Gwynne Dyer: Que no cunda el pánico. Respuesta al terrorismo de estado islámico. Barcelona: Librooks, 2016 (250 páginas).
El objetivo del libro de Gwynne Dyer es advertir por qué el mundo musulmán y, en particular, el mundo árabe, se ha convertido en una fuente mundial de terrorismo; cómo funcionan, han evolucionado las organizaciones terroristas y su estrategia; además de ofrecer algunas ideas sobre lo que se debería hacer frente a la “amenaza terrorista”.
El autor constata que, desde la invasión y ocupación de Irak (2003), los grupos yihadistas se han multiplicado; y también el número de víctimas, mayoritariamente musulmanas, concentradas en un 80 por ciento de los casos en cinco países: Siria, Irak, Afganistán, Pakistán y Nigeria.
En esta misma línea, destaca algunas de las características que introduce el autodenominado Estado Islámico o Daesh (por sus iniciales en árabe) frente al modelo de al-Qaeda: menos paciente, adopta la “escatología del juicio final” y también la instauración de un Califato; y se expande por una nada despreciable extensión territorial, con recursos energéticos, población y una administración pública o gobierno. Sin olvidar su carácter más acentuadamente sectario (anti-chií), y un evidente exhibicionismo de su violencia extrema y alta letalidad.
Lejos de cualquier justificación o indulgencia, la explicación del fenómeno terrorista resulta imprescindible para adoptar la estrategia adecuada en su combate. De hecho, señala el autor, algunas estrategias erróneas sólo han contribuido a avivar el fuego en lugar de sofocarlo.
En ese esfuerzo explicativo, Dyer se hace eco del descontento político, social y económico en el que se encuentra sumido el mundo árabe desde hace décadas. Desde esta óptica, la pregunta no es por qué surgieron las revueltas a finales del 2010 y principios de 2011, sino por qué no estallaron antes.
Siguiendo un itinerario conocido, el autor señala la emergencia del islamismo ante el fracaso y decepción de las ideologías políticas contemporáneas y el nacionalismo en el mundo árabe. En su lugar, la radicalización llevó a una minoría a ensayar un terrorismo de corte yihadista y vanguardista que también fracasó estrepitosamente.
En este contexto, después de la experiencia afgana bajo la invasión y ocupación soviética durante la década de los ochenta, el yihadismo registró nuevas fases de desarrollo y evolución: en Afganistán (2001-2003), en Irak (2001-2006 y 2006-2010); y, posteriormente, en Irak y Siria (2010-2015).
El autor valora positivamente la intervención en Afganistán. Considera que de haber dejado en el país un gobierno afín, sin mayores aventuras militares, la historia hubiera sido bastante diferente.
En este sentido, califica muy negativamente la invasión de Irak que, en su opinión, siguió criterios más políticos o propios de la agenda neoconservadora que de seguridad o antiterrorista. No menos siniestra fue su gestión de la ocupación, con el desmantelamiento del Estado iraquí (en particular, de su policía y Ejército), que tuvo unas consecuencias imprevisibles y desastrosas no sólo para Irak, sino para el conjunto de la región como se observa hoy día.
Peor aún, como señalaran en su momento William Pfaff y Fawaz Gerges, entre otros expertos, la invasión angloestadounidense de Irak sólo contribuiría, paradójicamente, a reforzar la estrategia perseguida por al-Qaeda. Esto es, de atacar al enemigo lejano para derrotar al enemigo cercano.
Esta experiencia ha pesado como una losa de piedra en la administración de Obama, en particular, en el diseño de una estrategia antiterrorista frente a Daesh en su expansión por Irak y Siria.
Esta percibida ambigüedad o indecisión de Obama equivale, en opinión de algunos críticos, a la ausencia de una política exterior para Oriente Medio y el Magreb, mientras que otros, como Dyer, sostienen que “hacer poco” forma parte de una estrategia que se enfrenta a numerosos dilemas y contradicciones, entre los que no son menos importantes los suscitados por las políticas de los aliados regionales como Arabia Saudí y Turquía.
Por último, pero no menos importante, después de barajar distintos escenarios, el autor concluye que la opción más viable es apostar por el “mal menor”. Esto es, apoyar —indirectamente— al gobierno de Bashar al-Assad frente a Daesh y al-Nusra (franquicia de al-Qaeda en Siria) ante el fracaso de la “tercera fuerza” u “opción” por la que apostaba Washington frente a las fuerzas yihadistas y gubernamentales.
Según el autor, se puede esbozar de otra manera, quizás menos cínica, de evitar un genocidio y combatir una ideología y apuesta política “aún más vil”. No sería la primera vez que se ayudara a un dictador a mantenerse en el poder ante un peligro o amenaza mayor.
Semejante opción forma parte del tradicional repertorio estratégico de los autócratas árabes y, en este caso particular, del propio Assad: “yo o el caos”. Es de temer que, desde esta lógica, se refuerce el autoritarismo en la región árabe, con la excepción, de momento, tunecina, si dura y se consolida.
El objetivo del libro de Gwynne Dyer es advertir por qué el mundo musulmán y, en particular, el mundo árabe, se ha convertido en una fuente mundial de terrorismo; cómo funcionan, han evolucionado las organizaciones terroristas y su estrategia; además de ofrecer algunas ideas sobre lo que se debería hacer frente a la “amenaza terrorista”.
El autor constata que, desde la invasión y ocupación de Irak (2003), los grupos yihadistas se han multiplicado; y también el número de víctimas, mayoritariamente musulmanas, concentradas en un 80 por ciento de los casos en cinco países: Siria, Irak, Afganistán, Pakistán y Nigeria.
En esta misma línea, destaca algunas de las características que introduce el autodenominado Estado Islámico o Daesh (por sus iniciales en árabe) frente al modelo de al-Qaeda: menos paciente, adopta la “escatología del juicio final” y también la instauración de un Califato; y se expande por una nada despreciable extensión territorial, con recursos energéticos, población y una administración pública o gobierno. Sin olvidar su carácter más acentuadamente sectario (anti-chií), y un evidente exhibicionismo de su violencia extrema y alta letalidad.
Lejos de cualquier justificación o indulgencia, la explicación del fenómeno terrorista resulta imprescindible para adoptar la estrategia adecuada en su combate. De hecho, señala el autor, algunas estrategias erróneas sólo han contribuido a avivar el fuego en lugar de sofocarlo.
En ese esfuerzo explicativo, Dyer se hace eco del descontento político, social y económico en el que se encuentra sumido el mundo árabe desde hace décadas. Desde esta óptica, la pregunta no es por qué surgieron las revueltas a finales del 2010 y principios de 2011, sino por qué no estallaron antes.
Siguiendo un itinerario conocido, el autor señala la emergencia del islamismo ante el fracaso y decepción de las ideologías políticas contemporáneas y el nacionalismo en el mundo árabe. En su lugar, la radicalización llevó a una minoría a ensayar un terrorismo de corte yihadista y vanguardista que también fracasó estrepitosamente.
En este contexto, después de la experiencia afgana bajo la invasión y ocupación soviética durante la década de los ochenta, el yihadismo registró nuevas fases de desarrollo y evolución: en Afganistán (2001-2003), en Irak (2001-2006 y 2006-2010); y, posteriormente, en Irak y Siria (2010-2015).
El autor valora positivamente la intervención en Afganistán. Considera que de haber dejado en el país un gobierno afín, sin mayores aventuras militares, la historia hubiera sido bastante diferente.
En este sentido, califica muy negativamente la invasión de Irak que, en su opinión, siguió criterios más políticos o propios de la agenda neoconservadora que de seguridad o antiterrorista. No menos siniestra fue su gestión de la ocupación, con el desmantelamiento del Estado iraquí (en particular, de su policía y Ejército), que tuvo unas consecuencias imprevisibles y desastrosas no sólo para Irak, sino para el conjunto de la región como se observa hoy día.
Peor aún, como señalaran en su momento William Pfaff y Fawaz Gerges, entre otros expertos, la invasión angloestadounidense de Irak sólo contribuiría, paradójicamente, a reforzar la estrategia perseguida por al-Qaeda. Esto es, de atacar al enemigo lejano para derrotar al enemigo cercano.
Esta experiencia ha pesado como una losa de piedra en la administración de Obama, en particular, en el diseño de una estrategia antiterrorista frente a Daesh en su expansión por Irak y Siria.
Esta percibida ambigüedad o indecisión de Obama equivale, en opinión de algunos críticos, a la ausencia de una política exterior para Oriente Medio y el Magreb, mientras que otros, como Dyer, sostienen que “hacer poco” forma parte de una estrategia que se enfrenta a numerosos dilemas y contradicciones, entre los que no son menos importantes los suscitados por las políticas de los aliados regionales como Arabia Saudí y Turquía.
Por último, pero no menos importante, después de barajar distintos escenarios, el autor concluye que la opción más viable es apostar por el “mal menor”. Esto es, apoyar —indirectamente— al gobierno de Bashar al-Assad frente a Daesh y al-Nusra (franquicia de al-Qaeda en Siria) ante el fracaso de la “tercera fuerza” u “opción” por la que apostaba Washington frente a las fuerzas yihadistas y gubernamentales.
Según el autor, se puede esbozar de otra manera, quizás menos cínica, de evitar un genocidio y combatir una ideología y apuesta política “aún más vil”. No sería la primera vez que se ayudara a un dictador a mantenerse en el poder ante un peligro o amenaza mayor.
Semejante opción forma parte del tradicional repertorio estratégico de los autócratas árabes y, en este caso particular, del propio Assad: “yo o el caos”. Es de temer que, desde esta lógica, se refuerce el autoritarismo en la región árabe, con la excepción, de momento, tunecina, si dura y se consolida.