CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Fernando Bermejo

El espectáculo de cristianos –a menudo pertenecientes a esa casta de hechiceros y funcionarios religiosos que son los sacerdotes y obispos– recriminándose mutuamente bajezas, insultándose sin la menor caridad, expulsándose unos a otros de sus particulares foros y acusándose recíprocamente de herejías se repite una y otra vez. Nada asombroso: tan antiguo como el propio cristianismo.

Al margen de la verdadera catadura moral de los individuos implicados en estos conflictos –y sin duda entre ellos habrá en ocasiones víctimas y perseguidores (en cuyo caso debe intentar discernirse claramente, pues es un deber moral elemental estar con las víctimas y denunciar a los perseguidores)–, es importante caer en la cuenta que, en sus posiciones y comportamientos, todos estos individuos se remiten supuestamente a una misma figura, es decir, a Jesús. Todos ellos hacen lo que hacen –cuando son sinceros (lo cual no siempre, claro, es el caso)– apoyándose en su concepción de este predicador judío del siglo I e.c. Explícita o implícitamente, lo que está en juego, dicen, es la “fidelidad a Jesús.

Ahora bien, y al margen de ensoñaciones, ¿qué tienen verdaderamente en común todos estos sujetos entre sí y con su venerado Jesús de Nazaret? Sin duda, los rasgos siguientes:

1º) Al igual que Jesús, creen tener una comunicación directa y especial con una divinidad (por supuesto, los que creen: hay muchos jerarcas cristianos cuyo comportamiento prueba del modo más rotundo que no creen en absoluto en dios alguno, pero aquí no nos referimos a ellos). De la existencia de ese dios no hay prueba alguna, pero ellos creen tenerlas. Les basta con remitirse a sus experiencias, a su tradición religiosa y a sus Libros sagrados. Igual que Jesús.

2º) Creen ser los genuinos intérpretes de la voluntad de esa divinidad y “administradores del Misterio” (así se autodenominan todos ellos sin enrojecer de vergüenza, con expresión paulina). Se anuncian como expertos en las cosas divinas. Igual que Jesús.

3º) Tienen un celo religioso que les permite (y aun exige) emplear contra sus adversarios todos los medios a su alcance. Al igual que Jesús vociferó con su verbo elocuente, llamando “sepulcros blanqueados” y “raza de víboras” a quienes discrepaban de él y no le prestaban atención, también ellos hacen lo mismo. Al igual que Jesús cogió el látigo (y quién sabe qué más) para enseñar a sus correligionarios judíos cómo quiere Dios que se hagan las cosas, tampoco ellos dudan en emplear el poder (cuando lo tienen) para dar lecciones a sus correligionarios (y, cuando pueden, también a quienes no lo son). En esto no le van a la zaga a Jesús.

4º) Al igual que a Jesús,les gusta predicar, reunir a personas en torno a sí e impartir lecciones a diestro y siniestro, en templos o fuera de ellos. Ávidos de poder, la homilética les encanta. Lógicamente: si se creen los representantes de la divinidad en el planeta Tierra, ¿cómo no van a hacerse notar? Es su deber. También en esto, igual que Jesús.

5º) Al igual que Jesús, en rigor no necesitan trabajar. Les basta con cumplir su función religiosa. Ellos, los maestros espirituales, anuncian las grandes verdades, y lo demás se les da por añadidura. Se dejan mantener por sus fieles. Igual que Jesús.

En estos aspectos, todos ellos son, sin duda, rigurosamente fieles a Jesús. Aunque, bien mirado, en esto son igual de parecidos a tantos especialistas religiosos que en el mundo han sido, son y serán.

Pero, además, son muy parecidos entre sí en el hecho de que son igualmente infieles a su ídolo.

En efecto, de la personalidad de Jesús –tal como podemos verosímilmente reconstruirla– seleccionan lo que les viene bien. De los Evangelios eligen lo que más les gusta, olvidándose de todo lo demás. Por ejemplo, por lo que cabe deducir de las fuentes disponibles, Jesús de Nazaret fue circuncidado (y, es de creer, estaba contento de ello); asistía regularmente a la sinagoga; celebraba las fiestas judías; llevaba filacterias; se preocupaba por la pureza del Templo de Jerusalén; creía en la validez de los preceptos de la Torá, en los que veía revelada la voluntad de Dios; creía que Juan Bautista era el mayor entre los nacidos de mujer; consideraba que las mujeres que no tenían hijos eran más sensatas y bienaventuradas que las que no los tenían; creía que el Reino de Dios era inminente; tenía una concepción también material y física de ese Reino; solo se dirigía a los judíos (no teniendo precisamente en buen concepto a quienes no lo eran), etc. Ninguno de quienes se reclaman fieles seguidores de Jesús, diríase, sigue al visionario galileo en estos y otros aspectos, ¿verdad que no?

Cuando escucha a los “administradores del Misterio” enzarzados en reyertas como si fueran blanco y negro, el historiador de las religiones ve siempre a individuos parecidísimos, perpetuadores de los mismos mitos y usuarios de las mismas estrategias. Y cuando les escucha hablar de “fidelidad a Jesús” –y de la infidelidad a Jesús del vecino–, no sabe si denunciar una vez más la fenomenal distorsión de la realidad que practican cada día sin el menor sonrojo, o, simplemente si, una vez más, estallar en carcajadas.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo

Miércoles, 30 de Junio 2010


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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