En Momentos estelares de la humanidad (El Acantilado, 2002), Stefan Zweig llevó hasta su grado máximo de expresión el arte de la miniatura histórica. A lo largo de las páginas del libro, Zweig desgranó con prodigiosa elegancia narrativa catorce fugaces destellos que, en su consideración, marcaron el rumbo de la Historia durante décadas y siglos. Sin apartar la mirada de los grandes hechos (la caída de Constantinopla a manos de los turcos, la derrota de Napoleón, la revolución rusa…), el escritor vienés supo encontrar en el fuego de tan gigantescos escenarios, el fogonazo que en un determinado momento incendió el curso de la Historia. Pero bajo el firmamento que Zweig dibuja en su libro, caben sin duda otros momentos estelares. Uno de estos destellos es acaso el que toma lugar en un día incierto de finales de septiembre del año 401 a. C. bajo el cielo de Cunaxa, en una llanura bañada por el Eúfrates y el Tigris.
ÓSCAR MARTÍNEZ GARCÍA
Recortados frente a frente en la línea del horizonte, bajo el cielo de lo que hoy es Irak, dos ejércitos se preparan para un largo y sangriento combate, que, sin embargo, tan sólo durará un instante: en un momento determinado, el condotiero de uno de los ejércitos vislumbra entre el fulgor de las lanzas y de las corazas a su enemigo, y, al margen de toda estrategia o plan de batalla razonable, se lanza en solitario contra él en un impulso asesino. Se trata del príncipe Ciro, y quien tiene enfrente es el Gran Rey de Persia, Artajerjes II el Memorioso, su propio hermano:
"Con ellos estaba, cuando divisó al Rey y a su guardia personal, de modo que sin poder contenerse, se lanzó contra él al grito de “Te tengo” y le alcanzó en el pecho haciéndole una herida a través de la coraza, como cuenta el médico Ctesias, quien afirma haberle curado personalmente la herida. Sin embargo, en el preciso instante en que le hirió, alguien le alcanzó violentamente con una saeta bajo el ojo y entonces estalló una encarnizada pelea entre el Rey y Ciro y sus respectivos hombres. Del número de muertos de entre la guardia del Rey da cuenta Ctesias, que se encontraba a su lado. En el otro bando, el propio Ciro cayó muerto, al igual que sus ocho mejores hombres, que quedaron tendidos sobre él". (Jenofonte, Anábasis 1 9.26)
Pero, ¿cómo se había llegado hasta esta situación? Reclamando para sí el trono de los Aqueménidas (pues a pesar de ser menor que Artajerjes, él era el que había nacido “en la púrpura”, es decir, tras la ascensión al poder del padre de ambos, Darío II), el príncipe Ciro había reclutado un gran ejército con la intención de derrocar a su hermano. La singularidad de este ejército es que contaba con un contingente de mercenarios griegos en un número aproximado a diez mil. Su experiencia, aquilatada en el propio suelo griego en el curso de la Guerra del Peloponeso, hacía que a pesar del desequilibrio de fuerzas –cuarenta mil efectivos frente a unos cincuenta y cinco mil a favor del ejército imperial–, el ejército rebelde contara con alguna opción para disputar la victoria al Gran Rey. No en vano, un instante antes de que Ciro se lanzara en su ataque suicida contra los seis mil hombres acorazados que blindan al Gran Rey y cayera acribillado por las lanzas y las flechas de la escolta imperial, los diez mil mercenarios griegos acababan de salir victoriosos de su sector de la batalla. Un segundo después ya era demasiado tarde: su condotiero había muerto y la rebelión que daba sentido a su participación en la batalla había fracasado.
Lo que viene después es una aventura de tintes odiseicos: los estrategos griegos son pasados a cuchillo y es entonces cuando un ejército absolutamente descabezado ha de emprender una gloriosa retirada en el corazón del Imperio Persa; es en este momento donde toma principio la Retirada de los Diez Mil, donde, por fin, la columna errante más célebre de la historia y de la literatura adquiere su protagonismo. Guiados por unos líderes improvisados los diez mil mercenarios emprenden un viaje que les llevará de las tierras del Éufrates hasta su salvación en las costas del Mar Negro, y en el que habrán de afrontar peligros extremos, atrapados siempre entre los frentes de alguna salvaje tribu indígena y los implacables soldados del ejército imperial.
La gloriosa retirada de los Diez Mil –que tiene sentido en sí misma como símbolo de las esperanzas, luchas y conquistas del ser humano– tiene además el valor de haber marcado el rumbo de la Historia durante los siglos siguientes: cuando Jenofonte, uno de los dos improvisados líderes que dirigió la retirada, puso por escrito en su Anábasis el heroico regreso a casa de los Diez Mil, estaba escribiendo la hoja de ruta, para que Alejandro Magno, no muchos años después, arrebatara Asia al Rey de Persia y, convertido en el dueño de mundo, cambiara para siempre la faz de la Historia.
[A la espera del estreno, allá por el verano de 2011, de la adaptación cinematográfica del clásico de Jenofonte, Anábasis, quien sienta la tentación de embarcarse en esta fascinante aventura lo pueden hacer de mano de las novelas históricas de Michael Curtis Ford (La Odisea de los Diez Mil, Barcelona, Grijalbo, 2003) o Valerio Massimo Manfredi (El ejército perdido, Barcelona, Grijalbo, 2008), o del documentado ensayo a cargo de Robin Waterfield tirulado La retirada de Jenofonte. Grecia, Persia y el final de la Edad de Oro (Madrid, Gredos, 2009), si bien siempre será recomendable dejarse atrapar por la cautivadora prosa de Jenofonte en una de las muchas y excelentes traducciones que tenemos a disposición en nuestra lengua].
"Con ellos estaba, cuando divisó al Rey y a su guardia personal, de modo que sin poder contenerse, se lanzó contra él al grito de “Te tengo” y le alcanzó en el pecho haciéndole una herida a través de la coraza, como cuenta el médico Ctesias, quien afirma haberle curado personalmente la herida. Sin embargo, en el preciso instante en que le hirió, alguien le alcanzó violentamente con una saeta bajo el ojo y entonces estalló una encarnizada pelea entre el Rey y Ciro y sus respectivos hombres. Del número de muertos de entre la guardia del Rey da cuenta Ctesias, que se encontraba a su lado. En el otro bando, el propio Ciro cayó muerto, al igual que sus ocho mejores hombres, que quedaron tendidos sobre él". (Jenofonte, Anábasis 1 9.26)
Pero, ¿cómo se había llegado hasta esta situación? Reclamando para sí el trono de los Aqueménidas (pues a pesar de ser menor que Artajerjes, él era el que había nacido “en la púrpura”, es decir, tras la ascensión al poder del padre de ambos, Darío II), el príncipe Ciro había reclutado un gran ejército con la intención de derrocar a su hermano. La singularidad de este ejército es que contaba con un contingente de mercenarios griegos en un número aproximado a diez mil. Su experiencia, aquilatada en el propio suelo griego en el curso de la Guerra del Peloponeso, hacía que a pesar del desequilibrio de fuerzas –cuarenta mil efectivos frente a unos cincuenta y cinco mil a favor del ejército imperial–, el ejército rebelde contara con alguna opción para disputar la victoria al Gran Rey. No en vano, un instante antes de que Ciro se lanzara en su ataque suicida contra los seis mil hombres acorazados que blindan al Gran Rey y cayera acribillado por las lanzas y las flechas de la escolta imperial, los diez mil mercenarios griegos acababan de salir victoriosos de su sector de la batalla. Un segundo después ya era demasiado tarde: su condotiero había muerto y la rebelión que daba sentido a su participación en la batalla había fracasado.
Lo que viene después es una aventura de tintes odiseicos: los estrategos griegos son pasados a cuchillo y es entonces cuando un ejército absolutamente descabezado ha de emprender una gloriosa retirada en el corazón del Imperio Persa; es en este momento donde toma principio la Retirada de los Diez Mil, donde, por fin, la columna errante más célebre de la historia y de la literatura adquiere su protagonismo. Guiados por unos líderes improvisados los diez mil mercenarios emprenden un viaje que les llevará de las tierras del Éufrates hasta su salvación en las costas del Mar Negro, y en el que habrán de afrontar peligros extremos, atrapados siempre entre los frentes de alguna salvaje tribu indígena y los implacables soldados del ejército imperial.
La gloriosa retirada de los Diez Mil –que tiene sentido en sí misma como símbolo de las esperanzas, luchas y conquistas del ser humano– tiene además el valor de haber marcado el rumbo de la Historia durante los siglos siguientes: cuando Jenofonte, uno de los dos improvisados líderes que dirigió la retirada, puso por escrito en su Anábasis el heroico regreso a casa de los Diez Mil, estaba escribiendo la hoja de ruta, para que Alejandro Magno, no muchos años después, arrebatara Asia al Rey de Persia y, convertido en el dueño de mundo, cambiara para siempre la faz de la Historia.
[A la espera del estreno, allá por el verano de 2011, de la adaptación cinematográfica del clásico de Jenofonte, Anábasis, quien sienta la tentación de embarcarse en esta fascinante aventura lo pueden hacer de mano de las novelas históricas de Michael Curtis Ford (La Odisea de los Diez Mil, Barcelona, Grijalbo, 2003) o Valerio Massimo Manfredi (El ejército perdido, Barcelona, Grijalbo, 2008), o del documentado ensayo a cargo de Robin Waterfield tirulado La retirada de Jenofonte. Grecia, Persia y el final de la Edad de Oro (Madrid, Gredos, 2009), si bien siempre será recomendable dejarse atrapar por la cautivadora prosa de Jenofonte en una de las muchas y excelentes traducciones que tenemos a disposición en nuestra lengua].
Martes, 3 de Noviembre 2009
Redactado por Antonio Guzmán el Martes, 3 de Noviembre 2009 a las 23:26
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