Blog de Tendencias21 para explicar el universo elegante en el que vivimos
|
Mientras se van acumulando evidencias del papel destacado que los genes desempeñan en la amistad, el reto está en desvelar cómo actúan estos genes. Todavía falta un largo camino.
Cuando nos preguntamos sobre cuáles son las características esenciales que nos hacen humanos, indudablemente la capacidad para establecer relaciones de amistad aparece en un lugar destacado de nuestra lista.
Nos parece evidente que las relaciones de amistad -vitales en nuestra vida social- se establecen exclusivamente por razones culturales, sociales, históricas, o incluso estocásticas, en las que la biología poco tiene que ver.
Sin embargo, la investigación del Dr. James Fowler y su equipo de la división de Genética Médica de la Universidad de California, aporta una insólita explicación a la amistad, demostrando que una de las causas principales por la que se establecen amigos es genética.
Tras estudiar relaciones de amistad-enemistad en grupos de adolescentes, secuenciaron en cada uno de ellos seis genes implicados en el metabolismo de la dopamina y la serotonina, encontrando un resultado espectacular: quienes disponen del mismo alelo del gen DRD2 (un receptor de dopamina) casi siempre son amigos, mientras que los que disponen de distinto alelo para el gen CYP2A6 casi siempre son enemigos.
Evidentemente este estudio no demuestra la existencia de un determinismo biológico irreversible para la amistad (de manera que quienes no tengan el mismo alelo DRD2 jamás puedan llegar a ser amigos, ni tampoco que la enemistad se base solo en poseer diferentes alelos CYP2A6).
Los seres humanos disponemos de genes que permiten construir nuestros complejísimos cerebros que nos permiten tomar decisiones muy alejadas de los condicionamientos biológicos inmediatos.
Por supuesto tengo muy buenos amigos que tienen alelos DRD2 y CYP2A6 distintos a los míos. Pero si hacemos una lista de nuestros amigos, la mayoría van a tener nuestro mismo alelo DRD2, mientras que la mayoría de nuestros enemigos tendrán un alelo CYP2A6 diferente del nuestro.
Mientras se van acumulando evidencias del papel destacado que los genes desempeñan en la amistad, el reto está en desvelar cómo actúan estos genes. Todavía falta un largo, camino.
Mientras tanto, la ciencia nos va permitiendo entender mejor quiénes somos.
Nos parece evidente que las relaciones de amistad -vitales en nuestra vida social- se establecen exclusivamente por razones culturales, sociales, históricas, o incluso estocásticas, en las que la biología poco tiene que ver.
Sin embargo, la investigación del Dr. James Fowler y su equipo de la división de Genética Médica de la Universidad de California, aporta una insólita explicación a la amistad, demostrando que una de las causas principales por la que se establecen amigos es genética.
Tras estudiar relaciones de amistad-enemistad en grupos de adolescentes, secuenciaron en cada uno de ellos seis genes implicados en el metabolismo de la dopamina y la serotonina, encontrando un resultado espectacular: quienes disponen del mismo alelo del gen DRD2 (un receptor de dopamina) casi siempre son amigos, mientras que los que disponen de distinto alelo para el gen CYP2A6 casi siempre son enemigos.
Evidentemente este estudio no demuestra la existencia de un determinismo biológico irreversible para la amistad (de manera que quienes no tengan el mismo alelo DRD2 jamás puedan llegar a ser amigos, ni tampoco que la enemistad se base solo en poseer diferentes alelos CYP2A6).
Los seres humanos disponemos de genes que permiten construir nuestros complejísimos cerebros que nos permiten tomar decisiones muy alejadas de los condicionamientos biológicos inmediatos.
Por supuesto tengo muy buenos amigos que tienen alelos DRD2 y CYP2A6 distintos a los míos. Pero si hacemos una lista de nuestros amigos, la mayoría van a tener nuestro mismo alelo DRD2, mientras que la mayoría de nuestros enemigos tendrán un alelo CYP2A6 diferente del nuestro.
Mientras se van acumulando evidencias del papel destacado que los genes desempeñan en la amistad, el reto está en desvelar cómo actúan estos genes. Todavía falta un largo, camino.
Mientras tanto, la ciencia nos va permitiendo entender mejor quiénes somos.
Nos gustan las proporciones áureas en cualquier forma y construimos los objetos más diversos, desde joyas a catedrales, siguiendo proporciones áureas. Por eso la proporción áurea no es –para nada- la divina proporción, la geometría sagrada, ni la matemática de Dios. Solo es una proporción agradable para los individuos de nuestra especie.
Llevamos milenios reflexionando sobre cuáles son las características esenciales que nos hacen humanos.
Sin duda la capacidad para percibir la belleza -o si se prefiere, el potencial para la estética- es uno de los principales ingredientes en la receta de un ser humano. Y es que pocas peculiaridades parecen tan típicamente nuestras como la capacidad de emocionarnos contemplando la Acrópolis de Atenas, el David de Miguel Ángel o la Gioconda de Leonardo da Vinci.
Hace milenios nuestros ancestros ya depositaban flores en los enterramientos de sus seres más próximos, pintaban sus cuevas y esculpían bellas estatuillas sin ninguna utilidad práctica. Y cada vez hay más evidencias de que los humanos cuidaron primitivos jardines mucho antes de ser agricultores y tuvieron mascotas antes de desarrollar la ganadería.
No es de extrañar que muchos de los grandes filósofos (Platón, Diderot, Kant, Hegel, Schopenhauer, Heidegger, Rusel, Umberto Eco…) dedicasen ingentes esfuerzos a comprender la esencia de la belleza. Incluso grandes matemáticos y físicos sostienen que la belleza es una característica esencial para estimar la certidumbre de una demostración (y buena parte de la mecánica cuántica se desarrolló teniendo presente inquietudes estéticas).
En todo caso la belleza siempre aparece rodeada por una aureola de misticismo. Y en el límite de este misticismo está la proporción o razón áurea (cuyos más entusiastas defensores llaman divina proporción, geometría sagrada, geometría divina, matemática de Dios y otras exageraciones por el estilo).
Desde que Euclides recogiese en sus Elementos la definición de la proporción áurea demostrando que es un número irracional, miles de arquitectos, artistas matemáticos, naturalistas, e incluso legiones de charlatanes, han atribuido un carácter de perfección a los objetos cuyas medidas siguen esta proporción áurea. Si hay un número al que se le atribuye la capacidad de explicar la belleza es, sin duda alguna, la razón áurea.
Pero, por más que legiones de apasionados valedores de la razón áurea hayan defendido que esta proporción es la esencia de cómo Dios creó la belleza del mundo, un análisis más frío hace difícil entender tan desmedida fascinación. A fin de cuentas, aunque la proporción áurea se le llame F en honor del genial escultor Fidias, se trata de un número tan poco llamativo como 1,6180339887…, un número con infinitos decimales que ni siquiera siguen un patrón periódico.
¿Cómo es posible que la proporción áurea haya alcanzado tal relevancia?
La biología evolutiva puede ayudar a entenderlo:
Entre nuestras más extraordinarias habilidades está la capacidad –casi infalible- para reconocer y diferenciar las caras de nuestros semejantes. No sólo somos capaces de distinguir a cualquier persona por la forma de su cara –a menudo incluyendo a los gemelos- sino que incluso nos parece que todos nosotros tenemos caras muy diferentes. Podemos contemplar a una multitud apilada en la entrada de un cine sin tener la más mínima dificultad para identificar entre ellos a nuestros conocidos. Incluso podemos reconocer a alguien a quien no hemos visto nunca a partir de una fotografía o de un dibujo. En cambio, si contemplamos las cabezas de un rebaño de ovejas todas nos parecen iguales, si bien la variación en los rostros del ganado ovino es muy superior a la variabilidad morfológica en las caras de los seres humanos. En teoría debería sernos más fácil distinguir unas ovejas de otras que diferenciar a las personas.
Pero evidentemente no es así.
Proporción agradable
A lo largo de nuestra historia evolutiva como primates sociales, hemos necesitado diferenciar, sin error, las caras de nuestros hijos, padres, parientes, y miembros de nuestro clan. Sin duda nos resultó esencial. Y tras miles de generaciones lo hacemos extraordinariamente bien.
Los que fueron capaces de diferenciar sin fallos entre los diversos rostros de los seres humanos, también fueron capaces de cuidar a su prole, establecer relaciones de cooperación y ayuda mutua y cuidarse de los enemigos. Pero los que fueron incapaces de reconocer rostros tuvieron gran dificultad en sacar adelante a sus descendientes. No es fácil criar a tu prole si no reconoces la cara de tu propio hijo, ni cooperar si no distingues a tus amigos.
Evidentemente a los que tenían una especial habilidad para diferenciar los rostros les resultó más fácil dejar más descendientes que a los incapaces de distinguir entre las diversas caras. Y cada vez fueron menos quienes tenían una incapacidad genética para diferenciar caras porque cada vez tenían menos hijos en comparación con los que si distinguían los rostros.
Por eso, a día de hoy, los genes que permiten que desarrollemos una gran habilidad para diferenciar rostros humanos están en cada uno de nosotros, mientras que los genes que no permitieron desarrollar esta habilidad se perdieron a lo largo de la historia.
La incapacidad para reconocer los rostros, una alteración conocida como prosopagnosia, es extremadamente rara en las poblaciones humanas. Apenas quedan genotipos incapaces de ese reconocimiento, eliminados en su mayoría por la selección natural. Pero la prosopagnosia aún se mantiene en las poblaciones humanas en muy pocas personas (y seguirá apareciendo siempre por mutaciones espontáneas muy poco frecuentes). También se da una prosopagnosia asociada a traumatismos encefálicos que destruyen las áreas cerebrales encargadas de ese reconocimiento facial.
Estos individuos con prosopagnosia son claves para entender cómo se produce el reconocimiento facial. En el reconocimiento facial está implicada la proporción áurea. La razón áurea aparece en distintas partes de nuestra cara (como en la relación entre longitud y anchura de la cara, o entre las distancias de la punta de la nariz al mentón y de la boca al mentón, el ancho de la nariz y la distancia de la nariz a los labios, la distancia de las pupilas a la punta de la nariz y de las pupilas a los labios…). Hay mas de dos docenas de proporciones áureas en el rostro humano (y otras tantas en nuestro cuerpo).
Evolutivamente aprendimos a reconocernos mediante proporciones áureas. Por eso no es de extrañar que la proporción áurea nos resulte tan agradable. Estamos “programados” genéticamente para reconocer a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros amigos en buena parte gracias a la proporción áurea. Lógicamente nos gustan las proporciones áureas en cualquier forma y construimos los objetos más diversos, desde joyas a catedrales, siguiendo proporciones áureas. Y hay fuertes evidencias de que quienes padecen prosopagnosia no encuentran agradable la proporción áurea (aunque son necesarios más estudios sobre el tema).
Por eso la proporción áurea no es –para nada- la divina proporción, la geometría sagrada, ni la matemática de Dios. Solo es una proporción agradable para los individuos de nuestra especie.
Sin duda la capacidad para percibir la belleza -o si se prefiere, el potencial para la estética- es uno de los principales ingredientes en la receta de un ser humano. Y es que pocas peculiaridades parecen tan típicamente nuestras como la capacidad de emocionarnos contemplando la Acrópolis de Atenas, el David de Miguel Ángel o la Gioconda de Leonardo da Vinci.
Hace milenios nuestros ancestros ya depositaban flores en los enterramientos de sus seres más próximos, pintaban sus cuevas y esculpían bellas estatuillas sin ninguna utilidad práctica. Y cada vez hay más evidencias de que los humanos cuidaron primitivos jardines mucho antes de ser agricultores y tuvieron mascotas antes de desarrollar la ganadería.
No es de extrañar que muchos de los grandes filósofos (Platón, Diderot, Kant, Hegel, Schopenhauer, Heidegger, Rusel, Umberto Eco…) dedicasen ingentes esfuerzos a comprender la esencia de la belleza. Incluso grandes matemáticos y físicos sostienen que la belleza es una característica esencial para estimar la certidumbre de una demostración (y buena parte de la mecánica cuántica se desarrolló teniendo presente inquietudes estéticas).
En todo caso la belleza siempre aparece rodeada por una aureola de misticismo. Y en el límite de este misticismo está la proporción o razón áurea (cuyos más entusiastas defensores llaman divina proporción, geometría sagrada, geometría divina, matemática de Dios y otras exageraciones por el estilo).
Desde que Euclides recogiese en sus Elementos la definición de la proporción áurea demostrando que es un número irracional, miles de arquitectos, artistas matemáticos, naturalistas, e incluso legiones de charlatanes, han atribuido un carácter de perfección a los objetos cuyas medidas siguen esta proporción áurea. Si hay un número al que se le atribuye la capacidad de explicar la belleza es, sin duda alguna, la razón áurea.
Pero, por más que legiones de apasionados valedores de la razón áurea hayan defendido que esta proporción es la esencia de cómo Dios creó la belleza del mundo, un análisis más frío hace difícil entender tan desmedida fascinación. A fin de cuentas, aunque la proporción áurea se le llame F en honor del genial escultor Fidias, se trata de un número tan poco llamativo como 1,6180339887…, un número con infinitos decimales que ni siquiera siguen un patrón periódico.
¿Cómo es posible que la proporción áurea haya alcanzado tal relevancia?
La biología evolutiva puede ayudar a entenderlo:
Entre nuestras más extraordinarias habilidades está la capacidad –casi infalible- para reconocer y diferenciar las caras de nuestros semejantes. No sólo somos capaces de distinguir a cualquier persona por la forma de su cara –a menudo incluyendo a los gemelos- sino que incluso nos parece que todos nosotros tenemos caras muy diferentes. Podemos contemplar a una multitud apilada en la entrada de un cine sin tener la más mínima dificultad para identificar entre ellos a nuestros conocidos. Incluso podemos reconocer a alguien a quien no hemos visto nunca a partir de una fotografía o de un dibujo. En cambio, si contemplamos las cabezas de un rebaño de ovejas todas nos parecen iguales, si bien la variación en los rostros del ganado ovino es muy superior a la variabilidad morfológica en las caras de los seres humanos. En teoría debería sernos más fácil distinguir unas ovejas de otras que diferenciar a las personas.
Pero evidentemente no es así.
Proporción agradable
A lo largo de nuestra historia evolutiva como primates sociales, hemos necesitado diferenciar, sin error, las caras de nuestros hijos, padres, parientes, y miembros de nuestro clan. Sin duda nos resultó esencial. Y tras miles de generaciones lo hacemos extraordinariamente bien.
Los que fueron capaces de diferenciar sin fallos entre los diversos rostros de los seres humanos, también fueron capaces de cuidar a su prole, establecer relaciones de cooperación y ayuda mutua y cuidarse de los enemigos. Pero los que fueron incapaces de reconocer rostros tuvieron gran dificultad en sacar adelante a sus descendientes. No es fácil criar a tu prole si no reconoces la cara de tu propio hijo, ni cooperar si no distingues a tus amigos.
Evidentemente a los que tenían una especial habilidad para diferenciar los rostros les resultó más fácil dejar más descendientes que a los incapaces de distinguir entre las diversas caras. Y cada vez fueron menos quienes tenían una incapacidad genética para diferenciar caras porque cada vez tenían menos hijos en comparación con los que si distinguían los rostros.
Por eso, a día de hoy, los genes que permiten que desarrollemos una gran habilidad para diferenciar rostros humanos están en cada uno de nosotros, mientras que los genes que no permitieron desarrollar esta habilidad se perdieron a lo largo de la historia.
La incapacidad para reconocer los rostros, una alteración conocida como prosopagnosia, es extremadamente rara en las poblaciones humanas. Apenas quedan genotipos incapaces de ese reconocimiento, eliminados en su mayoría por la selección natural. Pero la prosopagnosia aún se mantiene en las poblaciones humanas en muy pocas personas (y seguirá apareciendo siempre por mutaciones espontáneas muy poco frecuentes). También se da una prosopagnosia asociada a traumatismos encefálicos que destruyen las áreas cerebrales encargadas de ese reconocimiento facial.
Estos individuos con prosopagnosia son claves para entender cómo se produce el reconocimiento facial. En el reconocimiento facial está implicada la proporción áurea. La razón áurea aparece en distintas partes de nuestra cara (como en la relación entre longitud y anchura de la cara, o entre las distancias de la punta de la nariz al mentón y de la boca al mentón, el ancho de la nariz y la distancia de la nariz a los labios, la distancia de las pupilas a la punta de la nariz y de las pupilas a los labios…). Hay mas de dos docenas de proporciones áureas en el rostro humano (y otras tantas en nuestro cuerpo).
Evolutivamente aprendimos a reconocernos mediante proporciones áureas. Por eso no es de extrañar que la proporción áurea nos resulte tan agradable. Estamos “programados” genéticamente para reconocer a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros amigos en buena parte gracias a la proporción áurea. Lógicamente nos gustan las proporciones áureas en cualquier forma y construimos los objetos más diversos, desde joyas a catedrales, siguiendo proporciones áureas. Y hay fuertes evidencias de que quienes padecen prosopagnosia no encuentran agradable la proporción áurea (aunque son necesarios más estudios sobre el tema).
Por eso la proporción áurea no es –para nada- la divina proporción, la geometría sagrada, ni la matemática de Dios. Solo es una proporción agradable para los individuos de nuestra especie.
La doctora en veterinaria y catedrático de genética en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, Victoria López Rodas, habla sobre sus investigaciones y su trabajo en transferencia de tecnología. Entre sus investigaciones destaca el estudio del fitoplancton y de las cianobacterias, del que Carl Sagan se interesó por sus descubrimientos. También habla de la discriminación de la mujer en el mundo científico.
Somos “polvo de estrellas”. Los elementos químicos de los que estamos formados se originaron en reacciones nucleares de antiguas estrellas masivas. Incluso las proporciones relativas de los distintos elementos de los que estamos constituidos no difieren demasiado de la composición de esas estrellas extintas.
Compuestos de polvo de estrellas, nos sabemos condenados a una vida efímera, siempre de paso por un mundo cuya complejidad supera nuestra limitada capacidad de entender. A lo largo de nuestra historia hemos perseguido certezas intangibles a través de mitos y religiones que aportaran explicaciones trascendentes a nuestras vidas. Pero siempre nos quedó el desasosiego de que el mito no sea cierto.
Hoy día el desarrollo de la ciencia empieza a aportar explicaciones fascinantes que nos permiten transformar un misterioso mundo ininteligible en un universo elegante. Y aunque la ciencia no puede darnos explicaciones “transcendentes” al menos nos brinda el placer de pensar y de entender quiénes somos.
Compuestos de polvo de estrellas, nos sabemos condenados a una vida efímera, siempre de paso por un mundo cuya complejidad supera nuestra limitada capacidad de entender. A lo largo de nuestra historia hemos perseguido certezas intangibles a través de mitos y religiones que aportaran explicaciones trascendentes a nuestras vidas. Pero siempre nos quedó el desasosiego de que el mito no sea cierto.
Hoy día el desarrollo de la ciencia empieza a aportar explicaciones fascinantes que nos permiten transformar un misterioso mundo ininteligible en un universo elegante. Y aunque la ciencia no puede darnos explicaciones “transcendentes” al menos nos brinda el placer de pensar y de entender quiénes somos.
Millones de microorganismos terrestres pueden estar repartidos por el Sistema Solar viajando como polizones en las docenas de sondas espaciales que hemos mandado para explorar el espacio. Ya se sabe que algunos microbios sobrevivieron más de dos años en las duras condiciones lunares, ocultos en sonda Surveyor III de la NASA que alunizó en 1967. ¿Encontrará alguno de estos microorganismos en algún lugar remoto la oportunidad para proliferar? Y con el paso del tiempo… ¿a qué podrían dar lugar sus descendientes durante un prolongado proceso evolutivo?
Leer el artículo completo en Tendencias21
Leer el artículo completo en Tendencias21
Editado por
Eduardo Costas/Victoria López Rodas
Eduardo Costas y Victoria López Rodas son Catedráticos de Genética en la Universidad Complutense de Madrid, donde llevan casi 30 años investigando juntos en genética evolutiva y biotecnología. Han publicado mas de 200 artículos científicos, diversos libros, y dirigido mas de 100 proyectos de investigación básica y aplicada, transfiriendo tecnología a diversas empresas (Iberdrola, Acciona…), desarrollando patentes, aplicaciones industriales y promoviendo empresas de base tecnológica. Han dirigido 25 tesis doctorales –varios de sus discípulos hoy son profesores en universidades Norteamericanas-. Convencidos de que la ciencia y la educación son claves para mejorar la vida cotidiana, intentan hacer una divulgación científica divertida.
Archivos
Últimos posts
Ser diestro o zurdo está en los genes
11/10/2016
Polvo de estrellas somos
20/09/2016
Tendencias Científicas
Blog sobre ciencia y universo de Tendencias21
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850