Por Juan Novoa
Carlitos era el chico especial de mamá. Tenía quince años, pero eso a él no le importaba. Para los niños del barrio era “el tonto”, para los compañeros de clase era Carlitos, para el resto del mundo sólo era un chaval algo retrasado. Estaba justo en la frontera entre un niño y un hombre; y en el límite entre los que saben que son y que no son; y aquellos que con mucho esfuerzo, alcanzan a comprender que no son como los demás. Pero en el mundo de prodigios inexplicables en el que Carlitos vivía, las sombras de las dudas eran cortas, como las del mediodía. Las preguntas ¿por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí y no a los demás?, le producían un desasosiego tan profundo como efímero en los fugaces momentos de lucidez. Carlos era de los que luchaban a brazo partido con los botones de la camisa. Su puzzle de mil piezas eran un cuchillo y un tenedor; su trabalenguas, sus apellidos; y saber que hora era después de estudiar el reloj de su padre, era cantar la tabla de multiplicar. Que hiciera sol o estuviera nublado era la única diferencia entre un lunes y un jueves. Cada mañana Carlos iba al colegio. Su madre le acompañaba a la parada del autobús y él subía orgulloso con su mochila verde y el abono de transportes firmemente agarrado con la mano derecha para enseñárselo al conductor, que le saludaba con un “Buenos días Carlitos” lleno de un cariño que él nunca tuvo en cuenta. Y allí, en el primer asiento, como siempre, estaba Javier, Javi. Tan especial como él: Su amigo y compañero. Mientras él se acomodaba, Javier sonreía. Tenía unas grandes gafas, unos grandes dientes y unos pulmones en mal estado que le provocaban frecuentes ataques de tos y asma. A veces tenía arrebatos de ira, y llevaba una chapita colgando de su cuello que advertía que era diabético y epiléptico. La madre de Javier sabía que su hijo un día moriría tan simplemente como había vivido: porque sí, porque su organismo minado de defectos quedaría exhausto después del último de sus días contados. Ella soñaba con ese día que le inspiraba terror, pena infinita, alivio y paz, y descanso… Ese día desafiaría al Dios Justo de los Seres Normales y le pediría cuentas por todo aquello: por acabar con aquel despropósito con otro mayor, por tener que llorar el fin de una vida injusta que iba a dejar su corazón triste para siempre y su cabeza cubierta de canas prematuras. Javier y Carlos descubrían cada mañana el mundo que ya habían olvidado del día anterior. Veían a la gente agobiada por las prisas y a los conductores maldecir el tráfico. Miraban a las niñas que nunca les mirarían y a los niños que se reirían de ellos por el simple placer de sentirse superiores. ¿Pero cómo pensar en justicias y jerarquías con un cerebro arruinado? Cuando los niños querían pegarles, tocaba correr, cuando no se conseguían las cosas, había que desistir y si se acababan los dibujos animados, a llorar hasta encontrar otra cosa en que perder el tiempo que tenían, que era todo. Y juntos en el autobús admiraban las hormigoneras y se tapaban la nariz cuando pasaban cerca de la fábrica de cerveza, y se morían de risa cuando el conductor soltaba una palabrota de esas que ellos no podían decir. Cada “joder” era un codazo de cómplices ignorantes, y cada “coño” una carcajada contenida y un motivo para seguir riendo cada vez que se miraban. Carlitos con sus ojos negros y juntos, Javier con los suyos, pequeños y traviesos escondidos detrás de las gafas. Cuando estaban cerca de su parada se ponían tensos, nerviosos. Pulsar el timbre rojo antes de tiempo era tener que andar mucho rato hasta el colegio, pero pasarse significaba perderse en el horror de las calles llenas de gente hasta encontrar un policía que les acompañara y les dejara en manos de la profesora. Un día Carlitos se subió al autobús y Javier no estaba. Él no lo sabía, pero su amigo había muerto: Algo empezó a faltar, de repente en el mundo de Carlos. Los días pasaron pero Javi nunca estaba en su sitio y él se sentía solo y triste, muy triste. Su madre, una mañana, le contó que su amigo se había ido a un lugar muy lejano, pero Carlos supo que no era verdad, porque se fue a buscarlo y no lo encontró. Se bajó del autobús cuando el conductor le dijo que era la última parada y lo buscó todo el día, y allí no estaba Javier. Su madre le habló del Cielo y él asintió en silencio sin comprender cómo podía haber un lugar en el que Javi estuviera muy contento si no estaba con él. No le convencía. Pero Javier nunca estaba en el autobús. Todo se volvió distinto: él solo en el autobús, solo por el camino del colegio, solo en el patio, solo al volver, él solo. Estaban sus padres y sus hermanos, y los demás chicos del colegio, sí, pero no era lo mismo. Y un día Javier volvió. El primer día Carlitos no supo que era él, porque había cambiado mucho, pero estaba allí, sentado, en su sitio de siempre. Se bajaron en la misma parada y fueron juntos hasta el colegio. Hablaron poco porque Carlos no sabía que era Javier, pero al día siguiente, cuando le vio otra vez allí sentado y le sonrió, no hubo ninguna duda. Ahora era más pequeño que cuando se fue y tenía pecas. Se le habían caído todos los dientes y tenía el pelo rubio y largo peinado con dos trenzas. Tenía la voz tan aguda que le hacía reír y además decía que se llamaba Anita. Pero todo eso no importaba mucho. Era Javier, seguro. Nadie en el mundo que no fuera Javier, admiraría las hormigoneras, se taparía la nariz al pasar junto a la fábrica de cerveza y le daría codazos si el conductor decía “joder”. Juan Novoa (Madrid, 1969) es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como documentalista, productor y guionista. Ha escrito los guiones de las series documentales “El tercer Planeta” y “Herederos de la Tierra”. En los últimos años, ha recorrido más de veinte países de todo el mundo y en la actualidad alterna la literatura con la producción y realización de cine y televisión. En 2004 publicó la novela Reflejos en un cristal con la editorial Sial.
Yaiza Martínez
Jueves, 18 de Mayo 2006
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Cuaderno de campo vinculado al poemario "Tratado de las mariposas", de Yaiza Martínez. Imagen: Eva Lí.
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