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Blog de Tendencias21 sobre los problemas del mundo actual a través de los libros
Vicenç Fisas: Geopolítica del Ártico. La amenaza del cambio climático. Barcelona: Icaria & Más Madera, 2019 (126 páginas).
El progresivo deshielo del Ártico muestra las dos caras de una misma moneda: de un lado, el calentamiento global producido por la acción humana, principalmente; y, de otro, la inoperancia mostrada por la sociedad internacional para frenar, ralentizar o reducir los efectos del cambio climático.
Es de temer que cuando se tome plena conciencia de este desafío global y se adopten medidas igualmente globales e integrales para contrarrestarlo, pueda ser demasiado tarde para contener el efecto dominó que implica. Asistimos, por tanto, a un “auténtico ecocidio”, en palabras de Vicenç Fisas, quien no duda en señalar que estamos ante una carrera contrarreloj, en la que no queda más tiempo que una década o poco más.
A semejanza de la Antártida y, en menor grado, el Himalaya, el Ártico funciona a modo de refrigerador de la temperatura del planeta. Sin embargo, la continua reducción de la superficie del hielo ártico (en un 40% desde finales de los años setenta) y su previsible extinción en unas tres décadas implicará, a su vez, una inexorable aceleración del calentamiento global. De manera que el deshielo del Ártico es a un mismo tiempo consecuencia y causa del cambio climático.
En este sentido, como apunta el autor, el Ártico es un indicador del cambio climático, una “alerta temprana” y “vital”. Su preservación debería ser, por tanto, un “imperativo moral y ecológico”. De ahí que reivindique un estatus similar a la Antártida que, pese a no estar enteramente libre de amenazas, sea declarado como patrimonio de la humanidad. Esto es, una zona desmilitarizada y de paz, santuario de la naturaleza, preservada “de cualquier tipo de explotación, sea minera, pesquera o comercial, que acelere su destrucción como territorio regulador del clima del planeta”.
Por el contrario, señala Fisas, el impacto que se cobrará su continuada erosión es doble, tanto en el ámbito medioambiental como en el de la seguridad humana. Entre el elenco de efectos que se cobraría en el primer caso, cabe destacar el aumento de la radiación solar, el calentamiento del planeta y de los océanos, con una reducción del oxígeno oceánico y aumento de la acidez de los océanos; unido a la liberación de gas metano por la desaparición del permafrost (hielos permanentes en la superficie terrestre), de mercurio que podrá pasar a la “cadena alimenticia”, e incluso de bacterias que estaban “hibernando”.
A su vez, el incremento del nivel de mar (en un metro a finales de siglo) comportará la inundación de zonas costeras habitadas, la desaparición de playas en “zonas turísticas”, de cultivos en zonas bajas; además de pequeñas islas y países del Pacífico. También llevará aparejado fenómenos naturales extremos como “cambios bruscos de temperatura ambiental, huracanes, heladas y sequías”. En suma, los riesgos para la biodiversidad marina, pesquerías, ecosistemas, salud, alimentación, agua y seguridad humana son evidentes.
Unido a su impacto sobre la naturaleza, el cambio climático también se cobrará sus dividendos en la seguridad humana. De hecho, muchas poblaciones ya están sufriendo sus efectos, como recoge el autor: “Más de 30 millones de personas se vieron obligadas a desplazarse durante el 2012 a consecuencia de desastres naturales y esta tendencia podría intensificarse en la medida que los efectos del cambio climático se profundicen”.
Sin olvidar la potencial conflictividad asociada a la competición por una creciente demanda de recursos menguantes, como han señalado algunos autores como Michael T. Klare en su triología: Guerras por los recursos. El futuro escenario del conflicto global. Barcelona: Ediciones Urano, 2003; Sangre y petróleo. Peligros y consecuencias de la dependencia del crudo. Barcelona: Tendencias, 2006; Planeta sediento, recursos menguantes. La nueva geopolítica de la energía. Barcelona: Tendencias, 2008. Unido a otros autores que vaticinan que los cambios en las condiciones climáticas pueden provocar respuestas violentas, de conflictos y guerras. Así lo apuntan, entre otros, Gwynne Dyer: Climate Wars. The Fight for Suvirval as the World Overheats. Toronto: Random House of Canada, 2008; y Harald Welzer: Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI. Madrid: Katz, 2010.
Además de hacerse eco de los citados riesgos, Vicenç Fisas también pone de manifiesto la paradoja que supone que el deshielo del Ártico sea visto como una oportunidad por una serie de actores, por cuanto abre posibilidades al tráfico marítimo, la explotación comercial y turística, junto a la extracción de recursos energéticos (petróleo y gas), minerales preciosos (oro, platino y diamantes) y algunos estratégicos (níquel, cobalto, tungsteno, paladio y tierras raras). En consecuencia, se incrementarán también las posibilidades de contaminación.
Si bien hasta la fecha, como indica el autor, ha primado la cooperación medioambiental y de seguridad entre los países de la región ártica, integrada por Canadá, Dinamarca (Groelandia), Estados Unidos (Alaska), Finlandia, Islandia, Noruega, Rusia y Suecia, no es menos cierto que la creciente competición por la explotación de los recursos puede derivar en situaciones de tensión e incluso de potencial conflicto, con el riesgo de la creciente militarización del Ártico.
Semejante escenario no es ajeno a la rivalidad existente entre las grandes potencias mundiales, incluyendo también a aquellas que, como China, no pertenecen a la región, pero tienen una creciente presencia e intereses en la misma. En suma, el cambio climático no sólo afectará al equilibrio de la naturaleza, sino también al del poder mundial. Pero de poco vale ganar esa batalla por el poder mundial si quien pierde la guerra es la humanidad. Sin un compromiso y liderazgo mundial para combatir este desafío global, el futuro será sombrío, por no decir que apocalíptico.
El progresivo deshielo del Ártico muestra las dos caras de una misma moneda: de un lado, el calentamiento global producido por la acción humana, principalmente; y, de otro, la inoperancia mostrada por la sociedad internacional para frenar, ralentizar o reducir los efectos del cambio climático.
Es de temer que cuando se tome plena conciencia de este desafío global y se adopten medidas igualmente globales e integrales para contrarrestarlo, pueda ser demasiado tarde para contener el efecto dominó que implica. Asistimos, por tanto, a un “auténtico ecocidio”, en palabras de Vicenç Fisas, quien no duda en señalar que estamos ante una carrera contrarreloj, en la que no queda más tiempo que una década o poco más.
A semejanza de la Antártida y, en menor grado, el Himalaya, el Ártico funciona a modo de refrigerador de la temperatura del planeta. Sin embargo, la continua reducción de la superficie del hielo ártico (en un 40% desde finales de los años setenta) y su previsible extinción en unas tres décadas implicará, a su vez, una inexorable aceleración del calentamiento global. De manera que el deshielo del Ártico es a un mismo tiempo consecuencia y causa del cambio climático.
En este sentido, como apunta el autor, el Ártico es un indicador del cambio climático, una “alerta temprana” y “vital”. Su preservación debería ser, por tanto, un “imperativo moral y ecológico”. De ahí que reivindique un estatus similar a la Antártida que, pese a no estar enteramente libre de amenazas, sea declarado como patrimonio de la humanidad. Esto es, una zona desmilitarizada y de paz, santuario de la naturaleza, preservada “de cualquier tipo de explotación, sea minera, pesquera o comercial, que acelere su destrucción como territorio regulador del clima del planeta”.
Por el contrario, señala Fisas, el impacto que se cobrará su continuada erosión es doble, tanto en el ámbito medioambiental como en el de la seguridad humana. Entre el elenco de efectos que se cobraría en el primer caso, cabe destacar el aumento de la radiación solar, el calentamiento del planeta y de los océanos, con una reducción del oxígeno oceánico y aumento de la acidez de los océanos; unido a la liberación de gas metano por la desaparición del permafrost (hielos permanentes en la superficie terrestre), de mercurio que podrá pasar a la “cadena alimenticia”, e incluso de bacterias que estaban “hibernando”.
A su vez, el incremento del nivel de mar (en un metro a finales de siglo) comportará la inundación de zonas costeras habitadas, la desaparición de playas en “zonas turísticas”, de cultivos en zonas bajas; además de pequeñas islas y países del Pacífico. También llevará aparejado fenómenos naturales extremos como “cambios bruscos de temperatura ambiental, huracanes, heladas y sequías”. En suma, los riesgos para la biodiversidad marina, pesquerías, ecosistemas, salud, alimentación, agua y seguridad humana son evidentes.
Unido a su impacto sobre la naturaleza, el cambio climático también se cobrará sus dividendos en la seguridad humana. De hecho, muchas poblaciones ya están sufriendo sus efectos, como recoge el autor: “Más de 30 millones de personas se vieron obligadas a desplazarse durante el 2012 a consecuencia de desastres naturales y esta tendencia podría intensificarse en la medida que los efectos del cambio climático se profundicen”.
Sin olvidar la potencial conflictividad asociada a la competición por una creciente demanda de recursos menguantes, como han señalado algunos autores como Michael T. Klare en su triología: Guerras por los recursos. El futuro escenario del conflicto global. Barcelona: Ediciones Urano, 2003; Sangre y petróleo. Peligros y consecuencias de la dependencia del crudo. Barcelona: Tendencias, 2006; Planeta sediento, recursos menguantes. La nueva geopolítica de la energía. Barcelona: Tendencias, 2008. Unido a otros autores que vaticinan que los cambios en las condiciones climáticas pueden provocar respuestas violentas, de conflictos y guerras. Así lo apuntan, entre otros, Gwynne Dyer: Climate Wars. The Fight for Suvirval as the World Overheats. Toronto: Random House of Canada, 2008; y Harald Welzer: Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI. Madrid: Katz, 2010.
Además de hacerse eco de los citados riesgos, Vicenç Fisas también pone de manifiesto la paradoja que supone que el deshielo del Ártico sea visto como una oportunidad por una serie de actores, por cuanto abre posibilidades al tráfico marítimo, la explotación comercial y turística, junto a la extracción de recursos energéticos (petróleo y gas), minerales preciosos (oro, platino y diamantes) y algunos estratégicos (níquel, cobalto, tungsteno, paladio y tierras raras). En consecuencia, se incrementarán también las posibilidades de contaminación.
Si bien hasta la fecha, como indica el autor, ha primado la cooperación medioambiental y de seguridad entre los países de la región ártica, integrada por Canadá, Dinamarca (Groelandia), Estados Unidos (Alaska), Finlandia, Islandia, Noruega, Rusia y Suecia, no es menos cierto que la creciente competición por la explotación de los recursos puede derivar en situaciones de tensión e incluso de potencial conflicto, con el riesgo de la creciente militarización del Ártico.
Semejante escenario no es ajeno a la rivalidad existente entre las grandes potencias mundiales, incluyendo también a aquellas que, como China, no pertenecen a la región, pero tienen una creciente presencia e intereses en la misma. En suma, el cambio climático no sólo afectará al equilibrio de la naturaleza, sino también al del poder mundial. Pero de poco vale ganar esa batalla por el poder mundial si quien pierde la guerra es la humanidad. Sin un compromiso y liderazgo mundial para combatir este desafío global, el futuro será sombrío, por no decir que apocalíptico.
Editado por
José Abu-Tarbush
José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en Oriente Medio y el Norte de África, con especial seguimiento de la cuestión de Palestina.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850