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Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España
Discuto aquí la tesis de que lo ocurrido en el Partido Socialista Obrero Español durante la década de 1970 haya consistido en una mera renovación en la continuidad. Fue, con todas las de la ley -y como ya traté de argumentar en Los socialistas en la política española, 1879-1982, una verdadera refundación.
En varios artículos publicados en revistas académicas y en volúmenes colectivos, y cada vez que trata del PSOE en la transición, el historiador Abdón Mateos se siente obligado a recordar que lo ocurrido en aquellos años no fue una refundación, como yo habría “propugnado” en mi libro Los socialistas en la política española, 1879-1982 (Madrid, 1997), sino una renovación en la continuidad, puesta en marcha por la segunda generación del exilio. Muestra Abdón Mateos una tan sostenida y reiterada dedicación a rechazar la idea de refundación, confundiéndola invariablemente con la de ruptura, que voy a dedicar unos minutos a aclarar el significado del concepto para ver si, en efecto, cuadra o no con la experiencia del PSOE durante esos años.
El Diccionario del Español Actual, más madrugador que el de la Real Academia Española en introducir esta voz, define <refundación> de la siguiente manera: “Transformar radicalmente [una institución u organización, espc. un partido político] adaptándo[los] a las nuevas circunstancias.” Así que, primera aclaración: refundar no es romper ni refundación equivale a ruptura. Por supuesto, refundar no significa salir de un partido para crear otro; refundar significa transformar una organización para adaptarla a una nueva situación. Por tanto, segunda aclaración, la refundación entraña una continuidad del mismo partido, o sea, del partido refundado con el objetivo de hacer frente a las nuevas circunstancias. Lo cual, en el caso de la refundación del PSOE es por sí mismo evidente: se trata del mismo partido, con idénticas siglas, sin ninguna nueva adjetivación (como es sabido, lo de PSOE Renovado fue un uso de los medios de comunicación, y del Ministerio de la Gobernación, pero nunca una nueva identificación del partido). En eso consistió precisamente todo el arte de la operación y eso explica su éxito: en mantener el mismo partido a la par que se transformaba de arriba abajo, desde sus órganos dirigentes a su militancia, pasando por sus políticas y sus estatutos, una estrategia que distingue desde el primer momento al grupo de jóvenes socialistas sevillanos, nunca tentado de sacar al mercado político la oferta de una nueva marca, como fue el caso de tantos fundadores de pequeños partidos, grupos y grupúsculos durante los años de la famosa sopa de siglas.
¿Hasta dónde llegó la transformación? Se desprende del Diccionario del Español Actual que, para refundar, es preciso transformar radicalmente. Ya se sabe que los adverbios de modo admiten un más y un menos, pero todo el mundo está de acuerdo en que <radicalmente> significa a fondo. Tomemos pues el adverbio etimológicamente: desde la raíz. ¿Ocurrió esto en el PSOE o todo se redujo a una renovación en la continuidad, o sea, a un proceso de renovación iniciado por el mismo exilio que de esta manera aseguró la continuidad del partido? Tal vez aplicada al Partido Comunista de España en aquellos mismos años esa descripción sería acertada. El PCE, en efecto, renovó su dirección, con una considerable incorporación de la joven militancia del interior a los organismos dirigentes y a las candidaturas electorales (aunque las posiciones decisivas permanecieran en manos de los dirigentes del exilio, bueno era Santiago Carrillo para permitir otra cosa), a la par que renovaba su discurso político, su ideología, con la invención del “eurocomunismo” en una estrategia de pacto que le permitiera ocupar en el proceso político, a la manera italiana que le sirvió de inspiración, la posición de una socialdemocracia clásica, quiero decir, de la socialdemocracia de antes de la Gran Guerra.
Pero en el PSOE ocurrió mucho más que eso, y muy diferente. Si se considera la fase de tiempo a la que he aplicado el concepto de refundación –entre el congreso de Toulouse de 1972 y el extraordinario de Madrid de 1979, con su momento de inflexión en el congreso de Suresnes de 1974- es claro que se produjo un vuelco completo del exilio al interior de los organismos dirigentes. A diferencia de lo ocurrido con el PCE, la presencia del exilio fue testimonial, con responsabilidades de segundo rango en los órganos dirigentes y por completo marginal en la definición de las estrategias políticas del partido: nadie del exilio desempeñó un papel decisivo en la formulación de las políticas del PSOE desde 1974. Más aún, la dinámica de absorción de otros grupos y partidos socialistas de ámbito local o regional en la organización del PSOE dio lugar a partir de 1977 a una nueva estructura de carácter federal, que acabó con el barullo de grupos socialistas y permitió la incorporación por vez primera de los socialistas catalanes a un partido de ámbito estatal, un fenómeno inédito en la centenaria historia del socialismo español y de todo punto imposible si el cambio se hubiera reducido a una renovación en la continuidad. Y tan importante como eso, el número de afiliados, que apenas rozaba los dos mil en 1972 se situó siete años después en torno a 101.000, de los cuales la mitad eran, una vez celebradas las primeras elecciones municipales, cargos oficiales: nada que ver, pues, con el PSOE del exilio.
Por lo que se refiere al máximo órgano del partido, el congreso, los nuevos dirigentes establecieron un sistema de representación mayoritaria –cada Federación contaba con un solo voto que se multiplicaba por el número de sus afiliados- con objeto de garantizar un rígido control de la comisión ejecutiva federal. Afirmar, como hace Mateos, que la reestructuración del socialismo español fue impulsada desde el exilio, llamando reestructuración a la pugna abierta entre los dirigentes de algunas agrupaciones, especialmente la de París, con la central de Toulouse, no tiene sentido: Arsenio Jimeno y sus compañeros no podían ni imaginar, cuando iniciaron en 1972 su asalto a la comisión ejecutiva radicada en Toulouse, presidida desde 1945 por Rodolfo Llopis, que finalmente quedarían desplazados de la dirección y que su iniciativa fuera a desembocar en un tipo de organización como el que desde 1979 garantizó al PSOE, en España, su triunfo en cuatro elecciones generales consecutivas, las de 1982, 1986, 1989 y 1993.
Las luchas internas del exilio –a las que creo haber dado la importancia que realmente tuvieron en mi historia del PSOE- además de allanar el camino a los socialistas del interior precipitando la caída de Rodolfo Llopis, sirvieron a éstos para conseguir reconocimiento en el exterior y una legitimidad suplementaria en su estrategia de traer toda la ejecutiva a España antes de la muerte de Franco y refundar así el partido sobre nuevas bases orgánicas, ideológicas y estratégicas. En ninguna de estas dimensiones, los militantes del exilio desempeñaron un papel decisivo, como tampoco lo desempeñaron en el congreso de Suresnes ni, claro está, en el de Madrid de diciembre de 1976, por no hablar de su presencia en las candidaturas del PSOE en las elecciones de junio de 1977, sin parangón posible con la de los exiliados del Partido Comunista. El partido socialista que entró en la década de 1970 casi desaparecido del mapa político y, después de alcanzar la posición hegemónica en la izquierda española, la terminó como única alternativa posible de gobierno, no fue una mera renovación en la continuidad del PSOE del exilio; fue, con todas las de la ley, un partido refundado, o sea trasformado radicalmente en su organización, en su militancia, en su ideología y en sus políticas para hacer frente a las nuevas circunstancias.
El Diccionario del Español Actual, más madrugador que el de la Real Academia Española en introducir esta voz, define <refundación> de la siguiente manera: “Transformar radicalmente [una institución u organización, espc. un partido político] adaptándo[los] a las nuevas circunstancias.” Así que, primera aclaración: refundar no es romper ni refundación equivale a ruptura. Por supuesto, refundar no significa salir de un partido para crear otro; refundar significa transformar una organización para adaptarla a una nueva situación. Por tanto, segunda aclaración, la refundación entraña una continuidad del mismo partido, o sea, del partido refundado con el objetivo de hacer frente a las nuevas circunstancias. Lo cual, en el caso de la refundación del PSOE es por sí mismo evidente: se trata del mismo partido, con idénticas siglas, sin ninguna nueva adjetivación (como es sabido, lo de PSOE Renovado fue un uso de los medios de comunicación, y del Ministerio de la Gobernación, pero nunca una nueva identificación del partido). En eso consistió precisamente todo el arte de la operación y eso explica su éxito: en mantener el mismo partido a la par que se transformaba de arriba abajo, desde sus órganos dirigentes a su militancia, pasando por sus políticas y sus estatutos, una estrategia que distingue desde el primer momento al grupo de jóvenes socialistas sevillanos, nunca tentado de sacar al mercado político la oferta de una nueva marca, como fue el caso de tantos fundadores de pequeños partidos, grupos y grupúsculos durante los años de la famosa sopa de siglas.
¿Hasta dónde llegó la transformación? Se desprende del Diccionario del Español Actual que, para refundar, es preciso transformar radicalmente. Ya se sabe que los adverbios de modo admiten un más y un menos, pero todo el mundo está de acuerdo en que <radicalmente> significa a fondo. Tomemos pues el adverbio etimológicamente: desde la raíz. ¿Ocurrió esto en el PSOE o todo se redujo a una renovación en la continuidad, o sea, a un proceso de renovación iniciado por el mismo exilio que de esta manera aseguró la continuidad del partido? Tal vez aplicada al Partido Comunista de España en aquellos mismos años esa descripción sería acertada. El PCE, en efecto, renovó su dirección, con una considerable incorporación de la joven militancia del interior a los organismos dirigentes y a las candidaturas electorales (aunque las posiciones decisivas permanecieran en manos de los dirigentes del exilio, bueno era Santiago Carrillo para permitir otra cosa), a la par que renovaba su discurso político, su ideología, con la invención del “eurocomunismo” en una estrategia de pacto que le permitiera ocupar en el proceso político, a la manera italiana que le sirvió de inspiración, la posición de una socialdemocracia clásica, quiero decir, de la socialdemocracia de antes de la Gran Guerra.
Pero en el PSOE ocurrió mucho más que eso, y muy diferente. Si se considera la fase de tiempo a la que he aplicado el concepto de refundación –entre el congreso de Toulouse de 1972 y el extraordinario de Madrid de 1979, con su momento de inflexión en el congreso de Suresnes de 1974- es claro que se produjo un vuelco completo del exilio al interior de los organismos dirigentes. A diferencia de lo ocurrido con el PCE, la presencia del exilio fue testimonial, con responsabilidades de segundo rango en los órganos dirigentes y por completo marginal en la definición de las estrategias políticas del partido: nadie del exilio desempeñó un papel decisivo en la formulación de las políticas del PSOE desde 1974. Más aún, la dinámica de absorción de otros grupos y partidos socialistas de ámbito local o regional en la organización del PSOE dio lugar a partir de 1977 a una nueva estructura de carácter federal, que acabó con el barullo de grupos socialistas y permitió la incorporación por vez primera de los socialistas catalanes a un partido de ámbito estatal, un fenómeno inédito en la centenaria historia del socialismo español y de todo punto imposible si el cambio se hubiera reducido a una renovación en la continuidad. Y tan importante como eso, el número de afiliados, que apenas rozaba los dos mil en 1972 se situó siete años después en torno a 101.000, de los cuales la mitad eran, una vez celebradas las primeras elecciones municipales, cargos oficiales: nada que ver, pues, con el PSOE del exilio.
Por lo que se refiere al máximo órgano del partido, el congreso, los nuevos dirigentes establecieron un sistema de representación mayoritaria –cada Federación contaba con un solo voto que se multiplicaba por el número de sus afiliados- con objeto de garantizar un rígido control de la comisión ejecutiva federal. Afirmar, como hace Mateos, que la reestructuración del socialismo español fue impulsada desde el exilio, llamando reestructuración a la pugna abierta entre los dirigentes de algunas agrupaciones, especialmente la de París, con la central de Toulouse, no tiene sentido: Arsenio Jimeno y sus compañeros no podían ni imaginar, cuando iniciaron en 1972 su asalto a la comisión ejecutiva radicada en Toulouse, presidida desde 1945 por Rodolfo Llopis, que finalmente quedarían desplazados de la dirección y que su iniciativa fuera a desembocar en un tipo de organización como el que desde 1979 garantizó al PSOE, en España, su triunfo en cuatro elecciones generales consecutivas, las de 1982, 1986, 1989 y 1993.
Las luchas internas del exilio –a las que creo haber dado la importancia que realmente tuvieron en mi historia del PSOE- además de allanar el camino a los socialistas del interior precipitando la caída de Rodolfo Llopis, sirvieron a éstos para conseguir reconocimiento en el exterior y una legitimidad suplementaria en su estrategia de traer toda la ejecutiva a España antes de la muerte de Franco y refundar así el partido sobre nuevas bases orgánicas, ideológicas y estratégicas. En ninguna de estas dimensiones, los militantes del exilio desempeñaron un papel decisivo, como tampoco lo desempeñaron en el congreso de Suresnes ni, claro está, en el de Madrid de diciembre de 1976, por no hablar de su presencia en las candidaturas del PSOE en las elecciones de junio de 1977, sin parangón posible con la de los exiliados del Partido Comunista. El partido socialista que entró en la década de 1970 casi desaparecido del mapa político y, después de alcanzar la posición hegemónica en la izquierda española, la terminó como única alternativa posible de gobierno, no fue una mera renovación en la continuidad del PSOE del exilio; fue, con todas las de la ley, un partido refundado, o sea trasformado radicalmente en su organización, en su militancia, en su ideología y en sus políticas para hacer frente a las nuevas circunstancias.
La guerra civil española de 1936-1939 ha recibido multitud de nombres, como también los ha recibido la violencia eliminacionista desatada desde su mismo comienzo. Se habló en su tiempo de atrocidades, matanzas, barbarie, exterminio; hoy comienza a designarse como holocausto o como gulag.
Las dificultades para expresar con un solo concepto tomado del habitual léxico político la dimensión de la violencia criminal desencadenada en España desde la rebelión militar de 17 y 18 de julio de 1936 mueve a Paul Preston a definir como holocausto lo que su colega Helen Graham había calificado como el Gulag español (The Spanish Gulag). Pero si por holocausto y por gulag se entienden dos formas de violencia eliminacionista que tienen como agentes a Estados en plenitud de poder, Estados totalitarios -el nazi, el soviético- y como víctima a un sector inerme de la población de ese Estado que no ofrece ninguna resistencia y es conducido en masa a campos de exterminio -judíos, disidentes-, entonces lo ocurrido en España no fue ni una cosa ni la otra. Aquí hubo una rebelión procedente del interior del Estado, de su burocracia armada, el ejército, apoyada de inmediato por una institución que detentaba un amplio poder social y político, la Iglesia, y por un partido menor, Falange, rápidamente convertido en una hórrida burocracia fascista. Y hubo una resistencia a la rebelión, armada por el mismo Estado y protagonizada por partidos, sindicatos, organizaciones juveniles y miembros de las fuerzas armadas y de seguridad. La rebelión militar se convirtió en contrarrevolución social y política; la resistencia pasó en unas horas a revolución social que empieza pero no acaba de derribar las instituciones del Estado, cosechando ambas en pocas semanas un gran número de víctimas, eliminadas sobre el terreno. En su tiempo, se habló de matanzas, atrocidades, furia asesina, barbaridades, depuración, limpieza, exterminio del enemigo. Ni holocausto (que en todo caso serían dos, de muy diferente origen y magnitud) ni gulag, lo que movió las dinámicas de la violencia eliminacionista en la España del 36 fue la rebelión militar a la que resistió una revolución, seguidas ambas, rebelión y revolución, de una guerra civil por la ocupación del territorio. Pero como todo esto es largo y complejo de explicar, y muy duro de entender, resulta más eficaz, o más efectista, recurrir a un solo vocablo. Holocausto, gulag: una aparente claridad que confunde más que explica lo ocurrido en España desde julio de 1936.
Publicado en Babelia, El País, 17 de julio de 2011.
Publicado en Babelia, El País, 17 de julio de 2011.
Tendría que sentirme muy halagado por el hecho de que cuatro distinguidos historiadores profesionales, uno procedente de más allá de la mar océana, otro de allende los Pirineos, y otros dos queridos colegas españoles, hayan creído necesario juntar sus talentos (Público, 12 de julio de 2011) para ocuparse de la relación entre memoria e historia expuesta por mi en un artículo titulado “Por la autonomía de la historia”, publicado el pasado noviembre en la revista Claves.
Muy halagado y muy agradecido, porque no es la primera vez que me dedican su precioso tiempo: Sebastiaan Faber, experto en argumentos ad hominem falsificando a conciencia la vida del hombre del que habla, fabuló hace años que mis intervenciones sobre memoria e historia se debían a que soy “a regular panelist” en programas de televisión y “a paid employee” de un gran conglomerado de medios; François Godicheau, experto en juicios de intención, dictaminó que el motivo que animaba al libro, coordinado por mí, Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999), consistía en “trabajar por el olvido”; y de los queridos colegas Sánchez León e Izquierdo para qué hablar: se han ocupado tantas veces de mí en sus programas de radio sin tener nunca el detalle de invitarme… En fin, que llueve sobre mojado.
Si cuelgo esta nota es para felicitar a los cuatro por haber descubierto la causa última del desastre de diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia y al que yo mismo dediqué una columna en El País titulada “Una desgracia de diccionario”. Resulta que estas cosas ocurren porque “los historiadores españoles”, de los que yo soy “ejemplo representativo” y mi artículo es prueba irrebatible, no han sabido conquistar para la profesión “la cultura del prestigio y de la evaluación” que consiste en someter lo que escriben a la revisión de sus pares. Ahora, esto último es precisamente lo que yo indicaba en mi columna: que un diccionario, como ocurre hoy con todos los artículos presentados a publicación en revistas científicas, también en las de historia, necesita ser sometido a revisión externa; práctica, por cierto, común en España, aunque al parecer ni los académicos ni ninguno de mis cuatro colegas se haya enterado.
Pero hay que tener lo que en la Sevilla de mi infancia y juventud llamaban mala sombra para confundir la autonomía de la historia que yo defiendo con el blindaje contra la revisión externa defendido por el director de la Real Academia de la Historia. Autonomía de la historia tampoco quiere decir derecho exclusivo de los historiadores profesionales a escribir sobre el pasado. Sería ridículo, además de estúpido, pretenderlo: la novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series de televisión, los museos, las exposiciones han compartido y comparten necesariamente con la historia la mirada hacia el pasado; forman, por decirlo con Jaume Vicens Vives, “la gran familia de observadores de los hechos del pasado.” Estos cuatro ciudadanos saben bien que no se trata de eso y que jamás he denunciado –es que ni se me ocurre- como intrusismo que alguien que no sea historiador escriba sobre el pasado. A lo que yo me refería con autonomía de la historia es a lo que Yosef H. Yerushalmi definió como una pasión austera por el pasado, es decir, no poner la historia al servicio de un partido, un Estado, una religión, una clase, una nación, una identidad colectiva, ni tampoco de una memoria. Nada que ver con la revisión por pares, ni con un derecho exclusivo de los historiadores sobre el pasado, sino con aquello que escribió Paul Ricoeur cuando recordaba que la autonomía del conocimiento histórico, en relación con el fenómeno mnemónico, constituye “el principal presupuesto de una epistemología coherente de la historia como disciplina científica y literaria.”
Y para terminar, un reproche, una recomendación y un ruego. El reproche: hombre, vale, los “historiadores españoles” no hemos alcanzado las cimas de nuestros colegas franceses o americanos en la “cultura del prestigio y de la evaluación”, pero entre nosotros, repito, es no ya habitual sino pura rutina someter nuestros artículos a revisión de dos evaluadores anónimos antes de ser publicados. La recomendación: si quieren que su alabanza de los “ciudadanos historiadores” frente a los “historiadores profesionales” no suene a simple impostura, lo que deben hacer de inmediato es abandonar su profesión de historiadores, renunciar a la docencia en sus instituciones de enseñanza superior, despedirse de sus departamentos en universidades y colleges, bajar a la plaza pública, montar su tienda, llevarse allí sus ordenadores y ficheros y comenzar a escribir sus historias desde la calle. Y el ruego: si en alguna nueva ocasión, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se les ocurre ocuparse otra vez de mí, por favor, que no me llamen con esa cursilada de “ejemplo representativo”: nunca he sido ejemplo de nada y jamás se me ha ocurrido representar a nadie.
Muy halagado y muy agradecido, porque no es la primera vez que me dedican su precioso tiempo: Sebastiaan Faber, experto en argumentos ad hominem falsificando a conciencia la vida del hombre del que habla, fabuló hace años que mis intervenciones sobre memoria e historia se debían a que soy “a regular panelist” en programas de televisión y “a paid employee” de un gran conglomerado de medios; François Godicheau, experto en juicios de intención, dictaminó que el motivo que animaba al libro, coordinado por mí, Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999), consistía en “trabajar por el olvido”; y de los queridos colegas Sánchez León e Izquierdo para qué hablar: se han ocupado tantas veces de mí en sus programas de radio sin tener nunca el detalle de invitarme… En fin, que llueve sobre mojado.
Si cuelgo esta nota es para felicitar a los cuatro por haber descubierto la causa última del desastre de diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia y al que yo mismo dediqué una columna en El País titulada “Una desgracia de diccionario”. Resulta que estas cosas ocurren porque “los historiadores españoles”, de los que yo soy “ejemplo representativo” y mi artículo es prueba irrebatible, no han sabido conquistar para la profesión “la cultura del prestigio y de la evaluación” que consiste en someter lo que escriben a la revisión de sus pares. Ahora, esto último es precisamente lo que yo indicaba en mi columna: que un diccionario, como ocurre hoy con todos los artículos presentados a publicación en revistas científicas, también en las de historia, necesita ser sometido a revisión externa; práctica, por cierto, común en España, aunque al parecer ni los académicos ni ninguno de mis cuatro colegas se haya enterado.
Pero hay que tener lo que en la Sevilla de mi infancia y juventud llamaban mala sombra para confundir la autonomía de la historia que yo defiendo con el blindaje contra la revisión externa defendido por el director de la Real Academia de la Historia. Autonomía de la historia tampoco quiere decir derecho exclusivo de los historiadores profesionales a escribir sobre el pasado. Sería ridículo, además de estúpido, pretenderlo: la novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series de televisión, los museos, las exposiciones han compartido y comparten necesariamente con la historia la mirada hacia el pasado; forman, por decirlo con Jaume Vicens Vives, “la gran familia de observadores de los hechos del pasado.” Estos cuatro ciudadanos saben bien que no se trata de eso y que jamás he denunciado –es que ni se me ocurre- como intrusismo que alguien que no sea historiador escriba sobre el pasado. A lo que yo me refería con autonomía de la historia es a lo que Yosef H. Yerushalmi definió como una pasión austera por el pasado, es decir, no poner la historia al servicio de un partido, un Estado, una religión, una clase, una nación, una identidad colectiva, ni tampoco de una memoria. Nada que ver con la revisión por pares, ni con un derecho exclusivo de los historiadores sobre el pasado, sino con aquello que escribió Paul Ricoeur cuando recordaba que la autonomía del conocimiento histórico, en relación con el fenómeno mnemónico, constituye “el principal presupuesto de una epistemología coherente de la historia como disciplina científica y literaria.”
Y para terminar, un reproche, una recomendación y un ruego. El reproche: hombre, vale, los “historiadores españoles” no hemos alcanzado las cimas de nuestros colegas franceses o americanos en la “cultura del prestigio y de la evaluación”, pero entre nosotros, repito, es no ya habitual sino pura rutina someter nuestros artículos a revisión de dos evaluadores anónimos antes de ser publicados. La recomendación: si quieren que su alabanza de los “ciudadanos historiadores” frente a los “historiadores profesionales” no suene a simple impostura, lo que deben hacer de inmediato es abandonar su profesión de historiadores, renunciar a la docencia en sus instituciones de enseñanza superior, despedirse de sus departamentos en universidades y colleges, bajar a la plaza pública, montar su tienda, llevarse allí sus ordenadores y ficheros y comenzar a escribir sus historias desde la calle. Y el ruego: si en alguna nueva ocasión, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se les ocurre ocuparse otra vez de mí, por favor, que no me llamen con esa cursilada de “ejemplo representativo”: nunca he sido ejemplo de nada y jamás se me ha ocurrido representar a nadie.
Sin entrar en el sesgo ideológico que impregna el texto dedicado a Manuel Azaña (presidente del Gobierno desde octubre de 1931 hasta septiembre de 1933 y presidente de la República desde mayo de 1936 hasta febrero de 1939) en el Diccionario biográfico español publicado por la Real Academia de Historia, resulta llamativa la multitud de errores de hecho en los que incurre su autor, el historiador y académico Carlos Seco Serrano. Para empezar: Azaña no cursó sus “estudios iniciales” en El Escorial, sino en Alcalá; y no en un colegio de agustinos (en realidad: un Real Colegio de Estudios Superiores), sino en uno privado, no religioso. No fue “funcionario [del] negociado de últimas voluntades”, sino letrado de la Dirección General de los Registros y del Notariado, a cargo en 1926 de la jefatura de la Sección 3ª, de Registro Civil, y de la Sección 4ª, de Registros especiales, que entendían de Naturalizaciones, Cambio, adición o modificación de nombres o apellidos, Expedientes relativos a la Ley de Matrimonio civil, Registro de Actos de última voluntad, Registro de Hipotecas legales, Registro de Sociedades Anónimas, Publicaciones de la Dirección General y Memorias de los Registradores de la Propiedad.
Más aún. Manuel Azaña no se presentó a diputado en 1913 (un año, por cierto, en el que no se celebraron elecciones) y 1918, como afirma el diccionario, sino en 1918 y 1923, que no es lo mismo. Miguel de Unamuno no viajó con Azaña y con otros intelectuales en 1916 al frente de batalla francés, como cree Seco; lo hizo en septiembre de 1917 al frente italiano. La revista España nunca fue un diario sino un semanario: Semanario de la Vida Nacional, subtítulo de todos sus números, desde 1915 a 1924. Margarita Xirgu no estrenó La Corona en 1930, sino en diciembre de 1931, o sea, cuando su autor era presidente del Consejo de Ministros. Desde el ministerio de la Guerra, Azaña nunca procedió a una “importante depuración del Ejército”, sino que en más de una ocasión manifestó su contrariedad por los procedimientos abiertos a varios generales por la Comisión de Responsabilidades de las Cortes. Su célebre “ley de Retiros” disponía que los generales, jefes y oficiales que lo desearan podían solicitar su pase a la reserva, percibiendo toda su paga.
Y todavía más. La “intentona” del general Sanjurjo de agosto de 1932 no se dirigió contra “la versión jacobina del régimen”; fue una rebelión militar contra un gobierno de la República que disponía del apoyo de la mayoría parlamentaria. El partido de Azaña no resultó “engrosado con elementos procedentes de la ORGA”, sino que la ORGA en su totalidad se disolvió para fundirse con Acción Republicana y dar origen en 1934, con la incorporación de un sector del partido radical-socialista, a un nuevo partido, Izquierda Republicana. La carta firmada por Manuel Azaña, con Santiago Casares y Marcelino Domingo, para entregarla a Diego Martínez Barrio en los primeros días de noviembre de 1933 estaba bien lejos de dar “por no celebradas” las recientes elecciones. Negrín no presidió un gobierno “prácticamente dictatorial” sino que fue designado en debida forma por el presidente de la República, con el apoyo de los partidos republicanos, del socialista y del comunista. Y para terminar: mal pudo Manuel Azaña establecer una relación de “amistad” con un denominado obispo de Tarbes, que lo era en verdad de Montauban y que lo visitó durante un rato a finales de octubre de 1940, cuando había sufrido ya varios infartos cerebrales, deliraba y estaba a las puertas de la muerte.
Por si fuera poco, los errores de esta entrada alcanzan también a su viuda, Dolores de Rivas Cherif, de quien el diccionario afirma que murió “muchos años después en Buenos Aires”, una ciudad situada a miles de kilómetros de distancia de México, donde falleció en verdad doña Lola, no “muchos años después”, sino en 1993, lugar y fecha que hoy se puede documentar sin salir de casa: basta con escribir en google el nombre de la señora.
No pretendo entrar aquí en un debate en torno a si fue el resentimiento, como dice el diccionario, o el rencor y la perfidia, o la perfidia del rencoroso, como fue fama durante cuatro décadas, lo que guió la política de Azaña. No se trata de eso, sino de algo más elemental: un historiador que comete tal cantidad de errores factuales en una sola entrada no está calificado para escribir en un diccionario, del que únicamente puede y debe exigirse absoluta precisión en los hechos documentados. Y un diccionario que acoge una entrada con tantos errores como la dedicada al segundo presidente de la República española debe ser retirado de la circulación y sometido a una profunda revisión.
Y no se diga que cada entrada es responsabilidad de su autor, que hay que respetar la libertad de cátedra y de pensamiento, que la Academia no censura y otras excusas por el estilo. Este no es un diccionario cualquiera; es el diccionario de la Real Academia de la Historia, una institución pública que pretende hablar con autoridad sobre miles de españoles ilustres. El respeto debido a la institución, a los biografiados y a los profesionales solventes y documentados que han colaborado en la edición de este diccionario, es lo que está exigiendo a voces una revisión que, como es norma en el mundo académico, tiene que ser realizada por evaluadores externos a la misma institución.
Más aún. Manuel Azaña no se presentó a diputado en 1913 (un año, por cierto, en el que no se celebraron elecciones) y 1918, como afirma el diccionario, sino en 1918 y 1923, que no es lo mismo. Miguel de Unamuno no viajó con Azaña y con otros intelectuales en 1916 al frente de batalla francés, como cree Seco; lo hizo en septiembre de 1917 al frente italiano. La revista España nunca fue un diario sino un semanario: Semanario de la Vida Nacional, subtítulo de todos sus números, desde 1915 a 1924. Margarita Xirgu no estrenó La Corona en 1930, sino en diciembre de 1931, o sea, cuando su autor era presidente del Consejo de Ministros. Desde el ministerio de la Guerra, Azaña nunca procedió a una “importante depuración del Ejército”, sino que en más de una ocasión manifestó su contrariedad por los procedimientos abiertos a varios generales por la Comisión de Responsabilidades de las Cortes. Su célebre “ley de Retiros” disponía que los generales, jefes y oficiales que lo desearan podían solicitar su pase a la reserva, percibiendo toda su paga.
Y todavía más. La “intentona” del general Sanjurjo de agosto de 1932 no se dirigió contra “la versión jacobina del régimen”; fue una rebelión militar contra un gobierno de la República que disponía del apoyo de la mayoría parlamentaria. El partido de Azaña no resultó “engrosado con elementos procedentes de la ORGA”, sino que la ORGA en su totalidad se disolvió para fundirse con Acción Republicana y dar origen en 1934, con la incorporación de un sector del partido radical-socialista, a un nuevo partido, Izquierda Republicana. La carta firmada por Manuel Azaña, con Santiago Casares y Marcelino Domingo, para entregarla a Diego Martínez Barrio en los primeros días de noviembre de 1933 estaba bien lejos de dar “por no celebradas” las recientes elecciones. Negrín no presidió un gobierno “prácticamente dictatorial” sino que fue designado en debida forma por el presidente de la República, con el apoyo de los partidos republicanos, del socialista y del comunista. Y para terminar: mal pudo Manuel Azaña establecer una relación de “amistad” con un denominado obispo de Tarbes, que lo era en verdad de Montauban y que lo visitó durante un rato a finales de octubre de 1940, cuando había sufrido ya varios infartos cerebrales, deliraba y estaba a las puertas de la muerte.
Por si fuera poco, los errores de esta entrada alcanzan también a su viuda, Dolores de Rivas Cherif, de quien el diccionario afirma que murió “muchos años después en Buenos Aires”, una ciudad situada a miles de kilómetros de distancia de México, donde falleció en verdad doña Lola, no “muchos años después”, sino en 1993, lugar y fecha que hoy se puede documentar sin salir de casa: basta con escribir en google el nombre de la señora.
No pretendo entrar aquí en un debate en torno a si fue el resentimiento, como dice el diccionario, o el rencor y la perfidia, o la perfidia del rencoroso, como fue fama durante cuatro décadas, lo que guió la política de Azaña. No se trata de eso, sino de algo más elemental: un historiador que comete tal cantidad de errores factuales en una sola entrada no está calificado para escribir en un diccionario, del que únicamente puede y debe exigirse absoluta precisión en los hechos documentados. Y un diccionario que acoge una entrada con tantos errores como la dedicada al segundo presidente de la República española debe ser retirado de la circulación y sometido a una profunda revisión.
Y no se diga que cada entrada es responsabilidad de su autor, que hay que respetar la libertad de cátedra y de pensamiento, que la Academia no censura y otras excusas por el estilo. Este no es un diccionario cualquiera; es el diccionario de la Real Academia de la Historia, una institución pública que pretende hablar con autoridad sobre miles de españoles ilustres. El respeto debido a la institución, a los biografiados y a los profesionales solventes y documentados que han colaborado en la edición de este diccionario, es lo que está exigiendo a voces una revisión que, como es norma en el mundo académico, tiene que ser realizada por evaluadores externos a la misma institución.
Qué sabía y qué hizo la República el 18 de julio
Todo el mundo hablaba de ella, pero, al final, la rebelión militar de julio de 1936 constituyó para todos, incluso para quienes habían conspirado o trabajado por ella, un acontecimiento asombroso en su magnitud, incierto en su desarrollo. Todo el mundo la esperaba, pero nadie había previsto que la rebelión se convirtiera, por no triunfar pero también por no ser aplastada, en pórtico de una revolución y comienzo de una guerra. Que la rebelión militar no triunfara se debió, en sustancia, a la incompetencia de los conspiradores, a sus improvisaciones, divisiones y vacilaciones; pero que no fuera aplastada se debió, en primer lugar, a la incompetencia del Gobierno y a la política de esperar y ver seguida, hasta el día de su estallido, por las fuerzas que lo apoyaban.
1. La espera
El Gobierno de la República, presidido por Santiago Casares Quiroga, celebró su acostumbrada reunión el viernes, 10 de julio de 1936. El ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos, entregó al presidente unas notas con abundante documentación sobre las conversaciones captadas por la policía entre los militares que conspiraban contra la República. La sublevación militar, dijo el presidente a los reunidos, puede ser inmediata, quizás mañana o pasado. Se quedaron todos perplejos ante la noticia, más aún cuando Casares les informó de las largas horas de meditación que el presidente de la República, Manuel Azaña, y él mismo habían dedicado al seguimiento de la conspiración. Azaña y Casares decidieron, ante esos informes, que solo existían dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detención inmediata de todos los implicados o esperar que la conspiración estallase para yugularla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento venía pesando sobre la República. Optaron por la segunda.
Esperar que la sublevación se produjera para yugularla fue lo que en agosto de 1932 habían decidido también Manuel Azaña, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernación, ante los informes policiales sobre una inminente rebelión encabezada por el general Sanjurjo. Esa era su experiencia en rebeliones militares y esa fue su invariable posición desde que, a raíz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, corrieron rumores y circularon noticias sobre una nueva, y más amplia, conspiración militar. Mejor, esperar a que diera la cara. Ellos la conocían y habían tomado medidas preventivas que consideraron suficientes para desarticularla: algunas detenciones, varios cambios de destino, ascensos, nombramientos al frente de la Guardia Civil y de la sección de Asalto de la Policía Gubernativa; ellos dejaron que los implicados más notorios siguieran adelante con sus planes; ellos creían tener en mano los resortes de poder suficientes para sofocar la rebelión, cuya máxima dirección se atribuía otra vez a Sanjurjo, inmediatamente que se produjera.
Esta línea estratégica era compartida por los partidos del Frente Popular, ha recordado Manuel Tagüeña (comunista y destacado estratega militar durante la Guerra Civil); como lo era también por los anarquistas y sindicalistas de la FAI y la CNT, que esperaban la sublevación militar para "salir a la calle a combatirla por las armas". La reiterada negativa de Francisco Largo Caballero a incorporar al PSOE a un gobierno de coalición bajo presidencia socialista se basaba en la obcecada seguridad de que cuando los republicanos fracasaran y se vieran obligados a dimitir, todo el poder vendría a sus manos. El guion de la llegada en solitario de los socialistas al Gobierno contemplaba, como fase intermedia, un movimiento de la derecha para conquistar violentamente el poder. Y si Casares, ante las noticias que le llegaban, había optado por esperar, Largo Caballero, ante los informes de inminente rebelión respondía: si los militares "se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den". Que lo den, porque a la clase obrera unida nadie la vence.
De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebelión, los primeros repitiéndose que era necesario que el grano estallase para así extirparlo mejor; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abriría a la clase obrera las puertas del poder cabalgando sobre una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Las voces de alerta que llegaban de gentes más cautas cayeron en oídos sordos. No había más que esperar.
2. La resistencia
Una semana después, el viernes, 17 de julio, Santiago Casares informó al Consejo de Ministros de que la rebelión, tan esperada por todos, había triunfado en Melilla y que era de temer su triunfo en el resto de las plazas de África. Había terminado la espera, los rebeldes habían salido a la calle y se habían hecho rápidamente con el control de la situación, pero el Gobierno, sin saber qué hacer, se limitó a publicar en la mañana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedición por sofocada. Por la tarde, Casares convocó a consulta en consejillo a los ministros, al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y a los dirigentes de las dos facciones en las que había quedado dividido y bloqueado el partido socialista, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. La rebelión, mientras tanto, se había extendido por la península, sin que los comunicados sobre su control ni el decreto licenciando a las tropas de las guarniciones sublevadas hubieran servido más que para confundir en unos casos y paralizar en otros a los gobernadores civiles, que trataban de contenerla por medio de las escasas fuerzas de orden público y de militares leales bajo sus órdenes.
De manera que lo que el Gobierno tenía a la vista en la tarde del sábado, día 18, excedía con mucho lo esperado; más aún, lo que ocurría en África y lo que se había extendido a la península daba la medida de la estrategia suicida seguida por el Gabinete y los partidos y sindicatos que le servían de apoyo al haber confiado todo a la acción de las fuerzas de policía y Guardia Civil o a los efectos taumatúrgicos de una huelga general. Los rebeldes, que tal vez creyeron en un primer momento que bastaría con un pronunciamiento al viejo estilo, comenzaron a matar a mansalva cuando tropezaron con los primeros obstáculos: decenas de militares fueron asesinados por sus compañeros de armas en las primeras horas de la rebelión. Y cuando se comienza matando a los compañeros de acuartelamiento o asesinando a los superiores en el mando, no hay marcha atrás: al salir de los cuarteles a la calle, se sigue matando o se muere en el empeño.
Ante la evidencia de que aquella rebelión nada tenía que ver con un pronunciamiento al estilo de Primo de Rivera o de Sanjurjo, el presidente del Gobierno no supo qué camino tomar, salvo el de la dimisión. Militantes de sindicatos, partidos, juventudes y milicias habían comenzado a echar mano a pistolas y fusiles y a salir ellos también a la calle para resistir en grupos informales a la acción subversiva de los militares. Exigían armas aunque nadie en el Ejecutivo estaba dispuesto a entregarlas. Más aún: Manuel Azaña, ante la dimisión de Santiago Casares, trató de formar un Gobierno de "unidad nacional", desde Miguel Maura por la derecha a Indalecio Prieto por la izquierda, presidido por Martínez Barrio, con suficiente autoridad para negociar con los cabecillas de la rebelión. Maura rechazó la oferta y Prieto consultó con su partido, que le volvió a negar su autorización. Martínez Barrio siguió adelante, solo para recibir de los rebeldes la respuesta de que era tarde, muy tarde, y ser acusado de traición por los leales en una multitudinaria manifestación que exigía su dimisión en la mañana del domingo 19. Dimitió pues, a las seis horas de formar su Gobierno, dejando en manos de Manuel Azaña la dramática decisión de distribuir armas a grupos ya armados o renunciar a la máxima magistratura de la República.
3. La revolución
Azaña optó esta vez por lo primero. Habló por teléfono con Lluis Companys y recibió una respuesta tranquilizadora: la rebelión está vencida en Barcelona, le dijo el presidente de la Generalitat; sólo quedaba un núcleo de resistencia en la antigua Capitanía General. Sin tiempo ni razón para abrir las reglamentarias consultas, el presidente de la República convocó al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sintieran comprometidos en la fórmula que se adoptase. La respuesta fue desalentadora: no habrá Gobierno de unidad. De la reunión saldrá su correligionario y amigo José Giral investido como presidente de un Gabinete similar a los anteriores en su composición exclusivamente republicana. Largo Caballero, que también había acudido a la cita, rechazó por tercera vez la participación socialista y sólo prometió su apoyo a Giral bajo la condición de que procediera a repartir armas a los sindicatos.
Paradójicamente -es Manuel Tagüeña quien habla de nuevo- la sublevación militar había desencadenado la revolución que pretendía impedir, y el poder efectivo pasó a manos de los grupos armados, anarquistas, socialistas y comunistas, que engrosaron rápidamente sus filas. El Gobierno republicano se mantuvo en pie, pero la República se eclipsó, huérfana de poder. En el exterior, el nuevo Gobierno, que envió emisarios a Francia para gestionar la compra de armas, tropezó de inmediato con la farsa de la no intervención. En el interior, el poder del Estado se desvaneció ante la patrulla que, en cada localidad, controlaba la salida y entrada de forasteros o que en las calles de la ciudad detenía a los transeúntes y les exigía la documentación, cumpliendo funciones de policía, de juez y de verdugo sin control superior alguno. Era un nuevo poder, fragmentado, atomizado, cuyo alcance terminaba en las afueras de cada pueblo o en las calles de cada ciudad. Un poder que fue capaz de aplastar la sublevación allí donde pudo contar con la colaboración de miembros de las fuerzas armadas y de orden público, como había ocurrido en Barcelona, Madrid o Valencia, pero incapaz de hacer frente a los rebeldes allí donde los guardias civiles y los policías tomaron también el camino de la rebelión.
Constituiría, sin embargo, un error atribuir al reparto de armas el origen de esta revolución, sobrada de fuerza para destruir, carente de unidad, de dirección y de propósito para construir un firme poder político y militar sobre lo destruido. Ante todo, porque desde la tarde del mismo día 18, automóviles y camionetas "erizados de fusiles" habían comenzado a circular por las calles de Madrid y Barcelona. De hecho, en Cataluña, la CNT y la FAI festejaron el 18 de julio como el día de la revolución más hermosa que habían contemplado todos los tiempos. No fue el reparto de armas, fue la rebelión militar que, como escribió Vicente Rojo [jefe del Estado Mayor republicano], pulverizó en sus fundamentos jurídicos y morales la autoridad del Estado, lo que abrió ancho campo a una revolución movida en las primeras semanas por el propósito de liquidar físicamente al enemigo de clase, comprendiendo en esta denominación al Ejército, la iglesia, los terratenientes, los propietarios, las derechas o el fascismo; una revolución que soñaba edificar un mundo nuevo sobre las humeantes cenizas del antiguo.
El daño para la República fue que esa revolución, en manos de grupos armados con pistolas, fusiles y algunas ametralladoras, era por su propia naturaleza impotente para oponer una defensa eficaz del territorio allí donde los rebeldes disponían de tropas para pasar a la ofensiva. Los militares lo entendieron enseguida y buscaron en la Italia fascista y la Alemania nazi los recursos necesarios para convertir su rebelión, que no fracasaba del todo pero que tampoco acababa de triunfar, en una guerra civil. A los partidos, sindicatos y organizaciones juveniles que resistieron la rebelión les costó más tiempo, y no pocas luchas internas, convencerse de que la revolución sucumbiría si el resultado de la guerra era la derrota. Para cuando lo entendieron y se incorporaron al Gobierno con el propósito de iniciar una política de reconstrucción del Ejército y del Estado, la República, abandonada por las potencias democráticas, había perdido ya más de la mitad de su territorio.
Publicado en El País, 17 de julio de 2011
Todo el mundo hablaba de ella, pero, al final, la rebelión militar de julio de 1936 constituyó para todos, incluso para quienes habían conspirado o trabajado por ella, un acontecimiento asombroso en su magnitud, incierto en su desarrollo. Todo el mundo la esperaba, pero nadie había previsto que la rebelión se convirtiera, por no triunfar pero también por no ser aplastada, en pórtico de una revolución y comienzo de una guerra. Que la rebelión militar no triunfara se debió, en sustancia, a la incompetencia de los conspiradores, a sus improvisaciones, divisiones y vacilaciones; pero que no fuera aplastada se debió, en primer lugar, a la incompetencia del Gobierno y a la política de esperar y ver seguida, hasta el día de su estallido, por las fuerzas que lo apoyaban.
1. La espera
El Gobierno de la República, presidido por Santiago Casares Quiroga, celebró su acostumbrada reunión el viernes, 10 de julio de 1936. El ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos, entregó al presidente unas notas con abundante documentación sobre las conversaciones captadas por la policía entre los militares que conspiraban contra la República. La sublevación militar, dijo el presidente a los reunidos, puede ser inmediata, quizás mañana o pasado. Se quedaron todos perplejos ante la noticia, más aún cuando Casares les informó de las largas horas de meditación que el presidente de la República, Manuel Azaña, y él mismo habían dedicado al seguimiento de la conspiración. Azaña y Casares decidieron, ante esos informes, que solo existían dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detención inmediata de todos los implicados o esperar que la conspiración estallase para yugularla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento venía pesando sobre la República. Optaron por la segunda.
Esperar que la sublevación se produjera para yugularla fue lo que en agosto de 1932 habían decidido también Manuel Azaña, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernación, ante los informes policiales sobre una inminente rebelión encabezada por el general Sanjurjo. Esa era su experiencia en rebeliones militares y esa fue su invariable posición desde que, a raíz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, corrieron rumores y circularon noticias sobre una nueva, y más amplia, conspiración militar. Mejor, esperar a que diera la cara. Ellos la conocían y habían tomado medidas preventivas que consideraron suficientes para desarticularla: algunas detenciones, varios cambios de destino, ascensos, nombramientos al frente de la Guardia Civil y de la sección de Asalto de la Policía Gubernativa; ellos dejaron que los implicados más notorios siguieran adelante con sus planes; ellos creían tener en mano los resortes de poder suficientes para sofocar la rebelión, cuya máxima dirección se atribuía otra vez a Sanjurjo, inmediatamente que se produjera.
Esta línea estratégica era compartida por los partidos del Frente Popular, ha recordado Manuel Tagüeña (comunista y destacado estratega militar durante la Guerra Civil); como lo era también por los anarquistas y sindicalistas de la FAI y la CNT, que esperaban la sublevación militar para "salir a la calle a combatirla por las armas". La reiterada negativa de Francisco Largo Caballero a incorporar al PSOE a un gobierno de coalición bajo presidencia socialista se basaba en la obcecada seguridad de que cuando los republicanos fracasaran y se vieran obligados a dimitir, todo el poder vendría a sus manos. El guion de la llegada en solitario de los socialistas al Gobierno contemplaba, como fase intermedia, un movimiento de la derecha para conquistar violentamente el poder. Y si Casares, ante las noticias que le llegaban, había optado por esperar, Largo Caballero, ante los informes de inminente rebelión respondía: si los militares "se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den". Que lo den, porque a la clase obrera unida nadie la vence.
De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebelión, los primeros repitiéndose que era necesario que el grano estallase para así extirparlo mejor; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abriría a la clase obrera las puertas del poder cabalgando sobre una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Las voces de alerta que llegaban de gentes más cautas cayeron en oídos sordos. No había más que esperar.
2. La resistencia
Una semana después, el viernes, 17 de julio, Santiago Casares informó al Consejo de Ministros de que la rebelión, tan esperada por todos, había triunfado en Melilla y que era de temer su triunfo en el resto de las plazas de África. Había terminado la espera, los rebeldes habían salido a la calle y se habían hecho rápidamente con el control de la situación, pero el Gobierno, sin saber qué hacer, se limitó a publicar en la mañana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedición por sofocada. Por la tarde, Casares convocó a consulta en consejillo a los ministros, al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y a los dirigentes de las dos facciones en las que había quedado dividido y bloqueado el partido socialista, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. La rebelión, mientras tanto, se había extendido por la península, sin que los comunicados sobre su control ni el decreto licenciando a las tropas de las guarniciones sublevadas hubieran servido más que para confundir en unos casos y paralizar en otros a los gobernadores civiles, que trataban de contenerla por medio de las escasas fuerzas de orden público y de militares leales bajo sus órdenes.
De manera que lo que el Gobierno tenía a la vista en la tarde del sábado, día 18, excedía con mucho lo esperado; más aún, lo que ocurría en África y lo que se había extendido a la península daba la medida de la estrategia suicida seguida por el Gabinete y los partidos y sindicatos que le servían de apoyo al haber confiado todo a la acción de las fuerzas de policía y Guardia Civil o a los efectos taumatúrgicos de una huelga general. Los rebeldes, que tal vez creyeron en un primer momento que bastaría con un pronunciamiento al viejo estilo, comenzaron a matar a mansalva cuando tropezaron con los primeros obstáculos: decenas de militares fueron asesinados por sus compañeros de armas en las primeras horas de la rebelión. Y cuando se comienza matando a los compañeros de acuartelamiento o asesinando a los superiores en el mando, no hay marcha atrás: al salir de los cuarteles a la calle, se sigue matando o se muere en el empeño.
Ante la evidencia de que aquella rebelión nada tenía que ver con un pronunciamiento al estilo de Primo de Rivera o de Sanjurjo, el presidente del Gobierno no supo qué camino tomar, salvo el de la dimisión. Militantes de sindicatos, partidos, juventudes y milicias habían comenzado a echar mano a pistolas y fusiles y a salir ellos también a la calle para resistir en grupos informales a la acción subversiva de los militares. Exigían armas aunque nadie en el Ejecutivo estaba dispuesto a entregarlas. Más aún: Manuel Azaña, ante la dimisión de Santiago Casares, trató de formar un Gobierno de "unidad nacional", desde Miguel Maura por la derecha a Indalecio Prieto por la izquierda, presidido por Martínez Barrio, con suficiente autoridad para negociar con los cabecillas de la rebelión. Maura rechazó la oferta y Prieto consultó con su partido, que le volvió a negar su autorización. Martínez Barrio siguió adelante, solo para recibir de los rebeldes la respuesta de que era tarde, muy tarde, y ser acusado de traición por los leales en una multitudinaria manifestación que exigía su dimisión en la mañana del domingo 19. Dimitió pues, a las seis horas de formar su Gobierno, dejando en manos de Manuel Azaña la dramática decisión de distribuir armas a grupos ya armados o renunciar a la máxima magistratura de la República.
3. La revolución
Azaña optó esta vez por lo primero. Habló por teléfono con Lluis Companys y recibió una respuesta tranquilizadora: la rebelión está vencida en Barcelona, le dijo el presidente de la Generalitat; sólo quedaba un núcleo de resistencia en la antigua Capitanía General. Sin tiempo ni razón para abrir las reglamentarias consultas, el presidente de la República convocó al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sintieran comprometidos en la fórmula que se adoptase. La respuesta fue desalentadora: no habrá Gobierno de unidad. De la reunión saldrá su correligionario y amigo José Giral investido como presidente de un Gabinete similar a los anteriores en su composición exclusivamente republicana. Largo Caballero, que también había acudido a la cita, rechazó por tercera vez la participación socialista y sólo prometió su apoyo a Giral bajo la condición de que procediera a repartir armas a los sindicatos.
Paradójicamente -es Manuel Tagüeña quien habla de nuevo- la sublevación militar había desencadenado la revolución que pretendía impedir, y el poder efectivo pasó a manos de los grupos armados, anarquistas, socialistas y comunistas, que engrosaron rápidamente sus filas. El Gobierno republicano se mantuvo en pie, pero la República se eclipsó, huérfana de poder. En el exterior, el nuevo Gobierno, que envió emisarios a Francia para gestionar la compra de armas, tropezó de inmediato con la farsa de la no intervención. En el interior, el poder del Estado se desvaneció ante la patrulla que, en cada localidad, controlaba la salida y entrada de forasteros o que en las calles de la ciudad detenía a los transeúntes y les exigía la documentación, cumpliendo funciones de policía, de juez y de verdugo sin control superior alguno. Era un nuevo poder, fragmentado, atomizado, cuyo alcance terminaba en las afueras de cada pueblo o en las calles de cada ciudad. Un poder que fue capaz de aplastar la sublevación allí donde pudo contar con la colaboración de miembros de las fuerzas armadas y de orden público, como había ocurrido en Barcelona, Madrid o Valencia, pero incapaz de hacer frente a los rebeldes allí donde los guardias civiles y los policías tomaron también el camino de la rebelión.
Constituiría, sin embargo, un error atribuir al reparto de armas el origen de esta revolución, sobrada de fuerza para destruir, carente de unidad, de dirección y de propósito para construir un firme poder político y militar sobre lo destruido. Ante todo, porque desde la tarde del mismo día 18, automóviles y camionetas "erizados de fusiles" habían comenzado a circular por las calles de Madrid y Barcelona. De hecho, en Cataluña, la CNT y la FAI festejaron el 18 de julio como el día de la revolución más hermosa que habían contemplado todos los tiempos. No fue el reparto de armas, fue la rebelión militar que, como escribió Vicente Rojo [jefe del Estado Mayor republicano], pulverizó en sus fundamentos jurídicos y morales la autoridad del Estado, lo que abrió ancho campo a una revolución movida en las primeras semanas por el propósito de liquidar físicamente al enemigo de clase, comprendiendo en esta denominación al Ejército, la iglesia, los terratenientes, los propietarios, las derechas o el fascismo; una revolución que soñaba edificar un mundo nuevo sobre las humeantes cenizas del antiguo.
El daño para la República fue que esa revolución, en manos de grupos armados con pistolas, fusiles y algunas ametralladoras, era por su propia naturaleza impotente para oponer una defensa eficaz del territorio allí donde los rebeldes disponían de tropas para pasar a la ofensiva. Los militares lo entendieron enseguida y buscaron en la Italia fascista y la Alemania nazi los recursos necesarios para convertir su rebelión, que no fracasaba del todo pero que tampoco acababa de triunfar, en una guerra civil. A los partidos, sindicatos y organizaciones juveniles que resistieron la rebelión les costó más tiempo, y no pocas luchas internas, convencerse de que la revolución sucumbiría si el resultado de la guerra era la derrota. Para cuando lo entendieron y se incorporaron al Gobierno con el propósito de iniciar una política de reconstrucción del Ejército y del Estado, la República, abandonada por las potencias democráticas, había perdido ya más de la mitad de su territorio.
Publicado en El País, 17 de julio de 2011
Rebuscando entre archivos, encuentro unas respuestas enviadas hace dos años a un periodista que me preguntaba sobre la política de Juan Negrín en la presidencia del Gobierno de la República. Como hoy no pienso de manera diferente, ahí van:
1. El gobierno de la República nunca estuvo durante la guerra en manos del PCE ni de la Komintern o Stalin. Hasta mayo de 1937 se podría decir que la fuerza hegemónica en el Gobierno fueron los dos grandes sindicatos, UGT y CNT; desde mayo de 1937 una coalición de partidos –republicanos, socialistas y comunistas- con el reticente apoyo de los sindicatos. En mi opinión, el dilema nunca fue guerra o revolución; la gran división en la República fue entre sindicatos y partidos y, por lo que respecta a la distribución territorial del poder, entre poder central y poderes autonómicos o regionales. Fue propio de la historiografía de los años sesenta, británica y americana, reducir el complejo campo de fuerzas actuantes en la República al dilema guerra/revolución o, a partir de mayo de 1937, comunistas/todos los demás, pero eso está bien para películas de cine; la historia fue algo más complicada.
2. La política de Negrín se entiende mejor mirando al Ejército de la República que a Moscú. Mientras existió un acuerdo de fondo entre los mandos militares, los socialistas del bloque Negrín/Prieto y los comunistas, la importancia del PCE tuvo que ver mucho más con el mantenimiento de la disciplina en la retaguardia que con la dirección política de la guerra. A partir de abril de 1938 y hasta septiembre de ese mismo año, o sea, entre la llegada de las tropas de Franco a Vinaroz y los pactos de Munich, la influencia comunista fue en ascenso, que culminó en la batalla del Ebro. A partir de entonces, los comunistas perdieron posiciones como demostró la relativa facilidad del golpe de Casado en marzo de 1939.
3. El problema nunca fue prolongar o no la guerra, sino encontrar las condiciones de una paz negociada. Franco y las fuerzas sociales e institucionales –la Iglesia, en muy destacado lugar- que le apoyaban se negaron siempre a considerar que la guerra civil podría terminar a la manera de la guerras carlistas del siglo XIX. Era una guerra de victoria o derrota, no de paz, como le dijo el cardenal Gomà al arzobispo Pizzardo, enviado del Vaticano, en Lourdes, en mayo de 1937. En esas condiciones, la no prolongación de la guerra equivalía, más que a una rendición –que Franco no estaba dispuesto a aceptar- a una estampida, un sálvese quien pueda. Existiendo, como existía, un ejército en pie, esa eventualidad no era plausible. Y los proyectos de mediación para poner fin a la guerra chocaron siempre con el rechazo de quienes contaban con el apoyo exterior suficiente como para saber que, antes o después, acabarían triunfando.
4. Lo que se denomina “generalización del conflicto europeo” fue en realidad el ataque alemán a Polonia. Pero era ilusorio pensar que Hitler atacaría Polonía sin liquidar antes el conflicto español. Quiero decir: si la República hubiera llegado a finales del 39, no habría habido un final del 39 como el que ocurrió en realidad. Vincular el destino de la República con el inicio de la guerra en Europa no pasó de ser una fantasía, propia más bien de exiliados en la posguerra: ¡ah, si hubiéramos aguantado unos meses más! Lo que el presidente de la República, Manuel Azaña, tuvo sorprendentemente claro desde agosto de 1936, y repitió en múltiples ocasiones, fue que si la República perdía la guerra, Francia y Gran Bretaña perderían necesariamente la primera batalla de la segunda guerra mundial. No era lo mismo. Pero aunque no lo fuera, nadie le echó cuenta.
5. Negrín se hizo cargo del Gobierno en un momento crítico. Culminó la reconstrucción del Ejército, impuso la disciplina y levantó de las ruinas algo parecido a un Estado. El problema, para evaluar su figura, consiste en decidir a qué fines servía, en la guerra, esa obra de reconstrucción. Azaña, que nombró a Negrín, pensaba que no podía servir para una victoria que siempre juzgó imposible, sino para asegurar la defensa en el interior con objeto de no perder la guerra en el exterior y obligar a intervenir a las potencias democráticas para imponer una mediación. Negrín, sin embargo, creyó hasta el final que esta obra de reconstrucción debía servir a un fin ofensivo en la seguridad de que una gran batalla ganada por el ejército republicano podría cambiar el curso de la guerra. Mientras los mandos militares también lo creyeron, su energía, inteligencia y capacidad de mando sirvió a ese propósito. La tragedia, para él y para la capacidad defensiva de la República, fue que las batallas decisivas –primeras fases de Teruel y del Ebro- fueron siempre triunfos pírricos: fulgurante avance para acabar en el hundimiento del frente. Ese me parece que fue su error, como lo fue del mando militar: hacer depender toda su política y, con ella, el destino de la República, de una batalla decisiva.
6. La historia, en un primer momento, siempre trata mal a los perdedores. Y Negrín lo fue por partida doble [como ya escribí en “La doble derrota de Juan Negrín”, El País, 26 de febrero de 1992]: perdió la guerra frente a sus enemigos, que lo acusaron de criptocomunista cuando la guerra se presentó como una cruzada contra el comunismo; y la perdió por segunda vez ante sus compañeros de partido, que divididos en facciones desde 1934, se unieron en su unánime repudio del perdedor, acusándole de lo mismo que sus enemigos: haber entregado la República a los comunistas. Curiosamente, en el PSOE de 1936, quien defendió con más fuerza la unión con el PCE fue Largo Caballero; y quien pactó en mayo de 1937 con los comunistas la caída de Largo Caballero, fue Indalecio Prieto. Una manera de sacudirse sus propias responsabilidades en la catástrofe final eran volcar toda la culpa sobre el último en apagar la luz. Y el último fue Negrín. Pero, en fin, la historia es larga y la figura de Juan Negrín hace ya algunos años que se ve a una luz distinta que la proyectada sobre él por una legión de detractores de las más variadas procedencias.
1. El gobierno de la República nunca estuvo durante la guerra en manos del PCE ni de la Komintern o Stalin. Hasta mayo de 1937 se podría decir que la fuerza hegemónica en el Gobierno fueron los dos grandes sindicatos, UGT y CNT; desde mayo de 1937 una coalición de partidos –republicanos, socialistas y comunistas- con el reticente apoyo de los sindicatos. En mi opinión, el dilema nunca fue guerra o revolución; la gran división en la República fue entre sindicatos y partidos y, por lo que respecta a la distribución territorial del poder, entre poder central y poderes autonómicos o regionales. Fue propio de la historiografía de los años sesenta, británica y americana, reducir el complejo campo de fuerzas actuantes en la República al dilema guerra/revolución o, a partir de mayo de 1937, comunistas/todos los demás, pero eso está bien para películas de cine; la historia fue algo más complicada.
2. La política de Negrín se entiende mejor mirando al Ejército de la República que a Moscú. Mientras existió un acuerdo de fondo entre los mandos militares, los socialistas del bloque Negrín/Prieto y los comunistas, la importancia del PCE tuvo que ver mucho más con el mantenimiento de la disciplina en la retaguardia que con la dirección política de la guerra. A partir de abril de 1938 y hasta septiembre de ese mismo año, o sea, entre la llegada de las tropas de Franco a Vinaroz y los pactos de Munich, la influencia comunista fue en ascenso, que culminó en la batalla del Ebro. A partir de entonces, los comunistas perdieron posiciones como demostró la relativa facilidad del golpe de Casado en marzo de 1939.
3. El problema nunca fue prolongar o no la guerra, sino encontrar las condiciones de una paz negociada. Franco y las fuerzas sociales e institucionales –la Iglesia, en muy destacado lugar- que le apoyaban se negaron siempre a considerar que la guerra civil podría terminar a la manera de la guerras carlistas del siglo XIX. Era una guerra de victoria o derrota, no de paz, como le dijo el cardenal Gomà al arzobispo Pizzardo, enviado del Vaticano, en Lourdes, en mayo de 1937. En esas condiciones, la no prolongación de la guerra equivalía, más que a una rendición –que Franco no estaba dispuesto a aceptar- a una estampida, un sálvese quien pueda. Existiendo, como existía, un ejército en pie, esa eventualidad no era plausible. Y los proyectos de mediación para poner fin a la guerra chocaron siempre con el rechazo de quienes contaban con el apoyo exterior suficiente como para saber que, antes o después, acabarían triunfando.
4. Lo que se denomina “generalización del conflicto europeo” fue en realidad el ataque alemán a Polonia. Pero era ilusorio pensar que Hitler atacaría Polonía sin liquidar antes el conflicto español. Quiero decir: si la República hubiera llegado a finales del 39, no habría habido un final del 39 como el que ocurrió en realidad. Vincular el destino de la República con el inicio de la guerra en Europa no pasó de ser una fantasía, propia más bien de exiliados en la posguerra: ¡ah, si hubiéramos aguantado unos meses más! Lo que el presidente de la República, Manuel Azaña, tuvo sorprendentemente claro desde agosto de 1936, y repitió en múltiples ocasiones, fue que si la República perdía la guerra, Francia y Gran Bretaña perderían necesariamente la primera batalla de la segunda guerra mundial. No era lo mismo. Pero aunque no lo fuera, nadie le echó cuenta.
5. Negrín se hizo cargo del Gobierno en un momento crítico. Culminó la reconstrucción del Ejército, impuso la disciplina y levantó de las ruinas algo parecido a un Estado. El problema, para evaluar su figura, consiste en decidir a qué fines servía, en la guerra, esa obra de reconstrucción. Azaña, que nombró a Negrín, pensaba que no podía servir para una victoria que siempre juzgó imposible, sino para asegurar la defensa en el interior con objeto de no perder la guerra en el exterior y obligar a intervenir a las potencias democráticas para imponer una mediación. Negrín, sin embargo, creyó hasta el final que esta obra de reconstrucción debía servir a un fin ofensivo en la seguridad de que una gran batalla ganada por el ejército republicano podría cambiar el curso de la guerra. Mientras los mandos militares también lo creyeron, su energía, inteligencia y capacidad de mando sirvió a ese propósito. La tragedia, para él y para la capacidad defensiva de la República, fue que las batallas decisivas –primeras fases de Teruel y del Ebro- fueron siempre triunfos pírricos: fulgurante avance para acabar en el hundimiento del frente. Ese me parece que fue su error, como lo fue del mando militar: hacer depender toda su política y, con ella, el destino de la República, de una batalla decisiva.
6. La historia, en un primer momento, siempre trata mal a los perdedores. Y Negrín lo fue por partida doble [como ya escribí en “La doble derrota de Juan Negrín”, El País, 26 de febrero de 1992]: perdió la guerra frente a sus enemigos, que lo acusaron de criptocomunista cuando la guerra se presentó como una cruzada contra el comunismo; y la perdió por segunda vez ante sus compañeros de partido, que divididos en facciones desde 1934, se unieron en su unánime repudio del perdedor, acusándole de lo mismo que sus enemigos: haber entregado la República a los comunistas. Curiosamente, en el PSOE de 1936, quien defendió con más fuerza la unión con el PCE fue Largo Caballero; y quien pactó en mayo de 1937 con los comunistas la caída de Largo Caballero, fue Indalecio Prieto. Una manera de sacudirse sus propias responsabilidades en la catástrofe final eran volcar toda la culpa sobre el último en apagar la luz. Y el último fue Negrín. Pero, en fin, la historia es larga y la figura de Juan Negrín hace ya algunos años que se ve a una luz distinta que la proyectada sobre él por una legión de detractores de las más variadas procedencias.
Leo en un libro reciente unas notas de su coordinador sobre el proceso de elaboración y publicación de VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL que contienen maliciosas falsedades. Y como responder a la maledicencia es perder el tiempo, me limitaré a recordar aquí la pequeña, pero verdadera, historia de VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL, una obra coordinada por mí y publicada por Temas de Hoy en marzo de 1999.
A comienzos del año anterior, me propusieron dos directivos de la editorial escribir un libro sobre las víctimas de la guerra civil. Mi respuesta fue que yo no había realizado investigaciones originales sobre esa cuestión y que, metido en otros trabajos, no podía comprometerme a cumplir un encargo de tanta envergadura. Les dije, sin embargo, que me parecía muy oportuna su idea y les propuse los nombres de varios autores que habían llevado a cabo o dirigido investigaciones sobre determinadas regiones y que podrían escribir ese libro con absoluta solvencia. Eran Julián Casanova, Francisco Moreno y Josep María Solé i Sabaté, conocidos por sus libros sobre la represión en Aragón, Andalucía y Cataluña.
Los directivos de Temas de Hoy aceptaron la propuesta, que condicionaron a que yo me ocupara de la coordinación del volumen, y nos convocaron a los tres autores propuestos por mí y a mí mismo a una reunión en Madrid, en las oficinas de la editorial, a la que se sumó Joan Villarroya, por iniciativa de Solé. En esa primera reunión expuse un sencillo proyecto que consistía, primero, en ofrecer una síntesis en un solo relato, dividido en fases cronológicas, de todo lo que se sabía gracias a las numerosas investigaciones locales, provinciales y regionales que se habían acumulado desde los primeros años de la década de 1980; además, cada uno de los autores se haría cargo, no de una o varias regiones, sino de cada una de esas fases, incluyendo a todos los muertos de forma violenta, es decir, a los asesinados y ejecutados en las dos zonas en que quedó dividida España a consecuencia de la rebelión militar y de la guerra civil que fue su resultado inmediato. Un tercer punto que me parecía importante era que la consideración de víctima no se redujese a los muertos hasta el 1 de abril de 1939 sino que sería preciso ampliarla a los fusilados por ejecución de sentencias de consejos de guerra hasta 1945.
En resumidas cuentas, el proyecto consistía en superar la doble división provincial o regional y de rebeldes o leales en una historia global organizada cronológicamente, extendiendo el límite a la represión de posguerra. Tras un intercambio de opiniones, los colegas convocados a la reunión estuvieron de acuerdo en ese plan y procedimos a determinar los periodos y asignar uno a cada autor: Julián Casanova se hizo cargo de la primera etapa, la que se extiende desde la rebelión militar de 18 de julio de 1936 al cambio de gobierno de la República en mayo de 1937; Josep María Solé y Joan Villarroya se ocuparían del tramo comprendido entre esa fecha y el término de la guerra y, finalmente, Francisco Moreno escribiría sobre la represión de posguerra, abarcando, por su propia iniciativa, cuatro años más de lo que yo en principio había pensado, o sea, hasta 1949. Yo me limitaría a escribir una introducción que, en aquellos momentos, no tenía muy claro en qué podría consistir y que al final resultó en una pieza titulada “De ‘guerra contra el invasor’ a ‘guerra fratricida’”, nombres que habían dado a la guerra, respectivamente, quienes la combatieron y, veinte años después, los estudiantes universitarios que se presentaron en sus primeros manifiestos como “hijos de los vencedores y de los vencidos”. Me pareció que ese título resumía en un solo enunciado el cambio de mirada que dos generaciones de españoles habían proyectado sobre la guerra civil y sobre las políticas de ellas resultantes.
Así se fraguó la iniciativa de publicar aquel libro que, gracias a sus autores y a las muchas horas de trabajo que Santos López, por Temas de Hoy, dedicó a la edición de los originales, tuvo desde su salida a la calle una magnífica acogida que se ha traducido en numerosas reimpresiones en diversos formatos.
A comienzos del año anterior, me propusieron dos directivos de la editorial escribir un libro sobre las víctimas de la guerra civil. Mi respuesta fue que yo no había realizado investigaciones originales sobre esa cuestión y que, metido en otros trabajos, no podía comprometerme a cumplir un encargo de tanta envergadura. Les dije, sin embargo, que me parecía muy oportuna su idea y les propuse los nombres de varios autores que habían llevado a cabo o dirigido investigaciones sobre determinadas regiones y que podrían escribir ese libro con absoluta solvencia. Eran Julián Casanova, Francisco Moreno y Josep María Solé i Sabaté, conocidos por sus libros sobre la represión en Aragón, Andalucía y Cataluña.
Los directivos de Temas de Hoy aceptaron la propuesta, que condicionaron a que yo me ocupara de la coordinación del volumen, y nos convocaron a los tres autores propuestos por mí y a mí mismo a una reunión en Madrid, en las oficinas de la editorial, a la que se sumó Joan Villarroya, por iniciativa de Solé. En esa primera reunión expuse un sencillo proyecto que consistía, primero, en ofrecer una síntesis en un solo relato, dividido en fases cronológicas, de todo lo que se sabía gracias a las numerosas investigaciones locales, provinciales y regionales que se habían acumulado desde los primeros años de la década de 1980; además, cada uno de los autores se haría cargo, no de una o varias regiones, sino de cada una de esas fases, incluyendo a todos los muertos de forma violenta, es decir, a los asesinados y ejecutados en las dos zonas en que quedó dividida España a consecuencia de la rebelión militar y de la guerra civil que fue su resultado inmediato. Un tercer punto que me parecía importante era que la consideración de víctima no se redujese a los muertos hasta el 1 de abril de 1939 sino que sería preciso ampliarla a los fusilados por ejecución de sentencias de consejos de guerra hasta 1945.
En resumidas cuentas, el proyecto consistía en superar la doble división provincial o regional y de rebeldes o leales en una historia global organizada cronológicamente, extendiendo el límite a la represión de posguerra. Tras un intercambio de opiniones, los colegas convocados a la reunión estuvieron de acuerdo en ese plan y procedimos a determinar los periodos y asignar uno a cada autor: Julián Casanova se hizo cargo de la primera etapa, la que se extiende desde la rebelión militar de 18 de julio de 1936 al cambio de gobierno de la República en mayo de 1937; Josep María Solé y Joan Villarroya se ocuparían del tramo comprendido entre esa fecha y el término de la guerra y, finalmente, Francisco Moreno escribiría sobre la represión de posguerra, abarcando, por su propia iniciativa, cuatro años más de lo que yo en principio había pensado, o sea, hasta 1949. Yo me limitaría a escribir una introducción que, en aquellos momentos, no tenía muy claro en qué podría consistir y que al final resultó en una pieza titulada “De ‘guerra contra el invasor’ a ‘guerra fratricida’”, nombres que habían dado a la guerra, respectivamente, quienes la combatieron y, veinte años después, los estudiantes universitarios que se presentaron en sus primeros manifiestos como “hijos de los vencedores y de los vencidos”. Me pareció que ese título resumía en un solo enunciado el cambio de mirada que dos generaciones de españoles habían proyectado sobre la guerra civil y sobre las políticas de ellas resultantes.
Así se fraguó la iniciativa de publicar aquel libro que, gracias a sus autores y a las muchas horas de trabajo que Santos López, por Temas de Hoy, dedicó a la edición de los originales, tuvo desde su salida a la calle una magnífica acogida que se ha traducido en numerosas reimpresiones en diversos formatos.
VIEJA Y NUEVA EUROPA: UNA HISTORIA TOTAL
Tony Judt, POSTGUERRA. UNA HISTORIA DE EUROPA DESDE 1945. Traducción de Jesús Cuéllar y Gloria E. Gordo del Rey. Madrid, Taurus, 1.212 páginas.
Asegura Tony Judt al comienzo de su apasionante relato de los últimos sesenta años de historia de Europa que él no tiene un gran argumento que contar ni una gran teoría que exponer. En realidad, hace ya dos o tres décadas que nadie los tiene: el fin de los “treinta gloriosos” a mediados de los años setenta y la caída del socialismo real a finales de los ochenta arrasaron los relatos sostenidos en grandes teorías y en visiones unilineales de la historia. En su lugar, sin embargo, Judt tiene varías líneas argumentales que desarrollar: como ocurre con la misma Europa que, como el zorro, sabe muchas cosas, el autor de este libro tampoco quiere ser como el erizo, que solo sabe una.
Esas líneas argumentales quedan claras desde el pórtico de POSTGUERRA. Ante todo, esta es una historia de la reducción de Europa, de la liquidación de los restos imperiales y del ocaso de sus Estados como potencias mundiales. Es, además, la constatación de la decadencia y fin de los discursos tradicionales: el fervor político que alimentó a Occidente desde la Revolución Francesa se enfrió al tiempo que se liquidaba en el Este la fe en el marxismo como filosofía irrebasable de nuestro tiempo, que dijo Sartre. Hasta aquí, POSTGUERRA sería, pues, el relato de un repliegue político acompañado de una decadencia intelectual. Pero este tipo de argumento choca con la tercera de las líneas que Judt despliega con idéntica maestría: el surgimiento de un modelo europeo, de Europa como polo de atracción para individuos y países enteros. En fin, a esta historia de destrucción y resurgimiento se mezcla la complicada relación de Europa con el mundo exterior, en especial con Estados Unidos.
Mantener en tensión estas cuatro líneas argumentales habría sido ya una obra titánica, poco habitual en los tiempos que corren, más dados a historias parciales. Judt –y es la primera nota de esta obra maestra- mantiene y controla esa tensión. Su recorrido por las ruínas económicas y políticas, pero también morales y culturales, de la posguerra es sencillamente soberbio, como es agudo su primer análisis de la rehabilitación y de la inmediata llegada de la Guerra Fría. Ciudades devastadas por los bombardeos aliados, decenas de miles de mujeres violadas por los soldados del Ejército Rojo, niños huérfanos, perdidos por las calles de Berlín, programas de desnazificación. Y, casi sin transición: hay que olvidar todo eso, hay que ponerse a trabajar.
En esos primeros capítulos ya se hace patente lo que constituirá la marca distintiva del ingente trabajo en el que se sostiene la estructura de este libro: la atención al detalle se da la mano con la perspicacia del análisis político; la cita que ilustra un momento decisivo se acompaña de la reconstrucción del clima moral de una época, la indagación en la cultura política se enriquece con la reflexión sobre el papel de los intelectuales, los planes y las iniciativas económicas van al paso del proceso de reconstrucción de los Estado. ¿Una historia total, entonces? Pues sí, por más que el sueño de la historia total haya hecho mutis junto a las grandes teorías, Judt, que carece de gran teoría, ha construido lo más parecido a una historia total que pueda imaginarse.
Que no por serlo prescinde de las historias singulares. Porque imbricada con esa historia de Europa van avanzado las historias individualizadas de cada uno de los Estados y naciones que acabarán formando lo que hoy llamamos Unión Europea. Sin duda, la posición central la ocupan Alemania, Francia, Reino Unido y Unión Soviética (o Rusia) pero cada vez que el argumento lo exige, aparecen Italia o Polonia, Rumania o Grecia. Es, en este sentido, una historia de Europa al modo tradicional, una historia de sus Estados, con una diferencia: la atención prestada a las sucesivas elites dirigentes, a las corrientes de pensamiento, a las producciones culturales, a las modas y modos de vida, introduce una perspectiva transversal que que teje una trama narrativa única a la par que diversa, como la misma Europa.
El momento socialdemócrata
Con estos mimbres, y sostenido en una montaña de información nunca indigesta, el sobrecogedor arranque y la rápida reconstrucción se convierten en distanciamiento irónico cuando el relato se adentra en lo que Judt llama “momento socialdemócrata” y asiste con idiosincrático escepticismo británico al revoloteo del espectro de la revolución. Aquí, lo que prima es la rebaja de la tensión, como cuando se pierde la ilusión. Ilusión perdida, sí: ya nunca más habrá amaneceres que cantan; pero riqueza multiplicada, educación generalizada, seguridad garantizada, mayor calidad y duración de vida. Todo esto logrado, ¿qué se podría poner en el lugar de las pasiones políticas? ¿qué podría sustituir el gran debate entre capitalismo y socialismo, entre liberalismo y marxismo?
Judt aborda entonces las respuestas realmente dadas a este final del viejo orden, de la vieja Europa que sigue a la revolución que no fue, la del 68, la que buscaba la playa debajo del pavés, y a los años de transición del viejo orden al nuevo. Salen a escena la señora Thatcher y el presidente Miterrand, personajes –especialmente la primera- por los que siente una evidente fascinación. Ambos, aunque por caminos distintos, toman nota de los resultados de la crisis; ambos liquidan, una por reacción, otro de manera directa, la pesada herencia del viejo socialismo. Y ambos sacan las consecuencias del camino irreversible por el que ha entrado Europa tras la Ostpolitik de Willy Brand. Una nueva Europa aparece en el horizonte, más desencantada, conocedora de los límites del Estado como sujeto moral.
Es lástima, sin embargo, que en un libro por tantos conceptos extraordinario, el tratamiento que se dedica a España sea tan decepcionante. Salvo dos breves observaciones sobre el poder de la Iglesia católica y la aparición del terrorismo vasco, hay que esperar a los años setenta para que se conceda una atención específica a España en el marco de la transición a la democracia de los tres países de la periferia del sur. Pero la información manejada es mala y el relato peor que convencional: calificar a la España de 1986, la que ingresa en la Comunidad Europea, de país pobre y agrario es un error que debe ser revisado: una economía que sólo emplea al 15% de su población activa en el sector agrícola no puede calificarse de agraria: Judt debió haber tomado mejor nota de la gran transformación experimentada por la economía y la sociedad española en la década de 1960.
La historia sigue, en todo caso, su curso y lo que Judt nos cuenta de Europa a partir de esa década resulta muy familiar a un lector español: el mismo vandalismo urbanístico, la misma admiración por modelos ajenos, idéntico interés por la “nouvelle vague”, parecidos debates sobre el marxismo, similar liberación de las convenciones morales impuestas por la religión. Como también resulta familiar la sustitución de las ideologías que anunciaban un nuevo mundo por “el discurso de los derechos” o ese momento socialdemócrata, que en España se funcionó con la “tercera vía”, la privatización del sector público empresarial y la emergencia de las identidades regionales que florecen por toda Europa.
POSTGUERRA culmina, tras la caída del muro de Berlín, en la consolidación de un modelo de vida europeo que se desarrolla en diversas formas dentro de unos límites territoriales imprecisos, cambiantes, con sus diferencias culturales regionales, con “excepciones” orgullosas de sus identidades separadas, con una red de comunicaciones cada vez más tupida. Europa, dotada de unas instituciones que garantizan un espacio económico común, pero que en el terreno político se define más por lo que no es que por lo que es: no es una unión de Estados ni es una confederación. Lo que vaya a ser, habrá que verlo: la historia total desemboca en historia abierta.
Mientras tanto, concluye Judt en una postrer meditación sobre memoria e historia, la nueva Europa constituye un éxito notable vitalmente vinculado a un terrible pasado en el que un grupo de europeos pretendió exterminar a otro grupo de europeos en un holocausto sin parangón en toda la historia de la Humanidad. Para que los europeos conserven siempre ese vínculo vital hay que enseñárselo de nuevo a cada generación. Tal es la tarea de la historia, que este libro excepcional cumple de manera admirable.
[Publiqué esta reseña en El País, 4 de noviembre de 2006, sin saber que Tony Judt comenzaba a sentirse afectado por la terrible enfermedad que le ha llevado a la muerte. Sirva ahora de homenaje a uno de los más grandes historiadores de Europa que ha dado el siglo XX]
Así se definió Juan Marichal y no hay quizá mejor elogio de su larga vida que acaba de apagarse en Cuernavaca (México): la de un intelectual que, transterrado en los años de su juventud, supo escuchar las voces que le llegaban desde la lejanía del tiempo y de la distancia con el consciente propósito de poner en valor una tradición de pensamiento y de acción brutalmente quebrada por la dictadura. Se rebeló, desde su exilio, contra el designio de Franco de borrar de nuestra historia el siglo XIX por liberal y el XVIII por ilustrado y fue recomponiendo la tradición liberal española a base de piezas breves, primorosamente esculpidas, como quien restaura un mosaico destruido tras un incendio. Esta manera de plantarse sitúa a Juan Marichal en la primera fila de los ensayistas hispanos.
Ensayos, mosaico, pero no obra fragmentaria, pues esas breves piezas van encajando unas en otras hasta adquirir plenitud de sentido en su proyecto de reconstrucción ideal de una larga y fecunda tradición. A través de sus ensayos, Marichal descubre las raíces y da cuenta de las diversas ramificaciones del liberalismo español, situándolo en una perspectiva europea. De ahí procede su revisión del siglo XVIII como plenamente español, su indagación en el origen de la palabra liberal y de su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes, cuando liberalismo se identifica con desprendimiento, con imperativo de generosidad, o su evocación de las nubes de melancolía que cubrían la frente de Larra el día de difuntos de 1836.
De 1836 a 1936, la recuperación liberal que atribuye al Unamuno de principios del siglo XX o el programa de europeización que encuentra en Ortega rodaron por los suelos como resultado de la rebelión militar y de una guerra civil que ya no puede concebirse como una peculiaridad española sino –y así lo escuchó a un campesino- como una “lucha por la libertad del mundo”. En la guerra, Juan Negrín, el político, de quien destaca su capacidad de resistencia y, sobre todo, Manuel Azaña: editor de sus Obras Completas, nadie ha visto como Marichal cumplirse en el presidente de la República el drama del liberalismo español, el de unos hombres que "entran en la acción política para afirmar los principios de la conciencia individual y que al participar en las luchas políticas ven todos los riesgos que para su propia conciencia individual comporta esa defensa, esa afirmación de la primacía de la conciencia".
La guerra, con la tragedia y derrota, podría haber significado, para una mirada dogmática o rencorosa, el punto final a las indagaciones sobre la tradición liberal. Pero en Marichal no había sólo madera del historiador, sino que, precisamente por su arraigado liberalismo, su interés por el pasado le sirve de equipaje para abrir sus oídos a las voces del presente. Por eso, desde Harvard, dedicó también su reflexión a “El nuevo pensamiento político español”, unos ensayos en los que percibió la voluntad de convivencia intelectual en los falangistas de Escorial, como Laín y Ridruejo; el neotacitismo y el afán reformista de Tierno Galván; la equivalencia entre orden cristiano y democracia efectiva de Giménez Fernández; o la preocupación por las Españas en el historicismo pactista de Vicens Vives. Y así desde el exilio, Marichal contribuyó a tender puentes con el interior entrando en fecundo diálogo con disidentes de la dictadura, sin importarle que algunos, en otro tiempo, formaran en la coalición vencedora.
Esta capacidad para escuchar voces que llegaban del interior y hasta del campo contrario, de los “otros”, es lo que nos da la talla de Marichal: no sólo que haya rastreado las raíces españolas del liberalismo, que haya rescatado personajes y páginas de esa tradición; no sólo que haya entendido en su trágica circunstancia a políticos controvertidos, sino que después del incendio supo percibir bajo las cenizas rescoldos que animarían un futuro menos sombrío. Republicano y liberal, en su “Nueva apelación a la República”, Juan Marichal mostró su esperanza en aquellos españoles “que saben olvidar todos los errores y todos los horrores, los ajenos y los propios [y] miran hacia el futuro y hacia sus prójimos con auténtica voluntad de convivencia, con verdadero espíritu de diálogo”. Y este es, en definitiva, el legado de alguien que pudo decir de sí mismo: “soy un liberal que sabe escuchar”.
Publicado en El País, 10 de agosto de 2010
Ensayos, mosaico, pero no obra fragmentaria, pues esas breves piezas van encajando unas en otras hasta adquirir plenitud de sentido en su proyecto de reconstrucción ideal de una larga y fecunda tradición. A través de sus ensayos, Marichal descubre las raíces y da cuenta de las diversas ramificaciones del liberalismo español, situándolo en una perspectiva europea. De ahí procede su revisión del siglo XVIII como plenamente español, su indagación en el origen de la palabra liberal y de su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes, cuando liberalismo se identifica con desprendimiento, con imperativo de generosidad, o su evocación de las nubes de melancolía que cubrían la frente de Larra el día de difuntos de 1836.
De 1836 a 1936, la recuperación liberal que atribuye al Unamuno de principios del siglo XX o el programa de europeización que encuentra en Ortega rodaron por los suelos como resultado de la rebelión militar y de una guerra civil que ya no puede concebirse como una peculiaridad española sino –y así lo escuchó a un campesino- como una “lucha por la libertad del mundo”. En la guerra, Juan Negrín, el político, de quien destaca su capacidad de resistencia y, sobre todo, Manuel Azaña: editor de sus Obras Completas, nadie ha visto como Marichal cumplirse en el presidente de la República el drama del liberalismo español, el de unos hombres que "entran en la acción política para afirmar los principios de la conciencia individual y que al participar en las luchas políticas ven todos los riesgos que para su propia conciencia individual comporta esa defensa, esa afirmación de la primacía de la conciencia".
La guerra, con la tragedia y derrota, podría haber significado, para una mirada dogmática o rencorosa, el punto final a las indagaciones sobre la tradición liberal. Pero en Marichal no había sólo madera del historiador, sino que, precisamente por su arraigado liberalismo, su interés por el pasado le sirve de equipaje para abrir sus oídos a las voces del presente. Por eso, desde Harvard, dedicó también su reflexión a “El nuevo pensamiento político español”, unos ensayos en los que percibió la voluntad de convivencia intelectual en los falangistas de Escorial, como Laín y Ridruejo; el neotacitismo y el afán reformista de Tierno Galván; la equivalencia entre orden cristiano y democracia efectiva de Giménez Fernández; o la preocupación por las Españas en el historicismo pactista de Vicens Vives. Y así desde el exilio, Marichal contribuyó a tender puentes con el interior entrando en fecundo diálogo con disidentes de la dictadura, sin importarle que algunos, en otro tiempo, formaran en la coalición vencedora.
Esta capacidad para escuchar voces que llegaban del interior y hasta del campo contrario, de los “otros”, es lo que nos da la talla de Marichal: no sólo que haya rastreado las raíces españolas del liberalismo, que haya rescatado personajes y páginas de esa tradición; no sólo que haya entendido en su trágica circunstancia a políticos controvertidos, sino que después del incendio supo percibir bajo las cenizas rescoldos que animarían un futuro menos sombrío. Republicano y liberal, en su “Nueva apelación a la República”, Juan Marichal mostró su esperanza en aquellos españoles “que saben olvidar todos los errores y todos los horrores, los ajenos y los propios [y] miran hacia el futuro y hacia sus prójimos con auténtica voluntad de convivencia, con verdadero espíritu de diálogo”. Y este es, en definitiva, el legado de alguien que pudo decir de sí mismo: “soy un liberal que sabe escuchar”.
Publicado en El País, 10 de agosto de 2010
No hay que fiarse de entrevistadores si antes no te envían por escrito lo que te van a atribuir: algo que yo debía saber, pero que en ocasiones olvido. Con motivo de la publicación de mi último libro, Hoy no es ayer, charlé durante más de una hora con Lluis Amiguet, uno de los periodistas que confecciona la “contra” de La Vanguardia: no hablamos para nada de la cuestión catalana, y con razón, porque de ella en el libro no me ocupo. Luego, por teléfono, me pidió tres líneas sobre la célebre cuestión. Se las dicté. Nunca lo hiciera porque sólo las quería para transmitir a los lectores del periódico la idea de que en Madrid todo el mundo está obsesionado con la independencia de Cataluña. Como estoy muy lejos de padecer esa enfermedad, me quejé al director con una carta, enviada por correo electrónico, que ha debido de perderse por el espacio sideral. Sólo para que conste en algún lugar, la carta decía así:
Sr. Director:
En un suelto torpemente titulado "Ni un pipa más" (La Vanguardia, 17 de julio de 2010), Lluis Amiguet me presenta sentenciando que "más autonomía lleva a más soberanía que acabará siendo independencia". Niego formalmente haber dicho semejante cosa, ni es tampoco mío el titular entrecomillado que se me atribuye. Más aún, en la larga y cordial entrevista, grabada, que mantuve con Amiguet en Barcelona a propósito de mi último libro no hablamos nada de la cuestión catalana, buena prueba de mi supuesta obsesión por el asunto.
En fin, y sólo con ánimo de aclarar mi posición: creo que ha llegado la hora de que el Estado compuesto, con rasgos federales, que hemos desarrollado desde 1978 se convierta en un auténtico Estado federal. Para eso, no es camino la reforma de estatutos de autonomía, es precisa una reforma constitucional. Santos Juliá.
[Enviado el domingo, 18 de julio de 2010 a las 7,39 pm.]
Sr. Director:
En un suelto torpemente titulado "Ni un pipa más" (La Vanguardia, 17 de julio de 2010), Lluis Amiguet me presenta sentenciando que "más autonomía lleva a más soberanía que acabará siendo independencia". Niego formalmente haber dicho semejante cosa, ni es tampoco mío el titular entrecomillado que se me atribuye. Más aún, en la larga y cordial entrevista, grabada, que mantuve con Amiguet en Barcelona a propósito de mi último libro no hablamos nada de la cuestión catalana, buena prueba de mi supuesta obsesión por el asunto.
En fin, y sólo con ánimo de aclarar mi posición: creo que ha llegado la hora de que el Estado compuesto, con rasgos federales, que hemos desarrollado desde 1978 se convierta en un auténtico Estado federal. Para eso, no es camino la reforma de estatutos de autonomía, es precisa una reforma constitucional. Santos Juliá.
[Enviado el domingo, 18 de julio de 2010 a las 7,39 pm.]
Editado por
Santos Juliá
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.
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