CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Antonio Piñero


Es absolutamente necesario señalar en el momento en el que estamos en esta serie que lo que algunos estudiosos y comentaristas llaman hoy la Gran Iglesia es ni más ni menos que la iglesia fundamentalmente paulina que va poco a poco aglutinando en torno a sus ideas a otros grupos que en principio podían tener afinidades, fuertes en algunos casos, con otras corrientes, como el judeocristianismo: el Evangelio de Mateo; Epístolas de Judas y de Santiago; Apocalipsis, o con un cierto protognosticismo como el Evangelio de Juan.

De este modo, cuando en la segunda mitad del siglo II se llegue a un consenso entre las diversas iglesias de cuño paulino y se determine la lista de libros sagrados propios del cristianismo, ya separado del judaísmo, es decir el Nuevo Testamento, entonces y sólo entonces es cuando puede decirse que comienza la andadura del cristianismo como movimiento plenamente separado y autónomo respecto al judaísmo.


Esta observación no impide afirmar también que la Iglesia seguirá evolucionando ideológicamente y que su constitución plena no tendrá lugar hasta el siglo IV, cuando empiece a ocupar un lugar visible en la realidad social del Imperio Romano. Ello ocurre tras la declaración del cristianismo como “religión lícita” en el Edicto de Milán por el Emperador Constantino.


Y atención también, porque hemos dicho repetidas veces que no poseemos ningún documento explícito, de ninguna clase, acerca del acto decisorio de la formación de la primera lista de libros canónicos. Puede decirse con razón que ese corpus de escritos cristianos más que la expresión de la pluralidad del cristianismo primitivo, es la expresión de la pluralidad de un cristianismo, el vencedor, la interpretación fundamentalmente paulina de la figura y misión de Jesús (cf. A Piñero, Cristianismos derrotados, pp. 176ss; y A. Piñero-J. Peláez [eds.] Los libros sagrados en las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo. Los fundamentalismos, El Almendro, Córdoba, 2007, capítulo “Cómo y porqué se formó el canon del Nuevo Testamento”, pp. 177-210).


A. Sobre la situación de la mujer en general en la Iglesia postapostólica

Prosigue a buena marcha en esta época la asimilación de la Gran Iglesia, en su constitución y en sus elementos sociales, al ideario social imperante en el Imperio Romano. Si antes era ya claro que las virtudes eminentemente femeninas, propias de su sexo y condición, eran el pudor/castidad, el silencio, la obediencia y la sumisión, en esta época aún más.

Mientras la Gran Iglesia, que sigue creciendo en número de fieles, se va convirtiendo –como hemos indicado- en una entidad cada vez más abierta al exterior y por tanto más sujetas a las reglas de lo público, se afianza la idea de que el ámbito propio de la mujer es el doméstico, con lo que los cargos eclesiásticos, que pertenecen al dominio de lo público, son vistos como propios sólo de los varones.

Esta tendencia, llamémosle natural en la época, se vio robustecida por un fenómeno singular. Como señala Karen Jo Torjesen (op. cit., 149ss), ya en


“El siglo III comenzó el cristianismo a incorporar a los miembros de las minorías gobernantes de los municipios, que habían sido formados para participar en la vida pública y que poseían experiencia de la política ciudadana. Muchas comunidades acogieron con satisfacción a estos miembros de la aristocracia y los promovieron rápidamente a puestos de dirección”.


Naturalmente al sustrato anterior de ideas de subyugación de la mujer, que provenían del ámbito religioso judío, se añadieron las normas usuales restrictivas sobre la competencia de las mujeres y sus apariciones en la esfera de lo público, dominantes en el mundo grecorromano. Si ya en el siglo II había comenzado con toda claridad la declinación de la iglesia doméstica, y el poder en ellas de las mujeres, en el siglo III aún más.

El obispo de esta época -que sepamos siempre un varón salvo en los grupos montanistas tardíos (siglo IV)- había robustecido su autoridad monárquica en la línea de Ignacio de Antioquía (sus cartas se escribieron hacia el 110), y se habían extendido por el mundo cristiano las teorías de Tertuliano, quien consideraba a la Iglesia, en su faz terrenal, como una asociación de derecho público.

Por tanto, todo el gobierno de la comunidad recaía en manos del clero varón: aparte del económico, etc., administrar el bautismo, la enseñanza, la presidencia de la eucaristía y el ejercicio del derecho de admitir a los pecadores de nuevo en el seno de la Iglesia administrando la penitencia.

En sus obras De virginibus velandis ("Sobre el velo de las vírgenes", 7s) y De praescriptione haereticorum ("Sobre la 'prescdripción' de los herejes", 41,5) establecía Tertuliano la doctrina de la inferioridad de la mujer desde el punto de vista religioso y moral: es un ser más débil y más propenso a los deslices sexuales y morales en general. La idea no era en absoluto nueva y en el judaísmo intertestamentario ya lo había puesto de moda el Testamento de Rubén (en la obra Testamentos de los XII patriarcas, caps. 4-6) que hemos citado anteriormente en esta miniserie.

Seguiremos
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com



Sábado, 9 de Octubre 2010


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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