Sami Naïr: La lección tunecina. Cómo la revolución de la Dignidad ha derrocado al poder mafioso. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2011 (301 páginas).
Uno de los textos más específicos sobre las revueltas árabes, centrado en el estudio del caso tunecino, es el del Sami Naïr. Además de ser una de las primeras reflexiones aparecidas en formato de libro, su obra se apoya tanto en el análisis teórico como en cierta base empírica.
Con diferencia, la experiencia tunecina ha sido considerada —hasta el momento— la más exitosa en su transición hacia un sistema político abierto y democrático. No son pocos los autores que señalan la configuración sociopolítica tunecina como clave decisiva en ese tránsito. De modo que su condición inicial de epicentro de la denominada primavera árabe no sería del todo azarosa.
Una de las principales tesis que sostiene el autor es la identificación del régimen de Ben Ali con un clan mafioso, caracterizado por la creciente concentración de poder en manos del núcleo gobernante, integrado por el matrimonio Ben Ali y Leila Trabelsi, seguido de cerca por los hermanos de ésta y otros miembros de la llamada familia. Su originalidad residió precisamente en ese “intento de someter completamente el poder político a los intereses de un clan mafioso”.
Su aislamiento de toda base de apoyo social era muy significativo. De su omnívora codicia no escapaban ni siquiera los tradicionales círculos cercanos al poder, que se vieron amenazados y amordazados en su actividad profesional, económica y, en particular, en sus negocios.
En contraste con otras experiencias de su entorno, la tunecina muestra algunas relevantes fortalezas que conviene reseñar. Un Ejército sin tradición de injerencia en la vida política, alejado de las prácticas del denominado clan mafioso y que, de forma decisiva, se negó a reprimir a los manifestantes que desafiaban al régimen autocrático.
En el ámbito social destaca la cohesión de la sociedad tunecina, carente de las rupturas tribales, étnicas y confesionales de otras sociedades árabes; la fortaleza de su sociedad civil, que cuenta con una importante tradición asociativa; y su mayor grado de secularización, de mayor separación del espacio público y religioso, además de ―en teoría― contar con uno de los movimientos islamistas más moderados de la región.
Sin olvidar, por último, pero no menos importante, la pequeña dimensión del país y de su población (cerca de 11 millones), la carencia de recursos energéticos y su modesta ubicación geopolítica. Elementos que, sin duda alguna, desde la esfera externa, facilitaban su apuesta por el cambio político en el orbe árabe-musulmán, donde la prioridad de las grandes potencias occidentales no era precisamente la democratización, sino la estabilidad geopolítica en aras de sus intereses energéticos, económicos y financieros.
Sin embargo, estas perspectivas se ven fuertemente ensombrecidas por varios factores, entre los que cabe destacar la profunda brecha socioeconómica que no logra remontar el país y la creciente polarización entre seculares e islamistas. El asesinato del dirigente de izquierda Chokri Belaid (febrero 2013) es un ejemplo dramático de la actual encrucijada tunecina.
Uno de los textos más específicos sobre las revueltas árabes, centrado en el estudio del caso tunecino, es el del Sami Naïr. Además de ser una de las primeras reflexiones aparecidas en formato de libro, su obra se apoya tanto en el análisis teórico como en cierta base empírica.
Con diferencia, la experiencia tunecina ha sido considerada —hasta el momento— la más exitosa en su transición hacia un sistema político abierto y democrático. No son pocos los autores que señalan la configuración sociopolítica tunecina como clave decisiva en ese tránsito. De modo que su condición inicial de epicentro de la denominada primavera árabe no sería del todo azarosa.
Una de las principales tesis que sostiene el autor es la identificación del régimen de Ben Ali con un clan mafioso, caracterizado por la creciente concentración de poder en manos del núcleo gobernante, integrado por el matrimonio Ben Ali y Leila Trabelsi, seguido de cerca por los hermanos de ésta y otros miembros de la llamada familia. Su originalidad residió precisamente en ese “intento de someter completamente el poder político a los intereses de un clan mafioso”.
Su aislamiento de toda base de apoyo social era muy significativo. De su omnívora codicia no escapaban ni siquiera los tradicionales círculos cercanos al poder, que se vieron amenazados y amordazados en su actividad profesional, económica y, en particular, en sus negocios.
En contraste con otras experiencias de su entorno, la tunecina muestra algunas relevantes fortalezas que conviene reseñar. Un Ejército sin tradición de injerencia en la vida política, alejado de las prácticas del denominado clan mafioso y que, de forma decisiva, se negó a reprimir a los manifestantes que desafiaban al régimen autocrático.
En el ámbito social destaca la cohesión de la sociedad tunecina, carente de las rupturas tribales, étnicas y confesionales de otras sociedades árabes; la fortaleza de su sociedad civil, que cuenta con una importante tradición asociativa; y su mayor grado de secularización, de mayor separación del espacio público y religioso, además de ―en teoría― contar con uno de los movimientos islamistas más moderados de la región.
Sin olvidar, por último, pero no menos importante, la pequeña dimensión del país y de su población (cerca de 11 millones), la carencia de recursos energéticos y su modesta ubicación geopolítica. Elementos que, sin duda alguna, desde la esfera externa, facilitaban su apuesta por el cambio político en el orbe árabe-musulmán, donde la prioridad de las grandes potencias occidentales no era precisamente la democratización, sino la estabilidad geopolítica en aras de sus intereses energéticos, económicos y financieros.
Sin embargo, estas perspectivas se ven fuertemente ensombrecidas por varios factores, entre los que cabe destacar la profunda brecha socioeconómica que no logra remontar el país y la creciente polarización entre seculares e islamistas. El asesinato del dirigente de izquierda Chokri Belaid (febrero 2013) es un ejemplo dramático de la actual encrucijada tunecina.