Mónica G. Prieto y Javier Espinosa: La semilla del odio. De la invasión de Irak al surgimiento del ISIS. Barcelona: Debate, 2017 (544 páginas).
Ningún otro país de Oriente Medio resulta tan clave para explicar la conflictividad regional como Irak. Mucho antes de que el sectarismo fuera retroalimentado y propagado por toda la región, el país bañado por el Tigris y el Éufrates fue su principal caldo de cultivo. También conoció la emergencia y expansión del autoproclamado Estado Islámico (o Dáesh por sus siglas en árabe); además de las continuas injerencias externas de las potencias regionales e internacionales.
Precedida por décadas de autoritarismo, purgas en la elite del poder, represión sistemática, guerras interestatales, sanciones internacionales y bloqueo, la invasión estadounidense (2003) marcó un indudable punto de inflexión en esta deriva. En particular, su política de ocupación se empeñó, deliberadamente, en desmantelar el Estado iraquí con la desarticulación de toda su administración y fuerzas de seguridad (policía y Ejército).
No es de extrañar, por tanto, que Mónica G. Prieto y Javier Espinosa tomen la invasión de Irak como punto de arranque de su narración, sin obviar el contexto dictatorial. De la lectura de estos hechos y acontecimientos se advierte que Washington no poseía ninguna alternativa real, seria ni viable que ofrecer ante semejante vacío de poder. Por el contrario, el caos parecía diseñado para justificar a posteriori la ocupación militar de Irak ante la endeblez de los argumentos empleados para su agresión e invasión. La imágenes del saqueo del Museo y la Biblioteca Nacional ilustraron ese propósito, al mismo tiempo que las fuerzas de ocupación custodiaban el Ministerio del petróleo.
La administración neoconservadora de Bush pasó de propiciar el cambio de régimen mediante la fuerza a destruir el Estado iraquí. El caos se adueñó del país. Las fuerzas de ocupación, consideradas ilegítimas desde el primer momento de la invasión, fueron el principal blanco de la emergente resistencia. Un enemigo invisible parecía ocultarse entre la población. Así se ponía de manifiesto también en la película de Gillo Pontecorvo, La batalla de Argel (1966), rescatada del olvido y puesta de moda en el Pentágono.
La lección a extraer era que, por muy potente que fuera el ejército estadounidense –y el de sus aliados–, no lograba implementar sobre el terreno su poder potencial en poder real. Lejos de la prometida pacificación y estabilización de Irak, la violencia y el derramamiento de sangre se convirtieron en una constante desde entonces. Estados Unidos empleó más fuerzas y registró más bajas a lo largo de la ocupación de Irak que durante su invasión. La creciente iraquización de la seguridad contribuyó a reducir las bajas entre las filas estadounidenses, pero no logró crear el buscado clima de normalidad, ni siquiera tras la celebración de las primeras elecciones (2005).
Para entonces el país se encontraba inmerso ya en una guerra civil, de corte sectario e intercomunitario. La confrontación fratricida no era precisamente ajena a la política de ocupación de “divide y vencerás”, a las continuas injerencias de otras potencias regionales y, en particular, al destacado e incendiario rol sectario, con su campaña de atentados contra la población de confesión chií, de algunos grupúsculos yihadistas como Monoteismo y Guerra Santa liderado por al-Zarqawi (denominado luego, en 2004, como Al Qaeda en Irak hasta derivar posteriormente en uno de los principales núcleos del autodenominado Estado Islámico).
Además de recoger esta creciente deriva de radicalización y violencia, Mónica G. Prieto y Javier Espinosa no desdeñan otros de los efectos más perniciosos que ha tenido ese vacío de poder, en concreto, el incremento desmesurado de la inseguridad y la criminalidad registrada en Irak desde entonces; y que, en no pocas ocasiones, se suele pasar por alto ante la prioridad otorgada al conflicto político y la violencia terrorista. Así, los secuestros de niños y niñas, pero también de adultos (periodistas extranjeros y profesionales), las violaciones y abusos sexuales, los desórdenes mentales, depresión y traumas permanentes, los robos y el pillaje, la corrupción, la proliferación de grupos mafiosos y criminales, abuso de poder y regresión en los derechos de las mujeres son sólo algunos dramáticos ejemplos de este prolongado sufrimiento.
Consideran los autores que este clima de inseguridad también ha contribuido a que, indudablemente, la gente busque la protección en las redes sociales comunitarias de pertenencia familiar, tribal, confesional y étnica, reforzándose así la división social siguiendo esas líneas identitarias subnacionales.
Una estrategia no precisamente ajena a la política de Washington, que buscaba debilitar y dividir un frente iraquí unido ante la ocupación; y en la que se adentraron algunas potencias regionales en busca de beneficios inmediatos o, al menos, neutralización de las potenciales ganancias ajenas; unido al mencionado rol yihadista con un agenda sectaria y transnacional (contraria a cualquier noción nacional); y a la política de exclusión y marginación suní practicada por Bagdad.
Con testimonios de primera mano y sobre el terreno, Prieto y Espinosa acercan al lector a la realidad de la vida cotidiana de los hombres y mujeres iraquíes que, durante las últimas décadas, han sido protagonistas involuntarios y víctimas de una incesante sucesión de conflictos, violencia e interminable sufrimiento. Esto es, de un auténtico panorama dantesco.
Ambos son también autores de otro recomendable texto no ajeno a lo sucedido en Irak: Siria, el país de las almas rotas. De la revolución al califato del ISIS, publicado también por la editorial Debate (2016).
Ningún otro país de Oriente Medio resulta tan clave para explicar la conflictividad regional como Irak. Mucho antes de que el sectarismo fuera retroalimentado y propagado por toda la región, el país bañado por el Tigris y el Éufrates fue su principal caldo de cultivo. También conoció la emergencia y expansión del autoproclamado Estado Islámico (o Dáesh por sus siglas en árabe); además de las continuas injerencias externas de las potencias regionales e internacionales.
Precedida por décadas de autoritarismo, purgas en la elite del poder, represión sistemática, guerras interestatales, sanciones internacionales y bloqueo, la invasión estadounidense (2003) marcó un indudable punto de inflexión en esta deriva. En particular, su política de ocupación se empeñó, deliberadamente, en desmantelar el Estado iraquí con la desarticulación de toda su administración y fuerzas de seguridad (policía y Ejército).
No es de extrañar, por tanto, que Mónica G. Prieto y Javier Espinosa tomen la invasión de Irak como punto de arranque de su narración, sin obviar el contexto dictatorial. De la lectura de estos hechos y acontecimientos se advierte que Washington no poseía ninguna alternativa real, seria ni viable que ofrecer ante semejante vacío de poder. Por el contrario, el caos parecía diseñado para justificar a posteriori la ocupación militar de Irak ante la endeblez de los argumentos empleados para su agresión e invasión. La imágenes del saqueo del Museo y la Biblioteca Nacional ilustraron ese propósito, al mismo tiempo que las fuerzas de ocupación custodiaban el Ministerio del petróleo.
La administración neoconservadora de Bush pasó de propiciar el cambio de régimen mediante la fuerza a destruir el Estado iraquí. El caos se adueñó del país. Las fuerzas de ocupación, consideradas ilegítimas desde el primer momento de la invasión, fueron el principal blanco de la emergente resistencia. Un enemigo invisible parecía ocultarse entre la población. Así se ponía de manifiesto también en la película de Gillo Pontecorvo, La batalla de Argel (1966), rescatada del olvido y puesta de moda en el Pentágono.
La lección a extraer era que, por muy potente que fuera el ejército estadounidense –y el de sus aliados–, no lograba implementar sobre el terreno su poder potencial en poder real. Lejos de la prometida pacificación y estabilización de Irak, la violencia y el derramamiento de sangre se convirtieron en una constante desde entonces. Estados Unidos empleó más fuerzas y registró más bajas a lo largo de la ocupación de Irak que durante su invasión. La creciente iraquización de la seguridad contribuyó a reducir las bajas entre las filas estadounidenses, pero no logró crear el buscado clima de normalidad, ni siquiera tras la celebración de las primeras elecciones (2005).
Para entonces el país se encontraba inmerso ya en una guerra civil, de corte sectario e intercomunitario. La confrontación fratricida no era precisamente ajena a la política de ocupación de “divide y vencerás”, a las continuas injerencias de otras potencias regionales y, en particular, al destacado e incendiario rol sectario, con su campaña de atentados contra la población de confesión chií, de algunos grupúsculos yihadistas como Monoteismo y Guerra Santa liderado por al-Zarqawi (denominado luego, en 2004, como Al Qaeda en Irak hasta derivar posteriormente en uno de los principales núcleos del autodenominado Estado Islámico).
Además de recoger esta creciente deriva de radicalización y violencia, Mónica G. Prieto y Javier Espinosa no desdeñan otros de los efectos más perniciosos que ha tenido ese vacío de poder, en concreto, el incremento desmesurado de la inseguridad y la criminalidad registrada en Irak desde entonces; y que, en no pocas ocasiones, se suele pasar por alto ante la prioridad otorgada al conflicto político y la violencia terrorista. Así, los secuestros de niños y niñas, pero también de adultos (periodistas extranjeros y profesionales), las violaciones y abusos sexuales, los desórdenes mentales, depresión y traumas permanentes, los robos y el pillaje, la corrupción, la proliferación de grupos mafiosos y criminales, abuso de poder y regresión en los derechos de las mujeres son sólo algunos dramáticos ejemplos de este prolongado sufrimiento.
Consideran los autores que este clima de inseguridad también ha contribuido a que, indudablemente, la gente busque la protección en las redes sociales comunitarias de pertenencia familiar, tribal, confesional y étnica, reforzándose así la división social siguiendo esas líneas identitarias subnacionales.
Una estrategia no precisamente ajena a la política de Washington, que buscaba debilitar y dividir un frente iraquí unido ante la ocupación; y en la que se adentraron algunas potencias regionales en busca de beneficios inmediatos o, al menos, neutralización de las potenciales ganancias ajenas; unido al mencionado rol yihadista con un agenda sectaria y transnacional (contraria a cualquier noción nacional); y a la política de exclusión y marginación suní practicada por Bagdad.
Con testimonios de primera mano y sobre el terreno, Prieto y Espinosa acercan al lector a la realidad de la vida cotidiana de los hombres y mujeres iraquíes que, durante las últimas décadas, han sido protagonistas involuntarios y víctimas de una incesante sucesión de conflictos, violencia e interminable sufrimiento. Esto es, de un auténtico panorama dantesco.
Ambos son también autores de otro recomendable texto no ajeno a lo sucedido en Irak: Siria, el país de las almas rotas. De la revolución al califato del ISIS, publicado también por la editorial Debate (2016).