve ya en la patrística más antigua). Era consciente de que, por una parte, el kerigma era el mensaje revelado y permanente de Jesús que se debía custodiar y de que, por otra parte, la hermenéutica, en cambio, aunque resultara en su momento enriquecedora y útil, era transitoria, superable y sometida a la evolución de la historia. El kerigma revelado por Jesús que la iglesia debía transmitir no podía ser falso y nos daba la verdadera imagen del universo y del hombre; la hermenéutica, en cambio, era distinta ya que podía contener los errores e insuficiencias propias de un pensamiento condicionado por la historia. El criterio para sancionar la necesaria evolución de la hermenéutica (pasando desde lo antiguo a lo moderno) era la misma iglesia, tal como nos dice la fe, “asistida” por el Espíritu de Dios para profundizar en el contenido del kerigma cristiano en la historia (esto es, profundizar en el contenido dogmático-kerigmático de la misma fe). Todos estos aspectos han sido explicados ampliamente en Hacia el Nuevo Concilio.
Es un hecho que la iglesia se movió durante siglos desde una hermenéutica greco-romana, que aportaba un marco claramente dualista que se extendió a la conciencia popular cristiana. La iglesia sabía desde el principio que el kerigma no se identificaba sin más con la hermenéutica antigua. Los teólogos modernos han sabido reconstruir con matices muy finos lo que decía la fe cristiana, su esencia, y lo que constituía la hermenéutica greco-romana. Pero la hermenéutica ha estado ahí, ha llegado a la conciencia popular cristiana y sigue dando un sesgo rígidamente dualista a una gran parte de los teólogos de corte conservador. Al decir que la iglesia debe reinterpretar el kerigma desde “la imagen del mundo real que nos ofrece la ciencia” entendemos que se tratará sólo de una nueva hermenéutica. Lo esencial de la teología cristiana seguirá siendo siempre, en efecto, el kerigma. Pero hacerlo inteligible es entenderlo desde una hermenéutica referida con toda claridad a la imagen actual del hombre en el universo. No se trata de reducir el kerigma a esa nueva hermenéutica (como tampoco se podía reducir a la hermenéutica antigua greco-romana). Pero seguir instalados en un punto de referencia hermenéutico cuyo fondo sea, aunque matizado, el mundo antiguo, manteniéndolo de una forma difusa, sólo crea en el mundo cristiano la desorientación a que voy a referirme. De ahí mi propuesta de que la iglesia debería reinstalarse de forma explícita en el nuevo marco de referencia que nos crea la ontología moderna (aunque dintinguiéndola del kerigma como tal y presentándola, claro, está como la hermenéutica que nos es posible desde nuestro tiempo).
De la ontología antigua a la ontología moderna
De ahí que, para entender hoy el cristianismo (o sea, el kerigma revelado por Jesús y custodiado en la tradición de la iglesia cristiana), haya que salir del paradigma greco-romano (de la idea antigua de la ontología del universo, de la vida y del hombre) para situarse en la comprensión más precisa de la “forma de ser real” del universo, tal como ha sido creado por Dios y como la ciencia en la cultura de la modernidad nos permite conocer con mayor precisión. Es, pues, necesario un cambio de paradigma en algo tan esencial como es nuestra idea de la ontología del universo, pasando de una ontología antigua a una ontología moderna.
Este cambio no es trivial porque de él depende una proclamación del kerigma cristiano cuya hermenéutica lo haga inteligible e impactante ante el mundo moderno. La importancia de este cambio hermenéutico es tan grande que forma parte de una gran tarea propuesta por la historia al cristianismo de nuestro tiempo. Sería la gran tarea de instalación del cristianismo en el mundo moderno que, a nuestro entender debería hacerse en el marco del órgano más relevante de que dispone la iglesia: el concilio que avalara los nuevos criterios para la hermenéutica del kerigma cristiano. La necesidad, naturaleza y forma conciliar de este gran cambio hermenéutico, que partiría de un cambio en la idea de la ontología del universo, es lo que ha sido argumentado en Hacia el Nuevo Concilio. Pero, ¿es viable este cambio en la hermenéutica “ontológica”?
Un punto crucial: el kerigma desde la antropología antigua
Tras veinte siglos de permanencia del cristianismo en el paradigma antiguo y en su ontología es evidente que gran parte del pensamiento cristiano, de la filosofía y de la teología, se hayan visto afectados por la presencia de enfoques y puntos de vista interpretativos propios del mundo antiguo. En el marco de referencia que he llamado el paradigma greco-romano, el cristianismo antiguo fue asumiendo una idea de la ontología de la materia, del universo, de la vida y del hombre. Aunque en la patrística hubo también influencias del estoicismo, sin embargo, poco a poco predominaron los platonismos y neoplatonismos (como en la figura cumbre de San Agustín). En la escolástica, en cambio, se impuso la hermenéutica aristotélica a partir de santo Tomás. Centrándonos en su idea del hombre constatamos que se impuso en la hermenéutica un dualismo antropológico inspirado en Platón, en neoplatonismos como el de Plotino, pero sobre todo en la teoría hilemórfica propia del aristotelismo, ya en la escolástica posterior (el paradigma greco-romano puede verse explicado con amplitud en Hacia el Nuevo Concilio, capítulo III).
El hecho histórico ha sido que estas ideas se tradujeron en un concepto de “alma” que suponía un fondo claramente dualista que ha estado vigente durante siglos y siglos, perviviendo de forma clara en la actualidad, tanto en teólogos, como sacerdotes y cristianos en general. El común de los cristianos piensa en el “alma” como entidad “espiritual” distinta de un cuerpo “material”. El alma sería irreductible al cuerpo, a la materia, y en el hombre, al morir, esa entidad de naturaleza distinta se separa del cuerpo y entra en el más allá. El alma era la forma inmaterial, sin partes, simple e incorruptible, como se decía en la escolástica de inspiración tomista para distinguir la forma humana de las formas corruptibles de los otros seres, entendidos todos según la teoría hilemórfica. El alma, pues, no moría porque no podía ontológicamente morir, ya que había sido creada por Dios con una ontología “inmortal” por sí misma (y esto podía conocerse por la filosofía). Esta era la idea filosófica de “inmortalidad” del alma que se suponía para la hermenéutica de la creencia kerigmática en la inmortalidad del hombre más allá de la muerte natural. Hasta hace muy poco (en concreto puedo decir que tengo conocimiento de documentos eclesiásticos de hace menos de una década, aunque no todos, naturalmente, como después indicaré) se seguía urgiendo la necesidad de concebir la muerte como la “separación de alma y cuerpo”, siendo esto mantenido además en un contexto escolástico (expresión tradicional que hemos oído todos desde muy pequeños). Es evidente que esta idea dualista de “alma” permitía entender la creencia cristiana en la pervivencia del hombre tras la muerte y su entrada en la “morada celestial”. Era ya la misma razón aristotélica la que nos hacía conocer que el alma era “inmortal” por naturaleza ontológica. Es obvio que esta antropología ha sido el presupuesto del entendimiento de un conjunto de aspectos del kerigma y del dogma configurado a través de los siglos. No podía ser de otra manera. Por ello, la hermenéutica teológica en general fue forzada para ser entendida desde este dualismo que, por otra parte, dependía del paradigma greco-romano.
La salvación individual del hombre inmediatamente después de su muerte, en efecto, era entendida como la pervivencia de su “alma inmortal”. La hermenéutica tomista de este punto (como he explicado en Hacia el Nuevo Concilio) planteó no pocos problemas (ya que el alma, de acuerdo con la lógica aristotélica de la antropología escolástica, se hacía “universal” y se despersonalizaba al perder su relación con una materia que producía la individualidad en sentido tomista). Por ello se mantuvieron todas las dudas en torno a lo que se llamó “escatología intermedia”. La resurrección al final de los tiempos (con la segunda venida de Cristo en la Parusía) representaba el momento en que, según la fe cristiana, el alma recobraba su unión con el cuerpo (un nuevo cuerpo resucitado). Igualmente, el “alma inmortal” permitía lo que la fe cristiana conocía como el “juicio individual tras la muerte” y el “juicio final de la historia”. Estos principios antropológicos aristotélicos se fueron extendiendo también, como era lógico, a la hermenéutica de otros muchos aspectos de la dogmática cristiana como eran, por ejemplo, la liturgia cristiana de difuntos, la Ascensión de la Virgen en cuerpo y alma a los Cielos, cuestiones de la cristología como la misma muerte de Cristo, o el sacramento de la Eucaristía. Con frecuencia vemos incluso hoy que sacerdotes y teólogos conservadores se mueven en la convicción de que, si no mantenemos la antropología antigua (o la hermenéutica aristotélica), no es posible entender todos estos aspectos, y otros, de la dogmática cristiana. Recuerdo que un antiguo profesor mío ya fallecido (escolástico suareciano, José Roig Gironella) solía repetirnos que, sin ser aristotélicos, no era posible mantener la dogmática eucarística (vg. la transubstanciación).
De ahí que, para entender hoy el cristianismo (o sea, el kerigma revelado por Jesús y custodiado en la tradición de la iglesia cristiana), haya que salir del paradigma greco-romano (de la idea antigua de la ontología del universo, de la vida y del hombre) para situarse en la comprensión más precisa de la “forma de ser real” del universo, tal como ha sido creado por Dios y como la ciencia en la cultura de la modernidad nos permite conocer con mayor precisión. Es, pues, necesario un cambio de paradigma en algo tan esencial como es nuestra idea de la ontología del universo, pasando de una ontología antigua a una ontología moderna.
Este cambio no es trivial porque de él depende una proclamación del kerigma cristiano cuya hermenéutica lo haga inteligible e impactante ante el mundo moderno. La importancia de este cambio hermenéutico es tan grande que forma parte de una gran tarea propuesta por la historia al cristianismo de nuestro tiempo. Sería la gran tarea de instalación del cristianismo en el mundo moderno que, a nuestro entender debería hacerse en el marco del órgano más relevante de que dispone la iglesia: el concilio que avalara los nuevos criterios para la hermenéutica del kerigma cristiano. La necesidad, naturaleza y forma conciliar de este gran cambio hermenéutico, que partiría de un cambio en la idea de la ontología del universo, es lo que ha sido argumentado en Hacia el Nuevo Concilio. Pero, ¿es viable este cambio en la hermenéutica “ontológica”?
Un punto crucial: el kerigma desde la antropología antigua
Tras veinte siglos de permanencia del cristianismo en el paradigma antiguo y en su ontología es evidente que gran parte del pensamiento cristiano, de la filosofía y de la teología, se hayan visto afectados por la presencia de enfoques y puntos de vista interpretativos propios del mundo antiguo. En el marco de referencia que he llamado el paradigma greco-romano, el cristianismo antiguo fue asumiendo una idea de la ontología de la materia, del universo, de la vida y del hombre. Aunque en la patrística hubo también influencias del estoicismo, sin embargo, poco a poco predominaron los platonismos y neoplatonismos (como en la figura cumbre de San Agustín). En la escolástica, en cambio, se impuso la hermenéutica aristotélica a partir de santo Tomás. Centrándonos en su idea del hombre constatamos que se impuso en la hermenéutica un dualismo antropológico inspirado en Platón, en neoplatonismos como el de Plotino, pero sobre todo en la teoría hilemórfica propia del aristotelismo, ya en la escolástica posterior (el paradigma greco-romano puede verse explicado con amplitud en Hacia el Nuevo Concilio, capítulo III).
El hecho histórico ha sido que estas ideas se tradujeron en un concepto de “alma” que suponía un fondo claramente dualista que ha estado vigente durante siglos y siglos, perviviendo de forma clara en la actualidad, tanto en teólogos, como sacerdotes y cristianos en general. El común de los cristianos piensa en el “alma” como entidad “espiritual” distinta de un cuerpo “material”. El alma sería irreductible al cuerpo, a la materia, y en el hombre, al morir, esa entidad de naturaleza distinta se separa del cuerpo y entra en el más allá. El alma era la forma inmaterial, sin partes, simple e incorruptible, como se decía en la escolástica de inspiración tomista para distinguir la forma humana de las formas corruptibles de los otros seres, entendidos todos según la teoría hilemórfica. El alma, pues, no moría porque no podía ontológicamente morir, ya que había sido creada por Dios con una ontología “inmortal” por sí misma (y esto podía conocerse por la filosofía). Esta era la idea filosófica de “inmortalidad” del alma que se suponía para la hermenéutica de la creencia kerigmática en la inmortalidad del hombre más allá de la muerte natural. Hasta hace muy poco (en concreto puedo decir que tengo conocimiento de documentos eclesiásticos de hace menos de una década, aunque no todos, naturalmente, como después indicaré) se seguía urgiendo la necesidad de concebir la muerte como la “separación de alma y cuerpo”, siendo esto mantenido además en un contexto escolástico (expresión tradicional que hemos oído todos desde muy pequeños). Es evidente que esta idea dualista de “alma” permitía entender la creencia cristiana en la pervivencia del hombre tras la muerte y su entrada en la “morada celestial”. Era ya la misma razón aristotélica la que nos hacía conocer que el alma era “inmortal” por naturaleza ontológica. Es obvio que esta antropología ha sido el presupuesto del entendimiento de un conjunto de aspectos del kerigma y del dogma configurado a través de los siglos. No podía ser de otra manera. Por ello, la hermenéutica teológica en general fue forzada para ser entendida desde este dualismo que, por otra parte, dependía del paradigma greco-romano.
La salvación individual del hombre inmediatamente después de su muerte, en efecto, era entendida como la pervivencia de su “alma inmortal”. La hermenéutica tomista de este punto (como he explicado en Hacia el Nuevo Concilio) planteó no pocos problemas (ya que el alma, de acuerdo con la lógica aristotélica de la antropología escolástica, se hacía “universal” y se despersonalizaba al perder su relación con una materia que producía la individualidad en sentido tomista). Por ello se mantuvieron todas las dudas en torno a lo que se llamó “escatología intermedia”. La resurrección al final de los tiempos (con la segunda venida de Cristo en la Parusía) representaba el momento en que, según la fe cristiana, el alma recobraba su unión con el cuerpo (un nuevo cuerpo resucitado). Igualmente, el “alma inmortal” permitía lo que la fe cristiana conocía como el “juicio individual tras la muerte” y el “juicio final de la historia”. Estos principios antropológicos aristotélicos se fueron extendiendo también, como era lógico, a la hermenéutica de otros muchos aspectos de la dogmática cristiana como eran, por ejemplo, la liturgia cristiana de difuntos, la Ascensión de la Virgen en cuerpo y alma a los Cielos, cuestiones de la cristología como la misma muerte de Cristo, o el sacramento de la Eucaristía. Con frecuencia vemos incluso hoy que sacerdotes y teólogos conservadores se mueven en la convicción de que, si no mantenemos la antropología antigua (o la hermenéutica aristotélica), no es posible entender todos estos aspectos, y otros, de la dogmática cristiana. Recuerdo que un antiguo profesor mío ya fallecido (escolástico suareciano, José Roig Gironella) solía repetirnos que, sin ser aristotélicos, no era posible mantener la dogmática eucarística (vg. la transubstanciación).
Persistencia de la antropología antigua en la cultura cristiana
En realidad, la iglesia católica es hoy mucho más flexible que antes en la defensa de los principios de la hermenéutica antigua (nos referimos en concreto al dualismo antropológico). No digamos entre los teólogos que, ya desde hace muchos años, saben que la antropología hebrea no era dualista y tenía una idea unitaria del hombre (no era greco-romana). Además, conscientes de los resultados de la ciencia, numerosos teólogos y filósofos cristianos han dejado de establecer ya como punto de vista hermenéutico necesario el dualismo greco-romano (después nos referiremos como ejemplo a Luis Ladaria, en la segunda parte de este artículo). Sin embargo, aunque sea así, no quiero dejar de hacer algunas observaciones concretas que nos permiten atisbar el grado de presencia que la antropología dualista todavía sigue manteniendo en la actualidad.
Quiero recordar a este respecto que hasta hace muy poco una gran parte de teólogos y sacerdotes hablaban siempre en el supuesto dualista estricto de lo que he llamado el “alma inmortal” de corte aristotélico-escolástico. Sólo comenzó a cuestionarse por la influencia creciente de los estudios bíblicos sobre antropología hebrea (del antiguo y nuevo testamento) y por influencia del pensamiento de Teilhard de Chardin a partir de los años sesenta. Pero los matices de ciertos teólogos ilustrados y la visión de Teilhard no llegaron ni muchísimo menos a todos los teólogos, escuelas, facultades y a todos los ámbitos de la iglesia. Incluso hoy en día muchos sacerdotes, y por descontado la mayoría de los fieles cristianos (de una formación teológica muy pobre y anticuada), no tienen alternativa a una forma de entender basada en el dualismo que sigue mayoritariamente presente. La mayoría de los creyentes ordinarios identifican su fe cristiana con la crencia en un “alma inmortal”, entendida difusamente en el sentido de la tradición antigua. Hasta el punto de que creen que para ser cristianos tienen que pensar necesariamente así. No son pocos además los centros de estudios eclesiásticos de corte conservador en que, en el fondo y aunque a veces sea con “matices” difusos, se siguen enseñando todavía en la actualidad la antropología escolástica y el conjunto de sus consecuencias de carácter dualista.
Sin embargo, esta forma de antropología “dualista” es muy distinta de la idea de la materia, del universo, de la vida y del hombre, que hoy nos impone la ciencia moderna. ¿Qué piensan los científicos? ¿Qué piensan los creyentes cristianos que conocen los resultados de la ciencia y su imagen del hombre? Muchos científicos de diversas especialidades muestran, al hablar sobre la fe cristiana, que dan por supuesto que el punto de vista cristiano (que identifican casi siempre como algo esencial a la fe) es dualista y, en consecuencia, no escatiman las críticas obvias que nacen de la imagen no dualista, sino monista, de la neurología moderna y su explicación del hombre. La imagen del “alma inmortal por su misma ontología” que todavía tiene la mayoría de los creyentes es la que asumen los científicos como representativa de la fe cristiana. En esta situación muchos creyentes informados y científicos cristianos optan con frecuencia por una especie de teoría de la doble verdad. Hablan del mundo como la ciencia nos dice, pero en paralelo hablan del mundo como nos dice la fe, aunque en ocasiones se estén diciendo cosas en alguna manera contradictorias entre sí. Por otra parte, los científicos se envalentonan frente al mundo religioso y lo miran desde la superioridad de las evidencias científicas. Esta actitud prepotente de la ciencia ante la religión cristiana se constata hoy constantemente. Los creyentes, muchos de ellos científicos, se acomplejan porque viven como en dos mundos no armonizados, el de la ciencia y el de la fe. Todos sabemos, en efecto, hasta qué punto las cosas son así, tal como las describimos. No exageramos.
En realidad, la iglesia católica es hoy mucho más flexible que antes en la defensa de los principios de la hermenéutica antigua (nos referimos en concreto al dualismo antropológico). No digamos entre los teólogos que, ya desde hace muchos años, saben que la antropología hebrea no era dualista y tenía una idea unitaria del hombre (no era greco-romana). Además, conscientes de los resultados de la ciencia, numerosos teólogos y filósofos cristianos han dejado de establecer ya como punto de vista hermenéutico necesario el dualismo greco-romano (después nos referiremos como ejemplo a Luis Ladaria, en la segunda parte de este artículo). Sin embargo, aunque sea así, no quiero dejar de hacer algunas observaciones concretas que nos permiten atisbar el grado de presencia que la antropología dualista todavía sigue manteniendo en la actualidad.
Quiero recordar a este respecto que hasta hace muy poco una gran parte de teólogos y sacerdotes hablaban siempre en el supuesto dualista estricto de lo que he llamado el “alma inmortal” de corte aristotélico-escolástico. Sólo comenzó a cuestionarse por la influencia creciente de los estudios bíblicos sobre antropología hebrea (del antiguo y nuevo testamento) y por influencia del pensamiento de Teilhard de Chardin a partir de los años sesenta. Pero los matices de ciertos teólogos ilustrados y la visión de Teilhard no llegaron ni muchísimo menos a todos los teólogos, escuelas, facultades y a todos los ámbitos de la iglesia. Incluso hoy en día muchos sacerdotes, y por descontado la mayoría de los fieles cristianos (de una formación teológica muy pobre y anticuada), no tienen alternativa a una forma de entender basada en el dualismo que sigue mayoritariamente presente. La mayoría de los creyentes ordinarios identifican su fe cristiana con la crencia en un “alma inmortal”, entendida difusamente en el sentido de la tradición antigua. Hasta el punto de que creen que para ser cristianos tienen que pensar necesariamente así. No son pocos además los centros de estudios eclesiásticos de corte conservador en que, en el fondo y aunque a veces sea con “matices” difusos, se siguen enseñando todavía en la actualidad la antropología escolástica y el conjunto de sus consecuencias de carácter dualista.
Sin embargo, esta forma de antropología “dualista” es muy distinta de la idea de la materia, del universo, de la vida y del hombre, que hoy nos impone la ciencia moderna. ¿Qué piensan los científicos? ¿Qué piensan los creyentes cristianos que conocen los resultados de la ciencia y su imagen del hombre? Muchos científicos de diversas especialidades muestran, al hablar sobre la fe cristiana, que dan por supuesto que el punto de vista cristiano (que identifican casi siempre como algo esencial a la fe) es dualista y, en consecuencia, no escatiman las críticas obvias que nacen de la imagen no dualista, sino monista, de la neurología moderna y su explicación del hombre. La imagen del “alma inmortal por su misma ontología” que todavía tiene la mayoría de los creyentes es la que asumen los científicos como representativa de la fe cristiana. En esta situación muchos creyentes informados y científicos cristianos optan con frecuencia por una especie de teoría de la doble verdad. Hablan del mundo como la ciencia nos dice, pero en paralelo hablan del mundo como nos dice la fe, aunque en ocasiones se estén diciendo cosas en alguna manera contradictorias entre sí. Por otra parte, los científicos se envalentonan frente al mundo religioso y lo miran desde la superioridad de las evidencias científicas. Esta actitud prepotente de la ciencia ante la religión cristiana se constata hoy constantemente. Los creyentes, muchos de ellos científicos, se acomplejan porque viven como en dos mundos no armonizados, el de la ciencia y el de la fe. Todos sabemos, en efecto, hasta qué punto las cosas son así, tal como las describimos. No exageramos.
Desconcierto de la iglesia ante la ontología moderna
Sin embargo, si los grandes teólogos y filósofos cristianos tienden a no ser dualistas y, además, la misma iglesia es hoy en el fondo (en los últimos cincuenta años) flexible frente a la exigencia del dualismo tradicional escolástico, entonces, ¿por qué la gente está por lo general desorientada y sigue manteniendo esa idea rígida del “alma inmortal” que la tradición aristotélica les ha transmitido? ¿Por qué muchos sacerdotes, centros de estudios eclesiásticos y seminarios, siguen explicando el cristianismo desde una ontología antigua escolástica que implica no pocas connotaciones dualistas? ¿Por qué los científicos, y la cultura de nuestro tiempo, tienen en general la idea de que los cristianos defendemos la existencia de un “alma inmortal”, tal como he explicado, y nos mantenemos en una idea de la ontología del universo ya caducada por el avance del conocimiento?
Mi opinión sobre la razón de que esto pase así la he explicado en Hacia el Nuevo Concilio. En el fondo, hasta ahora, no existe una alternativa clara al paradigma antiguo y mucha gente conservadora (que mantiene la tradición de una enseñanza antigua) se aferra por ello, incluso beligerantemente, a las explicaciones tradicionales. Hay intelectuales cristianos que apoyan este conservadurismo y los teólogos ilustrados tienen un ámbito de influencia muy limitado frente a los flujos ordinarios de las creencias religiosas controladas en la iglesia por quienes dirigen los movimientos pastorales. Es, por otra parte, muy dificil, no sólo para un cristiano común sino incluso para sacerdotes bien formados a la antigua, atreverse con las complejas ideas de la ciencia, la filosofía y la teología (que la mayoría no es capaz de abarcar) y, por ello, se tiende a refugiarse en las ideas de siempre (en el conservadurismo a ultranza, en una repetición de las fórmulas del kerigma como pura fe y en un temor a meterse en los campos de discusión abiertos por la cultura moderna).
¿Qué hace la iglesia ante esta situación? Pienso ante todo en lo que “debería hacer”: a saber, debería dirigir el necesario proceso de reformulación de la hermenéutica cristiana, ser la primera interesada en que los creyentes salieran pronto de aquellas ideas anacrónicas que les sumen en el desconcierto y ofrecer a todos, incluyendo a los intelectuales, unas orientaciones y criterios enriquecedores para vivir la fe en el mundo moderno. Hacerlo así no sería otra cosa que responder correctamente a la obligación básica de la conciencia moral cristiana: la obligación de ofrecer una proclamación de alta calidad, en cada momento histórico, del kerigma cristiano, consciente de que, al igual que en los primeros siglos cuando tuvo que comprometerse seriamente en la fijación de los dogmas trinitarios y cristológicos, hoy también la iglesia sigue por igual “asistida” por el Espíritu providente de Dios para asumir su responsabilidad en la historia. ¿Es esto entonces lo que la iglesia está realmente haciendo? Pienso que no. Pero pienso que la razón de que no lo haga es la misma que antes mencionábamos: porque no tiene de momento alternativa al paradigma antiguo. Es decir, no tiene claro qué hay que hacer para proceder a lo que, líneas arriba, llamaba la “reformulación de la hermenéutica cristiana”. Pero, en la carencia de alternativa asumible, se debe estar globalmente en algún sitio y, para la iglesia, no parece caber otra opción: seguir en los criterios del paradigma antiguo.
Sin embargo, es verdad lo que antes decía: que la iglesia es hoy consciente de que la antropología dualista antigua, escolástica, no es defendible y sume a los cristianos, especialmente a los intelectuales, en un serio desconcierto. ¿Qué hace entonces? Pues lo que en Hacia el Nuevo Concilio he llamado “adaptaciones ad hoc”. Se hace alguna observación doctrinal prudente, y por lo general algo imprecisa y difusa, que permita romper amarras en relación al dualismo, de tal manera que los intelectuales que lo necesitan puedan quedar “tranquilos” y los que no también. Estas declaraciones apenas llegan al ámbito intelectual cristiano de teólogos ilustrados, permaneciendo otros en las posiciones conservadoras de siempre. Por descontado que los científicos e intelectuales externos a la iglesia apenas se enteran de estas “adaptaciones ad hoc” y desconocen por completo los matices de los teólogos ilustrados.
Pero, por tener este carácter concreto y puntual, estas declaraciones de la iglesia nunca ponen en cuestión el paradigma greco-romano general en que todavía se mueve la tradición hermenéutica cristiana. Incluso a veces parecen inducir a reinterpretarlo diciendo que la filosofía escolástica, cuyo dualismo antropológico ha sido históricamente evidente hasta casi nuestros días (y se comprueba en la manera de entender ordinaria de los creyentes actuales), no era en realidad dualista. Además, por otra parte, aunque se hayan producido estas declaraciones sobre puntos concretos, la iglesia sigue instando en conjunto a seguir los principios escolásticos clásicos, principalmente a santo Tomás, reiterando una y otra vez la vigencia de los principios tomistas que deben regir la enseñanza de seminarios y universidades católicas (las últimas declaraciones en este sentido son muy recientes, de hace un par de meses).
Sin embargo, si los grandes teólogos y filósofos cristianos tienden a no ser dualistas y, además, la misma iglesia es hoy en el fondo (en los últimos cincuenta años) flexible frente a la exigencia del dualismo tradicional escolástico, entonces, ¿por qué la gente está por lo general desorientada y sigue manteniendo esa idea rígida del “alma inmortal” que la tradición aristotélica les ha transmitido? ¿Por qué muchos sacerdotes, centros de estudios eclesiásticos y seminarios, siguen explicando el cristianismo desde una ontología antigua escolástica que implica no pocas connotaciones dualistas? ¿Por qué los científicos, y la cultura de nuestro tiempo, tienen en general la idea de que los cristianos defendemos la existencia de un “alma inmortal”, tal como he explicado, y nos mantenemos en una idea de la ontología del universo ya caducada por el avance del conocimiento?
Mi opinión sobre la razón de que esto pase así la he explicado en Hacia el Nuevo Concilio. En el fondo, hasta ahora, no existe una alternativa clara al paradigma antiguo y mucha gente conservadora (que mantiene la tradición de una enseñanza antigua) se aferra por ello, incluso beligerantemente, a las explicaciones tradicionales. Hay intelectuales cristianos que apoyan este conservadurismo y los teólogos ilustrados tienen un ámbito de influencia muy limitado frente a los flujos ordinarios de las creencias religiosas controladas en la iglesia por quienes dirigen los movimientos pastorales. Es, por otra parte, muy dificil, no sólo para un cristiano común sino incluso para sacerdotes bien formados a la antigua, atreverse con las complejas ideas de la ciencia, la filosofía y la teología (que la mayoría no es capaz de abarcar) y, por ello, se tiende a refugiarse en las ideas de siempre (en el conservadurismo a ultranza, en una repetición de las fórmulas del kerigma como pura fe y en un temor a meterse en los campos de discusión abiertos por la cultura moderna).
¿Qué hace la iglesia ante esta situación? Pienso ante todo en lo que “debería hacer”: a saber, debería dirigir el necesario proceso de reformulación de la hermenéutica cristiana, ser la primera interesada en que los creyentes salieran pronto de aquellas ideas anacrónicas que les sumen en el desconcierto y ofrecer a todos, incluyendo a los intelectuales, unas orientaciones y criterios enriquecedores para vivir la fe en el mundo moderno. Hacerlo así no sería otra cosa que responder correctamente a la obligación básica de la conciencia moral cristiana: la obligación de ofrecer una proclamación de alta calidad, en cada momento histórico, del kerigma cristiano, consciente de que, al igual que en los primeros siglos cuando tuvo que comprometerse seriamente en la fijación de los dogmas trinitarios y cristológicos, hoy también la iglesia sigue por igual “asistida” por el Espíritu providente de Dios para asumir su responsabilidad en la historia. ¿Es esto entonces lo que la iglesia está realmente haciendo? Pienso que no. Pero pienso que la razón de que no lo haga es la misma que antes mencionábamos: porque no tiene de momento alternativa al paradigma antiguo. Es decir, no tiene claro qué hay que hacer para proceder a lo que, líneas arriba, llamaba la “reformulación de la hermenéutica cristiana”. Pero, en la carencia de alternativa asumible, se debe estar globalmente en algún sitio y, para la iglesia, no parece caber otra opción: seguir en los criterios del paradigma antiguo.
Sin embargo, es verdad lo que antes decía: que la iglesia es hoy consciente de que la antropología dualista antigua, escolástica, no es defendible y sume a los cristianos, especialmente a los intelectuales, en un serio desconcierto. ¿Qué hace entonces? Pues lo que en Hacia el Nuevo Concilio he llamado “adaptaciones ad hoc”. Se hace alguna observación doctrinal prudente, y por lo general algo imprecisa y difusa, que permita romper amarras en relación al dualismo, de tal manera que los intelectuales que lo necesitan puedan quedar “tranquilos” y los que no también. Estas declaraciones apenas llegan al ámbito intelectual cristiano de teólogos ilustrados, permaneciendo otros en las posiciones conservadoras de siempre. Por descontado que los científicos e intelectuales externos a la iglesia apenas se enteran de estas “adaptaciones ad hoc” y desconocen por completo los matices de los teólogos ilustrados.
Pero, por tener este carácter concreto y puntual, estas declaraciones de la iglesia nunca ponen en cuestión el paradigma greco-romano general en que todavía se mueve la tradición hermenéutica cristiana. Incluso a veces parecen inducir a reinterpretarlo diciendo que la filosofía escolástica, cuyo dualismo antropológico ha sido históricamente evidente hasta casi nuestros días (y se comprueba en la manera de entender ordinaria de los creyentes actuales), no era en realidad dualista. Además, por otra parte, aunque se hayan producido estas declaraciones sobre puntos concretos, la iglesia sigue instando en conjunto a seguir los principios escolásticos clásicos, principalmente a santo Tomás, reiterando una y otra vez la vigencia de los principios tomistas que deben regir la enseñanza de seminarios y universidades católicas (las últimas declaraciones en este sentido son muy recientes, de hace un par de meses).
Hacia el Nuevo Concilio
No quisiera dar la impresión de estar haciendo a la iglesia criticas inconsideradas porque no es así. No ignoro tampoco la valiosa distinción entre kerigma cristiano y hermenéutica que han hecho los teólogos ilustrados en relación al dualismo clásico. Entiendo perfectamente, y lo justifico, que la iglesia sólo haga las “adaptaciones ad hoc” estrictamente necesarias y que, por otra parte, se mantenga en el paradigma antiguo greco-romano. Comprendo que la iglesia no haga otra cosa por una razón evidente: no hay alternativa y no cabe otra opción que la de permanecer en el paradigma antiguo en el que se ha expresado la rica tradición teológica cristiana. Sé también valorar y apreciar positivamente el esfuerzo, de creyentes y jerarquía de la iglesia, que en tiempos muy difíciles, sin alternativa al paradigma antiguo y en medio del desconcierto creado por la modernidad en los últimos siglos, mantiene viva la fe y la fidelidad a las grandes vivencias religiosas y cristianas, obrando de la manera que parece más acertada.
Pero entiendo que mis consideraciones son necesarias por cuanto debemos entender con toda lucidez intelectual dónde estamos y qué es lo que está pasando. Si no somos capaces de entender “lo que nos pasa”, entonces “no saber lo que nos pasa” será el verdadero y fundamental problema del mundo cristiano actual. No seremos capaces de hallar las soluciones que la situación demanda. La aportación que los intelectuales podemos hacer para reflexionar “sobre lo que pasa” y para aportar ideas sobre “lo que deberíamos hacer” no es un ataque, sino un gran servicio a la comunidad de los creyentes en Jesús. Espero que esto se entienda correctamente.
En Hacia el Nuevo Concilio he intentado hacer un diagnóstico histórico, ciertamente complejo, de “lo que nos pasa”: de lo que le está pasando al cristianismo en el mundo moderno. Y he dado un diagnóstico preciso y comprometido: el principal problema radica en la necesidad de una nueva hermenéutica, fundada en la nueva ontología del universo que hoy nos descubre la ciencia en el mundo moderno. No basta con las ideas que puedan aportar unos u otros teólogos, siempre de influencia limitada. No basta con que la iglesia siga con “adaptaciones ad hoc”, poniendo parches en uno u otro sitio, pero permaneciendo en lo mismo de siempre, aunque disimulándolo y escabuyéndose de los verdaderos problemas como el calamar en su propia tinta para salir de las constantes situaciones embarazosas.
Es necesario un replanteamiento global del conocimiento que hoy tenemos sobre cómo es realmente el universo creado por Dios. Y este replanteamiento debe estar dirigido por la iglesia y afrontado desde la profunda persuasión creyente de que el Espíritu la sigue “asistiendo”. En la complejidad del conocimiento producido en la modernidad no se puede proceder por ajustes aislados y descontextualizados. Es necesario un replanteamiento global, ordenado y sistemático, que escuche lo que la modernidad aporta con todo rigor, que descubra en ello cómo son en realidad la materia, el universo, la vida y el hombre, creados por Dios y que en consecuencia aborde la reformulación hermenéutica que inevitablemente debemos afrontar, si queremos responder a la misión de hacer presente en “nuestra” historia el kerigma cristiano, cuya proclamación nos ha sido encomendada por Jesús.
Quizá alguien se pregunte por qué debemos complicar tanto las cosas, referirnos a la ciencia y a la filosofía, mundos tan difíciles de abarcar y ponderar. La respuesta es muy sencilla: porque tenemos necesidad de hacerlo. Es el necesario punto de partida para conocer cómo es el mundo real creado por Dios –cuál es la Voz del Dios de la Creación– y cómo, en consecuencia, debemos entender la profunda significación del kerigma cristiano –la Voz del Dios de la Revelación–. Como he explicado en mi libro, es el conocimiento del mundo real el que nos permite constatar que el universo es un enigma metafísico y, por ello, podemos salir del teocentrismo antiguo. Es ese universo borroso el que abre la posibilidad de que el hombre se instale en la apertura a Dios en el Misterio de Santidad y en su negación en el Misterio de Iniquidad. La creación de ese universo autónomo es lo que hace naturalmente posible el pecado y nos permite entender en toda su profundidad el eterno Misterio Redentor trinitario y el sentido del logos cristológico de la Creación. En definitiva, nos hace posible comprender el sentido del drama de la historia y el misterio de la libertad humana, diseñada en el plan creador de Dios. La gran tarea de reentendimiento hermenéutico del kerigma cristiano en el mundo moderno es tan importante y tan amplia que debería hacerse, a mi juicio, en el marco más relevante que posee la iglesia católica: el concilio ecuménico de la iglesia universal.
He dicho antes que hasta ahora la iglesia no ha podido disponer de alternativa. No poseía tampoco una alternativa “ontológica”: una visión del universo que, a la vez, sustituyera al paradigma greco-romano antiguo y permitiera una lectura más profunda del kerigma cristiano. No la poseía porque la ciencia ha sido durante muchos siglos “reduccionista”. Hoy en día, sin embargo, comienza a alumbrarse una nueva imagen del universo en la ciencia que ya no es reduccionista y permite una extraordinaria profundización en el sentido cósmico del kerigma cristiano. De todo ello he hablado en Hacia el Nuevo Concilio. Pero hoy en día la alternativa comienza a vislumbrarse. En mi libro he argumentado una propuesta global de la situación histórica de la iglesia, de la necesidad de una reformulación hermenéutica del kerigma cristiano en nuestro tiempo y de la conveniencia de que ese cambio histórico transcendental se realizara en el marco del concilio que ofrecería al mundo el grandioso espectáculo intelectual de la profundidad teológica del cristianismo y de las religiones.
La alternativa a la ontología antigua
En este artículo he comentado el desconcierto producido entre los creyentes por la permanencia “difusa” en el paradigma antiguo y su ontología dualista. Digo “difusa” porque la iglesia se mueve con pasos inciertos entre las “adaptaciones ad hoc” que las circunstancias exigen perentoriamente y la permanencia no revocada en el paradigma greco-romano. Paradigma que trata de olvidar al refugiarse en la pura proclamación kerigmática, pero que sigue presente y se replantea en los momentos más inesperados.
Hemos hablado, pues, en este artículo de la permanencia ontológica en el paradigma antiguo. Pero no hemos hablado de la alternativa. Hemos hablado del problema concreto de mantenerse en una ontología dualista que entiende el alma como un “alma inmortal por su propia ontología” de acuerdo con la tradición ontológica del aristotelismo escolástico, vigente con fuerza hasta apenas hace unos pocos años. Pero entender que el alma “no muere” sino que se transforma y es salvada por Dios en una dimensión transcendente, asumiendo así principios esenciales del kerigma salvador anunciado por Jesús, no exige una hermenéutica aristotélico escolástica de corte más o menos dualista. ¿Es así? El kerigma cristiano es perfectamente compatible con la imagen del hombre que nos ofrece la ciencia moderna. ¿De qué manera? ¿Cómo se armoniza la nueva ontología de la ciencia, su imagen del universo y su antropología no-dualista, sino monista, con el kerigma cristiano? A esto nos referimos en el siguiente artículo (que titularemos: Ontología del universo y hermenéutica cristiana II: la armonía entre la ontología de la ciencia y el kerigma cristiano).
No quisiera dar la impresión de estar haciendo a la iglesia criticas inconsideradas porque no es así. No ignoro tampoco la valiosa distinción entre kerigma cristiano y hermenéutica que han hecho los teólogos ilustrados en relación al dualismo clásico. Entiendo perfectamente, y lo justifico, que la iglesia sólo haga las “adaptaciones ad hoc” estrictamente necesarias y que, por otra parte, se mantenga en el paradigma antiguo greco-romano. Comprendo que la iglesia no haga otra cosa por una razón evidente: no hay alternativa y no cabe otra opción que la de permanecer en el paradigma antiguo en el que se ha expresado la rica tradición teológica cristiana. Sé también valorar y apreciar positivamente el esfuerzo, de creyentes y jerarquía de la iglesia, que en tiempos muy difíciles, sin alternativa al paradigma antiguo y en medio del desconcierto creado por la modernidad en los últimos siglos, mantiene viva la fe y la fidelidad a las grandes vivencias religiosas y cristianas, obrando de la manera que parece más acertada.
Pero entiendo que mis consideraciones son necesarias por cuanto debemos entender con toda lucidez intelectual dónde estamos y qué es lo que está pasando. Si no somos capaces de entender “lo que nos pasa”, entonces “no saber lo que nos pasa” será el verdadero y fundamental problema del mundo cristiano actual. No seremos capaces de hallar las soluciones que la situación demanda. La aportación que los intelectuales podemos hacer para reflexionar “sobre lo que pasa” y para aportar ideas sobre “lo que deberíamos hacer” no es un ataque, sino un gran servicio a la comunidad de los creyentes en Jesús. Espero que esto se entienda correctamente.
En Hacia el Nuevo Concilio he intentado hacer un diagnóstico histórico, ciertamente complejo, de “lo que nos pasa”: de lo que le está pasando al cristianismo en el mundo moderno. Y he dado un diagnóstico preciso y comprometido: el principal problema radica en la necesidad de una nueva hermenéutica, fundada en la nueva ontología del universo que hoy nos descubre la ciencia en el mundo moderno. No basta con las ideas que puedan aportar unos u otros teólogos, siempre de influencia limitada. No basta con que la iglesia siga con “adaptaciones ad hoc”, poniendo parches en uno u otro sitio, pero permaneciendo en lo mismo de siempre, aunque disimulándolo y escabuyéndose de los verdaderos problemas como el calamar en su propia tinta para salir de las constantes situaciones embarazosas.
Es necesario un replanteamiento global del conocimiento que hoy tenemos sobre cómo es realmente el universo creado por Dios. Y este replanteamiento debe estar dirigido por la iglesia y afrontado desde la profunda persuasión creyente de que el Espíritu la sigue “asistiendo”. En la complejidad del conocimiento producido en la modernidad no se puede proceder por ajustes aislados y descontextualizados. Es necesario un replanteamiento global, ordenado y sistemático, que escuche lo que la modernidad aporta con todo rigor, que descubra en ello cómo son en realidad la materia, el universo, la vida y el hombre, creados por Dios y que en consecuencia aborde la reformulación hermenéutica que inevitablemente debemos afrontar, si queremos responder a la misión de hacer presente en “nuestra” historia el kerigma cristiano, cuya proclamación nos ha sido encomendada por Jesús.
Quizá alguien se pregunte por qué debemos complicar tanto las cosas, referirnos a la ciencia y a la filosofía, mundos tan difíciles de abarcar y ponderar. La respuesta es muy sencilla: porque tenemos necesidad de hacerlo. Es el necesario punto de partida para conocer cómo es el mundo real creado por Dios –cuál es la Voz del Dios de la Creación– y cómo, en consecuencia, debemos entender la profunda significación del kerigma cristiano –la Voz del Dios de la Revelación–. Como he explicado en mi libro, es el conocimiento del mundo real el que nos permite constatar que el universo es un enigma metafísico y, por ello, podemos salir del teocentrismo antiguo. Es ese universo borroso el que abre la posibilidad de que el hombre se instale en la apertura a Dios en el Misterio de Santidad y en su negación en el Misterio de Iniquidad. La creación de ese universo autónomo es lo que hace naturalmente posible el pecado y nos permite entender en toda su profundidad el eterno Misterio Redentor trinitario y el sentido del logos cristológico de la Creación. En definitiva, nos hace posible comprender el sentido del drama de la historia y el misterio de la libertad humana, diseñada en el plan creador de Dios. La gran tarea de reentendimiento hermenéutico del kerigma cristiano en el mundo moderno es tan importante y tan amplia que debería hacerse, a mi juicio, en el marco más relevante que posee la iglesia católica: el concilio ecuménico de la iglesia universal.
He dicho antes que hasta ahora la iglesia no ha podido disponer de alternativa. No poseía tampoco una alternativa “ontológica”: una visión del universo que, a la vez, sustituyera al paradigma greco-romano antiguo y permitiera una lectura más profunda del kerigma cristiano. No la poseía porque la ciencia ha sido durante muchos siglos “reduccionista”. Hoy en día, sin embargo, comienza a alumbrarse una nueva imagen del universo en la ciencia que ya no es reduccionista y permite una extraordinaria profundización en el sentido cósmico del kerigma cristiano. De todo ello he hablado en Hacia el Nuevo Concilio. Pero hoy en día la alternativa comienza a vislumbrarse. En mi libro he argumentado una propuesta global de la situación histórica de la iglesia, de la necesidad de una reformulación hermenéutica del kerigma cristiano en nuestro tiempo y de la conveniencia de que ese cambio histórico transcendental se realizara en el marco del concilio que ofrecería al mundo el grandioso espectáculo intelectual de la profundidad teológica del cristianismo y de las religiones.
La alternativa a la ontología antigua
En este artículo he comentado el desconcierto producido entre los creyentes por la permanencia “difusa” en el paradigma antiguo y su ontología dualista. Digo “difusa” porque la iglesia se mueve con pasos inciertos entre las “adaptaciones ad hoc” que las circunstancias exigen perentoriamente y la permanencia no revocada en el paradigma greco-romano. Paradigma que trata de olvidar al refugiarse en la pura proclamación kerigmática, pero que sigue presente y se replantea en los momentos más inesperados.
Hemos hablado, pues, en este artículo de la permanencia ontológica en el paradigma antiguo. Pero no hemos hablado de la alternativa. Hemos hablado del problema concreto de mantenerse en una ontología dualista que entiende el alma como un “alma inmortal por su propia ontología” de acuerdo con la tradición ontológica del aristotelismo escolástico, vigente con fuerza hasta apenas hace unos pocos años. Pero entender que el alma “no muere” sino que se transforma y es salvada por Dios en una dimensión transcendente, asumiendo así principios esenciales del kerigma salvador anunciado por Jesús, no exige una hermenéutica aristotélico escolástica de corte más o menos dualista. ¿Es así? El kerigma cristiano es perfectamente compatible con la imagen del hombre que nos ofrece la ciencia moderna. ¿De qué manera? ¿Cómo se armoniza la nueva ontología de la ciencia, su imagen del universo y su antropología no-dualista, sino monista, con el kerigma cristiano? A esto nos referimos en el siguiente artículo (que titularemos: Ontología del universo y hermenéutica cristiana II: la armonía entre la ontología de la ciencia y el kerigma cristiano).
Javier Monserrat
Miércoles, 1 de Junio 2011
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Javier Monserrat
Javier Monserrat es jesuita y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Estudia psicología y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctora con una tesis sobre Hegel. Estudia también teología en la Philosophische-Theologische Hochschule Sank Georgen, Frankfurt am Main. Entre otras estancias en universidades extranjeras, en 1992-1993 permanece un año como visiting researcher en la University of California, Berkeley, en el Institute of Cognitive Studies estudiando ciencia de la visión. Es miembro del Seminario X. Zubiri y Director de la revista PENSAMIENTO. Es también asesor de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión, en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería de la Universidad Comillas. Es también editor de los primeros cuatro volúmenes de la serie especial Ciencia, Filosofía y Religión (2007-2010) de la revista PENSAMIENTO y editor de Tendencias de las Religiones en Tendencias21. Su docencia e investigación en la UAM, y en las facultades eclesiásticas de la Universidad Pontificia Comillas, ha versado sobre percepción, ciencia de la visión, epistemología, filosofía y psicología de la cultura, filosofía política, filosofía de la religión y teología. En los dos blogs de TENDENCIAS21 se limita al comentario de tres de sus últimas obras: Dédalo. La revolución americana del siglo XXI, Biblioteca Nueva, Madrid 2002; Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del protagonismo histórico emergente de la sociedad civil, Publicaciones UPComillas, Madrid 2005; Hacia el Nuevo Concilio, El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia, San Pablo, Madrid 2010. El blog titulado Hacia un Nuevo Mundo se centra en filosofía política de la sociedad civil; el blog titulado Hacia el Nuevo Concilio aborda los temas filosóficos y teológicos.
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