FILOSOFIA: Javier del Arco
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Neurofilosofía

Como colaborador de Tendencias 21, pero sobre todo como lector impenitente de ella, he visto en los últimos tiempos interesantes artículos sobre Neurociencia de mi buen amigo el Profesor Francisco J. Rubia Vila y, recientemente, algo verdaderamente curioso: trabajos sobre Cognotecnología por mi también amigo el Profesor Adolfo Castilla. El cerebro está de moda. Incluso el Presidente George Bush Sr. Denominó al periodo 1990-2000 como la “Década del cerebro” en una comunicación presidencial firmada y fechada el 17 de julio de 1990.

Se afirman muchas cosas, se especula con otras, la Neurociencia, verdadera episteme transdisciplinar, por lo que estudia, investiga y trata de resolver, implica necesariamente problemas éticos. Problemas derivados del ejercicio directo de la práctica de la investigación sobre el sistema nervioso y problemas originados por aquellas preguntas que surgen del estudio a fondo de la Neurociencia, englobadas generalmente en el llamado “problema mente-cerebro”.

Los artículos dedicados a la Neuroética, éste y los próximos, discurrirán desde la introducción que hoy presentamos, hasta el último desafío que este nuevo enfoque de la Bioética nos plantea.


Neuroética (I). Introducción
1. Neuroética

No existe una definición específica de la neuroética universalmente aceptada.

De acuerdo a la Web of Science , el término fue acuñado probablemente por A.A. Poncio en un documento de informes psicológicos de 1993, sobre el desarrollo moral.

Hay usos anteriores, que se remontan hasta 1978. Illes (2003) registra usos, desde la literatura científica, entre 1989 y 1991.

Las definiciones actuales de la neuroética hacen hincapié en las implicaciones éticas, legales y sociales de la neurociencia. William Safire la define como:

"el examen de lo que es correcto e incorrecto, bueno y malo, en el tratamiento, bien clínico, quirúrgico o ambos, del cerebro humano. O también la invasión no deseada de forma alarmante y la manipulación del cerebro humano".
Safire, W. Visiones para un nuevo campo de Neuroética. Actas del Congreso de Neuroética, 13 y 14 mayo de 2002. San Francisco, California

La Neuroética así entendida se queda corta. Si ésta se entiende así, una pregunta típica a investigar en éste campo podría ser: ¿Cuál es la diferencia entre tratar a un humano con enfermedad neurológica y simplemente la mejora de los recursos humanos del cerebro? Otra cuestión de este tipo, propia de un sistema sanitario tan desigual como el de USA, sería: ¿Es justo que los ricos tengan acceso a la neurotecnología mientras que los pobres no ? Los problemas de la neuroética podrían complementar aquellos otros Bioéticos generados por la geonómica y la ingeniería genética humana (véase el argumento de Gattaca ).

Sin embargo, el Dartmouth College Centro de Neurociencia Cognitiva, cuyo director es Michael Gazzaniga, argumenta que definiciones tales como la ofrecida por Safire son inadecuadas, ya que el conocimiento de los mecanismos del cerebro puede iluminar una amplia gama de cuestiones éticas. Gazzaniga afirma que:

"la neuroética es algo más que la bioética del cerebro." En su libro El cerebro ético, define el campo neuroético como:

"el examen de cómo queremos enfrentarnos con los problemas sociales de la enfermedad, la normalidad, la mortalidad, el estilo de vida, y la filosofía de vida, enriquecido por nuestra comprensión de la base de los mecanismos profundos del cerebro ".
Gazzaniga, M.S., El cerebro ético. La prensa Dana, 2005

El neurocientífico Michael Gazzaniga sitúa este punto de vista de manera sucinta al afirmar que "es o debería ser, un esfuerzo para llegar a construir una filosofía basada en el cerebro como epicentro de la vida". Lo que algunos llaman, F. J. Rubia entre otros, “Neurofilosofía”

La Neuroética abarca las múltiples formas en que los acontecimientos se entremezclan en la Neurociencia básica y clínica con las cuestiones sociales y éticas. El campo es tan pequeño y a la vez tan profundo, que cualquier intento de definir su alcance y los límites ahora, sin duda, nos equivocaría de cara al futuro ya que la Neurociencia empieza a desarrollarse sistemáticamente ahora y sus consecuencias comienzan a conocerse. En la actualidad, sin embargo, podemos distinguir tres categorías generales de funciones para la Neuroética: la que se segrega de aquello que podemos ya hacer, la que se segrega de lo que se sabe y la que se segrega de las preguntas clave que el hombre se formula sobre si mismo, por su origen, por su destino, por el otro y por su entorno.

En la primera categoría, se en marcarían los problemas éticos planteados por los avances en funcionales de neuroimagen , la psicofármacologia , implantes en el cerebro y las interfaces cerebro-máquina. En la segunda y tercera, se estudiarían los problemas éticos planteados por nuestra creciente comprensión de las bases neuronales de la conducta, la personalidad, la conciencia, y los estados de trascendencia espiritual. En cuanto a la tercera, la formación natural de la conciencia, sabemos poco o nada de ella.

La Neuroética es compleja. A la vista de lo dicho se advierte que tiene varias fuentes originarias, especialmente tres: Neurociencia, Bioética y Filosofía, lo que no excluye otras como Teología, Antropología, etc.

2. Preocupación por los problemas éticos dentro de la Neurociencia.

Esta se debe a dos problemas que se solapan y coinciden en el tiempo:

-De un lado y como ya hemos dicho, la Neurociencia surge con carácter multidisciplinar y su desarrollo es también así. Además, diferentes tecnologías pertenecientes al mundo de la Bioquímica, la Biofísica y la Bioingeniería son las grandes impulsoras de aquel. Por otra parte, y como hemos indicado en algún artículo publicado recientemente en esta revista, en 1971 había surgido la Bioética de la mano de Van Rensselaer Potter La Bioética pretende dar respuesta ética a este avance tecnológico de las ciencias de la vida y su aplicación en la Medicina y en otras disciplinas asociadas con ella.

-Por otra parte, la aplicación de la ética a la Neurociencia es fundamental por varias causas: repercusión social inmediata, abordaje de los problemas más interiores y profundos de la persona humana, especialmente en las vertientes emocional y cognitiva. Todo ello vinculado a cuestiones de fondo tales como el enigma planteado por la mente humana y el tratamiento de las enfermedades mentales con terapias que resultan eficaces mediante la modificación de la biología cerebral, lo que confiere a la Neuroética un marco de actuación mucho más amplio que el de las relaciones mente-cerebro.

3. De la Bioética a la Neuroética.

Como ya hemos dicho la Bioética, apenas tiene 40 años. Es pues una disciplina joven pero que ha dado a la creación de varias tendencias, escuelas, controversias y, lo más importante, aplicaciones prácticas.

La Bioética es aquella rama de la Ética que pretende fundamentar los principios de la acción moral humana en relación con la Biomedicina.

Hay, no obstante una definición más amplia:

La Bioética es la rama de la ética que se dedica a proveer los principios para la correcta conducta humana respecto de la vida, tanto de la vida humana como de la vida no humana (animal y vegetal), así como del ambiente en el que pueden darse condiciones aceptables para la vida.

En su sentido más amplio, la bioética no se limita al ámbito médico, sino que incluye todos los problemas éticos que tienen que ver con la vida en general, extendiendo de esta manera su campo a cuestiones relacionadas con el medio ambiente y al trato debido a los animales.

La bioética es una disciplina relativamente nueva, y el origen del término corresponde al pastor protestante, teólogo, filósofo y educador alemán Fritz Jahr, quien en 1927 usó el término Bio-Ethik en un artículo sobre la relación ética del ser humano con las plantas y los animales. Como antes dijimos, más adelante, en 1970, el oncólogo norteamericano Van Rensselaer Potter utilizó el término Bio-Ethics en un sentido más estricto y más alineado con el interés de este artículo.

La Bioética abarca las cuestiones éticas acerca de la vida que surgen en las relaciones entre Biología, Nutrición, Medicina, Política, Derecho, Filosofía, Sociología, Antropología, Teología, etc. Existe un desacuerdo acerca del dominio apropiado para la aplicación de la Ética en temas biológicos. Algunos bioéticos tienden a reducir el ámbito de la ética a lo relacionado con los tratamientos médicos o con la innovación tecnológica. Otros, sin embargo, opinan que la ética debe incluir lo relativo a todas las acciones que puedan ayudar o dañar organismos capaces de sentir miedo y dolor. En una visión más amplia, no sólo hay que considerar lo que afecta a los seres vivos (con capacidad de sentir dolor o sin tal capacidad), sino también al ambiente en el que se desarrolla la vida, por lo que también se relaciona con la ecología.

El criterio ético fundamental que regula esta disciplina es el respeto al ser humano, a sus derechos inalienables, a su bien verdadero e integral: la dignidad de la persona.

Por la íntima relación que existe entre la bioética y la antropología, la visión que de ésta se tenga condiciona y fundamenta la solución ética de cada intervención técnica sobre el ser humano.

Retomando el hilo de nuestro discurso, y una vez expuestos estos conceptos y premisas preliminares, hay que decir en primer lugar que la Bioética surge con la “tecnologización” del entorno Biomédico, que crece en un determinado clima antropológico relacionado directamente con la Ética. En efecto, este clima está relacionado con varios factores, especialmente con uno: la pretensión, generalmente bastante generalizada, de separar drásticamente la actividad sexual, de aquella para la que el proceso evolutivo la ha modelado: la reproducción de la especie. Este hecho, no nuevo, pero crecientemente exacerbado tras la II Guerra Mundial, ha introducido una variable nueva: que el comienzo de la vida y la posterior preservación de ésta durante el proceso de gestación, se haya convertido en uno de los campos naturales de la reflexión y actuación Bioética.

Por otra parte, mediado el siglo XX, el desarrollo de la Medicina, se ve involucrado en una nueva fase relacionada con la tecnología. Ésta empieza a concentrarse y con no poca fuerza, en un gran esfuerzo por prolongar la vida humana. En una primera instancia, lo que se procuró es mejorar las condiciones de nuestros entornos, evitando que el azote de las enfermedades, sobre todo al principio las de carácter infeccioso, cercenasen ese sueño de mejora que cada vez se atisbaba más cercano a la realidad. Proliferación de las vacunas, la emergencia de los antibióticos, la conservación de los alimentos (frigidaire), la mejora de la dieta, el agua corriente para todos y el aumento masivo de la higiene personal fueron hitos fundamentales fruto de la emergente tecnociencia al servicio de la salud. Ya en estos primeros estadíos, emerge la Bioética vinculada a la salud, no porque estos avances tecnológicos tengan implicación moral negativa alguna, sino por la asimetría de su distribución, ya que si buena parte de la población humana se beneficiaba de ellos, otra gran parte quedaba excluida por razones de pura pobreza, mala distribución de la riqueza, ignorancia, marginalidad o dominio de una ideología hegemónica, política, cultural o religiosa.

También, y no son estas consideraciones menores, es pertinente realizar unos comentarios sobre un par de cuestiones sobre otros temas bioéticos. La primera, se refiere a la medicalización de la sociedad y las relaciones médico-enfermo. Éstas delimitan un campo enormemente interesante y fecundo para el diálogo ético, en el que la sociedad aporta sus logros tecnológicos y sus reflexiones y avances jurídicos, que deben ser pasados por el tamiz bioético para su aceptación integral sin menoscabo de la dignidad, libertad y defensa de la integridad del ser humano en todos sus estadíos vitales que desde muchos sectores influyentes se discute y cuestiona.

La segunda, tiene que ver con la experimentación terapéutica con animales. Ciertamente, este es un tema también controvertido pero de interés creciente del que en España se habla poco de ello y por eso nosotros nos extenderemos algo más. La disciplina científica requiere que, periódicamente, se revisen los datos obtenidos con el trabajo realizado durante una etapa para validar o rectificar los procedimientos elegidos. Según el criterio del National Research Council. Institute of Laboratory Animal Resources (1996) algunos de los aspectos más importantes a tener en cuenta para cualquier proyecto que involucre la utilización de animales serían por un lado una instrucción y capacitación del personal profesional y técnico: el personal debe saber que los cuidados que rodean al animal influyen en forma directa sobre el resultado de los experimentos y, que el estado sanitario de los animales está íntimamente ligado a su capacidad de respuesta. De esta última inquietud nació el uso de animales en condiciones libres de patógenos específicos (Specific Pathogen Free o SPF) y libres de gérmenes (Germ Free o GF), lo que brinda resultados experimentales confiables y reproducibles. Por otro lado, hay que tener en cuenta las condiciones de alojamiento: son importantes la carga animal por caja; existe actualmente una tendencia a aumentar el espacio por animal e, inclusive, a estimular sus actividades por medio de ruedas u otros accesorios y, que las constantes ambientales controladas; las temperaturas extremas, la falta de renovación del aire, las altas concentraciones de amoníaco, etc., someten a los animales a sufrimientos innecesarios e invalidan los resultados desde el punto de vista experimental. Finalmente, y quizá lo más importante en este aspecto sean las buenas prácticas de sujeción, analgesia, anestesia y eutanasia: tengamos en cuenta que el animal de laboratorio es un ser vivo y por lo tanto sensible a cualquier procedimiento capaz de causar dolor en el hombre.

Llegados a este punto del discurso, hay que decir que la Neuroética tiene en buena parte una correlación histórica sincrónica con la de la Bioética de la que defendemos forma parte, muy sustancial y peculiar ciertamente, pero parte al fin y al cabo. Veamos. Si la Bioética se configura primeramente en torno al principio y fin de la vida, la Neuroética lo hace en torno a configuración morfofuncional del Sistema Nervioso, de manera que el desarrollo de éste está genéticamente planificado como el de todos los sistemas y, después, su enfermar está directamente relacionado, en último extremo, con el fin de la vida humana. En esta última nota hemos tratado de definir la muerte cerebral advirtiendo al final de la misma su complejidad Bioética.

Pero las implicaciones no acaban aquí. Las enfermedades neurodegenerativas y la pérdida de conciencia de los enfermos terminales están también en el aristado debate ético de la eutanasia. Por otro lado, en la medicalización de la medicina y en la experimentación animal de la Neurociencia también la Bioética ha estado presente, con un relevante peso específico, durante estos últimos años. Dicho esto, resulta lógico pensar que los problemas éticos vinculados al sistema nervioso –enfermedad, traumatismo, manipulación y relación con otras disciplinas- se vayan configurando paulatinamente como problemas serios muy relevantes.

De lo expuesto, se puede concluir que el estudio de la dimensión ética de la Neurociencia deviene de manera natural en la emergencia de una rama de la Bioética, que hemos dado en llamar Neuroética. No damos aún una definición precisa de Neuroética, sino que nos limitamos, mediante una nota, a aproximarnos a ésta.

De lo expuesto hasta ahora, cabría legítimamente preguntarse ¿Porqué separar la Neurociencia, a efectos éticos, del resto de las ciencias biológicas cuando éstas poseen ya un marco propio a este respecto, ciertamente asentado, como es el de la Bioética?

La respuesta a este interrogante plantea dos cuestiones que van a se centrales en nuestro análisis.

En primer lugar, la Neurociencia es en estos momentos la disciplina de las Ciencias Biológicas que, junto con la Biología Molecular considerada en sentido amplio, genera mayor expectativa social y despierta, a su vez, mayor interés mediático. La importancia que se está otorgando a las funciones del Sistema Nervioso en una sociedad que muchos llaman del conocimiento, muy condicionada por los medios de comunicación, así como por la creencia, ciertamente mucho más cientificista que científica, según la cual podemos mejorar o manipular el cerebro a nuestra voluntad para ser mejores, distintos, más o menos inteligentes, o para aminorar las deficiencias de una humanidad en peligro en la que sus elementos constitutivos básicos, los seres humanos, maquinan su propia autodestrucción. Ello hace que la Neuroética pueda entenderse también como una forma de control o contención ante lo excesivo del ser humano ya que como señala Luc Ferry, si algo caracteriza a éste es el exceso. No obstante, todo lo dicho es, evidentemente, algo mucho más teórico que práctico. Ciertamente, el conocimiento sobre nuestro cerebro ha aumentado considerablemente en los últimos tiempos pero, pese a ello, no hemos logrado unas respuestas sistemáticas y nítidas para comprender todavía como funciona el cerebro como un todo. Tampoco nuestro nivel de conocimiento, pese a los esfuerzos que continuamente se realizan, ha podido desarrollar la superación terapéutica de la pléyade de enfermedades neurodegenerativas y mentales que, eso si, en la mayoría de los casos somos capaces de diagnosticar.

En segundo lugar, el afán de la Neurociencia por dar respuestas por dar respuestas científicamente solventes a preguntas cruciales realizadas en un contexto multidisciplinar, ha supuesto una limitación tanto de contenido como metodológica. Nos explicaremos: ¿Podemos enfocar realidades humanas consideradas éticas tales como el libre albedrío, el sentimiento de culpa, el sentimiento de responsabilidad, la conciencia del deber u obligación moral, las convicciones acerca de lo correcto y de lo bueno o la búsqueda de la felicidad humana tomando como fundamento una actividad fisiológica compleja o su relación directa con ella cuando aún no conocemos a fondo y de una manera holística la Neurobiología? Evidentemente la pregunta es de calado fundamental y, hoy por hoy, carece de una respuesta rotunda y global. Diríase que es la pregunta de las preguntas. De ahí el interés que la cuestión suscita, los ríos de tinta mediática y ensayística que corren sin parar –no es este artículo y los que le una excepción-, y la incertidumbre sobre si la ciencia experimental será capaz de darnos todas las claves para conocer de manera completa esa realidad biológica que es nuestro cerebro, la parte más esencial de lo que somos y representamos. Ante tanta duda legítima, lo sensato es mantener un intenso diálogo interdisciplinario entre todas las disciplinas implicadas, dando primacía quizá a la Neurobiología –en la que incluimos la psicobiología y el estudio de señales biológicas-, la Genómica y Proteómica, las Ciencias de la Complejidad, la Filosofía –singularmente Epistemología y Ética, aunque entre ellas “no se lleven bien”-, la Antropología, la Ciencia de la Computación, sin olvidar ciertos aspectos de la Física más avanzada y la Tecnología más sofisticada. Evitaríamos así la tentación reduccionista, tanto a nivel conceptual como metodológico.

La alianza entre la Neurociencia y la Filosofía -singularmente su rama Ética que no desgajamos del árbol filosófico principal-, es importante o por lo menos así lo manifiestan muchos neurocientíficos, como una manera más eficaz de afrontar las grandes preguntas que cada vez con más frecuencia afloran con relevancia en sus investigaciones, cuestiones de índole mayor como ¿Qué es el hombre? ¿Podemos controlar nuestro cerebro? ¿Existe la libertad como principio primario y universal? ¿Es posible utilizar la Neurociencia para luchar contra el crimen, el terrorismo y otras lacras sociales que, por otra parte, han existido siempre?

La Neurociencia puede intentar abordar estas cuestiones mediante un mecanismo interdisciplinario, conjugando dos vertientes y nunca por separado y mucho menos enfrentadas: la científica y la filosófica. Por cierto que en relación con ésta última, este probablemente sea el último gran servicio que se pide a una de las disciplinas más antiguas y prestigiosas del pensamiento occidental.

Por un lado, una puramente científico-experimental que invita a profundizar en la investigación y estudios sobre la Biología Celular y Molecular de los componentes del tejido que conforma el Sistema Nervioso y tratar de explicar la fisiología del mismo no sólo parcialmente por análisis, sino buscando síntesis para tratar de buscar un paradigma de totalidad funcional por muy complejo que este sea.

Por otro lado, una interdisciplinaridad que conecta con una comprensión sistémica del funcionamiento del cerebro lo que conduce a la formulación y búsqueda de respuestas cada vez más próximas a las preguntas esenciales del conocimiento sobre el hombre. Hoy en día, con las técnicas de neuroimagen.

4. Neurociencia: en las profundidades del hombre.

La Neurociencia, en estos últimos tiempos, se ha visto interrogada con asiduidad por preguntas sobre qué y quiénes somos en realidad los seres humanos. Preguntas que se formulan los propios neurocientíficos y cuestiones que le formula la sociedad a los neurocientíficos desde diversos sectores, intereses e, incluso, posiciones cuasi ideológicas. Así, surgen interrogantes globales acerca de la actividad mental y emocional humanas, esto es, acerca del hombre y su vida más personal. El resultado, hasta ahora, ha sido, en el seno de la comunidad de neurocientíficos, de cierta perplejidad.

Por ello vamos a comenzar esta tercera y última parte del artículo mediante un introito filosófico. Nos remitiremos al conjunto de cuatro preguntas fundamentales formuladas por Immanuel Kant, a nuestro juicio, pendientes aún de una respuesta totalmente satisfactoria. Cumplidos doscientos seis años de la muerte, ocurrida el 12 de Febrero de 1804, aún siguen resultándonos vivas las preguntas que guiaron su meditación y ahora nos preocupan a nosotros porque entendemos que todavía no han sido respondidas:

Kant ha sido quien con mayor agudeza ha señalado la tarea propia de una antropología filosófica. En el Manual que contiene sus cursos de lógica, que no fue editado por él mismo ni reproduce literalmente los apuntes que le sirvieron de base, pero que sí aprobó expresamente, distingue una filosofía en el sentido académico y una filosofía en el sentido cósmico (in sensu cosmico). Caracteriza a ésta como la "ciencia de los fines últimos de la razón humana", o como la "ciencia de las máximas supremas del uso de nuestra razón". Según él, se puede delimitar el campo de esta filosofía en sentido universal mediante estas cuatro preguntas:

1 ¿Qué puedo saber?
2 ¿Qué debo hacer?
3 ¿Oué me cabe esperar?
4 ¿Qué es el hombre?

A la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología." Y añade Kant:

"En el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última."

Esta formulación kantiana reproduce las mismas cuestiones de las que Kant -en la sección de su Crítica de la Razón pura que lleva por titulo "Del ideal del supremo bien"- dice que todos los intereses de la razón, lo mismo de la especulativa que de la práctica, confluyen en ellas. Pero a diferencia de lo que ocurre en la Crítica de la Razón pura, reconduce esas tres cuestiones hacia una cuarta, la de la naturaleza o esencia del hombre, y la adscribe a una disciplina a la que llama antropología pero que, por ocuparse de las cuestiones fundamentales del filosofar humano, habrá que entender como antropología filosófica. Ésta sería, pues, la disciplina filosófica fundamental.

Complicada tarea responder o siquiera aproximarse a estas preguntas. Lo vamos a hacer, tímidamente, de la mano de Martin Buber como el experto reconocerá enseguida.

Pero, cosa sorprendente, indica Buber, ni la antropología que publicó el mismo Kant ni las nutridas lecciones de antropología que fueron publicadas mucho después de su muerte, nos ofrecen nada que se parezca a lo que él exigía de una antropología filosófica. Tanto por su intención declarada, como por todo su contenido ofrecen algo muy diferente: toda una plétora de preciosas observaciones sobre el conocimiento del hombre, por ejemplo, acerca del egoísmo, de la sinceridad y la mendacidad, de la fantasía, el don profético, el sueño, las enfermedades mentales, el ingenio. Pero para nada se ocupa de qué sea el hombre ni aborda seriamente ninguno de los problemas que esa cuestión trae consigo: el lugar especial que al hombre corresponde en el cosmos, su relación con el destino y con el mundo de las cosas, la comprensión de sus congéneres, su existencia como ser que sabe que ha de morir, su actitud en todos los encuentros, ordinarios y extraordinarios, con el misterio, que componen la trama de su vida.

En esa antropología no entra la totalidad del hombre. Parece como si Kant hubiera tenido reparos en plantear realmente, filosofando, la cuestión que considera como fundamental. Martin Heidegger, que se ha ocupado (en su Kant und das Problem der Metaphysik, 1929) de esta extraña contradicción, la explica por el carácter indeterminado de la cuestión o pregunta "qué sea el hombre". Porque el modo mismo de preguntar por el hombre es lo que se habría hecho problemático. En las tres primeras cuestiones de Kant se trata de la finitud del hombre. "¿Qué puedo saber?" implica un no poder, por lo tanto, una limitación "¿Qué debo hacer?" supone algo con lo que no se ha cumplido todavía, también, pues, una limitación; y "¿Qué me cabe esperar?" significa que al que pregunta le está concedida una expectativa y otra le es negada, y también tenemos otra limitación. La cuestión cuarta sería, pues, la que pregunta por la "finitud del hombre", pero ya no se trata de una cuestión antropológica, puesto que preguntamos por la esencia de nuestra existencia. En lugar, pues, de la antropología, tendríamos como fundamento de la metafísica la ontología fundamental.

Pero adondequiera que nos lleve este resultado, hay que reconocer que no se trata ya de un resultado kantiano. Heidegger ha desplazado el acento de las tres interrogaciones kantianas. Kant no pregunta: "¿Qué puedo conocer?", sino "¿Qué puedo conocer?" Lo esencial en el caso no es que yo sólo puedo algo y que hay otro algo no puedo; no es lo esencial que yo únicamente sé algo y dejo de saber también algo; lo esencial es que, en general, puedo saber algo, y que por eso puedo preguntar qué es lo que puedo saber. No se trata de mi finitud sino de mi participación real en el saber de lo que hay por saber. Y del mismo modo, "¿Qué debo hacer?" significa que hay un hacer que yo debo, que no estoy, por tanto, separado del hacer justo, sino que, por eso mismo, que puedo experimentar mi deber, encuentro abierto el acceso al hacer. Y, por último, tampoco el "¿Qué me cabe esperar?" quiere decir, como pretende Heidegger, que se hace cuestionable la expectativa, y que en el esperar se hace presente la renuncia a lo que no cabe esperar, sino que, por el contrario, nos da a entender, en primer lugar, que hay algo que cabe esperar (pues Kant no piensa, claro está, que la respuesta a la pregunta habría de ser: ¡ Nada!), y en segundo, que me es permitido esperarlo, y, en tercero, que, por lo mismo que me es permitido, puedo experimentar qué sea lo que puedo esperar. Esto es lo que Kant dice.

Y el sentido de la cuarta pregunta, a la que pueden reducirse las tres anteriores, sigue siendo en Kant éste: ¿Qué tipo de criatura será ésta que puede saber, debe hacer y le cabe esperar?

Y que las tres cuestiones primeras puedan reducirse a esta última quiere decir: el conocimiento esencial de este ser me pondrá de manifiesto qué es lo que, como tal ser, puede conocer, qué es lo que, como tal ser, debe hacer, y qué es lo que, también como tal ser, le cabe esperar. Con esto se ha dicho, a su vez, que con la finitud que supone el que solamente se puede saber esto, va ligada indisolublemente la participación en lo infinito, participación que se logra por el mero hecho de poder saber. Y se ha dicho también que con el conocimiento de la finitud del hombre se nos da al mismo tiempo el conocimiento de su participación en lo infinito, y no como dos propiedades yuxtapuestas, sino como la duplicidad del proceso mismo en el que se hace cognoscible verdaderamente la existencia del hombre. Lo finito actúa en ella, y también lo infinito; el hombre participa en lo finito y también participa en lo infinito.

Ciertamente, Kant no ha respondido ni siquiera intentado responder a la pregunta que enderezó a la antropología: ¿Qué es el hombre? Desarrolló en sus lecciones una antropología bien diferente de la que él mismo pedía, una antropología que, con criterio histórico-filosófico, se podría calificar de anticuada, trabada aún con la antropografía de los siglos XVII y XVIII, tan poco crítica. Pero la formulación de la misión que asignó a la antropología filosófica que propugnaba, constituye un legado al que no podemos renunciar.

También para nosotros resulta problemático saber si una disciplina semejante servirá para suministrar un fundamento a la filosofía o, como dice Heidegger, a la metafísica. Porque es cierto que experimentamos constantemente lo que podemos saber, lo que debemos hacer y lo que nos cabe esperar; y también es verdad que la filosofía contribuye a que lo experimentemos. Es decir, a la primera de las cuestiones planteadas por Kant, puesto que, en forma de lógica y de teoría del conocimiento, me comunica qué significa poder saber, y como cosmología, filosofía de la historia, etc., me dice qué es lo que hay por saber; a la segunda, cuando como psicología me dice cómo se realiza psíquicamente el deber, y como ética, teoría del estado, estética, etc., qué es lo que hay por hacer; y a la tercera cuestión cuando, en forma de filosofía de la religión, me dice por lo menos cómo se presenta la esperanza en la fe concreta y en la historia de las creencias, aunque no pueda decirme qué es lo que cabe esperar, porque la religión y su explicación conceptual, la teología, que tienen aquello por tema, no forman parte de la filosofía.

Todo esto lo consideramos verdadero. Pero si la filosofía me puede prestar esta ayuda a través de sus diversas disciplinas es, precisamente, gracias a que ninguna de estas disciplinas reflexiona ni puede reflexionar sobre la integridad del hombre. O bien una disciplina filosófica prescinde del hombre en toda su compleja integridad y lo considera tan sólo como un trozo de la naturaleza, como le ocurre a la cosmología, o bien -como ocurre con todas las demás disciplinas- desgaja de la totalidad del hombre el dominio que ella va a estudiar, lo demarca frente a los demás, asienta sus propios fundamentos y elabora sus propios métodos.

En esta faena tiene que permanecer accesible, en primer lugar, a las ideas de la metafísica misma como doctrina del ser, del ente y de la existencia; en segundo lugar, a los resultados de otras disciplinas filosóficas particulares; y, en tercero, a los descubrimientos de la antropología filosófica. Pero de la disciplina de la que habrá de hacerse menos dependiente es, precisamente, de la antropología filosófica; porque la posibilidad de su trabajo intelectual propio descansa en su objetivación, en su deshumanización, diríamos, y hasta una disciplina tan orientada hacia el hombre concreto como la filosofía de la historia, para poder abarcar al hombre como ser histórico tiene que renunciar a la consideración del hombre enterizo, del que también forma parte esencial el hombre ahistórico, que vive atemperado al ritmo siempre igual de la naturaleza. Y si las disciplinas filosóficas pueden contribuir en algo a la solución de las tres primeras cuestiones kantianas -aunque no sea más que aclarándome las preguntas mismas y haciéndonos que nos demos bien cuenta de los problemas que encierran- se debe, precisamente, al hecho de que no esperan a la contestación de la cuestión cuarta.

Pero tampoco la misma antropología filosófica puede proponerse como tarea propia el establecimiento de un fundamento de la metafísica o de las disciplinas filosóficas. Si pretendiera responder a la pregunta "¿Qué es el hombre?" en una forma tan general que ya de ella se podrían derivar las respuestas a las otras cuestiones, entonces se le escaparía la realidad de su objeto propio. Porque en lugar de alcanzar su totalidad genuina, que sólo puede hacerse patente con la visión conjunta de toda su diversidad, lograría nada más una unidad falsa, ajena a la realidad, vacía de ella. Una antropología filosófica legítima tiene que saber no sólo que existe un género humano sino también pueblos, no sólo un alma humana sino también tipos y caracteres, no sólo una vida humana sino también edades de la vida. Sólo abarcando sistemáticamente éstas y las demás diferencias, sólo conociendo la dinámica que rige dentro de cada particularidad y entre ellas, y sólo mostrando constantemente la presencia de lo uno en lo vario, podrá tener ante sus ojos la totalidad del hombre.

Pero por eso mismo no podrá abarcar al hombre en aquella forma absoluta que, si bien no lo indica la cuarta pregunta de Kant, fácilmente se nos impone cuando tratamos de responderla, cosa que, como dijimos, eludió el mismo Kant. Así como le es menester a esta antropología filosófica distinguir, y volver a distinguir dentro del género humano si es que quiere llegar a una comprensión honrada, así también tiene que instalar seriamente al hombre en la naturaleza, tiene que compararlo con las demás cosas, con los demás seres vivos, con los demás seres conscientes, para así poder asignarle, con seguridad, su lugar correspondiente. Sólo por este camino doble de diferenciación y comparación podrá captar al hombre entero, este hombre que, cualquiera sea el pueblo, el tipo o la edad a que pertenezca, sabe lo que, fuera de él, nadie más en la tierra sabe: que transita por el estrecho sendero que lleva del nacimiento a la muerte; prueba lo que nadie que no sea él puede probar: la lucha con el destino, la rebelión y la reconciliación y, en ocasiones, cuando se junta por elección con otro ser humano, llega hasta experimentar en su propia sangre lo que pasa por los adentros del otro.

La antropología filosófica no pretende reducir los problemas filosóficos a la existencia humana ni fundar las disciplinas filosóficas, como si dijéramos, desde abajo y no desde arriba. Lo que pretende es, sencillamente, conocer al hombre. Pero con esto se encuentra ante un objeto de estudio del todo diferente a los demás. Porque en la antropología filosófica se le presenta al hombre él mismo, en el sentido más exacto, como objeto. Ahora que está en juego la totalidad, el investigador no puede darse por satisfecho, como en el caso de la antropología como ciencia particular, con considerar al hombre como cualquier otro trozo de la naturaleza, prescindiendo de que él mismo, el investigador, también es hombre y que experimenta en la experiencia interna este su ser hombre en una forma en la que no es capaz de experimentar ninguna otra cosa de la naturaleza, no sólo en su perspectiva del todo diferente sino en una dimensión del ser totalmente distinta, en una dimensión en la que sólo esta porción de la naturaleza que es él es experimentada.

Por su esencia, el conocimiento filosófico del hombre es reflexión del hombre sobre sí mismo, y el hombre puede reflexionar sobre sí únicamente si la persona cognoscente, es decir, el filósofo que hace antropología, reflexiona sobre sí como persona. El principio de individuación, que alude al hecho fundamental de la infinita variedad de las personas humanas en cuya virtud cada una está hecha a su manera peculiarísima y singular, lejos de relativizar el conocimiento antropológico le presta, por el contrario, su núcleo y armazón. Y en torno a lo que descubra el filósofo que medita sobre sí se deberá ordenar y cristalizar todo lo que se encuentra en el hombre histórico y en el actual, en hombres y mujeres, en pordioseros y poderosos, en imbéciles y en genios, para que aquel su descubrimiento pueda convertirse en una genuina antropología filosófica.

Pero esto es algo diferente de lo que hace el psicólogo cuando completa y explica lo que sabe por la literatura y por la observación mediante la observación de sí mismo, el análisis de sí mismo, el experimento consigo mismo. Porque en este caso se trata siempre de fenómenos y procesos singulares, objetivados, de algo que ha sido desgajado de la conexión de la total persona concreta, de carne y hueso. Pero el antropofilósofo tiene que poner en juego no menos que su encarnada totalidad, su yo (Selbst) concreto.

Y todavía más. No basta con que coloque su yo como objeto del conocimiento. Sólo puede conocer la totalidad de la persona y, por ella, la totalidad del hombre, si no deja fuera su subjetividad ni se mantiene como espectador impasible. Por el contrario, tiene que tirarse a fondo en el acto de autorreflexión, para poder cerciorarse por dentro de la totalidad humana. En otras palabras: tendrá que ejecutar ese acto de “adentramiento”, de profundización, en una dimensión peculiarísima, como acto vital, sin ninguna seguridad filosófica previa, exponiéndose, por lo tanto, a todo lo que a uno le puede ocurrir cuando vive realmente.

No se conoce al estilo de quien, permaneciendo en la playa, contempla maravillado la furia espumante de las olas, sino que es menester echarse al agua, hay que nadar, alerta y con todas las fuerzas, y hasta habrá un momento en que nos parecerá estar a punto de desvanecimiento: así y no de otra manera puede surgir la visión antropológica. Mientras nos contentemos con poseernos como un objeto, no nos enteraremos del hombre más que como una cosa más entre otras, y no se nos hará presente la totalidad que tratamos de captar; y claro que para poder captarla tiene que estar presente. No es posible que percibamos sino lo que en un "estar presente" efectivo se nos ofrece, pero en ese caso sí que percibimos, o captamos de verdad, y entonces se forma el núcleo de la cristalización.

Un ejemplo podrá aclarar la relación entre el psicólogo y el antropólogo. Si los dos estudian, digamos, el fenómeno de la cólera, el psicólogo tratará de captar qué es lo que siente el colérico, cuáles son los motivos y los impulsos de su voluntad, pero el antropólogo tratará también de captar qué es lo que está haciendo. Con respecto a este fenómeno, les será difícilmente practicable a los dos la introspección, que por naturaleza tiende a debilitar la espontaneidad e irregularidad de la cólera.

El psicólogo tratará de sortear la dificultad mediante una división específica de la conciencia que le permita quedarse fuera con la parte observadora de su ser, dejando, por otra parte, que la persona siga su curso con la menor perturbación posible. Pero, de todos modos, la pasión en ese caso no dejará de parecerse a la del actor, es decir, que, no obstante que pueda intensificarse por comparación con una pasión no observada, su curso será diferente: habrá, en lugar del estallido elemental, un desencadenarse de la misma que será deliberado, y habrá una vehemencia más enfática, más querida, más dramática. El antropólogo no se preocupará de una división de la conciencia, pues que le interesa la totalidad intacta de los procesos, y, especialmente, la no fragmentada conexión natural entre sentimientos y acciones; y ésta es, en verdad, la conexión más poderosamente afectada por la introspección, ya que la pura espontaneidad de la acción es la que sufre esencialmente.

El antropólogo, por tanto, tiene que resistirse a cualquier intento de permanecer fuera con su yo observador y, cuando le sobreviene la cólera, no la perturba convirtiéndose en su espectador, sino que la abandona a su curso sin el empeño de ganar sobre ella una perspectiva. Será capaz de registrar en el recuerdo lo que sintió e hizo entonces; para él, la memoria ocupa el lugar del experimentar consigo mismo. Pero lo mismo que los grandes escritores, en su trato con los demás hombres, no registran deliberadamente sus peculiaridades, tomando, como si dijéramos, notas invisibles, sino que tratan con ellos en una forma natural y no inhibida, dejando la cosecha para la hora de la cosecha, también la memoria del antropólogo competente posee, con respecto a sí mismo y a los demás, un poder concentrador que le sabe preservar lo esencial. En el momento de la vida no lleva otra idea que la de vivir lo que hay que vivir, está presente con todo su ser, indiviso, y por tal razón crece en su pensamiento y en su recuerdo el conocimiento de la totalidad humana.

Pero, si retomamos el discurso neurobiológico, veremos que la perplejidad habrá aumentado. Aunque nosotros sepamos de lo que hablamos, la comunidad científica acrecentará su perplejidad. Esto es normal porque la Neurociencia comienza a plantearse cuestiones de carácter global acerca de la actividad mental y emocional humana, en definitiva, acerca del hombre y su vida. Y no sólo eso esas preguntas se las empieza a formular la sociedad a los neurocientíficos. Y también podemos ver que los neurocientíficos se quedan perplejos ante estas cuestiones.

Si como antes hicimos con Kant para introducir el tema, Heidegger y sobre todo Buber, no volvemos de nuevo hacia el pensamiento filosófico, encontraremos concepciones fenomenológicas consideradas clásicas sobre el hombre y su actividad interior que hoy, que parecen nuevas. Veamos porqué. Ciertamente la ha experimentado un enorme desarrollo en los últimos años proporcionando al hombre una visión extraordinariamente detallada de su Sistema Nervioso, visión aparentemente, y fíjense bien recalco aparentemente, poco compatible con las propuestas filosóficas planteadas.

Cuando analizamos las cosas con más sosiego, más profundamente vemos que es el lenguaje, la cuestión siempre equívoca de la terminología la causante de muchas de esas perplejidades y asombros. Si recurrimos a Max Scheler, uno de los grandes filósofos de la fenomenología del S. XX veremos las cosas más claramente. En efecto, en su obra El puesto del hombre en el cosmos, inicialmente una conferencia que algo ampliada se trasformó en libro.

La idea central que contiene este texto es la evolución que a lo largo de la historia ha sufrido el concepto de hombre y cómo en dicha evolución ha sido determinante la cultura desde la cual se enfoca el intento de análisis y definición de este concepto.

Concretamente, en el texto que analizamos, partimos desde una concepción y una cultura muy concreta, la europea, y dentro de ésta, nos estaríamos ciñendo, a la europea occidental de tradición culta y religiosamente construida.

El autor del texto, nos expone, cómo a lo largo de la historia han ido sucediéndose, sobre todo, tres formas de interpretación del concepto hombre y que han ido coincidiendo en su desarrollo, con distintos momentos de la evolución cultural e histórica de Europa. Los tres momentos a los que nos referimos son los siguientes:

a) La tradición judeocristiana, en la cual los ejes cobre los que gira el hombre son, fundamentalmente, Adán y Eva, la Creación, el Paraíso, la caída,...

b) La antigüedad clásica, en la que la conciencia del hombre sobre sí mismo se va a centrar, sobre todo, en torno a su capacidad de “razonar”.

c) Ciencias de la naturaleza y de la psicología genética, según las cuales, “el hombre sería un producto final muy tardío de la evolución del planeta Tierra”.

Estos tres círculos de ideas, y en opinión del autor que nos ocupa, se nos presentan como inconciliables entre sí, es decir, no se pueden sostener simultáneamente a la hora de interpretar la evolución del concepto/idea hombre. De este modo tenemos una antropología científico-cultural, otra filosófica y otra teológica indiferentes entre si, pero carecemos de una idea unitaria del hombre. La creciente pluralidad de las ciencias especializadas que se ocupan del hombre, por más valiosas que sean-afirma Scheler-, ocultan la esencia del hombre mucho más de lo que la esclarecen. Si, además –continúa Scheler-, se tiene en cuenta que los tres círculos de ideas tradicionales han sufrido serios daños […] cabe decir que en ningún momento de la historia el hombre se ha tornado tan problemático para si mismo como en la actualidad.

Volviendo al texto en cuestión, hemos reseñar de qué forma queda patente que el ser humano ha sido definido a lo largo de la historia de múltiples y diferentes maneras: ser racional, cultural, histórico, social,…, pero, que en cualquier caso, ninguna de estas definiciones agota la realidad “ser humano”, porque todas ellas, aún siendo ciertas y, más o menos, exactas, resultan insuficientes para agotar la riqueza que encierra en sí la realidad del propio hombre.

Todo lo apuntado en el anterior párrafo, nos lleva a la conclusión de que en el ser humano conviven dimensiones de distinta naturaleza y que, precisamente en esto, es en lo que queda patente la principal de las diferencias con el resto de seres vivos. El individuo, contrariamente al resto de animales, es un ser que no se agota en lo que le viene dado por naturaleza, sino que da una respuesta cultural e histórica a las necesidades biológicas que se le van presentando a lo largo de su existencia, respuestas que quedan resumidas y que tienen sus principales manifestaciones en las tres dimensiones que es posible reconocer en el ser humano:

a) Dimensión/carácter natural del ser humano (Antropogénesis). Es la que se adentra en explicar los orígenes del propio ser, cómo se ha formado y qué hechos o factores han influido en su constitución y en su desarrollo. A la pregunta sobre el origen del ser humano (antropogénesis) se han dado muchas y diversas respuestas, de las cuales las más relevantes son las explicaciones preevolucionistas y las evolucionistas.

b) Dimensión/carácter cultural del ser humano. Trata de estudiar en qué sentido la cultura es el principal factor humanizador y, desde aquí, constatar las diferencias entre la llamada “cultura” animal y la cultura humana ahondando en los contenidos fundamentales (conocimientos, técnicas, hábitos, normas y formas de vida) y en cómo se transforman a lo largo de la historia humana.

c) Dimensión/carácter social del ser humano (Sociogénesis). Es evidente que el ser humano no vive solo y aislado, y que nuestra existencia está fuertemente marcada por las relaciones que mantenemos con los otros, estableciendo así relaciones que conforman lo que denominamos sociedad. Esta tendencia es lo que ha venido denominándose sociabilidad y que consiste básicamente en la inclinación a vivir compartiendo con otros individuos de la misma especie, no solo un territorio común, sino la responsabilidad y el trabajo de garantizar la supervivencia de cada miembro en particular y del grupo en conjunto.

La obra de Scheler El puesto del hombre en el cosmos está reconocida como el punto de partida de la Antropología filosófica. Son decisivas dos cuestiones:

A) Que lo que realmente está en discusión es la pregunta por el hombre.

B) Que esa discusión está provocada por respuestas heterogéneas y, en principio, irreconciliables

Es cierto que ambas cuestiones acompañan al pensamiento humano desde los comienzos de la historia. El ser humano siempre se ha preguntado por sí mismo, y lo ha hecho desde distintos puntos de vista controvertidos entre sí. Recordemos las antiguas discusiones habidas entre los griegos y romanos sobre la religión politeísta oficial y la filosofía, o las medievales entre razón y fe, o el tortuoso sendero recorrido por la moderna ciencia experimental al comienzo de la edad moderna.

La radicalidad del planteamiento de Scheler se debe a que en su tiempo el evolucionismo darwiniano estaba cuestionando el ser humano a partir de su origen. Ahora eso no sería un problema, veamos porqué:

Como señala el Prof. Mariano Artigas, en la actualidad, científicos y teólogos suelen admitir que entre evolución y creación, no hay contradicción, y que la evolución tampoco se opone a la espiritualidad humana.

Francisco J. Ayala, en su libro "La teoría de la evolución. De Darwin a los últimos avances de la genética", Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1994, explica que la creación a partir de la nada "es una noción que, por su propia naturaleza, queda y siempre quedará fuera del ámbito de la ciencia", y añade que "otras nociones que están fuera del ámbito de la ciencia son la existencia de Dios y de los espíritus, y cualquier actividad o proceso definido como estrictamente inmaterial" (Pág. 147). Por otra parte, Ayala recoge la opinión de los teólogos según los cuales "la existencia y la creación divinas son compatibles con la evolución y otros procesos naturales.

La solución reside en aceptar la idea de que Dios opera a través de causas intermedias: que una persona sea una criatura divina no es incompatible con la noción de que haya sido concebida en el seno de la madre y que se mantenga y crezca por medio de alimentos... La evolución también puede ser considerada como un proceso natural a través del cual Dios trae las especies vivientes a la existencia de acuerdo con su plan" (Págs. 21-22). Ayala añade que la mayoría de los escritores cristianos admiten la teoría de la evolución biológica. Menciona que el Papa Pío XII, en un famoso documento de 1950, reconoció que la evolución es compatible con la fe cristiana. Y que el Papa Juan Pablo II, en un discurso de 1981, ha repetido la misma idea.

Algunos fundamentalistas cristianos se oponen a la evolución. Se trata de unas minorías protestantes muy activas en Estados Unidos. Ayala alude a este problema, que conoce bien, porque esos grupos han ejercido acciones legales para implantar sus ideas acerca de la enseñanza de la evolución en la escuela, y Ayala ha debido intervenir en esos procesos para clarificar qué corresponde a la ciencia y qué a la religión. Afirma al respecto: "Los antievolucionistas estadounidenses siguen buscando el modo de impedir la enseñanza de la teoría de la evolución, a la que todavía consideran como antirreligiosa, en vez de simplemente "no religiosa", como lo es cualquier otra teoría científica" (Pág. 24).

En abril de 1985, La Universidad de Munich organizó en Roma un Simposio internacional sobre "La fe cristiana y la teoría de la evolución". El Papa Juan Pablo II, en la alocución que dirigió a los participantes, dijo que "el debate en torno al modelo explicativo de evolución no encuentra obstáculos en la fe, con tal que la discusión permanezca en el contexto del método naturalista y de sus posibilidades". Después de recoger textualmente el pasaje donde Pío XII, en la encíclica "Humani generis" de 1950, afirmaba la compatibilidad del cristianismo con el origen del cuerpo humano a partir de otros vivientes, prosiguió con estas palabras: "no se crean obstáculos a partir de una fe rectamente comprendida en la creación o de una enseñanza, correctamente entendida, del evolucionismo: la evolución, en efecto, presupone la creación; la creación, en el contexto de la evolución, se plantea como un acontecimiento que se extiende en el tiempo -como una creación continua-, en la cual Dios se hace visible a los ojos del creyente como Creador del Cielo y de la Tierra" (El texto de esa alocución, del 26 de abril de 1985, se encuentra en "Documentos Palabra", DP-122, 1985, Pág. 147).

En un mensaje dirigido a la Academia Pontificia de las Ciencias el 22 de octubre de 1996, Juan Pablo II afirmó que la teoría de la evolución es hoy día algo más que una hipótesis, y añadió que una interpretación filosófica de la evolución que no deje lugar para las dimensiones espirituales de la persona humana chocaría con la verdad acerca de la persona y sería incapaz de proporcionar el fundamento de su dignidad ("L"Osservatore Romano", 24 de octubre de 1966, Págs. 6-7).


Pío XII, en 1950, en un intento de reducir la creciente confrontación, más ideológica que otra cosa, apuntaba en la Humani generis que el evolucionismo era una teoría que debía ser estudiada, y que en ningún caso el alma provenía de otro lugar que no fuera Dios mismo. Esta tendencia conciliadora de la Iglesia Católica ha llegado a nuestros días: evolución y creación de Dios son compatibles siempre que no se atribuya a la evolución un alcance que no tiene.

A este respecto Juan Pablo II señaló que: "la evolución presupone la creación, y la creación se presenta a la luz de la evolución como un suceso que se extiende en el tiempo" y también que "no existen obstáculos entre la fe y la teoría de la evolución, si se las entiende correctamente", llegando a afirmar en 1996 frente a la Asamblea de la Pontificia Academia de Ciencias que "el evolucionismo es algo más que una hipótesis". Benedicto XVI, en su famosa homilía de la misa de Ratisbona, dijo en la misma línea conciliadora que "el origen está en el Verbo eterno, la Razón, no la irracionalidad".

Como recientemente ha dicho el catedrático de genética Nicolás Jouve de la Barreda, Catedrático de Genética, en el Club Faro hablando de Evolucionismo, creacionismo y diseño inteligente: "¿Por qué no pudo Dios incluir en su diseño creador la selección natural? La teología nos revela la causa, la ciencia el cómo."

Ahora bien, el hecho de que las religiones más sensatas respeten y acepten el hecho evolutivo, nuclear en toda la comprensión posterior de las Ciencias Biológicas incluida la Neurociencia, no significa que una parte sustancial de la ciencia oficial haya dejado en paz a la religión. Todo lo contrario. La Neurociencia ha intentado en el interior más íntimo y recóndito del ser humano, de manera que las preguntas por el origen de la vida y el origen del hombre -clásicas en Biología o en Biofilosofía-, han sido sustituidas por otras tales que:

¿Cómo es su actuar?
¿Cómo es su ser?

Los biofilósofos cuya escuela se enmarca en el materialismo eliminativo, sostienen que la conciencia no existe, excepto como un epifenómeno de la función cerebral, y algunos creen que el concepto terminará finalmente siendo eliminado tan pronto como la neurociencia progrese. De una manera similar, argumentan que los conceptos que ellos califican con desdén como tan sólo propios de la psicología popular como los son las creencias, deseos e intenciones, son ilusorias y, por lo tanto, no tienen un sustrato neurológico consistente. Presentan una visión del mundo según la cual todo es materia siguiendo leyes físicas, Rechazan también la posición de los emergentistas que piensan que la mente es algo que "emerge" y se separa ontológicamente del cuerpo. Aunque esta escuela tiene seguidores destacados, el más representativo en España es Daniel C. Dennett.

Dennett se autodefine con unos pocos términos. En La conciencia explicada admite:

"soy algún tipo de 'teleofuncionalista', desde luego, puede ser el 'teleofuncionalista' original". Incluso llega a decir: "estoy preparado para salir del armario como algún tipo de verificacionista".
(Consciousness Explained, La conciencia explicada, Paidós, Barcelona, 1995)

En La conciencia explicada, el interés de Dennett en la habilidad de la evolución para explicar algunos de las características productoras de contenido de la consciencia ya es evidente, y desde entonces se ha convertido en parte integral de su programa. Gran parte de su trabajo en los años 1990 lo ha dedicado a completar sus ideas, tratando los mismos temas desde un punto de vista evolutivo: desde qué distingue la mente de los animales de los humanos (Kinds of Minds: Towards an Understanding of Consciousness. Basic Books, New York, 1996), a cómo el libre albedrío es compatible con una visión naturalista del mundo (Freedom Evolves , La evolución de la libertad, Paidós, Barcelona, 2004).). Su libro más reciente, Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon. (Romper el hechizo. La religión como un fenómeno natural. Buenos Aires / Madrid, Katz Editores, 2007), es un intento, a nuestro juicio laborioso e infructuoso, de sujetar las creencias religiosas al mismo tratamiento, explicando las posibles razones evolutivas para el fenómeno de los grupos religiosos.

Pese a que la Biofilosofía está en construcción y su segregada la Neurofilosofía, más aún, la obra de este biofilósofo y neurofilósofo ha tenido en ciertos medios españoles una buena recepción, tal vez por su buen despliegue editorial y por el materialismo extremo que contiene.

Pero no toda la Neurofilosofía es Dennett, naturalmente. Creemos sinceramente que con todos los datos de los que hoy la ciencia dispone, ningún neurocientífico puede afirmar con seriedad que disponen de todas las respuestas para poder explicar con carácter definitivo como funciona el cerebro humano en su conjunto.

Eso es ciertamente verdad, pero también lo es y como tal lo reseñamos que algunos, a la vista del vertiginoso desarrollo de la Neurociencia, piensan que alcanzar esas respuestas científicas es tan sólo cuestión de tiempo, postura esta que siendo un poco utópica pero respetable, se ve jaleada por otras manifestaciones categóricas pero gratuitas, sin aval científico alguno, que tan sólo son opiniones, pero que se hallan disfrazadas de un ropaje científico mejor o peor diseñado.

A la vista de todo esto, es bueno que si realicemos una predicción, por lo tanto un tanto prospectiva resultado de muchas reflexiones y lecturas, que entendemos si nos está permitido realizar: el conflicto se presenta duro, áspero, dramático, polarizado incluso, y por tanto la crisis del ser humano está llegando a su punto culminante.

Buena parte de la sociedad actual, espera que la Ciencia le proporcione todas las respuestas, incluso sobre aquellas cuestiones para las que tradicionalmente se ha acudido a la Filosofía o a la Teología (Ver MacIntyre, A., God, Philosophy, Universities: a history of the Catholic philosophical tradition, Rowman & Littlefield , Abril 2009, y también Oakes, Edward T., The Achievement of Alasdair McIntyre, 1996, Págs, 22-26).

Dos palabras sobre MacIntyre. Alasdair MacIntyre es una figura clave en el reciente interés en la ética de la virtud, que pone como aspecto central de la ética los hábitos, las virtudes, y el conocimiento de cómo alcanza el individuo una vida buena, en la que encuentren plenitud todos los aspectos de la vida humana, en vez de centrarse en debates éticos específicos como el aborto. MacIntyre no omite hablar sobre esos temas particulares, sino que se acerca a ellos desde un contexto más amplio y menos legalista o normativista. Es éste un enfoque de la filosofía moral que demuestra cómo el juicio de un individuo nace del desarrollo del carácter.

MacIntyre subraya la importancia del bien moral definido en relación a una comunidad de personas involucradas en una práctica -concepto central de su obra After Virtue- que llama bienes internos o bienes de excelencia, en vez de centrarse en fenómenos independientes de una práctica, como la obligación de un agente moral (ética deontológica) o en las consecuencias de un acto moral particular (utilitarismo).

La ética de la virtud suele estar asociada con autores pre-modernos (Vg. Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino), aunque también se encuentra en otros sistemas éticos (Vg. Deontología kantiana). MacIntyre afirma que la síntesis de Tomás de Aquino del pensamiento de San Agustín con el de Aristóteles es más profundo que otras teorías modernas, al ocuparse del telos (finalidad) de una práctica social y de la vida humana, dentro del contexto en el cual la moralidad de los actos es evaluada.

Tras este brevísimo excursus sobre MacIntyre, un filósofo cuya obra y evolución pensante nos permitimos recomendar conocer, lo que ahora nos interesa señalar es que, a la vista del imparable progreso neurocientífico del que nos congratulamos, aparecen cuestiones filosóficas y, especialmente éticas, al preguntarnos por las nuevas preguntas sobre el hombre, que volvemos a repetir con una nueva e importante adición:

¿Cómo es su actuar?
¿Cómo es su ser?
¿Cuál es el por qué del hombre?

Al plantearse estas cuestiones, el ser humano suele alcanzar la parte más íntima de la persona y, justo en ese preciso instante, aparece la Ética.

Y esas cuestiones se dividen en dos planos de reflexión ética:

-El primero, el plano eminentemente práctico de los criterios éticos de la aplicación de la Neurociencia en su tratamiento con los pacientes o sujetos experimentales.

-El segundo, el plano más teórico, que reflexiona sobre esas preguntas acerca del ser y actuar humanos.

Veremos que la llamada Neuroética engloba ambas categorías de problemas, como analizaremos con más detalle en un próximo artículo, aunque nuestra voluntad irá encaminada, si disponemos de la necesaria lucidez y perseverancia para ello, a explorar que no resolver, el segundo conjunto de cuestiones, las referidas al plano más teórico.

Nuestras aproximaciones, respuestas si las hubiere y las nuevas preguntas que se sugieran (¿Qué es filosofar sino preguntar?), no tendrán un alcance puramente antropológico. En la estela de MacIntyre, dirigiremos nuestra atención a los supuestos metodológicos y discursivos responsables de la extraordinaria dificultad para establecer un diálogo interdisciplinario sin prejuicios, cortapisas, censuras, autocensuras o limitaciones respecto supuestas correcciones científicas. Ni la a la ciencia le cabe el adjetivo de correcta ni a la política tampoco.

Eso es una necedad y una cursilería de estos tiempos líquidos, a la vez tan débiles y rastreros como malévolos. Desenmascarar esos presupuestos propios de una sociedad cerrada en el popperiano (Ver Popper, K., La sociedad abierta y sus enemigos) sentido de la palabra es lo prioritario y urgente. Sólo podrá establecerse el dialogo interdisciplinario que la sociedad y el hombre de hoy requieren si se crean las condiciones para su posibilidad, lo que pasa por revisar los fundamentos de las respectivas ciencias, sobre todo la Neurociencia y la Filosofía. A ello quedamos todos convocados.

Javier Del Arco
Martes, 9 de Noviembre 2010
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Editado por
Javier Del Arco
Ardiel Martinez
Javier del Arco Carabias es Dr. en Filosofía y Licenciado en Ciencias Biológicas. Ha sido profesor extraordinario en la ETSIT de la UPM en los Masteres de Inteligencia Ambiental y también en el de Accesibilidad y diseño para todos. Ha publicado más de doscientos artículos en revistas especializadas sobre Filosofía de la Ciencia y la Tecnología con especial énfasis en la rama de la tecno-ética que estudia la relación entre las TIC y los Colectivos vulnerables.




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