Formulada por Platón en dos de sus diálogos, la leyenda del continente perdido ha dado pie a fascinantes evocaciones por parte de arqueólogos, viajeros, filósofos y artistas de diversas épocas y naciones. Pero es Ignatius L. Donnelly quien, con su obra Atlántida: el mundo antediluviano (1882), acaso haya estimulado en los últimos tiempos tanto o más que el propio Platón la necesidad humana de aproximarse al paraíso perdido. ÓSCAR MARTÍNEZ GARCÍA
Fue en los diálogos Timeo y Critias –fuente primigenia y única sobre el enigma de la Atlántida– donde Platón estableció la trama esencial de la leyenda del continente perdido: en tiempos inmemoriales (el filósofo ateniense nos habla de 9000 a 8000 años atrás) un poderoso imperio que habitaba una isla, la Atlántida, situada junto a las Columnas de Hércules (es decir, el estrecho de Gibraltar) y mayor que Libia y Asia juntas (entiéndase, el norte de África y Asia Menor), se expandió con soberbia por todo el Mediterráneo, llegando a las puertas de Grecia y de Egipto. Pero cuando los atlantes se disponían a asestar su golpe de autoridad definitivo, se encontraron con la heroica oposición del ejército ateniense, que resistiendo la invasión, logró salvar la Hélade de la penosa esclavitud. A continuación, los dioses, en castigo a su soberbia, decretaron su total destrucción: “Entonces se produjeron violentos temblores de tierra y también cataclismos, y en el curso de una noche y un día terriblemente funestos la Atlántida desapareció en los abismos del mar. Por esa razón, todavía hoy ese mar resulta infranqueable e inexplorable, debido a la capa de lodo y los sedimentos que la isla dejó al hundirse”.
Dejando al margen las fantásticas evocaciones del mito atlántico y la circunstancia de que se trate de un relato totalmente inventado o, por el contrario, tenga una base real, de lo que no cabe duda es de que Platón se sirvió de él para escenificar sus ideas acerca de una sociedad perfecta. Por ese motivo, Aristóteles pensaba que la Atlántida era un “no-lugar”, una sociedad utópica que únicamente podría mantenerse en pie en tanto sirviera a su propósito ejemplarizante, luego desaparecería para siempre: “el hombre que la soñó la hizo desaparecer”, fue la sentencia de Aristóteles. Se equivocaba. Lejos de diluirse como un sueño, el mito de la Atlántida no desapareció con Platón, sino que quedó asentado con fiereza en la imaginación de arqueólogos, viajeros y artistas de diversas épocas y naciones.
La piedra angular sobre el que gira el misterio de la Atlántida estriba en saber hasta qué grado el continente dibujado por Platón ocupaba un lugar físico más allá del mito y la leyenda. Mencionado de pasada por Plinio el Viejo en su Naturalis historia y olvidado en la Edad Media, la quimera de la Atlántida creció hasta límites insospechados cuando los navegantes del siglo XV depositaron su mirada en el horizonte de lo desconocido y pusieron rumbo a tierras decoradas de riquezas sin cuento. De este modo, cuando Colón descubrió América, el Nuevo Mundo fue considerado el continente perdido: en los mapas de los navegantes españoles, franceses, italianos y portugueses no faltó un hueco donde situar la Atlántida.
Tal estado de efervescencia en lo tocante a la leyenda fue aprovechado por los intelectuales para delinear sus propias islas filosóficas, como la Utopía, de Tomás Moro, o la Nueva Atlántida, de Francis Bacon, presuntamente ubicada en los lejanos mares del Sur, y habitada por los descendientes de aquellos genuinos atlantes que habían logrado escapar de la catástrofe en la noche en que el continente se hundió en los abismos del mar. Por su parte, no falto quien quisiera enviar misioneros a la ficticia isla de Utopía para garantizar la salvación del alma de los “utópicos”.
Con todo, fue el congresista estadounidense Ignatius L. Donnelly quien, con su Atlántida: el mundo antediluviano (1882), reformuló el viejo mito platónico y lo hizo entrar en otra dimensión. Guiado por un fanático entusiasmo, Donnelly creyó más que ningún otro en la existencia real del continente perdido, y certificó su creencia sobre la base de una serie de principios según los cuales existió una gran isla en el océano Atlántico (la Atlántida, propiamente dicha) en la que se produjo el paso de la barbarie a la civilización; no en vano, se trataría del lugar –el Jardín del Edén, los Campos Elíseos…– al que aluden las mitologías y religiones de todas las culturas. Su influencia se extendería por todo el mundo –del mar Negro al Mississippi y el Amazonas– dejando señas de identidad como las pirámides en puntos tan alejados como las tierras del Nilo y los parajes más recónditos de Centroamérica. Finalmente, la Atlántida sucumbió a un cataclismo, pero aquellos que lograron escapar (principalmente grupos de semitas y arios) difundieron la noticia del horror por todas las naciones.
Partiendo de sus descabelladas premisas, Donnelly ganó cada vez más adeptos, mientras que el interés de los estudiosos fue declinando debido a que cada vez eran más frecuentes los fraudes urdidos para demostrar la existencia de la Atlántida. Uno de los más famosos lleva el apellido de Schliemann; no se trataría en esta ocasión del famoso descubridor de Troya, Heinrich, sino de quien proclamaba ser su nieto: Paul Schliemann. En 1912, el joven proclamaba que su abuelo había obtenido una lámina con la inscripción “Forjada en el Templo de los Muros Transparentes”. Del mismo modo, el ilustre nieto decía haber obtenido de su abuelo noticias acerca de un ánfora con la inscripción “Perteneciente al rey Cronos de Atlántida”. La cuestión es que nunca nadie llegó a ver tales objetos y que en los registros familiares del famoso arqueólogo no figuraba ningún Paul Schliemann.
Este fraude sólo sirvió para enfriar aún más el ánimo de los investigadores, pero, curiosamente, la fascinación que suscitaba el libro de Donnelly propició que el enigma de la Atlántida, aderezado cada vez con más elementos fantásticos, entrara de forma inopinada en el terreno de lo esotérico y que a partir de un determinado momento el fenómeno empezara a ser leído en clave sobrenatural. Al frente de esta novedosa circunstancia se alza sobre todos los otros el nombre de Madame Helena Petrovna Blavatsky, fundadora a finales del XIX de la Sociedad Teosófica y autora del voluminoso The Secret Doctrine. Lo que esta antigua amazona circense y médium promulgaba no era sólo la palmaria existencia de la Atlántida, sino además la de una civilización polar llamada Hiperborea y el de un reino al sur del Pacífico llamado Lemuria.
A medida que avanza el siglo XX y, sobre todo en las épocas de mayor convulsión y desconcierto, el mito de la Atlántida asimilará las novedades de los tiempos, de modo que aquellas personas que declaraban tener hilo directo con los atlantes pasaron a atribuirles el conocimiento de aviones, armas atómicas o viajes espaciales. Del mismo modo, el misterio atlántico ha entroncado con otros enigmas que tradicionalmente han venido subyugando la imaginación del hombre: hay quien lo ha puesto en relación con el Triángulo de las Bermudas, o quien atribuye su desaparición el impacto de un gran cometa que, hacia el 1500 a.C., habría chocado contra la corteza terrestre; tampoco podrían faltar aquellos amantes de lo oculto que vieron en los míticos atlantes a unos colonizadores procedentes del espacio exterior.
Dejando al margen las fantásticas evocaciones del mito atlántico y la circunstancia de que se trate de un relato totalmente inventado o, por el contrario, tenga una base real, de lo que no cabe duda es de que Platón se sirvió de él para escenificar sus ideas acerca de una sociedad perfecta. Por ese motivo, Aristóteles pensaba que la Atlántida era un “no-lugar”, una sociedad utópica que únicamente podría mantenerse en pie en tanto sirviera a su propósito ejemplarizante, luego desaparecería para siempre: “el hombre que la soñó la hizo desaparecer”, fue la sentencia de Aristóteles. Se equivocaba. Lejos de diluirse como un sueño, el mito de la Atlántida no desapareció con Platón, sino que quedó asentado con fiereza en la imaginación de arqueólogos, viajeros y artistas de diversas épocas y naciones.
La piedra angular sobre el que gira el misterio de la Atlántida estriba en saber hasta qué grado el continente dibujado por Platón ocupaba un lugar físico más allá del mito y la leyenda. Mencionado de pasada por Plinio el Viejo en su Naturalis historia y olvidado en la Edad Media, la quimera de la Atlántida creció hasta límites insospechados cuando los navegantes del siglo XV depositaron su mirada en el horizonte de lo desconocido y pusieron rumbo a tierras decoradas de riquezas sin cuento. De este modo, cuando Colón descubrió América, el Nuevo Mundo fue considerado el continente perdido: en los mapas de los navegantes españoles, franceses, italianos y portugueses no faltó un hueco donde situar la Atlántida.
Tal estado de efervescencia en lo tocante a la leyenda fue aprovechado por los intelectuales para delinear sus propias islas filosóficas, como la Utopía, de Tomás Moro, o la Nueva Atlántida, de Francis Bacon, presuntamente ubicada en los lejanos mares del Sur, y habitada por los descendientes de aquellos genuinos atlantes que habían logrado escapar de la catástrofe en la noche en que el continente se hundió en los abismos del mar. Por su parte, no falto quien quisiera enviar misioneros a la ficticia isla de Utopía para garantizar la salvación del alma de los “utópicos”.
Con todo, fue el congresista estadounidense Ignatius L. Donnelly quien, con su Atlántida: el mundo antediluviano (1882), reformuló el viejo mito platónico y lo hizo entrar en otra dimensión. Guiado por un fanático entusiasmo, Donnelly creyó más que ningún otro en la existencia real del continente perdido, y certificó su creencia sobre la base de una serie de principios según los cuales existió una gran isla en el océano Atlántico (la Atlántida, propiamente dicha) en la que se produjo el paso de la barbarie a la civilización; no en vano, se trataría del lugar –el Jardín del Edén, los Campos Elíseos…– al que aluden las mitologías y religiones de todas las culturas. Su influencia se extendería por todo el mundo –del mar Negro al Mississippi y el Amazonas– dejando señas de identidad como las pirámides en puntos tan alejados como las tierras del Nilo y los parajes más recónditos de Centroamérica. Finalmente, la Atlántida sucumbió a un cataclismo, pero aquellos que lograron escapar (principalmente grupos de semitas y arios) difundieron la noticia del horror por todas las naciones.
Partiendo de sus descabelladas premisas, Donnelly ganó cada vez más adeptos, mientras que el interés de los estudiosos fue declinando debido a que cada vez eran más frecuentes los fraudes urdidos para demostrar la existencia de la Atlántida. Uno de los más famosos lleva el apellido de Schliemann; no se trataría en esta ocasión del famoso descubridor de Troya, Heinrich, sino de quien proclamaba ser su nieto: Paul Schliemann. En 1912, el joven proclamaba que su abuelo había obtenido una lámina con la inscripción “Forjada en el Templo de los Muros Transparentes”. Del mismo modo, el ilustre nieto decía haber obtenido de su abuelo noticias acerca de un ánfora con la inscripción “Perteneciente al rey Cronos de Atlántida”. La cuestión es que nunca nadie llegó a ver tales objetos y que en los registros familiares del famoso arqueólogo no figuraba ningún Paul Schliemann.
Este fraude sólo sirvió para enfriar aún más el ánimo de los investigadores, pero, curiosamente, la fascinación que suscitaba el libro de Donnelly propició que el enigma de la Atlántida, aderezado cada vez con más elementos fantásticos, entrara de forma inopinada en el terreno de lo esotérico y que a partir de un determinado momento el fenómeno empezara a ser leído en clave sobrenatural. Al frente de esta novedosa circunstancia se alza sobre todos los otros el nombre de Madame Helena Petrovna Blavatsky, fundadora a finales del XIX de la Sociedad Teosófica y autora del voluminoso The Secret Doctrine. Lo que esta antigua amazona circense y médium promulgaba no era sólo la palmaria existencia de la Atlántida, sino además la de una civilización polar llamada Hiperborea y el de un reino al sur del Pacífico llamado Lemuria.
A medida que avanza el siglo XX y, sobre todo en las épocas de mayor convulsión y desconcierto, el mito de la Atlántida asimilará las novedades de los tiempos, de modo que aquellas personas que declaraban tener hilo directo con los atlantes pasaron a atribuirles el conocimiento de aviones, armas atómicas o viajes espaciales. Del mismo modo, el misterio atlántico ha entroncado con otros enigmas que tradicionalmente han venido subyugando la imaginación del hombre: hay quien lo ha puesto en relación con el Triángulo de las Bermudas, o quien atribuye su desaparición el impacto de un gran cometa que, hacia el 1500 a.C., habría chocado contra la corteza terrestre; tampoco podrían faltar aquellos amantes de lo oculto que vieron en los míticos atlantes a unos colonizadores procedentes del espacio exterior.
Sábado, 19 de Diciembre 2009
Redactado por Antonio Guzmán el Sábado, 19 de Diciembre 2009 a las 12:45
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