Llevamos milenios reflexionando sobre cuáles son las características esenciales que nos hacen humanos.
Sin duda la capacidad para percibir la belleza -o si se prefiere, el potencial para la estética- es uno de los principales ingredientes en la receta de un ser humano. Y es que pocas peculiaridades parecen tan típicamente nuestras como la capacidad de emocionarnos contemplando la Acrópolis de Atenas, el David de Miguel Ángel o la Gioconda de Leonardo da Vinci.
Hace milenios nuestros ancestros ya depositaban flores en los enterramientos de sus seres más próximos, pintaban sus cuevas y esculpían bellas estatuillas sin ninguna utilidad práctica. Y cada vez hay más evidencias de que los humanos cuidaron primitivos jardines mucho antes de ser agricultores y tuvieron mascotas antes de desarrollar la ganadería.
No es de extrañar que muchos de los grandes filósofos (Platón, Diderot, Kant, Hegel, Schopenhauer, Heidegger, Rusel, Umberto Eco…) dedicasen ingentes esfuerzos a comprender la esencia de la belleza. Incluso grandes matemáticos y físicos sostienen que la belleza es una característica esencial para estimar la certidumbre de una demostración (y buena parte de la mecánica cuántica se desarrolló teniendo presente inquietudes estéticas).
En todo caso la belleza siempre aparece rodeada por una aureola de misticismo. Y en el límite de este misticismo está la proporción o razón áurea (cuyos más entusiastas defensores llaman divina proporción, geometría sagrada, geometría divina, matemática de Dios y otras exageraciones por el estilo).
Desde que Euclides recogiese en sus Elementos la definición de la proporción áurea demostrando que es un número irracional, miles de arquitectos, artistas matemáticos, naturalistas, e incluso legiones de charlatanes, han atribuido un carácter de perfección a los objetos cuyas medidas siguen esta proporción áurea. Si hay un número al que se le atribuye la capacidad de explicar la belleza es, sin duda alguna, la razón áurea.
Pero, por más que legiones de apasionados valedores de la razón áurea hayan defendido que esta proporción es la esencia de cómo Dios creó la belleza del mundo, un análisis más frío hace difícil entender tan desmedida fascinación. A fin de cuentas, aunque la proporción áurea se le llame F en honor del genial escultor Fidias, se trata de un número tan poco llamativo como 1,6180339887…, un número con infinitos decimales que ni siquiera siguen un patrón periódico.
¿Cómo es posible que la proporción áurea haya alcanzado tal relevancia?
La biología evolutiva puede ayudar a entenderlo:
Entre nuestras más extraordinarias habilidades está la capacidad –casi infalible- para reconocer y diferenciar las caras de nuestros semejantes. No sólo somos capaces de distinguir a cualquier persona por la forma de su cara –a menudo incluyendo a los gemelos- sino que incluso nos parece que todos nosotros tenemos caras muy diferentes. Podemos contemplar a una multitud apilada en la entrada de un cine sin tener la más mínima dificultad para identificar entre ellos a nuestros conocidos. Incluso podemos reconocer a alguien a quien no hemos visto nunca a partir de una fotografía o de un dibujo. En cambio, si contemplamos las cabezas de un rebaño de ovejas todas nos parecen iguales, si bien la variación en los rostros del ganado ovino es muy superior a la variabilidad morfológica en las caras de los seres humanos. En teoría debería sernos más fácil distinguir unas ovejas de otras que diferenciar a las personas.
Pero evidentemente no es así.
Proporción agradable
A lo largo de nuestra historia evolutiva como primates sociales, hemos necesitado diferenciar, sin error, las caras de nuestros hijos, padres, parientes, y miembros de nuestro clan. Sin duda nos resultó esencial. Y tras miles de generaciones lo hacemos extraordinariamente bien.
Los que fueron capaces de diferenciar sin fallos entre los diversos rostros de los seres humanos, también fueron capaces de cuidar a su prole, establecer relaciones de cooperación y ayuda mutua y cuidarse de los enemigos. Pero los que fueron incapaces de reconocer rostros tuvieron gran dificultad en sacar adelante a sus descendientes. No es fácil criar a tu prole si no reconoces la cara de tu propio hijo, ni cooperar si no distingues a tus amigos.
Evidentemente a los que tenían una especial habilidad para diferenciar los rostros les resultó más fácil dejar más descendientes que a los incapaces de distinguir entre las diversas caras. Y cada vez fueron menos quienes tenían una incapacidad genética para diferenciar caras porque cada vez tenían menos hijos en comparación con los que si distinguían los rostros.
Por eso, a día de hoy, los genes que permiten que desarrollemos una gran habilidad para diferenciar rostros humanos están en cada uno de nosotros, mientras que los genes que no permitieron desarrollar esta habilidad se perdieron a lo largo de la historia.
La incapacidad para reconocer los rostros, una alteración conocida como prosopagnosia, es extremadamente rara en las poblaciones humanas. Apenas quedan genotipos incapaces de ese reconocimiento, eliminados en su mayoría por la selección natural. Pero la prosopagnosia aún se mantiene en las poblaciones humanas en muy pocas personas (y seguirá apareciendo siempre por mutaciones espontáneas muy poco frecuentes). También se da una prosopagnosia asociada a traumatismos encefálicos que destruyen las áreas cerebrales encargadas de ese reconocimiento facial.
Estos individuos con prosopagnosia son claves para entender cómo se produce el reconocimiento facial. En el reconocimiento facial está implicada la proporción áurea. La razón áurea aparece en distintas partes de nuestra cara (como en la relación entre longitud y anchura de la cara, o entre las distancias de la punta de la nariz al mentón y de la boca al mentón, el ancho de la nariz y la distancia de la nariz a los labios, la distancia de las pupilas a la punta de la nariz y de las pupilas a los labios…). Hay mas de dos docenas de proporciones áureas en el rostro humano (y otras tantas en nuestro cuerpo).
Evolutivamente aprendimos a reconocernos mediante proporciones áureas. Por eso no es de extrañar que la proporción áurea nos resulte tan agradable. Estamos “programados” genéticamente para reconocer a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros amigos en buena parte gracias a la proporción áurea. Lógicamente nos gustan las proporciones áureas en cualquier forma y construimos los objetos más diversos, desde joyas a catedrales, siguiendo proporciones áureas. Y hay fuertes evidencias de que quienes padecen prosopagnosia no encuentran agradable la proporción áurea (aunque son necesarios más estudios sobre el tema).
Por eso la proporción áurea no es –para nada- la divina proporción, la geometría sagrada, ni la matemática de Dios. Solo es una proporción agradable para los individuos de nuestra especie.
Sin duda la capacidad para percibir la belleza -o si se prefiere, el potencial para la estética- es uno de los principales ingredientes en la receta de un ser humano. Y es que pocas peculiaridades parecen tan típicamente nuestras como la capacidad de emocionarnos contemplando la Acrópolis de Atenas, el David de Miguel Ángel o la Gioconda de Leonardo da Vinci.
Hace milenios nuestros ancestros ya depositaban flores en los enterramientos de sus seres más próximos, pintaban sus cuevas y esculpían bellas estatuillas sin ninguna utilidad práctica. Y cada vez hay más evidencias de que los humanos cuidaron primitivos jardines mucho antes de ser agricultores y tuvieron mascotas antes de desarrollar la ganadería.
No es de extrañar que muchos de los grandes filósofos (Platón, Diderot, Kant, Hegel, Schopenhauer, Heidegger, Rusel, Umberto Eco…) dedicasen ingentes esfuerzos a comprender la esencia de la belleza. Incluso grandes matemáticos y físicos sostienen que la belleza es una característica esencial para estimar la certidumbre de una demostración (y buena parte de la mecánica cuántica se desarrolló teniendo presente inquietudes estéticas).
En todo caso la belleza siempre aparece rodeada por una aureola de misticismo. Y en el límite de este misticismo está la proporción o razón áurea (cuyos más entusiastas defensores llaman divina proporción, geometría sagrada, geometría divina, matemática de Dios y otras exageraciones por el estilo).
Desde que Euclides recogiese en sus Elementos la definición de la proporción áurea demostrando que es un número irracional, miles de arquitectos, artistas matemáticos, naturalistas, e incluso legiones de charlatanes, han atribuido un carácter de perfección a los objetos cuyas medidas siguen esta proporción áurea. Si hay un número al que se le atribuye la capacidad de explicar la belleza es, sin duda alguna, la razón áurea.
Pero, por más que legiones de apasionados valedores de la razón áurea hayan defendido que esta proporción es la esencia de cómo Dios creó la belleza del mundo, un análisis más frío hace difícil entender tan desmedida fascinación. A fin de cuentas, aunque la proporción áurea se le llame F en honor del genial escultor Fidias, se trata de un número tan poco llamativo como 1,6180339887…, un número con infinitos decimales que ni siquiera siguen un patrón periódico.
¿Cómo es posible que la proporción áurea haya alcanzado tal relevancia?
La biología evolutiva puede ayudar a entenderlo:
Entre nuestras más extraordinarias habilidades está la capacidad –casi infalible- para reconocer y diferenciar las caras de nuestros semejantes. No sólo somos capaces de distinguir a cualquier persona por la forma de su cara –a menudo incluyendo a los gemelos- sino que incluso nos parece que todos nosotros tenemos caras muy diferentes. Podemos contemplar a una multitud apilada en la entrada de un cine sin tener la más mínima dificultad para identificar entre ellos a nuestros conocidos. Incluso podemos reconocer a alguien a quien no hemos visto nunca a partir de una fotografía o de un dibujo. En cambio, si contemplamos las cabezas de un rebaño de ovejas todas nos parecen iguales, si bien la variación en los rostros del ganado ovino es muy superior a la variabilidad morfológica en las caras de los seres humanos. En teoría debería sernos más fácil distinguir unas ovejas de otras que diferenciar a las personas.
Pero evidentemente no es así.
Proporción agradable
A lo largo de nuestra historia evolutiva como primates sociales, hemos necesitado diferenciar, sin error, las caras de nuestros hijos, padres, parientes, y miembros de nuestro clan. Sin duda nos resultó esencial. Y tras miles de generaciones lo hacemos extraordinariamente bien.
Los que fueron capaces de diferenciar sin fallos entre los diversos rostros de los seres humanos, también fueron capaces de cuidar a su prole, establecer relaciones de cooperación y ayuda mutua y cuidarse de los enemigos. Pero los que fueron incapaces de reconocer rostros tuvieron gran dificultad en sacar adelante a sus descendientes. No es fácil criar a tu prole si no reconoces la cara de tu propio hijo, ni cooperar si no distingues a tus amigos.
Evidentemente a los que tenían una especial habilidad para diferenciar los rostros les resultó más fácil dejar más descendientes que a los incapaces de distinguir entre las diversas caras. Y cada vez fueron menos quienes tenían una incapacidad genética para diferenciar caras porque cada vez tenían menos hijos en comparación con los que si distinguían los rostros.
Por eso, a día de hoy, los genes que permiten que desarrollemos una gran habilidad para diferenciar rostros humanos están en cada uno de nosotros, mientras que los genes que no permitieron desarrollar esta habilidad se perdieron a lo largo de la historia.
La incapacidad para reconocer los rostros, una alteración conocida como prosopagnosia, es extremadamente rara en las poblaciones humanas. Apenas quedan genotipos incapaces de ese reconocimiento, eliminados en su mayoría por la selección natural. Pero la prosopagnosia aún se mantiene en las poblaciones humanas en muy pocas personas (y seguirá apareciendo siempre por mutaciones espontáneas muy poco frecuentes). También se da una prosopagnosia asociada a traumatismos encefálicos que destruyen las áreas cerebrales encargadas de ese reconocimiento facial.
Estos individuos con prosopagnosia son claves para entender cómo se produce el reconocimiento facial. En el reconocimiento facial está implicada la proporción áurea. La razón áurea aparece en distintas partes de nuestra cara (como en la relación entre longitud y anchura de la cara, o entre las distancias de la punta de la nariz al mentón y de la boca al mentón, el ancho de la nariz y la distancia de la nariz a los labios, la distancia de las pupilas a la punta de la nariz y de las pupilas a los labios…). Hay mas de dos docenas de proporciones áureas en el rostro humano (y otras tantas en nuestro cuerpo).
Evolutivamente aprendimos a reconocernos mediante proporciones áureas. Por eso no es de extrañar que la proporción áurea nos resulte tan agradable. Estamos “programados” genéticamente para reconocer a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros amigos en buena parte gracias a la proporción áurea. Lógicamente nos gustan las proporciones áureas en cualquier forma y construimos los objetos más diversos, desde joyas a catedrales, siguiendo proporciones áureas. Y hay fuertes evidencias de que quienes padecen prosopagnosia no encuentran agradable la proporción áurea (aunque son necesarios más estudios sobre el tema).
Por eso la proporción áurea no es –para nada- la divina proporción, la geometría sagrada, ni la matemática de Dios. Solo es una proporción agradable para los individuos de nuestra especie.