Por Yaiza Martínez
Introducción: Esto también es un relato Si el mundo dejó de ser, a principios del siglo XX, una fortaleza narrativa de hechos y objetos mensurables, fue merced a los radicales descubrimientos acerca de la materia realizados por una de las ramas del saber que aparentemente habían logrado liberar a la humanidad del caos. Que la física subatómica –hasta entonces convencida de la similitud entre el sistema solar y el átomo- chocara de bruces con una complejidad que aún hoy queda sin definir; que su propia labor de investigación le llevara a ver superadas sus propias metáforas, resultó en implicaciones tan amplias para la conciencia humana que, humildemente, creo que no nos queda otra opción que recluirnos, como narradores, para elucubrar con toda la fuerza de nuestra imaginación y de nuestra inteligencia en un intento de comprender cuál es nuestra significación en un mundo cuyo significado se ha visto alterado y, por vocación, tratar de contar ambas cosas. Cuando hablamos de “nueva narrativa” no alcanzamos a definir un concepto que corre en paralelo con un profundo cambio cualitativo de nuestra conciencia colectiva, salto que comenzaría en los albores del siglo pasado y que implicaría transformaciones irreversibles en conceptos tan esenciales para nuestra percepción de la extra e intra realidad (la que emerge fuera y dentro del sujeto) como son la noción de ser o identidad (y de lo divino como reflejo de nuestra visión de nosotros mismos), la noción de tiempo, la noción de espacio o la percepción de nuestra participación en la creación-expresión de todos los aspectos de la existencia que nos rodean. Me gusta más por tanto hablar de una narrativa única, inherente a la época en que vivimos, tan única como el resto de las narrativas surgidas en otras coordenadas espacio-temporales de este mundo (uno de los posibles entre un número infinito de otros mundos probables), igualmente sometida, como todas las narrativas, a la voluntad o vocación de la conciencia colectiva de cualesquiera otras épocas. Sólo así, considerando con humildad los límites y posibilidades que sustentan una de las concreciones posibles de la narrativa, podremos movernos con la suficiente ductilidad creativa frente al relato como para depositar algo de valor en el semillero de la construcción (léase sueño) que como especie compartimos en el lenguaje, entendido éste no como idioma, sino como vehículo para la composición de un determinado universo de sentido. Como hemos dicho, una nueva cosmovisión surge a principios del siglo pasado que podría parecer contrapuesta a la hasta entonces vigente, aquella que rimaba con las profundas creencias del cristianismo, la idea de progreso y, en definitiva, con el forzoso alejamiento de la esclavitud tribal y del caos de un mundo incontrolable. Me refiero a la cosmovisión que nos legara (o que hiciera aparecer a) la física newtoniana, conocedora de escasos aspectos de la realidad pero perfectamente funcional a nivel macroscópico, extremadamente útil aunque del todo ajena a determinadas cuestiones tan esenciales para el ser humano como su necesidad de sobrevivir y de mantenerse sobre la Tierra; ajena, en definitiva, a todo aquello que no podemos medir. Cualquier narrador sabe que lo “irreal” (o lo no mensurable para el antiguo relato) es interminable. Por el contrario, esa nueva cosmovisión alternativa diríase que abre las puertas a otros lugares de la realidad, a otros matices de lo emergente. Su origen radicaría en las consecuencias del estudio del átomo y de sus partículas elementales, que revelaron, simplemente, que el universo material no existe como hasta entonces fue concebido. Intentaré revisar de la manera más breve posible la transformación de los conceptos fundamentales de la identidad, el tiempo y el espacio derivada de los descubrimientos de la física de partículas, que inevitablemente nos obligan a revisar (con perdón) la Poética de Aristóteles desde una perspectiva alternativa, en un intento de definir y sistematizar algunas leyes y necesidades narrativas que desde hace tiempo intento aplicar –casi sin saberlo- en mi propia labor como escritora. Así hablaron las partículas: el ser como proceso y ritmo, el espacio y el tiempo No describiré con detalle el funcionamiento de las partículas subatómicas porque no viene al caso. De lo que sí quisiera hablar, en cambio, es de lo que éstas relataron: el posible cuento que se deriva de su análisis en profundidad, de las sendas que siguen en el vacío para trenzar la materia, de cómo se comunican y se imitan en distancias infinitas e infinitesimales sin tocarse, de cómo transforman sus conductas en función de cómo y quien las mira. No hablaré del átomo de Bohr, ni del principio de indeterminación de Heissenberg ni siquiera del gato a un tiempo muerto y vivo de Shrödinger. Intentaré exponer de la manera más sencilla que pueda el nuevo relato acerca del ser, del espacio y del tiempo, con la esperanza de llenarles la cabeza de preguntas que no podré contestar. Antes de que las partículas cuánticas comenzaran a hablar, los occidentales nos creíamos un subproducto accidental de la creación, hijos de un dios omnipresente y ajeno, objeto pasivo de sucesos que nos acontecían. Meros peones del juego de fuerzas mayores, asumíamos que la naturaleza vivía a nuestro lado sin apenas mirarnos. Enajenados por estas creencias, completamente asustados, ansiábamos controlarlo todo y actuar como dioses: liberarnos de la esclavitud de un orden mayor luchando contra lo que nos dominaba con sus propias armas. Así fue como quisimos doblegar lo emergente exterior y también los aspectos internos incontrolables. Hicimos grandes avances… hasta que se escuchó lo que había escondido. Del estudio de las partículas subatómicas se derivó una comprensión del mundo completamente sorprendente: en primer lugar el ser o la identidad pasó a dilucidarse como simultáneamente material y etérico, sólido al tiempo que ondulante, a la vez cristal y agua. Que los componentes esenciales de la materia compaginen una existencia inmaterial con un peso subatómico específico supone la mayor de las paradojas que ha enfrentado el ser humano de manera racional –evidentemente, desde otras ramas del conocimiento vivimos continuamente en la metáfora- y aunque esta realidad no puede ni siquiera hoy ser comprendida hasta sus últimas consecuencias, inevitablemente cambió nuestra forma de enfrentarnos al mundo. Por un lado, debemos contemplar los límites de la materia, la forma del cuerpo, la estructura sólida de las formas. Por otro, debemos comprender que todo lo emergente carece en su esencia de una definición rígida, y participa, al tiempo que se muestra, de un ritmo universal, de una cadencia inmaterial, de un comportamiento inaprensible, de una necesidad de unión y desunión continuas, de un fluido dinámico que inunda cualquier nivel de lo que observamos. El ser se convierte así en un sólido muestrario formado básicamente de un vacío en cuyo interior danzan todas las posibilidades, que parecen tener la voluntad de seguir expresándose eternamente merced a un trenzado o concreción de innumerables probabilidades reducidas. Pero las partículas subatómicas siguieron hablando. Y, de la misma forma que un narrador no escribiría igual según la época en que lo hace y en función del público que él supone que lo espera, los físicos notaron algo mucho más sorprendente que la dualidad intrínseca de las cosas materiales: a nivel subatómico el comportamiento de las partículas dependía en parte del observador. En función del tipo de experimentos que se realizaban, éstas se mostraban como ondas o como partículas y, aún más, la mera observación del científico parecía condicionar sus “actitudes” o “comportamientos”. Esto vendría a significar, reduciendo mucho la conceptualización, que de alguna manera la conciencia –nuestra conciencia mortal y miedosa- participa en la composición del mundo (recordemos que hablamos de aquello que es el origen de todas las cosas que aparecen); que, de alguna forma, la conciencia vertida en la realidad la condiciona y genera. Así, el ser dejó de concebirse como un punto material en medio de un plano de coordenadas conocidas, con una historia lineal marcada por el binomio causa-efecto, condenado al aislamiento de la cárcel del alma –que supuestamente nos diferenciaba a cada uno del resto de los elementos emergentes- para transformarse en el siguiente cuento: El ser se deriva de la relación –trenzado, intercambio, ausencia- entre partículas elementales que a un tiempo son materiales e inmateriales. Dichas partículas y sus relaciones son altamente indeterminadas, pero parecen fluir hacia esquemas de construcción en los que aparentemente de alguna forma participa la conciencia (cualquier nivel de ésta). Por otro lado, el ser, como dualidad onda/partícula, en su aspecto energético, carece de un límite carnal o físico y, por tanto, puede extenderse más allá de sus propias formas en cualquier dirección. Como energía u onda, conecta asimismo en infinitos puntos con todos los aspectos y seres que conforman el universo que le rodea. Por último, diríase que el ser es mera probabilidad (reducción de posibles estructuras en medio de un maremágnum de posibilidades) que continuamente se auto-limita en expresiones acabadas, expresiones que el propio ser crea, recrea, abandona, retoma, modifica o transforma. El ser, por tanto, ya no es obra de nadie ajeno a sí mismo. Además, ningún ser es ajeno al resto de los seres. Participamos creativamente en el universo. Tenemos la posibilidad de concretar muchas de las infinitas probabilidades por medio de la conciencia y el lenguaje. Ya no vendrá dios a buscarnos con sus maldiciones, simplemente, ya no tiene cabida en este relato que nos hace considerar al ser como un proceso en sí, un proceso que no se produce solo sino que afecta, condiciona, recibe y comparte los procesos del resto de los seres. En cuanto al espacio, las partículas relataron que existe un principio de inseparabilidad, según el cual dos sistemas están descritos en una misma función de onda hasta que una medición los separa. Esto supone la desaparición del espacio: todo está conectado en el tiempo y se influye recíprocamente. A nivel subatómico, por último, el tiempo puede ser recorrido en ambos sentidos. De estos descubrimientos se deriva que ha habido un terremoto en nuestra concepción de la realidad, y que nuestras creencias formulaban un universo posible en que el tiempo lineal, el espacio, el ser como entidad diferenciada eran creíbles a nivel macroscópico. Pero ese relato se acabó y ha dado paso a otro distinto al que, como narradores, debemos encontrarle la tensión, la forma y la belleza. La Poética aristotélica y el narrador fidedigno actual Ciertamente, el narrador es un individuo que se propone contar un aspecto de la realidad en proceso, dentro de un tiempo determinado, en un espacio o espacios concretos. Para ello, debe desarrollar un personaje o personajes que, desde su vida, generen la conciencia del mundo que el escritor desea (o descubre en la escritura), la muestren con palabras, decisiones, diálogo interno, vivencias, y conclusiones implícitas o lo que llamaríamos “universos de sentido latentes”. Esto requiere, si seguimos el lúcido discurso de Aristóteles, de ciertos recursos y tretas narrativas sin las que no podríamos alcanzar el corazón de nuestros lectores, captar su atención, mostrarles las hazañas narradas o, como decía Borges, mantener en ellos “ese concepto ingenuo, ese concepto de que estamos leyendo un relato verídico”. Para que el lector de alguna forma se “crea” lo que le estamos contando, ineludiblemente debemos ser narradores fidedignos para con la estructura narrativa que desarrollamos, y que debe seguir y respetar ciertas pautas que otorgarán al texto un valor intrínseco que le permitirá, imitando en todo a la realidad (entendido aquí el concepto de realidad como una extensión de infinitos niveles), convertirse en una realidad en sí. Partiendo de la estructura para la narración que propone Aristóteles y que sin duda alguna impregnaría de “verdad” los textos narrativos, siempre que el escritor tenga la suficiente habilidad para sacarles partido, cabe preguntarse cómo interpretar esta Poética cuando hemos comenzado a leer un relato en el que el tiempo ya no “existe”, el ser es un proceso en intercambio continuo con otros seres y el espacio es mera ilusión. Si la conciencia colectiva ya conoce esto, ¿qué debemos crear o cómo serán los productos de nuestra imaginación, de tal forma que éstos puedan alcanzar la verosimilitud necesaria para que nuestros lectores mantengan su “ingenuidad” frente al texto y puedan imbuirse en ellos de lo que su propia conciencia ya les relata? ¿Cómo se escriben esos aspectos de la realidad emergente que ya fueron narrados por las partículas? Siguiendo a Aristóteles, el autor debe contar aquello que es posible según la verosimilitud o la necesidad. Trataré ahora de describir como intento hacerlo, dividiendo de manera impostada algunos de los elementos que empleo en la narración. Y digo de manera impostada porque, en realidad, dichos elementos se encuentran entrelazados continuamente en esta narrativa única, rimando así con una de las infinitas cosmovisiones posibles. Mi pregunta es a la hora de hablar aquí, al igual que en el momento fascinante de la escritura, ¿cómo deben construirse los argumentos a partir de lo visto en la revisión del concepto-vivencia del ser y de su relación con el mundo, a la búsqueda del mantenimiento de la verosimilitud aristotélica de modo que la composición narrativa resulte efectiva? La MÍMESIS del RITMO La obligatoriedad de alcanzar la verosimilitud nos llevaría a la imperante necesidad de imitar. Decía Aristóteles que los autores representan a seres que actúan, sus caracteres. Mímesis de medios, objetos, modos. Podemos imitar o bien narrando o bien haciendo que las personas imitadas obren y actúen. Aparte de estas imitaciones, obviamente necesarias, propongo aquí una mímesis diferente y arriesgada: la imitación del ritmo. Para Aristóteles, la imitación se realiza mediante el ritmo, es decir, que el ritmo sería la vía de imitación (él habla de la narración en verso). Yo intento representar un ritmo, la trayectoria rítmica que produce la concreción, el ritmo de lo sutil uniéndose o separándose hasta dar lugar a lo emergente. La mirada cambia de ángulo, aunque seguimos hablando del mismo sujeto y de iguales elementos: personajes, sucesos, conclusiones. Como escritora, la cosmovisión única de la Era del Arte me impele a imitar el ritmo subyacente a los procesos que también describo. Este ritmo, a mi modesto modo de entender, se fundamenta en la comprensión de la realidad no como una línea de sucesos concatenados, sino como metáfora. La causalidad lineal de los textos decimonónicos resulta verosímil porque en la realidad que nos rodea (en el relato que cada día nos contamos) continuamente vemos que un hecho puede provocar otro. Este es un aspecto de la realidad que no podemos negar, pero no es la única característica de lo emergente. La metáfora, que aparece en infinitos aspectos de la vida, es una forma igual de válida que la causalidad para comprender y habitar el mundo. Durante el desarrollo del texto narrativo, la indagación en el relato y –más específicamente- en el lenguaje conduce al hallazgo de la unión de elementos distantes, una unión que da lugar a una composición significativa. La importancia de la metáfora radica en que su expresión textual permite la imitación del ritmo que pretendemos narrar. No se trata de comparaciones tácitas ni de cómodas alegorías sino de contar el aspecto significativo que tiene la trama del mundo por debajo de la superficie del relato que hasta ahora nos hemos repetido y creído. La mimesis del ritmo supone por tanto el hallazgo de una estructura compleja que une distintas realidades tal vez alejadas para el concepto del espacio-tiempo lineal, pero que en la significación se hermanan y se convierten en algo inseparable. La soledad de uno de los personajes, de pronto, es un niño que mira por una ventana. Pero luego ese niño no sólo es la soledad del primer personaje, sino que a su vez sigue su camino y se convierte en otro personaje más. Ese tipo de conexiones –los otros significando a los demás sin dejar de ser ellos mismos- resultan narrativamente interesantes porque pueden mostrar la interconexión de todas las cosas, tal vez no en el aspecto emergente del tiempo lineal y de la causalidad, pero sí en otro plano de la ficción que podríamos llamar el “universo de sentido latente” u “orden plegado”, si acudimos al físico David Bohm. Considero que el narrador no debiera trabajar únicamente desde esta perspectiva, pero sí, quizá, combinar las diversas visiones del mundo que su cultura le ha legado. Tal vez en esa combinación –me pregunto- podamos seguir manteniendo la “ingenuidad” de los lectores, podamos hablarles del ritmo secreto a través de las metáforas y, al mismo tiempo, narrarles una aventura perfectamente lineal en que, de pronto, un elemento mágico transforma del todo el recuadro descrito, por ejemplo. Sin embargo, la experimentación narrativa en esa fórmula de comprensión del orden subyacente, expresado en la metáfora, permite alcanzar unas profundidades significativas para los textos especialmente ricas, así como dejar a ratos de lado el tiempo lineal para entrar en otro tiempo, un tiempo que puede recorrerse en ambas direcciones. Desde esta perspectiva volvemos a hablar de la verosimilitud, ¿resonarán los lectores ante las metáforas del escritor? Si el autor lo consigue, será porque en la imitación de argumentos (composición misma de las acciones), carácter (calidad de los personajes) y pensamiento (expresiones por las que se expresan los personajes), como decía Aristóteles, ha sido capaz de imbricar un elemento significativo más en la narración, ha logrado que la mimesis del ritmo enriquezca el resto de los aspectos de su obra. La estética sería un derivado espontáneo y la belleza una vía más de consecución de la resonancia o verosimilitud buscada. La RELACIÓN y el ARGUMENTO ¿Pero qué argumentos desarrollarán los escritores que se dedican a escudriñar y revelar las significaciones metafóricas, que buscan crear relatos a un tiempo simbólicos y lineales? ¿Qué tipo de relaciones tendrán sus personajes con los demás personajes y con su entorno? Aristóteles nos dice que la obra es la imitación de una acción, y debe serlo de una que tenga unidad y constituya un todo unitario. Definiré en primer lugar las posibles relaciones que se establecerían entre los personajes y entre éstos y el espacio y el tiempo, para pasar a hablar después de la unidad argumental. Supongamos un universo de espejos y que cada uno de estos espejos contiene en sí mismo un universo. Si introducimos a unos cuantos de estos espejos en una novela, descubriremos que se reflejan unos a otros dentro de ésta, sin que cada uno de ellos deje de ser el universo en sí que ya eran. Sin embargo, al reflejar a los otros, su propia imagen queda transformada por la invasión del conocimiento de otros universos, al tiempo que ellos, al entrar en el cristal de los demás, modifican para siempre la imagen de universo que los otros contenían. Unos acabarían, sin dejar de ser espejos individuales, llevando las imágenes de todos los demás dentro de la suya propia, lo que inevitablemente variaría ésta última. Los personajes en la Era del Arte tal vez se den réplica entre ellos desde su propia individualidad, sin perder su vida propia; se reflejen los unos a los otros, y formen entre todos un proceso conjunto que sólo evoluciona (lejos de la linealidad) hacia el establecimiento de vínculos simbólicos cada vez más significativos (hacia una construcción cultural conjunta). Por otro lado, imaginemos que puedan relacionarse con el tiempo, aunque también éste tiene un componente lineal, desde la perspectiva que anteriormente mencioné: el pasado, el presente y el futuro serían significativos en cada punto de los otros dos, por lo que no sólo la causalidad provoca los acontecimientos, sino también la memoria, la imaginación, la proyección o la magia. La metáfora es el lugar donde el tiempo se detiene y ya no existe. Ya ocurrió en la Montaña Mágica de Thomas Mann y también poco antes de la Muerte de Virgilio. En cuanto a los espacios, podrían convertirse éstos en expresiones de los estados anímicos de los personajes, por lo que también aquí se entiende el uso de la metáfora para contar que una habitación pueda parecer un nido o un sanatorio a distintas horas del día, esto es, que los espacios sean, como el resto de las cosas, un reflejo del mundo interior de los personajes. Decía Aristóteles que la obra es la imitación de una acción que debe tener unidad y constituir un todo unitario. Estoy completamente de acuerdo con esta apreciación aristotélica, salvo que pienso que el concepto de “unidad” argumental se ha ido transformando notablemente con el paso de los siglos. La unidad argumental derivada de nuestra cosmovisión única quizá radique en la capacidad del autor para desarrollar y reflejar un proceso, más similar a un concierto de música barroca o de jazz que a los anales históricos, que logre unificar significativamente elementos distantes que tal vez jamás se crucen dentro de la propia historia, pero que aún así puedan producir efectos unos en otros a pesar de la distancia. Tal unidad significativa vuelvo a creer que es posible gracias a la metafórica naturaleza de la realidad, que no sólo encontramos en la poesía y los textos narrativos de la Era del Arte, sino que podemos apreciar en la propia vida: así la estrella y la linterna, el corazón y la isla, la lluvia y el llanto, la colina o la piel del tambor. ¿Creemos que esas similitudes son casuales? ¿Que son un fruto de nuestra capacidad de interpretación? ¿Que el mundo no se rige por la emergencia significativa? ¿Qué hemos perdido la capacidad de religar los elementos distantes? Algunas ramas de la ciencia nos alejaron de la comprensión del mundo desde las metáforas, ahora tratamos de escribir que existen –al igual que hay otra física- otras formas de lo emergente que deben ser relatadas. El TIEMPO El narrador de la Era del Arte puede unir todos los aspectos del tiempo hasta ahora conocidos. No creo en el tiempo lineal absoluto, pero pienso que el tiempo lineal relativo es muy útil en las narraciones, ¿tal vez por eso nos sirvió durante tantos siglos para mantener cierta estructura cultural, basada sobre todo en el mito del progreso y en el del premio de la otra vida mientras aquí fabricábamos comúnmente –y con lenguaje- un breve valle de lágrimas? Volvemos a las imágenes metafóricas: los personajes y su proceso exigen una estructura narrativa atemporal basada en la poderosa capacidad significativa de las imágenes. Pueden comer a mediodía, quedar para ir al cine por la tarde, despertarse con pesadillas de madrugada… pero el caso es que lo significativo dentro de la narración no es la cantidad de días que pasan o la hora a la que se conocen sino las imágenes que se relacionan con hechos y vivencias, con el aspecto físico de los personajes, con la voluntad de éstos, con la necesidad de que ocurran éstas u otras cosas. Un suceso acaecido en la infancia propicia una acción en la madurez o un hecho futuro funcionaría como atractor externo que condena el relato hacia un desarrollo determinado (necesario). En el presente, las fuerzas de la Naturaleza, por ejemplo, podrían ser el motor común que una dos historias que aparentemente en nada se parecen, como leímos en “Las palmeras salvajes”, y que vuelvan el pasado accesorio y el futuro irremediable de una sola vez. El proceso se expresaría por tanto como un todo significativo merced a las imágenes originadas en un pasado remoto, en un presente que repite el simbolismo inicial o en un futuro que lo transforma. Y, también, acontecería inversamente, cuando las premoniciones o secretas estructuras del destino marquen el pasado de la narración. Por otro lado, el argumento puede dar lugar a tramas múltiples unidas simbólicamente (con el fin de asegurar la unidad narrativa que señalaba Aristóteles) pero que estarían formando una composición significativa más allá del tiempo lineal e incluso del espacio conocido. A modo de conclusión En definitiva, y a modo de conclusión, no es que el tiempo lineal no exista en el relato sino que sólo sería un complemento enriquecedor de la narración, al igual que lo son las imágenes que posibilitan o presentan otro tiempo alternativo que supone la simultaneidad de puntos temporales distantes (al igual que espaciales). He intentado reflejar mis propias inquietudes narrativas en la presente conferencia, dándome cuenta al ir redactándola de que rimaban mucho más de lo que yo creía con los relatos cuánticos de principios del siglo pasado. Metafóricamente, por tanto, mi voz y la de las partículas parece que van unidas, una prueba más de la inexistencia de la separación, aunque ni ellas ni yo dejemos de ser quienes somos. Debo resaltar que esta narrativa única que he intentado sistematizar gracias a la ayuda de Aristóteles, está presente de alguna manera en la literatura del pasado (no me he inventado nada), latente como todos los secretos hasta que dejan de serlo. Todas esas narrativas únicas de “antes” también habitan en la que intento desarrollar (recordemos el juego de espejos). La literatura universal es por tanto un crisol de posibilidades actualizadas en concreciones en virtud de la asistencia a su espectáculo del observador (lector) y del escritor, que no debe olvidar que el lenguaje ha de saber más que nosotros ni tampoco que su obligación es que, cuente lo que cuente, debe conseguir que el lector disfrute y, sobre todo, crea. Yaiza Martínez. Conferencia dictada en la Universidad Complutense de Madrid. Mayo de 2007.
Yaiza Martínez
Viernes, 14 de Septiembre 2007
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Yaiza Martínez
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Cuaderno de campo vinculado al poemario "Tratado de las mariposas", de Yaiza Martínez. Imagen: Eva Lí.
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