CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Fernando Bermejo

Los episodios principales de la crisis iconoclasta que tuvo lugar en el Imperio bizantino entre los ss. VIII y IX son lo bastante bien conocidos como para que no haya necesidad alguna de insistir en ellos. Menos manido es el fenómeno de la iconoclastia occidental en el Imperio carolingio, que –aunque no tuvo el alcance ni la repercusión que en la Iglesia Ortodoxa– se manifestó de varios modos. Dado que hemos tenido ocasión de referirnos a Pedro de Bruys y los petrobrusianos en una época posterior, el s. XII, vale la pena hoy llamar la atención de los lectores sobre un fenómeno de iconoclastia -y, más específicamente, de estauroclastia- que tuvo lugar en época carolingia, máxime teniendo en cuenta el hecho de que quienes estuvieron implicados en él fueron esta vez eclesiásticos, y de origen español.

Una personalidad especialmente curiosa en este contexto es la de Claudio,un clérigo de origen español, aunque ninguna fuente fija el pueblo o la comarca de su nacimiento. Dado que sí se sabe que fue discípulo del obispo adopcionista Félix de Urgel, y en virtud de otros testimonios, no es descabellado pensar que hubiera nacido en una región que Carlomagno reconquistó entre 785 y 810, y que fue llamada, entre 821 y 850, Marca Hispánica (Marca Hispaniae o Marca Hispanica) que comprendía el territorio de la península ibérica adyacente a los Pirineos (norte de Aragón y Cataluña).

Una vez ordenado presbítero, Claudio estuvo un tiempo en la corte de Ludovico Pío, el único hijo superviviente de Carlomagno, con el cargo de maestro del palacio imperial. Claudio fue nombrado obispo de Turín de 816 hasta su muerte, acaecida hacia 828-830. Su fecha de nacimiento se desconoce (prob. ca. 780). A pesar de que la iconomaquia no resume la personalidad de un hombre que se proclamaba biblista de vocación (de hecho, la mayor parte de sus escritos consiste no en textos doctrinales o polémicos, sino en comentarios del Antiguo y el Nuevo Testamento), Claudio debe sobre todo su notoriedad a su oposición activa y violenta al culto de las imágenes, una actitud relativamente excepcional en el Imperio carolingio, que hizo de él, de algún modo, un propagador, consciente o no, del iconoclasmo bizantino entre los francos.

Resulta que, llegado a Turín, Claudio halló en su diócesis lo que consideró supersticiones paganas en lo relativo al culto de las imágenes. Queriendo atajarlas, él mismo –según su propia declaración en uno de sus escritos, el Apologeticum- procedió a destruirlas:

“Después de que yo, contra mi voluntad, hubiera tomado sobre mí la carga de la función pastoral, y de que hubiera sido enviado por Luis, el piadoso príncipe, hijo de la santa Iglesia Católica del Señor, llegué a Italia, a la ciudad de Turín. Encontré todas las basílicas, en desprecio del orden de la verdad, llenas de exvotos e imágenes, y, dado que todos les daban culto (quia quod omnes colebant), me puse yo solo a destruirlas (ego destruere solus coepi). He aquí por qué todos abrieron sus bocas para blasfemar contra mí, y, si el Señor no me hubiera socorrido, quizás me habrían devorado vivo (forsitan vivum deglutissent me).

Adviértase que el año en que tiene lugar esta acción es probablemente el de 816. En Bizancio, había llegado al trono tres años antes León V (813), que tenía convicciones iconófobas tan fuertes como las de su predecesor homónimo, León III el Isaurio, lo que hará de nuevo revivir la propaganda iconoclasta y la persecución de los iconódulos, con su triste cortejo de encarcelamientos, exilios, y pronto también de violencias y crueldades, a veces asesinas. Claudio no pudo ignorar estos acontecimientos, y aun si pudo reprobar los excesos más graves, es verosímil que encontrara en el retorno al poder de los iconoclastas griegos un impulso a su propio rechazo del culto de las imágenes.

No sabemos si Claudio pudo ser auxiliado en su celo estauroclasta por algún ayudante, pero el relato del Apologeticum más bien indica el aislamiento de su posición. Dicho sea de paso, nótese que el final de la cita tiene una doble alusión bíblica (recordemos que Claudio era ante todo un exegeta), que combina Lam 2, 16 o 3, 46 y Sal 123, 3. De este modo, el obispo se asimila implícitamente a los justos perseguidos –y solitarios– del Antiguo Testamento. En todo caso, no es posible reconstruir en la acción de Claudio nada parecido a las rebeliones populares contra las imágenes como las que se darían en la época de la Reforma en la década de 1520 en Zürich o Estrasburgo.

El hecho de haber escandalizado a sus feligreses y a otros colegas de episcopado ganó a Claudio la reputación de hereje. De hecho, su comportamiento y algunos de sus escritos le valieron al obispo acusaciones de tal vehemencia que se convirtió en el dignatario eclesiástico más execrado de su tiempo. Sus enemigos hicieron todo lo posible para pintarle a una luz odiosa y literalmente monstruosa (incluyendo, por supuesto, la acostumbrada inspiración diabólica).

El propio papa Pascual I (817-824) le comunicó su desaprobación, lo que no llama la atención en un pontífice que intentó defender el culto de las imágenes contra los inconoclastas, como lo prueba la carta que escribió al emperador bizantino León V. Aunque la intervención de la sede romana no hizo variar las ideas de Claudio, al menos parece haberle vuelto más circunspecto, pues a pesar de todas las críticas, siguió en su sede episcopal hasta su muerte.

¿Cuáles fueron los argumentos iconoclastas de Claudio, las razones esgrimidas para un comportamiento tan contrario a la tradición y la praxis eclesial de Occidente? Lo veremos en un próximo episodio.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo

Miércoles, 15 de Febrero 2012


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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