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Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España
Durante la guerra civil, el presidente de la República pronunció cuatro discursos destinados a conseguir la paz por medio de una suspensión de armas tras una intervención de las potencias democráticas
Era el 18 de julio de 1938, dos años después de que el presidente de la República, Manuel Azaña, hubiera condenado la rebelión militar que se extendió por todo el territorio de la República, calificándola como “el horrendo delito de haber desgarrado el corazón de la patria”. Para conmemorar la resistencia frente a aquella rebelión, se habían reunido en el Ayuntamiento de Barcelona las autoridades de la República y de la Generalitat y un gran número de invitados. Una multitud llenaba por completo las vías adyacentes a la plaza de la República, en la que estaba formado el Batallón presidencial, con uniforme de media gala, bandera y banda de cornetas y tambores. Manuel Azaña llegó acompañado por el presidente del Gobierno, Juan Negrín, recibidos ambos por el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y por el ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, con quienes después de pasar revista, entró en el Ayuntamiento. En el Salón de Ciento, Azaña ocupó el sitial de la presidencia y se dispuso a pronunciar, sin notas ni papeles que le sirvieran de guía, el discurso previamente acordado en sus líneas generales con el presidente del Gobierno.
No era esta la primera vez que el presidente de la República se dirigía, con un solemne discurso, a los españoles en guerra. Convencido de que la República, tras la masiva intervención de Alemania e Italia en ayuda de los rebeldes, mientras Gran Bretaña y Francia daban la espalda a los leales, jamás podría ganar la guerra, Manuel Azaña se había retirado en noviembre de 1936 al monasterio de Montserrat desde el que bajaba cada mañana a su despacho de Barcelona. Trataba allí de convencer a quienes le visitaban de la necesidad de presentar a las potencias democráticas un plan de mediación que pusiera fin a la guerra civil española en la que veía el “primer acto de una nueva Gran Guerra”, como no dejó nunca de advertir a sus visitantes franceses o británicos. Desde finales de julio de 1936, Azaña repetía a quien quería escucharle que si Alemania e Italia triunfaban en España, Francia y Gran Bretaña habrían perdido la primera batalla de la segunda guerra que se avecinaba. En España, según creía y repetía Azaña, se estaba jugando el destino de Europa.
Nadie prestó la atención que merecían aquellas angustiosas advertencias, atribuyéndolas, en el Foreign Office y en el Quai d’Orsay, pero también en el gobierno de la República, al natural pesimista, muy pronto calificado de derrotista, del señor presidente. Madrid había aguantado el asalto de los rebeldes, los frentes se habían estabilizado y el ejército republicano comenzaba a recomponerse. La guerra iba, pues, para largo, y el presidente de la República no podía seguir recluido en la sagrada montaña de Montserrat. Ángel Ossorio, raro ejemplo de republicano y católico, embajador de la República en Bélgica, abogado y amigo de Azaña, le envío una carta a Barcelona instándole a poner fin a su encierro, trasladar su residencia a Valencia cerca del gobierno y visitar los frentes “a fin de que el mayor número de combatientes le vea y le escuche”. Su palabra, en efecto, había dejado de oírse desde la alocución de 26 de julio de 1936 dirigida al pueblo español para agradecer su sacrificio y alentar su resistencia frente a “los que llevan sobre sí la horrenda culpa de que por ellos se vierta tanta sangre y se causen tantos destrozos”. Transcurrido medio año de guerra, había llegado el momento de que los españoles volvieran a escuchar la palabra de su presidente. Esto fue lo que Ángel Ossorio recomendaba a Manuel Azaña.
Fuera por esta llamada o por el cansancio acumulado en tanta ida y venida de Montserrat a Barcelona, es lo cierto que Azaña decidió poner fin a su estado de semi-reclusión y a su silencio, trasladándose a Valencia y pronunciando el 21 de enero de 1937 en el Ayuntamiento su primer discurso de guerra. Es el que marcará la pauta de los cuatro reunidos en un volumen prologado por Antonio Machado y editado cuando ya la guerra embocaba su final. Azaña no oculta ni elude calificar en este primer discurso la guerra civil como un problema de carácter nacional español, un problema interno de la política española, originado en una rebelión de gran parte de las fuerzas armadas de la nación contra un Estado que responde a la agresión en cumplimiento de su deber. Hacemos la guerra porque nos la hacen, dice Azaña, para a renglón seguido afirmar que la rebelión militar había ascendido a la categoría de grave problema internacional. España es una nación invadida y el pueblo español lucha ahora, en sentido estricto, por su independencia nacional. La guerra civil se convierte así en una guerra de alcance internacional que pone en peligro el equilibrio europeo. Francia y Gran Bretaña no pueden permanecer impasibles ante la presencia de tanques italianos y aviones alemanes sobre el suelo y bajo el cielo español.
Hasta aquí, quien habla es el Azaña político, el que aplica el bisturí de la razón a una situación dramática para analizarla en cada uno de sus elementos, provocando una especie de esclarecimiento del juicio como preludio de una fusión de sensibilidad entre el orador y el público que escucha en un emocionado silencio su palabra. Era una cualidad destacada de los discursos de Azaña que ese esclarecimiento de juicio, acompañado de una descarga de sensibilidad, fuese acompañado de una intromisión de su propio yo en el momento en que culminaba el trabajo de la razón política y comenzaba, dando un quiebro a su argumento, la exploración de la dimensión moral de la situación que trataba de aclarar y resolver. Azaña evoca el origen de la guerra en una rebelión interna y su inmediato alcance internacional con un doble propósito: primero, que los españoles en guerra se convenzan de que es necesario aprender a vivir juntos en paz; y segundo, que las potencias democráticas se convenzan de que, por su propio interés, deben intervenir en España.
Para reforzar por medio de la emoción esta doble llamada, a los españoles y a los extranjeros, Azaña se implica personalmente en su propio discurso: “vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros; a mí, no […] porque cuando se tiene el dolor español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas”. Al escuchar estas palabras “todos sentimos como si el dolor majestuoso del pueblo destrozado cayera sobre nosotros”, recordará Juan Gil Albert, evocando lo que Ángel Gaos había escrito en Hora de España al dar cuenta del acto. En ese clima altamente emotivo, Azaña terminaba su primer discurso de guerra… “Y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quien ha sufrido más por la libertad de España.” “Don Manuel, don Manuel”, musitaba María Zambrano, sollozando, con los ojos empañados en lágrimas.
El recuerdo de la patria desgarrada por el crimen de la rebelión e invadida por potencias extranjeras será constante y reiterado en todas las propuestas e iniciativas que tomó Azaña desde la presidencia de la República con el propósito de conseguir una suspensión de hostilidades que condujera a una paz negociada. Lo fue, desde luego, en sus esfuerzos por forzar a las potencias democráticas a una mediación que pusiera fin a la guerra; pero lo fue sobre todo, y progresivamente con tonos más acuciantes, en sus llamadas a los combatientes para que entendieran -como dirá en su segundo discurso de guerra pronunciado también en Valencia, en su Universidad, el 18 de julio de 1937- que ninguna nación puede constituirse en torno a “una unidad dogmática, sea religiosa, o política, o social, o económica para expulsar de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda contra ese dogma”. Esta manera de entender la unidad nacional, dice Azaña, destruiría en su base el concepto mismo de lo nacional; sería “un concepto de pueblo nómada, que no tiene patria ni calienta ningún hogar […] un concepto de pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz que la media luna, pero que arroja a las tinieblas exteriores a todo el que no comparta su adoración”.
Azaña incorporó decididamente, en este segundo discurso de guerra, la tierra y el hogar al sentimiento de patria en un pasaje que es preciso reproducir literalmente: “cuando hablo de mi nación, que es la de todos vosotros y de nuestra patria, que es España, cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma como un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y paz, cuando yo hablo de nuestra nación y de España, que así se llama, estoy pensando en todo su ser, en lo físico y en lo moral, en su tierras, fértiles o áridas, en sus paisajes, emocionantes o no; en su mesetas, y en sus jardines, y en su huertos, y en sus diversas lenguas y en sus tradiciones locales”. Todo eso junto, unido por una ilustre historia, es lo que constituye “un ser moral vivo que se llama España, y que es lo que existe y por lo que se lucha, y en cuyo territorio transcurre la guerra”.
Si procede, a estas alturas de su vida, y cuando se ha cumplido un año de guerra, a fundir todos esos elementos –tierra, paisajes, lenguas, tradiciones, historia, entidad moral- y a darles el mismo valor de patria es con el evidente propósito de recordar en plena guerra que habrá de llegar un día en el que será necesario habituarse “otra vez a la idea que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable, de que de los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten unos a otros, siempre quedarán bastantes, y los que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca”. Azaña había definido desde los primeros días del golpe de Estado y de la revolución sindical que fue su inmediato resultado, como guerra de venganza y exterminio lo que estaba ocurriendo en España. Ahora, un año después, no tiene empacho en afirmar que toda guerra civil es una monstruosidad y en reprobar de nuevo públicamente la política de exterminio. La ferocidad de la guerra, apuntó en su diario el 26 de julio de 1937, llega a extremos repugnantes: “cuando estén colmadas de muertos las cuencas de España, muchos creerán haber engendrado una nueva patria; o lo dirán, para que la sangre de sus manos parezca la sangre de un parto. Se llaman padres de la patria, o sus comadrones, y no son más que matarifes”.
En una guerra civil –repetirá en el Ayuntamiento de Madrid, en su tercer discurso, pronunciado durante una visita a los frentes, el 13 de noviembre de 1937- “vencedores y vencidos tienen el día de mañana que llevar sobre sus costillas, como la llevarán la generaciones venideras, la pesadumbre de esta catástrofe. Hay que tener la entereza de saborear el amargor de este problema y decirlo con vigor y con claridad.” En España, entre rebeldes o leales, nadie, excepto él, lo decía y nadie lo dirá. Pero cuando estas cosas se dicen y se siente el amargor de este problema, nada puede servir de consuelo. Se suele invocar entonces, dice en Madrid, el nombre de la patria. “Cuando truena el cañón, pocos se privan, en cualquier campo que estén, de invocar el nombre de su patria, y a veces hasta el nombre de Dios. Es muy frecuente asegurarse previamente de que un dios favorece a un ejército contra el otro, y que se cuenta con la protección divina para ganar la batalla. Pero es más frecuente todavía invocar el nombre de la patria. Yo protesto”. Protesta Azaña porque ninguna guerra, a no ser para defender la independencia nacional, puede encenderse en nombre de la patria. Sólo inician una guerra contra sus compatriotas quienes creen que la patria es una especie de deidad remota, sanguinaria, a la que es preciso sacrificar unos cuantos cientos de miles de sus hijos para tenerla contenta. Azaña no cree que la patria sea eso: “nuestra patria no es distinta de los españoles; nosotros somos nuestra patria moralmente, como lo es nuestro territorio, como lo son nuestras ciudades, como lo serán las generaciones que vengan mañana, como somos nosotros los herederos de las pasadas”. La patria de Azaña es, en definitiva, un territorio, una historia, una cultura, una libertad que se deja en herencia a las generaciones futuras: nosotros somos nuestra patria.
A medida que la guerra acumula estragos y que se esfuma cualquier atisbo de paz negociada a través de una mediación internacional, y cuando ya han transcurrido dos años del horrendo crimen contra la patria, el presidente de la República vuelve a elevar su voz, por cuarta y última vez, para recordar desde el Ayuntamiento de Barcelona a todos los españoles el día en que tendrán que “sustituir con la gloria duradera de la paz la gloria siniestra y dolorosa de la guerra”. Entonces, unos y otros, vencedores o vencidos, comprobarán una vez más lo que nunca debió ser desconocido: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Si esa es después de dos años de guerra la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico lo será porque, al evocar el sol y los arroyos, vuelve a negar que la nación pueda construirse sobre un dogma que excluya a todos los que no lo profesan. Ese es el concepto islámico de nación y de Estado. Nosotros, insiste Azaña, vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella no solo los elementos materiales del territorio, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos, que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo. Ahora ya no es la República lo que Azaña tiene en mente al evocar la patria; ahora es todo ese patrimonio moral, toda esa civilización, construidas sobre esa “tierra materna” que abriga a tantos muertos y que, con ellos, está en trance de desaparecer.
Por eso, una vez más pero ahora con emoción redoblada, cuando en esa tarde de julio de 1938 enfila el final del último de sus discursos de guerra dirigidos a conseguir la paz, Azaña deja de lado los argumentos políticos para recordar la profunda conmoción moral y la obligación de pensar en todos los muertos, en “tantos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”. Entre sus oyentes, Julián Zugazagoitia, secretario general de Defensa, creía que muchos compatriotas no habían podido escuchar esas palabras sin un estremecimiento de emoción, y Mariano Ansó, que hasta unos meses antes había sido ministro de Justicia, recuerda que “la emoción producida en el auditorio que los escuchó fue considerable”. Es la misma emoción que en su primer discurso de guerra había sacudido a Gil Albert y a María Zambrano, la misma que, todavía hoy, 75 años después de aquel 18 de julio de 1938, despierta la palabra del presidente de la República cuando dejamos, libres de prejuicios, que su eco resuene en todos nosotros, seamos hijos o nietos de vencedores, de vencidos o de quienes, sin quererlo, se vieron arrastrados a tomar las armas en una guerra de exterminio.
Publicado en La Aventura de la Historia, 20 de junio de 2013.
No era esta la primera vez que el presidente de la República se dirigía, con un solemne discurso, a los españoles en guerra. Convencido de que la República, tras la masiva intervención de Alemania e Italia en ayuda de los rebeldes, mientras Gran Bretaña y Francia daban la espalda a los leales, jamás podría ganar la guerra, Manuel Azaña se había retirado en noviembre de 1936 al monasterio de Montserrat desde el que bajaba cada mañana a su despacho de Barcelona. Trataba allí de convencer a quienes le visitaban de la necesidad de presentar a las potencias democráticas un plan de mediación que pusiera fin a la guerra civil española en la que veía el “primer acto de una nueva Gran Guerra”, como no dejó nunca de advertir a sus visitantes franceses o británicos. Desde finales de julio de 1936, Azaña repetía a quien quería escucharle que si Alemania e Italia triunfaban en España, Francia y Gran Bretaña habrían perdido la primera batalla de la segunda guerra que se avecinaba. En España, según creía y repetía Azaña, se estaba jugando el destino de Europa.
Nadie prestó la atención que merecían aquellas angustiosas advertencias, atribuyéndolas, en el Foreign Office y en el Quai d’Orsay, pero también en el gobierno de la República, al natural pesimista, muy pronto calificado de derrotista, del señor presidente. Madrid había aguantado el asalto de los rebeldes, los frentes se habían estabilizado y el ejército republicano comenzaba a recomponerse. La guerra iba, pues, para largo, y el presidente de la República no podía seguir recluido en la sagrada montaña de Montserrat. Ángel Ossorio, raro ejemplo de republicano y católico, embajador de la República en Bélgica, abogado y amigo de Azaña, le envío una carta a Barcelona instándole a poner fin a su encierro, trasladar su residencia a Valencia cerca del gobierno y visitar los frentes “a fin de que el mayor número de combatientes le vea y le escuche”. Su palabra, en efecto, había dejado de oírse desde la alocución de 26 de julio de 1936 dirigida al pueblo español para agradecer su sacrificio y alentar su resistencia frente a “los que llevan sobre sí la horrenda culpa de que por ellos se vierta tanta sangre y se causen tantos destrozos”. Transcurrido medio año de guerra, había llegado el momento de que los españoles volvieran a escuchar la palabra de su presidente. Esto fue lo que Ángel Ossorio recomendaba a Manuel Azaña.
Fuera por esta llamada o por el cansancio acumulado en tanta ida y venida de Montserrat a Barcelona, es lo cierto que Azaña decidió poner fin a su estado de semi-reclusión y a su silencio, trasladándose a Valencia y pronunciando el 21 de enero de 1937 en el Ayuntamiento su primer discurso de guerra. Es el que marcará la pauta de los cuatro reunidos en un volumen prologado por Antonio Machado y editado cuando ya la guerra embocaba su final. Azaña no oculta ni elude calificar en este primer discurso la guerra civil como un problema de carácter nacional español, un problema interno de la política española, originado en una rebelión de gran parte de las fuerzas armadas de la nación contra un Estado que responde a la agresión en cumplimiento de su deber. Hacemos la guerra porque nos la hacen, dice Azaña, para a renglón seguido afirmar que la rebelión militar había ascendido a la categoría de grave problema internacional. España es una nación invadida y el pueblo español lucha ahora, en sentido estricto, por su independencia nacional. La guerra civil se convierte así en una guerra de alcance internacional que pone en peligro el equilibrio europeo. Francia y Gran Bretaña no pueden permanecer impasibles ante la presencia de tanques italianos y aviones alemanes sobre el suelo y bajo el cielo español.
Hasta aquí, quien habla es el Azaña político, el que aplica el bisturí de la razón a una situación dramática para analizarla en cada uno de sus elementos, provocando una especie de esclarecimiento del juicio como preludio de una fusión de sensibilidad entre el orador y el público que escucha en un emocionado silencio su palabra. Era una cualidad destacada de los discursos de Azaña que ese esclarecimiento de juicio, acompañado de una descarga de sensibilidad, fuese acompañado de una intromisión de su propio yo en el momento en que culminaba el trabajo de la razón política y comenzaba, dando un quiebro a su argumento, la exploración de la dimensión moral de la situación que trataba de aclarar y resolver. Azaña evoca el origen de la guerra en una rebelión interna y su inmediato alcance internacional con un doble propósito: primero, que los españoles en guerra se convenzan de que es necesario aprender a vivir juntos en paz; y segundo, que las potencias democráticas se convenzan de que, por su propio interés, deben intervenir en España.
Para reforzar por medio de la emoción esta doble llamada, a los españoles y a los extranjeros, Azaña se implica personalmente en su propio discurso: “vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros; a mí, no […] porque cuando se tiene el dolor español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas”. Al escuchar estas palabras “todos sentimos como si el dolor majestuoso del pueblo destrozado cayera sobre nosotros”, recordará Juan Gil Albert, evocando lo que Ángel Gaos había escrito en Hora de España al dar cuenta del acto. En ese clima altamente emotivo, Azaña terminaba su primer discurso de guerra… “Y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quien ha sufrido más por la libertad de España.” “Don Manuel, don Manuel”, musitaba María Zambrano, sollozando, con los ojos empañados en lágrimas.
El recuerdo de la patria desgarrada por el crimen de la rebelión e invadida por potencias extranjeras será constante y reiterado en todas las propuestas e iniciativas que tomó Azaña desde la presidencia de la República con el propósito de conseguir una suspensión de hostilidades que condujera a una paz negociada. Lo fue, desde luego, en sus esfuerzos por forzar a las potencias democráticas a una mediación que pusiera fin a la guerra; pero lo fue sobre todo, y progresivamente con tonos más acuciantes, en sus llamadas a los combatientes para que entendieran -como dirá en su segundo discurso de guerra pronunciado también en Valencia, en su Universidad, el 18 de julio de 1937- que ninguna nación puede constituirse en torno a “una unidad dogmática, sea religiosa, o política, o social, o económica para expulsar de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda contra ese dogma”. Esta manera de entender la unidad nacional, dice Azaña, destruiría en su base el concepto mismo de lo nacional; sería “un concepto de pueblo nómada, que no tiene patria ni calienta ningún hogar […] un concepto de pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz que la media luna, pero que arroja a las tinieblas exteriores a todo el que no comparta su adoración”.
Azaña incorporó decididamente, en este segundo discurso de guerra, la tierra y el hogar al sentimiento de patria en un pasaje que es preciso reproducir literalmente: “cuando hablo de mi nación, que es la de todos vosotros y de nuestra patria, que es España, cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma como un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y paz, cuando yo hablo de nuestra nación y de España, que así se llama, estoy pensando en todo su ser, en lo físico y en lo moral, en su tierras, fértiles o áridas, en sus paisajes, emocionantes o no; en su mesetas, y en sus jardines, y en su huertos, y en sus diversas lenguas y en sus tradiciones locales”. Todo eso junto, unido por una ilustre historia, es lo que constituye “un ser moral vivo que se llama España, y que es lo que existe y por lo que se lucha, y en cuyo territorio transcurre la guerra”.
Si procede, a estas alturas de su vida, y cuando se ha cumplido un año de guerra, a fundir todos esos elementos –tierra, paisajes, lenguas, tradiciones, historia, entidad moral- y a darles el mismo valor de patria es con el evidente propósito de recordar en plena guerra que habrá de llegar un día en el que será necesario habituarse “otra vez a la idea que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable, de que de los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten unos a otros, siempre quedarán bastantes, y los que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca”. Azaña había definido desde los primeros días del golpe de Estado y de la revolución sindical que fue su inmediato resultado, como guerra de venganza y exterminio lo que estaba ocurriendo en España. Ahora, un año después, no tiene empacho en afirmar que toda guerra civil es una monstruosidad y en reprobar de nuevo públicamente la política de exterminio. La ferocidad de la guerra, apuntó en su diario el 26 de julio de 1937, llega a extremos repugnantes: “cuando estén colmadas de muertos las cuencas de España, muchos creerán haber engendrado una nueva patria; o lo dirán, para que la sangre de sus manos parezca la sangre de un parto. Se llaman padres de la patria, o sus comadrones, y no son más que matarifes”.
En una guerra civil –repetirá en el Ayuntamiento de Madrid, en su tercer discurso, pronunciado durante una visita a los frentes, el 13 de noviembre de 1937- “vencedores y vencidos tienen el día de mañana que llevar sobre sus costillas, como la llevarán la generaciones venideras, la pesadumbre de esta catástrofe. Hay que tener la entereza de saborear el amargor de este problema y decirlo con vigor y con claridad.” En España, entre rebeldes o leales, nadie, excepto él, lo decía y nadie lo dirá. Pero cuando estas cosas se dicen y se siente el amargor de este problema, nada puede servir de consuelo. Se suele invocar entonces, dice en Madrid, el nombre de la patria. “Cuando truena el cañón, pocos se privan, en cualquier campo que estén, de invocar el nombre de su patria, y a veces hasta el nombre de Dios. Es muy frecuente asegurarse previamente de que un dios favorece a un ejército contra el otro, y que se cuenta con la protección divina para ganar la batalla. Pero es más frecuente todavía invocar el nombre de la patria. Yo protesto”. Protesta Azaña porque ninguna guerra, a no ser para defender la independencia nacional, puede encenderse en nombre de la patria. Sólo inician una guerra contra sus compatriotas quienes creen que la patria es una especie de deidad remota, sanguinaria, a la que es preciso sacrificar unos cuantos cientos de miles de sus hijos para tenerla contenta. Azaña no cree que la patria sea eso: “nuestra patria no es distinta de los españoles; nosotros somos nuestra patria moralmente, como lo es nuestro territorio, como lo son nuestras ciudades, como lo serán las generaciones que vengan mañana, como somos nosotros los herederos de las pasadas”. La patria de Azaña es, en definitiva, un territorio, una historia, una cultura, una libertad que se deja en herencia a las generaciones futuras: nosotros somos nuestra patria.
A medida que la guerra acumula estragos y que se esfuma cualquier atisbo de paz negociada a través de una mediación internacional, y cuando ya han transcurrido dos años del horrendo crimen contra la patria, el presidente de la República vuelve a elevar su voz, por cuarta y última vez, para recordar desde el Ayuntamiento de Barcelona a todos los españoles el día en que tendrán que “sustituir con la gloria duradera de la paz la gloria siniestra y dolorosa de la guerra”. Entonces, unos y otros, vencedores o vencidos, comprobarán una vez más lo que nunca debió ser desconocido: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Si esa es después de dos años de guerra la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico lo será porque, al evocar el sol y los arroyos, vuelve a negar que la nación pueda construirse sobre un dogma que excluya a todos los que no lo profesan. Ese es el concepto islámico de nación y de Estado. Nosotros, insiste Azaña, vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella no solo los elementos materiales del territorio, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos, que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo. Ahora ya no es la República lo que Azaña tiene en mente al evocar la patria; ahora es todo ese patrimonio moral, toda esa civilización, construidas sobre esa “tierra materna” que abriga a tantos muertos y que, con ellos, está en trance de desaparecer.
Por eso, una vez más pero ahora con emoción redoblada, cuando en esa tarde de julio de 1938 enfila el final del último de sus discursos de guerra dirigidos a conseguir la paz, Azaña deja de lado los argumentos políticos para recordar la profunda conmoción moral y la obligación de pensar en todos los muertos, en “tantos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”. Entre sus oyentes, Julián Zugazagoitia, secretario general de Defensa, creía que muchos compatriotas no habían podido escuchar esas palabras sin un estremecimiento de emoción, y Mariano Ansó, que hasta unos meses antes había sido ministro de Justicia, recuerda que “la emoción producida en el auditorio que los escuchó fue considerable”. Es la misma emoción que en su primer discurso de guerra había sacudido a Gil Albert y a María Zambrano, la misma que, todavía hoy, 75 años después de aquel 18 de julio de 1938, despierta la palabra del presidente de la República cuando dejamos, libres de prejuicios, que su eco resuene en todos nosotros, seamos hijos o nietos de vencedores, de vencidos o de quienes, sin quererlo, se vieron arrastrados a tomar las armas en una guerra de exterminio.
Publicado en La Aventura de la Historia, 20 de junio de 2013.
A proposito del mesianismo secularizado como remedio ante los fracasos del marxismo concebido como ciencia de la historia
La última reflexión de Enzo Traverso sobre "Marx, la historia y los historiadores.Una relación a inventar" (Pasajes, otoño de 2012, pp. 88-89) parte de la derrota del socialismo en el siglo XX entendida como derrota de las clases combatientes, de las clases oprimidas. Pero el socialismo, si por socialismo se entiende lo que sucumbió con la caída del Muro, nunca ha sufrido una derrota ni de grandes ni de pequeñas proporciones: triunfó sobre el nazismo y consolidó un Estado en dos grandes potencias: la Unión Soviética y China. En su guerra contra el imperialismo, los comunistas de Vietnam resistieron hasta el triunfo final. De manera que si la historia marxista adopta siempre, como afirma Traverso, el punto de vista de los dominados, tendría que ser el punto de vista de los derrotados por el socialismo en el poder el que debería adoptar el historiador marxista al emprender la investigación de lo ocurrido en la Unión Soviética y en China desde la instauración de sus respectivos Estados comunistas.
El problema central para una historia marxista, entendida como historia que adopta el punto de vista de las clases dominadas, no procede de una derrota de los oprimidos, sino del hundimiento de los vencedores; no de que el comunismo o el socialismo hayan sido derrotados por el capitalismo, sino de la desaparición del Partido Comunista y de la transformación del Estado socialista de la Unión Soviética en un Estado capitalista, y de la inmediata conversión de la economía socialista en economía capitalista bajo el poder del Partido Comunista en China. El problema radica en que las revoluciones del siglo XX, emprendidas en nombre de los oprimidos, han conducido a nuevos y más perfectos, por más totales, sistemas de dominación. Ni el partido comunista de la Unión Soviética ni el partido comunista de China pueden ser tratados, una vez conquistado todo el poder, como representantes de una clase oprimida y, por tanto, la mirada hacia su pasado no puede adoptar el punto de vista de los oprimidos.
Traer a colación en este contexto el pensamiento de Walter Benjamin no tiene mucho sentido. Benjamin se habría situado del lado de las víctimas del Gulag o de los sacrificados a la revolución cultural china, que son los que bajo la dominación de los respectivos partidos comunistas de la Unión Soviética y en la República Popular China formaron los rangos de las generaciones de vencidos, esos serían los grandes derrotados, esas serían las víctimas. Si no se identifica exactamente quiénes conquistan el poder, quiénes lo ejercen, las categorías de derrotados y oprimidos quedan como suspendidas en el aire, sin sabe exactamente de quiénes hablamos.
Por eso suena a vacío la propuesta final de Traverso: el “mesianismo secularizado” como “excelente remedio ante los fracasos de un marxismo concebido como ciencia de la historia”. Si la enfermedad –marxismo como ciencia- era mala, el remedio –marxismo concebido como alimentación del “recuerdo de los combates perdidos, de las derrotas del pasado”, porque es ahí donde radican la “promesa de redención”- no es mejor. Oponer una concepción de la historia como rememoración de los vencidos porque el recuerdo de su derrota es portador de promesas de redención, significa sustituir el fracasado proyecto de una ciencia marxista de la historia por una especie de teología judeo-cristiana que atribuiría a los vencidos o derrotados en el pasado, precisamente porque lo fueron, un capital redentor que permanece intacto en el presente, de modo que si los recuperamos para la memoria colectiva habremos emprendido el camino de redención de nuestro tiempo.
Pero esa historia como narrativa de redención de los pasados de derrotas, por muy secularizada que se presente (en realidad, no se presenta porque se sigue hablando de redención por la memoria, categoría central de la teología judeo-cristiana) no puede dar lugar más que a una mala teología de salvación. Tal vez sea muy consolador pensar que en los proyectos de futuro derrotados se encuentra la claves para redimir el tiempo presente, única vía para abrir un futuro. Pero ese consuelo será la prueba de que la historia ha perdido su capacidad crítica, en la que consiste precisamente la mejor herencia que podría venir de Marx; actuaría de nuevo como un opio, una adormecedera. No hay en los pasados de derrotas nada redentor; no hay en el sufrimiento o la opresión de una clase nada que permita extraer de su experiencia ninguna clave redentora para enfrentarnos a los problemas de un tiempo que ya no es el suyo. La redención es una categoría teológica, no tiene nada que ver con el conocimiento crítico del pasado, que es precisamente a lo que tendría que aspirar una historia que se reclame heredera no solo, sino también, de la mirada de Marx.
El problema central para una historia marxista, entendida como historia que adopta el punto de vista de las clases dominadas, no procede de una derrota de los oprimidos, sino del hundimiento de los vencedores; no de que el comunismo o el socialismo hayan sido derrotados por el capitalismo, sino de la desaparición del Partido Comunista y de la transformación del Estado socialista de la Unión Soviética en un Estado capitalista, y de la inmediata conversión de la economía socialista en economía capitalista bajo el poder del Partido Comunista en China. El problema radica en que las revoluciones del siglo XX, emprendidas en nombre de los oprimidos, han conducido a nuevos y más perfectos, por más totales, sistemas de dominación. Ni el partido comunista de la Unión Soviética ni el partido comunista de China pueden ser tratados, una vez conquistado todo el poder, como representantes de una clase oprimida y, por tanto, la mirada hacia su pasado no puede adoptar el punto de vista de los oprimidos.
Traer a colación en este contexto el pensamiento de Walter Benjamin no tiene mucho sentido. Benjamin se habría situado del lado de las víctimas del Gulag o de los sacrificados a la revolución cultural china, que son los que bajo la dominación de los respectivos partidos comunistas de la Unión Soviética y en la República Popular China formaron los rangos de las generaciones de vencidos, esos serían los grandes derrotados, esas serían las víctimas. Si no se identifica exactamente quiénes conquistan el poder, quiénes lo ejercen, las categorías de derrotados y oprimidos quedan como suspendidas en el aire, sin sabe exactamente de quiénes hablamos.
Por eso suena a vacío la propuesta final de Traverso: el “mesianismo secularizado” como “excelente remedio ante los fracasos de un marxismo concebido como ciencia de la historia”. Si la enfermedad –marxismo como ciencia- era mala, el remedio –marxismo concebido como alimentación del “recuerdo de los combates perdidos, de las derrotas del pasado”, porque es ahí donde radican la “promesa de redención”- no es mejor. Oponer una concepción de la historia como rememoración de los vencidos porque el recuerdo de su derrota es portador de promesas de redención, significa sustituir el fracasado proyecto de una ciencia marxista de la historia por una especie de teología judeo-cristiana que atribuiría a los vencidos o derrotados en el pasado, precisamente porque lo fueron, un capital redentor que permanece intacto en el presente, de modo que si los recuperamos para la memoria colectiva habremos emprendido el camino de redención de nuestro tiempo.
Pero esa historia como narrativa de redención de los pasados de derrotas, por muy secularizada que se presente (en realidad, no se presenta porque se sigue hablando de redención por la memoria, categoría central de la teología judeo-cristiana) no puede dar lugar más que a una mala teología de salvación. Tal vez sea muy consolador pensar que en los proyectos de futuro derrotados se encuentra la claves para redimir el tiempo presente, única vía para abrir un futuro. Pero ese consuelo será la prueba de que la historia ha perdido su capacidad crítica, en la que consiste precisamente la mejor herencia que podría venir de Marx; actuaría de nuevo como un opio, una adormecedera. No hay en los pasados de derrotas nada redentor; no hay en el sufrimiento o la opresión de una clase nada que permita extraer de su experiencia ninguna clave redentora para enfrentarnos a los problemas de un tiempo que ya no es el suyo. La redención es una categoría teológica, no tiene nada que ver con el conocimiento crítico del pasado, que es precisamente a lo que tendría que aspirar una historia que se reclame heredera no solo, sino también, de la mirada de Marx.
En un excelente ejercicio de memoria, autobiografía e historia, Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha escrito una obra que será referencia inexcusable para entender la transición
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, Memorial de transiciones (1939-1978). La generación de 1978. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2015, 736 páginas.
Si hacia 1965 se hubiera preguntado a un político procedente del régimen pero muy activo en la oposición, como Dionisio Ridruejo, o a un sociólogo que había velado sus primeros armas en el Instituto de Estudios Políticos para acabar sentando cátedra en la universidad de Estados Unidos, como Juan Linz, cual sería el futuro político de España tras la muerte de Franco, muy probablemente habría respondido: como ahora es el presente de Italia. Los españoles votarían más o menos como los italianos, divididos entre una derecha demócrata-cristiana y una izquierda en la que rivalizarían por la hegemonía comunistas y socialistas. De la capacidad de diálogo y entendimiento entre unos y otros dependería, al modo italiano, el futuro español.
La predicción resultó fallida: el partido que concurrió a las elecciones de 1977 bajo la imposible denominación de Equipo demócrata-cristiano del Estado español sufrió una estrepitosa derrota y los comunistas un doloroso revés, de los que ninguno de ellos logró recuperarse. El lugar que politólogos y sociólogos habían profetizado para la DC y el PCE fue ocupado por dos formaciones políticas emergentes, una recién nacida, la UCD, y otra recién refundada, el PSOE. De las causas de esta configuración de fuerzas políticas de izquierda disponemos hoy de abundantes memorias y estudios; de los motivos de la atomización en pequeños grupos, primero, y de la desaparición de la faz de la tierra, después, de los demócratas cristianos, este Memorial de transiciones se ha erigido, por su propio peso, en un referente imprescindible.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha fabricado, en efecto, con el esmero propio de quien recuerda y la tesonera labor de quien investiga, un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, memoria, autobiografía e historia, tres géneros difíciles de cohonestar cuando se trata de escribir la propia vida, sin que decaiga nunca el ritmo de la narración ni suscite dudas sobre la veracidad de lo narrado: contar el pasado apoyándose en su propia memoria, en las múltiples notas escritas sobre personas, encuentros y sucesos de los que fue protagonista y, cuando se trata de dar cuenta de una determinada situación política, en un trabajo de investigación en fuentes de todo tipo, bibliográficas, hemerográficas y archivísticas. Afortunadamente, el resultado final queda bien lejos de la literatura autojustificatoria, o –si vale la palabra- autohagiográfica que tanto inunda y malbarata las abundantes memorias de los políticos españoles.
Y así pasan ante nuestra mirada los años del Madrid de la guerra y la posguerra en una España hambrienta y devastada; la entrada en el inevitable colegio del Pilar, curiosa fragua del grupo generacional llamado a desempeñar un destacado papel político en el futuro; la llegada a la Universidad el mismo año de la primera rebelión estudiantil que provocó una crisis de gobierno saludada, sobre todo desde el exilio, como anuncio de la inminente crisis del régimen. Y a partir de ahí, seminarios, revistas, amistades, salidas a Europa, Ateneo, oposiciones y el casi obligado –por razones de amistad y medio social- desembarco en las filas, las arenas más bien, de la democracia cristiana, donde Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación cuando la rebelión universitaria, lanzaba desde 1963 los Cuadernos para un diálogo en el que los comunistas serían privilegiados interlocutores.
Nada más aparecer la democracia cristiana, surgen también aquí y allá los grupos, identificados por las numerosas personalidades que van desfilando por estas páginas. El camino será largo y las divisiones frecuentes mientras los grupos proliferan: Tácito ocupará un lugar especial desde 1973, como lo intentará ocupar el Partido Popular –nada que ver con el PP- en 1976. ¿Por qué no lograron fundirse en un partido de centro bajo la advocación demócrata cristiana? Algo tuvo que ver el cardenal Tarancón, claro, con su reiterada negativa a que la Conferencia Episcopal apadrinara ningún partido, aunque parafraseando a don Ramón Carande, quizá se podría responder: demasiadas personalidades.
Ese fue el quid de la cuestión, como esa será también la clave del hundimiento de UCD que en su ascenso fagocitó a buena porción de la democracia cristiana y en su declive fue rematada por una de sus facciones. Pero esta es ya otra historia que quizá algún día Juan Antonio Ortega se anime a contarnos con tantas elocuentes anécdotas, tantas sabrosas pinceladas de personajes, tantas vueltas y revueltas sin perder nunca el hilo de la trama y tanta veracidad como las que destilan las páginas de este Memorial.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha fabricado, en efecto, con el esmero propio de quien recuerda y la tesonera labor de quien investiga, un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, memoria, autobiografía e historia, tres géneros difíciles de cohonestar cuando se trata de escribir la propia vida, sin que decaiga nunca el ritmo de la narración ni suscite dudas sobre la veracidad de lo narrado: contar el pasado apoyándose en su propia memoria, en las múltiples notas escritas sobre personas, encuentros y sucesos de los que fue protagonista y, cuando se trata de dar cuenta de una determinada situación política, en un trabajo de investigación en fuentes de todo tipo, bibliográficas, hemerográficas y archivísticas. Afortunadamente, el resultado final queda bien lejos de la literatura autojustificatoria, o –si vale la palabra- autohagiográfica que tanto inunda y malbarata las abundantes memorias de los políticos españoles.
Y así pasan ante nuestra mirada los años del Madrid de la guerra y la posguerra en una España hambrienta y devastada; la entrada en el inevitable colegio del Pilar, curiosa fragua del grupo generacional llamado a desempeñar un destacado papel político en el futuro; la llegada a la Universidad el mismo año de la primera rebelión estudiantil que provocó una crisis de gobierno saludada, sobre todo desde el exilio, como anuncio de la inminente crisis del régimen. Y a partir de ahí, seminarios, revistas, amistades, salidas a Europa, Ateneo, oposiciones y el casi obligado –por razones de amistad y medio social- desembarco en las filas, las arenas más bien, de la democracia cristiana, donde Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación cuando la rebelión universitaria, lanzaba desde 1963 los Cuadernos para un diálogo en el que los comunistas serían privilegiados interlocutores.
Nada más aparecer la democracia cristiana, surgen también aquí y allá los grupos, identificados por las numerosas personalidades que van desfilando por estas páginas. El camino será largo y las divisiones frecuentes mientras los grupos proliferan: Tácito ocupará un lugar especial desde 1973, como lo intentará ocupar el Partido Popular –nada que ver con el PP- en 1976. ¿Por qué no lograron fundirse en un partido de centro bajo la advocación demócrata cristiana? Algo tuvo que ver el cardenal Tarancón, claro, con su reiterada negativa a que la Conferencia Episcopal apadrinara ningún partido, aunque parafraseando a don Ramón Carande, quizá se podría responder: demasiadas personalidades.
Ese fue el quid de la cuestión, como esa será también la clave del hundimiento de UCD que en su ascenso fagocitó a buena porción de la democracia cristiana y en su declive fue rematada por una de sus facciones. Pero esta es ya otra historia que quizá algún día Juan Antonio Ortega se anime a contarnos con tantas elocuentes anécdotas, tantas sabrosas pinceladas de personajes, tantas vueltas y revueltas sin perder nunca el hilo de la trama y tanta veracidad como las que destilan las páginas de este Memorial.
La reciente publicación por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas del Archivo Gomá, en una colección de 13 volúmenes que abarcan toda la Guerra Civil, constituye una aportación fundamental a nuestro conocimiento del pensamiento y la acción de la jerarquía eclesiástica durante ese periodo.
En una edición muy cuidada, exhaustiva, a cargo de los historiadores Antón Pazos y José Andrés Gallego acaba de culminar la publicación en 13 volúmenes del archivo del cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, relativo a los años de la Guerra Civil. Entre cientos de documentos imprescindibles para seguir el pensamiento y la acción de la Iglesia católica durante la guerra civil, la mayor sorpresa que me aguardaba en los miles de páginas que componen la edición es el proyecto de una posible mediación internacional en España, entregado por el secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios del Vaticano, Giuseppe Pizzardo, a Isidro Gomá en una entrevista mantenida en Lourdes a finales de mayo de 1937.
Ese documento, como digo, es un plan de mediación para poner fin a la guerra de España. Anduve yo a su búsqueda en el Public Record Office, en los archivos del Vaticano y en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia hace ya unos cuantos años, sin éxito y, finalmente, aquí está, en el volumen 5 de esta colección. Es un documento escrito en francés, probablemente entregado a Pizzardo por el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, en su encuentro con ocasión de la coronación de Jorge VI en mayo de 1937. Mi sorpresa no fue tanto el documento en sí como la comprobación de que el plan que Pizzardo ponía en manos de Gomá es una versión francesa del plan que Manuel Azaña encomendó a Julián Besteiro para que lo presentara a Anthony Eden con idéntico motivo, o sea, como representante del presidente de la República española en la ceremonia de coronación del monarca británico. Suenan también en ese papel los ecos de las propuestas del comité francés por la paz civil y religiosa de España, que presidía Jacques Maritain, paralelo al comité español, presidido por Alfredo Mendizábal. El plan, en seis puntos, recoge la idea de Azaña de una suspensión de armas, arret de tout hostilité, que permitiera a una delegación de las potencias venir a España y, pasado un tiempo, tutelar un plebiscito en el que los españoles manifestarían su libre voluntad de alcanzar una solución pacífica del conflicto armado y darse la forma de Estado que prefirieran.
A su vuelta de la entrevista con Pizzardo, Gomá confesó en carta a su obispo auxiliar, Gregorio Modrego, reproducida en el mismo volumen, que se sentía cansado y desorientado porque “fuera de España no se sabe, al menos de la blanca, ni la media de la misa”. Y añadía: “es una lástima y una vergüenza. Ya le contaré”. Y lo que le contó es probablemente lo que le cuenta, con calma y por extenso, a Giuseppe Pizzardo, sobre la tentativas de armisticio por ambos bandos: Toda mediación está condenada al fracaso. El pueblo anhela la paz, ciertamente, pero no está cansado de la guerra, que juzga necesaria para una paz decorosa y duradera. Gomá indica a Pizzardo la conveniencia de que la Santa Sede no colabore en ningún intento de mediación y le tranquiliza respecto a dos puntos principales sobre los que Pizzardo habría mostrado su preocupación. El primero era la posible orientación del general Franco en sentido hitleriano o fascista. Ni el temperamento, ni la formación religiosa, ni las reiteradas afirmaciones del general, ni los actos realizados a favor iglesia consienten abrigar el mas leve temor de un régimen arbitrario en lo que atañe a la Iglesia, escribe Gomá. Y el segundo, los excesos de los “nacionales” en las represalias. El cardenal catalán vuelve aquí a tranquilizar al arzobispo italiano: Los rojos ha asesinado sin piedad, con refinamientos propios de pueblos bárbaros. Los blancos han podido excederse, pero no como sistema, ni por ideología.
Al tropezar con este documento creí que en él se agotaba la posición de Isidro Gomá de radical oposición a la posible mediación encaminada a poner fin a la guerra civil española por medio de un armisticio seguido de un plebiscito. Pero he aquí que en el volumen 12, relativo al otoño de 1938, se vuelve a suscitar la posibilidad de que la guerra termine en armisticio. Alarmado por las presiones realizadas en este sentido, el ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, envió a los miembros del Gobierno y de la Junta Política de Falange, a los jefes del Ejército y del Estado Mayor y a un gran número de personalidades españoles dos preguntas “para, publicando las repuestas, salir al paso de la campaña de mediación roja”. Entre estas personalidades, Serrano Suñer encarecía a Gomá “urgencia y concisión en la respuesta”. Las dos preguntas eran: 1) Qué dificultades supremas encuentra usted para una mediación. 2) cree usted que la mediación produciría la unidad de los españoles?”.
Gomá debió de sentirse alarmado por el tono, el tratamiento y el contenido de las dos preguntas. Seguramente, el ministro esperaba una respuesta rotunda, un no, sin más. El cardenal, hábilmente, prefirió un rodeo. Su respuesta no tiene realmente desperdicio: “Como sacerdote anhelo profundamente la paz universal. Salvando las razones de carácter militar que no pueden ser elemento de mi juicio, considero que una mediación podría ser ventajosa a todos los españoles si: 1ª. Eliminación para el régimen futuro de España de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada y exclusión de todo poder político personal u orgánico que la encarne. 2ª Justipreciar en orden a la vida nacional futura el valor de tanta sangre generosamente derramada por los altos ideales Dios y Patria: 3ª. Salvar las exigencias de la justicia profundamente lesionada en todos los órdenes, aunque templándola por el espíritu de clemencia y generosidad cristianas de las que Generalísimo ha dado pruebas copiosas. 4ª. Salvaguardar en absoluto unidad, integridad e independencia Patria en orden a sus futuros destinos. Así se abrazarían la justicia y la caridad que en estos momentos anhela el cristiano pueblo español.”
Esto fue lo que el cardenal Gomá respondió al ministro del Interior, Serra Suñer, o al menos, esto fue lo que escribió al nuncio de la Santa Sede, Gaetano Cicognani, al darle cuenta de las preguntas y de sus respuestas. Lo que no dijo a Serrano, pero si advirtió al Nuncio, por si no había quedado claro el sentido de sus condiciones fue: “Advierto vuecencia sobre el precedente telegrama que no me ha parecido conveniente, dado mi carácter de obispo y mi significación, contestar en la forma requerida por el Excmo. Sr. Ministro, pero en la situación actual de España considero toda mediación ineficaz y contraproducente”.
Así pensaba sobre la mediación, y a ese pensamiento atuvo su conducta el cardenal Gomá en mayo de 1937, y así seguía pensando en octubre de 1938. Que la Santa Sede no se engañase: poner fin a la guerra civil por medio de una mediación era algo ineficaz y contraproducente. La guerra solo podía terminar con la “eliminación para el régimen futuro de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada”. Y a ese pensamiento atuvo el cardenal su conducta en los meses postreros de la guerra y en los primeros años de posguerra hasta su muerte: que una sociedad cristianamente organizada debía eliminar las ideologías con ella incompatibles.
Ese documento, como digo, es un plan de mediación para poner fin a la guerra de España. Anduve yo a su búsqueda en el Public Record Office, en los archivos del Vaticano y en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia hace ya unos cuantos años, sin éxito y, finalmente, aquí está, en el volumen 5 de esta colección. Es un documento escrito en francés, probablemente entregado a Pizzardo por el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, en su encuentro con ocasión de la coronación de Jorge VI en mayo de 1937. Mi sorpresa no fue tanto el documento en sí como la comprobación de que el plan que Pizzardo ponía en manos de Gomá es una versión francesa del plan que Manuel Azaña encomendó a Julián Besteiro para que lo presentara a Anthony Eden con idéntico motivo, o sea, como representante del presidente de la República española en la ceremonia de coronación del monarca británico. Suenan también en ese papel los ecos de las propuestas del comité francés por la paz civil y religiosa de España, que presidía Jacques Maritain, paralelo al comité español, presidido por Alfredo Mendizábal. El plan, en seis puntos, recoge la idea de Azaña de una suspensión de armas, arret de tout hostilité, que permitiera a una delegación de las potencias venir a España y, pasado un tiempo, tutelar un plebiscito en el que los españoles manifestarían su libre voluntad de alcanzar una solución pacífica del conflicto armado y darse la forma de Estado que prefirieran.
A su vuelta de la entrevista con Pizzardo, Gomá confesó en carta a su obispo auxiliar, Gregorio Modrego, reproducida en el mismo volumen, que se sentía cansado y desorientado porque “fuera de España no se sabe, al menos de la blanca, ni la media de la misa”. Y añadía: “es una lástima y una vergüenza. Ya le contaré”. Y lo que le contó es probablemente lo que le cuenta, con calma y por extenso, a Giuseppe Pizzardo, sobre la tentativas de armisticio por ambos bandos: Toda mediación está condenada al fracaso. El pueblo anhela la paz, ciertamente, pero no está cansado de la guerra, que juzga necesaria para una paz decorosa y duradera. Gomá indica a Pizzardo la conveniencia de que la Santa Sede no colabore en ningún intento de mediación y le tranquiliza respecto a dos puntos principales sobre los que Pizzardo habría mostrado su preocupación. El primero era la posible orientación del general Franco en sentido hitleriano o fascista. Ni el temperamento, ni la formación religiosa, ni las reiteradas afirmaciones del general, ni los actos realizados a favor iglesia consienten abrigar el mas leve temor de un régimen arbitrario en lo que atañe a la Iglesia, escribe Gomá. Y el segundo, los excesos de los “nacionales” en las represalias. El cardenal catalán vuelve aquí a tranquilizar al arzobispo italiano: Los rojos ha asesinado sin piedad, con refinamientos propios de pueblos bárbaros. Los blancos han podido excederse, pero no como sistema, ni por ideología.
Al tropezar con este documento creí que en él se agotaba la posición de Isidro Gomá de radical oposición a la posible mediación encaminada a poner fin a la guerra civil española por medio de un armisticio seguido de un plebiscito. Pero he aquí que en el volumen 12, relativo al otoño de 1938, se vuelve a suscitar la posibilidad de que la guerra termine en armisticio. Alarmado por las presiones realizadas en este sentido, el ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, envió a los miembros del Gobierno y de la Junta Política de Falange, a los jefes del Ejército y del Estado Mayor y a un gran número de personalidades españoles dos preguntas “para, publicando las repuestas, salir al paso de la campaña de mediación roja”. Entre estas personalidades, Serrano Suñer encarecía a Gomá “urgencia y concisión en la respuesta”. Las dos preguntas eran: 1) Qué dificultades supremas encuentra usted para una mediación. 2) cree usted que la mediación produciría la unidad de los españoles?”.
Gomá debió de sentirse alarmado por el tono, el tratamiento y el contenido de las dos preguntas. Seguramente, el ministro esperaba una respuesta rotunda, un no, sin más. El cardenal, hábilmente, prefirió un rodeo. Su respuesta no tiene realmente desperdicio: “Como sacerdote anhelo profundamente la paz universal. Salvando las razones de carácter militar que no pueden ser elemento de mi juicio, considero que una mediación podría ser ventajosa a todos los españoles si: 1ª. Eliminación para el régimen futuro de España de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada y exclusión de todo poder político personal u orgánico que la encarne. 2ª Justipreciar en orden a la vida nacional futura el valor de tanta sangre generosamente derramada por los altos ideales Dios y Patria: 3ª. Salvar las exigencias de la justicia profundamente lesionada en todos los órdenes, aunque templándola por el espíritu de clemencia y generosidad cristianas de las que Generalísimo ha dado pruebas copiosas. 4ª. Salvaguardar en absoluto unidad, integridad e independencia Patria en orden a sus futuros destinos. Así se abrazarían la justicia y la caridad que en estos momentos anhela el cristiano pueblo español.”
Esto fue lo que el cardenal Gomá respondió al ministro del Interior, Serra Suñer, o al menos, esto fue lo que escribió al nuncio de la Santa Sede, Gaetano Cicognani, al darle cuenta de las preguntas y de sus respuestas. Lo que no dijo a Serrano, pero si advirtió al Nuncio, por si no había quedado claro el sentido de sus condiciones fue: “Advierto vuecencia sobre el precedente telegrama que no me ha parecido conveniente, dado mi carácter de obispo y mi significación, contestar en la forma requerida por el Excmo. Sr. Ministro, pero en la situación actual de España considero toda mediación ineficaz y contraproducente”.
Así pensaba sobre la mediación, y a ese pensamiento atuvo su conducta el cardenal Gomá en mayo de 1937, y así seguía pensando en octubre de 1938. Que la Santa Sede no se engañase: poner fin a la guerra civil por medio de una mediación era algo ineficaz y contraproducente. La guerra solo podía terminar con la “eliminación para el régimen futuro de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada”. Y a ese pensamiento atuvo el cardenal su conducta en los meses postreros de la guerra y en los primeros años de posguerra hasta su muerte: que una sociedad cristianamente organizada debía eliminar las ideologías con ella incompatibles.
Los españoles, amantes de hablar todos a la vez y en voz alta, no tienen tiempo para oír a los otros, según la última aportación de Ian Gibson a la teoría del carácter de los españoles. Por eso, al parecer, no escribimos biografías.
En un reportaje sobre la biografía en España (Babelia, 06-07/02/12), pregunta Ian Gibson, pretendiendo explicar con una pregunta por qué no se escriben biografías en España por españoles: “¿Qué español dedica cinco años a otro español?” Pues, la verdad, yo conozco a unos cuantos: Isabel Burdiel ha dedicado diez años a Isabel II; Mercedes Cabrera no ha empleado menos de cinco en Juan March, tras haberse ocupado otros tantos de Nicolás Urgoiti; Javier Moreno Luzón dedicó cuatro y uno más al conde de Romanones. A Miguel Martorell, su Sánchez Guerra no le llevó menos tiempo, como tampoco a Concepción de Castro su Campomanes, o a José Álvarez Junco su Lerroux. Borja de Riquer lleva años tras las huellas de Francesc Cambó, como los llevó Andreu Mayayo tras las de Solé i Barberá. Jordi Gracia ha mantenido un largo coloquio con Dionisio Ridruejo, y Carlos Gil Andrés no ha escatimado su tiempo en Manuel María Jiménez Sainz, un campesino de La Rioja. Y no creo que la biografía de Godoy que publicó hace unos años Emilio La Parra le haya exigido un esfuerzo menor. Y esto es solo una mínima muestra, toda ella de primera calidad, que nada vale frente al tópico de la amnesia de los españoles, repetido una vez más por Ian Gibson, que ha perdido una magnífica ocasión para reconocer el espléndido momento por el que atraviesa la escritura de biografías en España. Pero, hombre, si hasta puede encontrarse una biógrafa capaz de escribir, con brillantez, la vida de un británico. Me refiero, claro está, a María Jesús González Hernández y a su excelente Raymond Carr.
Excepcional, por todos los conceptos, biografía de Sir Raymond Carr, warden que fue de St Antony's College, en la Universidad de Oxford, y autor del libro que cambió nuestra mirada sobre el siglo XIX en España
El 11 de abril de 1919 nacía en Bath un niño a quien pusieron de nombre Albert Raymond Maillard Carr. Su padre, Reginald, era un maestro de clase media baja, conservador y anglicano, imperialista y patriota, de carácter violento, que azotaba a su hijo con frecuencia, y que arrojaba los platos para protestar ante su madre. Ella, la madre, que por complacer al marido se había convertido del metodismo al anglicanismo, devoraba a escondidas noveluchas baratas simulando que leía la Biblia y, llevada por su fanática abstinencia de alcohol, escupía el vino de la comunión en un pañuelo: pequeños detalles de las admirables páginas en las que María Jesús González traza los primeros pasos por la vida de quien, andando el tiempo, será Sir Raymond Carr.
Fue, al parecer, la comida, la dieta espantosa, pobre, monótona y mal cocinada, lo que empujó a aquel joven a huir de sus orígenes y no descansar en su escalada hasta saltar de la clase media baja a la aristocracia. Un viaje fascinante por el universo de las escuelas británicas, con su división clasista, en el que Raymond, aficionado al jazz y a las humanidades, debía aprender cómo pronunciar how, now, brown cow... si quería que su acento no desentonase con el mundo al que, por su inteligencia, estaba destinado, la Universidad. Lo consiguió, y aunque recién llegado a Oxford apenas se atrevía a hablar, su padre nunca saldrá del asombro: ¡quién se iba a imaginar que un día su hijo sería don de New College!
Oxford o la fascinación, titula la autora las páginas, magistrales, que dedica al "Oxford rojo". Fascinación es lo que seguramente ha sentido también ella al recrear, con viveza y lucidez poco comunes, los debates, las conversaciones, las inquietudes, la homosexualidad como parte del mito y de la estética de Oxford, las lecturas, el idilio platónico con la hermosa Clarissa Churchill, a quien Raymond sorprendió por su tremenda, extraordinaria vitalidad. Raymond, claro está, se adaptó rápidamente: su acento cambió, abandonó su atuendo provinciano, comenzó a vestir con la elegancia descuidada propia de la clase alta: Sara Strickland, una chica guapa, tímida, delgada, de ojos grandes, prima de su inseparable amigo Simon Asquith, lo convirtió en marido de una rica, aristocrática, heredera.
O sea, que este afortunado joven lo tenía todo para reproducir, hacia 1950, el viaje por España como uno más de los británicos a los que Gerald Brenan aconsejaba que no dudaran en venir por aquí porque encontrarían hoteles baratos, habitaciones limpias y comida sana y abundante. Era una ilusión, escribía Brenan, creer que la alternativa a Franco pudiera consistir en una democracia parlamentaria. Nada de eso: si se convocaran elecciones y la izquierda triunfase, se produciría un nuevo golpe militar. España, afirmaba, "necesita vivir durante algún tiempo bajo un régimen autoritario". Luego, ya se vería. De momento, este caldero en que se habían mezclado culturas de Europa, Asia y África dejaba oír una nota dura y nostálgica como las de sus guitarras, nadie que la oyera podría olvidarla. Las gentes del norte, concluía Brenan, tienen un montón de motivos para viajar a España en la seguridad de que sus tierras les depararán "new sensations". Raymond, recién casado, se disponía a sentir también esas new, es decir, orientales sensaciones.
El recién casado oyó tal vez esa nota y, aunque nunca la olvidara, sus sensaciones no tuvieron nada de orientales: sintió la miseria en la que se debatía la mitad de los españoles, la sequedad de la tierra, la escasez de comunicaciones, el mal gobierno, el pesado fardo impuesto por curas y militares, y se aplicó a desentrañar las razones de un atraso secular. Tal fue el punto de partida de un interés perdurable, libre por completo de los tópicos del orientalismo, por la España del siglo XIX, la España liberal que en la década de 1940 había recibido lo que José María Jover llamó una condena oficial, basada en las posiciones menéndezpelayistas. Raymond Carr, como Jaume Vicens Vives, trató de "europeizar" esa historia situando el liberalismo español como una variante del europeo en un relato que combinaba análisis sociales con escenas políticas.
El resultado fue, por una parte, "el Carr", o sea, Spain, 1808-1939, que luego, con la colaboración de Juan Pablo Fusi, se ampliaría a 1975, y que sigue vivo y creciendo hasta el mismo día de hoy. Por otra, el Iberian Center, fundado en el college de Oxford del que fue warden, St. Antony's, al que también se dedican páginas muy inspiradas en este "trabajo admirable que es muchísimo más que la biografía de un solo hombre", como escribe Paul Preston. Lo es, sin duda, porque al trazar con mano maestra el retrato de Carr, de sus múltiples amistades, de su mundo y de sus amores, María Jesús González nos ha dejado un espléndido retablo de la educación, la universidad y la élite social e intelectual británica de su tiempo: la suya no es una sino la más brillante biografía que Raymond Carr pudo algún día haber soñado.
[Publicado en Babelia, El País, 8 de enero de 2011]
Fue, al parecer, la comida, la dieta espantosa, pobre, monótona y mal cocinada, lo que empujó a aquel joven a huir de sus orígenes y no descansar en su escalada hasta saltar de la clase media baja a la aristocracia. Un viaje fascinante por el universo de las escuelas británicas, con su división clasista, en el que Raymond, aficionado al jazz y a las humanidades, debía aprender cómo pronunciar how, now, brown cow... si quería que su acento no desentonase con el mundo al que, por su inteligencia, estaba destinado, la Universidad. Lo consiguió, y aunque recién llegado a Oxford apenas se atrevía a hablar, su padre nunca saldrá del asombro: ¡quién se iba a imaginar que un día su hijo sería don de New College!
Oxford o la fascinación, titula la autora las páginas, magistrales, que dedica al "Oxford rojo". Fascinación es lo que seguramente ha sentido también ella al recrear, con viveza y lucidez poco comunes, los debates, las conversaciones, las inquietudes, la homosexualidad como parte del mito y de la estética de Oxford, las lecturas, el idilio platónico con la hermosa Clarissa Churchill, a quien Raymond sorprendió por su tremenda, extraordinaria vitalidad. Raymond, claro está, se adaptó rápidamente: su acento cambió, abandonó su atuendo provinciano, comenzó a vestir con la elegancia descuidada propia de la clase alta: Sara Strickland, una chica guapa, tímida, delgada, de ojos grandes, prima de su inseparable amigo Simon Asquith, lo convirtió en marido de una rica, aristocrática, heredera.
O sea, que este afortunado joven lo tenía todo para reproducir, hacia 1950, el viaje por España como uno más de los británicos a los que Gerald Brenan aconsejaba que no dudaran en venir por aquí porque encontrarían hoteles baratos, habitaciones limpias y comida sana y abundante. Era una ilusión, escribía Brenan, creer que la alternativa a Franco pudiera consistir en una democracia parlamentaria. Nada de eso: si se convocaran elecciones y la izquierda triunfase, se produciría un nuevo golpe militar. España, afirmaba, "necesita vivir durante algún tiempo bajo un régimen autoritario". Luego, ya se vería. De momento, este caldero en que se habían mezclado culturas de Europa, Asia y África dejaba oír una nota dura y nostálgica como las de sus guitarras, nadie que la oyera podría olvidarla. Las gentes del norte, concluía Brenan, tienen un montón de motivos para viajar a España en la seguridad de que sus tierras les depararán "new sensations". Raymond, recién casado, se disponía a sentir también esas new, es decir, orientales sensaciones.
El recién casado oyó tal vez esa nota y, aunque nunca la olvidara, sus sensaciones no tuvieron nada de orientales: sintió la miseria en la que se debatía la mitad de los españoles, la sequedad de la tierra, la escasez de comunicaciones, el mal gobierno, el pesado fardo impuesto por curas y militares, y se aplicó a desentrañar las razones de un atraso secular. Tal fue el punto de partida de un interés perdurable, libre por completo de los tópicos del orientalismo, por la España del siglo XIX, la España liberal que en la década de 1940 había recibido lo que José María Jover llamó una condena oficial, basada en las posiciones menéndezpelayistas. Raymond Carr, como Jaume Vicens Vives, trató de "europeizar" esa historia situando el liberalismo español como una variante del europeo en un relato que combinaba análisis sociales con escenas políticas.
El resultado fue, por una parte, "el Carr", o sea, Spain, 1808-1939, que luego, con la colaboración de Juan Pablo Fusi, se ampliaría a 1975, y que sigue vivo y creciendo hasta el mismo día de hoy. Por otra, el Iberian Center, fundado en el college de Oxford del que fue warden, St. Antony's, al que también se dedican páginas muy inspiradas en este "trabajo admirable que es muchísimo más que la biografía de un solo hombre", como escribe Paul Preston. Lo es, sin duda, porque al trazar con mano maestra el retrato de Carr, de sus múltiples amistades, de su mundo y de sus amores, María Jesús González nos ha dejado un espléndido retablo de la educación, la universidad y la élite social e intelectual británica de su tiempo: la suya no es una sino la más brillante biografía que Raymond Carr pudo algún día haber soñado.
[Publicado en Babelia, El País, 8 de enero de 2011]
Por su crítica a la historia romántica y esencialista y por su concepción de la historia como ciencia de la totalidad del pasado de las comunidades sociales, Jaume Vicens ocupa un lugar central en la renovación de la historiografía catalana y española.
Para mejor entender la insustituible posición que Jaume Vicens Vives ocupa en la historia de la historiografía española y catalana, tendríamos que situarnos en el momento de la definitiva derrota de la República, cuando un joven que ha presentado una brillante tesis doctoral –que por cierto envió con una carta al presidente de la República, Manuel Azaña- no sabe muy bien qué hacer con su vida. Es la derrota total y el presumible destino de los derrotados, a poco que hubieran manifestado su adhesión a la causa republicana, es el exilio, la cárcel o el pelotón de fusilamiento. En el prospecto repartido esta mañana dice que Vicens optó por no exiliarse y es verdad: optó por permanecer en Barcelona; pero optó también por no vivir en esa otra forma de exilio a la que como tantos otros intelectuales y profesionales pudo haberse visto condenado, el exilio que hemos llamado interior. Da la impresión de que Vicens se enfrenta a su futuro de forma muy racional, intentado reconstruir su vida en la nueva situación creada por la derrota de la República y midiendo bien los recursos de que dispone para emprender esa reconstrucción.
Él no es ni quiere ser un exiliado, primero; y él no es ni quiere ser un exiliado interior, segundo. Quiere ser o seguir siendo un historiador con algo que decir no solo en relación con la historia de Cataluña, sino también en relación con la historia de España y de las mutuas relaciones establecidas a lo largo de los siglos. Por eso, regresa a Barcelona tras un periodo de depuración en forma de destierro, con una obligada estancia en Baeza y, después de crear una editorial, entra en contacto con el grupo que en Madrid está ascendiendo rápidamente al poder académico, con un propósito, unos objetivos, entre ellos el de triunfar –como entonces se decía cada vez que uno de los suyos ganaba una cátedra: ¡ha triunfado!- en unas oposiciones a catedrático de Universidad.
Para triunfar en oposiciones en el año 47, además de una presentable trayectoria académica ante el tribunal se necesitaba contar con apoyos, que Jaume Vicens va construyendo a partir de sus colaboraciones con la revista Destino y sus relaciones con el grupo del Opus Dei liderado por Rafael Calvo Serer, que controla el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y que ha establecido ya una sólida posición en las vías de acceso a cátedras universitarias con historiadores como Florentino Pérez Embid o Vicente Palacio Atard, que forman lo que Jaume Vicens, desde Destino, bautiza como generación de 1948. Con una editorial, una revista en la que escribir y una cátedra, Vicens comienza a ser una singular figura en la España de los años cuarenta. No se encuentran muchos tipos como él, capaces de burlar al destino a que estaba probablemente condenado y construirse una base económica y una posición institucional desde las que desarrollar un programa historiográfico autónomo, independiente de las presiones y servidumbres de grupo o de adscripción sin las que en la España de entonces era imposible salir adelante.
Ese programa partía de un evidente malestar con la historia que se escribía en su tiempo. Confiesa no sentirse a gusto con la techumbre que Menéndez Pidal ha pretendido imponer sobre la historia de España, pero a la vez recuerda la ocasión memorable en que arremetió contra otra especie de techumbre: la que Rovira i Virgili construyó sobre la historia de Cataluña. En múltiples ocasiones somete a dura crítica la identificación de historia y poesía, propia del romanticismo y propone, de una parte, librar a la historia catalana de lo que llamará coacción romántica y, de otra, barrer de la selva histórica española el follaje romántico y el oscurantismo barroco. En definitiva evadirse de la especulación histórico-metafísica y de las lucubraciones sobre el ser de las naciones para volver a la historia como un saber científico acerca del pasado.
Vicens afirma que es propio de cada generación plantear problemas y revisar las respuestas que generaciones anteriores han elaborado, teniendo en cuenta el ambiente científico internacional sin el que resulta imposible respirar. Si la palabra no estuviera tan degradada por sus recientes malos usos, diría que es la actitud propia de un revisionista que, conociendo bien lo que se ha realizado hasta la fecha, pretende introducir nuevos elementos de comprensión del pasado, libres por completo de las preocupaciones de las corrientes nacionalistas reinantes: “a mí, personalment, m’afalaga que em diguim revisionista historic”, escribió en una ocasión. Y de ahí, de ese revisionismo, su concepción de la historia no como tribuna para declamaciones patrióticas, sino como ciencia de la totalidad del pasado de las comunidades sociales.
De aquel malestar y de este punto de partida se derivará un programa de trabajo, que amplia el sujeto de la historia, pasando del pueblo a los burgueses y los obreros, los terratenientes y los remensas, los técnicos y los campesinos, los grupos de presión política y social, los hombres de cada día. Empujará, además, a esa historia concebida como ciencia del pasado al encuentro de otras ciencias sociales, como son la geografía humana, la economía, la demografía, la sociología y la estadística. Es lo que en Serra d’Or llamará, en enero de 1960, la “nova historia”, un equivalente a lo que en Francia constituye el programa de trabajo de la escuela de Annales, historia económica y social, a la par que científica, una historia situada, pues, en la corriente de lo que por entonces, en plena autarquía, se hace en Europa.
La referencia europea sitúa al proyecto historiográfico de Vicens Vives en el marco en que es posible repensar la historia de Cataluña y España con el objetivo de romper las barreras de la autarquía mental y devolverla a la corriente de la que nunca tendría que haberse desviado. Vicens lo explica con meridiana claridad: saber qué hemos sido y qué somos para construir un edificio aceptable en el gran marco de la sociedad occidental. España debe entenderse a partir de Europa y la historia, en cuanto narración que el historiador elabora acerca del pasado, habrá de construirse desde esa perspectiva y con esa finalidad. La de Vicens es, como escribe a Pérez Embid en 1950, forjar una interpretación de la historia de España en la que todos nos sintamos cómodos y satisfechos. No, claro está, cualquier interpretación, sino una que se atenga a los principios que guían la investigación de su tiempo en el conjunto europeo.
De ellos, y por lo que se refiere a la historia contemporánea, Vicens insiste en la necesidad de abandonar los debates metafísicos sobre el ser de España que tanto ocupaban a sus colegas de Madrid, enzarzados por entonces en la ardua empresa de definir si España era o no un problema y qué problema era el problema de España. Vicens, de quien siempre emana un aire fresco, una energía y un optimismo vital, se sacude de encima las especulaciones sobre España como enigma histórico, como un vivir desviviéndose y propone una interpretación de la historia reciente sostenida en cuatro puntos fundamentales: primero, poner en valor el siglo XIX, el siglo del liberalismo, que la ortodoxia reinante pretendía, siguiendo las instrucciones del general Franco, borrar como siglo no español, siglo de la decadencia y muerte de España; segundo, destacar en el proceso histórico español los elementos que sirvan de comparación con otros países del Mediterráneo en lugar de tener la mirada siempre clavada en Francia, Gran Bretaña o Alemania; tercero, identificar las dimensiones estrictamente españolas de la crisis general de Europa; y, cuarto, revisar, proyectando una nueva mirada hacia el más reciente pasado, los intentos de solución de esa crisis: una República sostenida en capas débiles y minada por terratenientes, católicos y obreros, en medio de una Europa que pretende resolver sus conflictos echándose sobre España. Y, en fin, como coronando todo ese edificio y quizá como trasunto de su propia actitud en la vida, la idea del pacto como elemento sin el que resultaría imposible comprender la secular historia de la relación entre Cataluña y España, a la que algún día sería preciso volver.
Era un programa ambicioso, llamado a renovar la historia española y catalana desde su misma raíz. La temprana muerte de Jaume Vicens, cuando a este proyecto todavía le quedaba mucho camino por recorrer, fue una pérdida irreparable, porque nos quedamos privados de su impulso, su fuerza, su poderosa inteligencia, su capacidad para superar las adversidades, su sentido empresarial y emprendedor para tender puentes y derruir barreras. Fue en verdad una pérdida para Cataluña y fue también una pérdida para España.
[Intervención en la mesa redonda celebrada en homenaje a Jaume Vicens Vives (1910-1960) con motivo del primer centenario de su nacimiento y del cincuenta aniversario de su muerte]
Él no es ni quiere ser un exiliado, primero; y él no es ni quiere ser un exiliado interior, segundo. Quiere ser o seguir siendo un historiador con algo que decir no solo en relación con la historia de Cataluña, sino también en relación con la historia de España y de las mutuas relaciones establecidas a lo largo de los siglos. Por eso, regresa a Barcelona tras un periodo de depuración en forma de destierro, con una obligada estancia en Baeza y, después de crear una editorial, entra en contacto con el grupo que en Madrid está ascendiendo rápidamente al poder académico, con un propósito, unos objetivos, entre ellos el de triunfar –como entonces se decía cada vez que uno de los suyos ganaba una cátedra: ¡ha triunfado!- en unas oposiciones a catedrático de Universidad.
Para triunfar en oposiciones en el año 47, además de una presentable trayectoria académica ante el tribunal se necesitaba contar con apoyos, que Jaume Vicens va construyendo a partir de sus colaboraciones con la revista Destino y sus relaciones con el grupo del Opus Dei liderado por Rafael Calvo Serer, que controla el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y que ha establecido ya una sólida posición en las vías de acceso a cátedras universitarias con historiadores como Florentino Pérez Embid o Vicente Palacio Atard, que forman lo que Jaume Vicens, desde Destino, bautiza como generación de 1948. Con una editorial, una revista en la que escribir y una cátedra, Vicens comienza a ser una singular figura en la España de los años cuarenta. No se encuentran muchos tipos como él, capaces de burlar al destino a que estaba probablemente condenado y construirse una base económica y una posición institucional desde las que desarrollar un programa historiográfico autónomo, independiente de las presiones y servidumbres de grupo o de adscripción sin las que en la España de entonces era imposible salir adelante.
Ese programa partía de un evidente malestar con la historia que se escribía en su tiempo. Confiesa no sentirse a gusto con la techumbre que Menéndez Pidal ha pretendido imponer sobre la historia de España, pero a la vez recuerda la ocasión memorable en que arremetió contra otra especie de techumbre: la que Rovira i Virgili construyó sobre la historia de Cataluña. En múltiples ocasiones somete a dura crítica la identificación de historia y poesía, propia del romanticismo y propone, de una parte, librar a la historia catalana de lo que llamará coacción romántica y, de otra, barrer de la selva histórica española el follaje romántico y el oscurantismo barroco. En definitiva evadirse de la especulación histórico-metafísica y de las lucubraciones sobre el ser de las naciones para volver a la historia como un saber científico acerca del pasado.
Vicens afirma que es propio de cada generación plantear problemas y revisar las respuestas que generaciones anteriores han elaborado, teniendo en cuenta el ambiente científico internacional sin el que resulta imposible respirar. Si la palabra no estuviera tan degradada por sus recientes malos usos, diría que es la actitud propia de un revisionista que, conociendo bien lo que se ha realizado hasta la fecha, pretende introducir nuevos elementos de comprensión del pasado, libres por completo de las preocupaciones de las corrientes nacionalistas reinantes: “a mí, personalment, m’afalaga que em diguim revisionista historic”, escribió en una ocasión. Y de ahí, de ese revisionismo, su concepción de la historia no como tribuna para declamaciones patrióticas, sino como ciencia de la totalidad del pasado de las comunidades sociales.
De aquel malestar y de este punto de partida se derivará un programa de trabajo, que amplia el sujeto de la historia, pasando del pueblo a los burgueses y los obreros, los terratenientes y los remensas, los técnicos y los campesinos, los grupos de presión política y social, los hombres de cada día. Empujará, además, a esa historia concebida como ciencia del pasado al encuentro de otras ciencias sociales, como son la geografía humana, la economía, la demografía, la sociología y la estadística. Es lo que en Serra d’Or llamará, en enero de 1960, la “nova historia”, un equivalente a lo que en Francia constituye el programa de trabajo de la escuela de Annales, historia económica y social, a la par que científica, una historia situada, pues, en la corriente de lo que por entonces, en plena autarquía, se hace en Europa.
La referencia europea sitúa al proyecto historiográfico de Vicens Vives en el marco en que es posible repensar la historia de Cataluña y España con el objetivo de romper las barreras de la autarquía mental y devolverla a la corriente de la que nunca tendría que haberse desviado. Vicens lo explica con meridiana claridad: saber qué hemos sido y qué somos para construir un edificio aceptable en el gran marco de la sociedad occidental. España debe entenderse a partir de Europa y la historia, en cuanto narración que el historiador elabora acerca del pasado, habrá de construirse desde esa perspectiva y con esa finalidad. La de Vicens es, como escribe a Pérez Embid en 1950, forjar una interpretación de la historia de España en la que todos nos sintamos cómodos y satisfechos. No, claro está, cualquier interpretación, sino una que se atenga a los principios que guían la investigación de su tiempo en el conjunto europeo.
De ellos, y por lo que se refiere a la historia contemporánea, Vicens insiste en la necesidad de abandonar los debates metafísicos sobre el ser de España que tanto ocupaban a sus colegas de Madrid, enzarzados por entonces en la ardua empresa de definir si España era o no un problema y qué problema era el problema de España. Vicens, de quien siempre emana un aire fresco, una energía y un optimismo vital, se sacude de encima las especulaciones sobre España como enigma histórico, como un vivir desviviéndose y propone una interpretación de la historia reciente sostenida en cuatro puntos fundamentales: primero, poner en valor el siglo XIX, el siglo del liberalismo, que la ortodoxia reinante pretendía, siguiendo las instrucciones del general Franco, borrar como siglo no español, siglo de la decadencia y muerte de España; segundo, destacar en el proceso histórico español los elementos que sirvan de comparación con otros países del Mediterráneo en lugar de tener la mirada siempre clavada en Francia, Gran Bretaña o Alemania; tercero, identificar las dimensiones estrictamente españolas de la crisis general de Europa; y, cuarto, revisar, proyectando una nueva mirada hacia el más reciente pasado, los intentos de solución de esa crisis: una República sostenida en capas débiles y minada por terratenientes, católicos y obreros, en medio de una Europa que pretende resolver sus conflictos echándose sobre España. Y, en fin, como coronando todo ese edificio y quizá como trasunto de su propia actitud en la vida, la idea del pacto como elemento sin el que resultaría imposible comprender la secular historia de la relación entre Cataluña y España, a la que algún día sería preciso volver.
Era un programa ambicioso, llamado a renovar la historia española y catalana desde su misma raíz. La temprana muerte de Jaume Vicens, cuando a este proyecto todavía le quedaba mucho camino por recorrer, fue una pérdida irreparable, porque nos quedamos privados de su impulso, su fuerza, su poderosa inteligencia, su capacidad para superar las adversidades, su sentido empresarial y emprendedor para tender puentes y derruir barreras. Fue en verdad una pérdida para Cataluña y fue también una pérdida para España.
[Intervención en la mesa redonda celebrada en homenaje a Jaume Vicens Vives (1910-1960) con motivo del primer centenario de su nacimiento y del cincuenta aniversario de su muerte]
Procedente de la tradición autoritaria de la derecha española, Manuel Fraga buscó su inspiración en Manuel Cánovas del Castillo para liderar la segunda restauración monárquica por medio de una "prudente y sabia dictadura".
“Solo hay una España verdadera y la otra es la yedra, parásito que crece sobre la encina”, escribió hace sesenta años Manuel Fraga, joven y brillante catedrático de Derecho Político, apropiándose una metáfora de Ramiro de Maeztu, muy socorrida en tiempos de la República. Esa España única y verdadera no había decaído sino que fue “derrotada por una conjuración europea capitaneada por Francia e Inglaterra y sañudamente pateada en el suelo de su vencimiento”. Derrotada, sí, y hasta pateada, pero ahí estaba ella otra vez, gran nación, en el mundo de hoy, escribirá el mismo Fraga, catedrático ahora de Teoría del Estado; una “España sin problema”, apropiándose para la ocasión de un pensamiento de Rafael Calvo Serer.
Eran los años cincuenta y Manuel Fraga se contaba entre los “cerebros más importantes” del Movimiento Nacional, protagonista de una carrera meteórica que desde la primera cátedra conquistada a la temprana edad de 26 años, lo llevó por el Instituto de Cultura Hispánica, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto de Estudios Políticos y la Delegación Nacional de Asociaciones hasta la titularidad del Ministerio de Información y Turismo, al que fue llamado en 1962. Para entonces se había convertido ya una “personalidad del régimen”, alguien con recursos intelectuales y políticos más que sobrados para desempeñar un papel de primera fila, quizá la mismísima presidencia del gobierno, en la definitiva institucionalización que garantizara su permanencia más allá de la vida de su fundador.
Para conservar hay que reformar, y únicamente se reforma aquello en lo que se cree, decía Fraga, cuando el régimen al que había entregado todas sus energías entró en un incierto proceso de transición hacia no se sabía donde. Él, por su parte, creía y estaba dispuesto a dar su vida para conservarlo procediendo a las inevitables reformas. Fue en ese momento cuando, desde el tradicionalista Maeztu de su juventud con la España única, y el monárquico autoritario Calvo Serer de su madurez con la España sin problema, dio un salto hacia atrás, hasta encontrarse con el conservador Cánovas del Castillo, artífice un siglo antes de la restauración de la monarquía borbónica.
La historia, y el eclipse final de sus adversarios en las luchas por el poder de los años sesenta entre la tecnocracia y el Movimiento, le habían situado en una posición privilegiada: liderar, desde la vicepresidencia segunda del primer gobierno de la Monarquía reinstaurada tras la muerte de Franco, “una sabia y prudente dictadura al servicio del establecimiento de un régimen liberal”, como atribuyó a Cánovas en una sonada conferencia. Creyente a pies juntillas en la solidez y amplitud de aquello que se llamó “franquismo sociológico” y convencido de que el régimen al que había servido era reformable desde dentro, anduvo a la búsqueda de su Sagasta – y… ¿por qué no Felipe González?- hasta que las gentes de su propio bando –consejeros nacionales del Movimiento y procuradores en Cortes- dieron un portazo a su plan de reformas y precipitaron su caída.
Presumiendo ocupar el centro, el nombramiento de Suárez al frente de un gobierno con predominio “demócrata-cristiano” y la irrupción de la izquierda lo desplazaron al lugar de donde procedía, la derecha de la derecha, en una singular alianza con el tecnócrata Laureano López Rodó, la todavía joven promesa del Movimiento Nacional, Cruz Martínez Esteruelas, y demás importantes cerebros de las variadas familias del régimen recién fenecido.
“Pero, hombre, cómo te has aliado con Fraga”, preguntó el rey a Gonzalo Fernández de la Mora, otro cerebro, “ni en Londres le han quitado el pelo de la dehesa”. Solo el colapso de Alianza Popular, nombre de lo que podía pasar por una santa alianza en defensa de la tradición, empezó a quitárselo, el pelo de la dehesa, quiero decir. Porque en las Cortes finalmente Constituyentes, y tras presentar en sociedad a Santiago Carrillo, Fraga comenzó a actuar como un demócrata después de la democracia. Participó activamente en la elaboración de la Constitución, aunque se opuso con su probada tenacidad, por “peligrosísima”, a la introducción de “nacionalidades” en el texto constitucional; y contempló sin melancolía la defección de sus antiguos aliados, que le permitió a él, en una nueva coalición con antiguos compañeros de gobierno como Osorio y Areilza, iniciar un lento desplazamiento hacia el centro.
El naufragio de UCD hizo el resto. Sin verdaderos enemigos a su derecha, Fraga procedió a fabricar el último invento de su larga vida política por ver si podía quedarse con todo el centro. Lo bautizó como “mayoría natural”, que venía a cumplir en su estrategia la función antes asignada al “franquismo sociológico”. Solo que esa mayoría, por avatares de la historia, ceguera de advenedizos y astucia de sus adversarios, se redujo de pronto a “la oposición”, con un infranqueable techo electoral situado en las alturas del 25 por ciento. No más, tampoco menos, insuficiente en todo caso para afirmarse como alternativa del poder socialista que, por su parte, lo trató con toda clase de miramientos. El Estado le cabía en la cabeza, dijo de él famosamente Felipe González, que al final resultó ser el auténtico Cánovas, dejando para Manuel Fraga el dudoso honor de eterno aspirante a Sagasta.
[Con ligeras variantes, este texto fue publicado en El País, 16 de enero de 2012]
Eran los años cincuenta y Manuel Fraga se contaba entre los “cerebros más importantes” del Movimiento Nacional, protagonista de una carrera meteórica que desde la primera cátedra conquistada a la temprana edad de 26 años, lo llevó por el Instituto de Cultura Hispánica, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto de Estudios Políticos y la Delegación Nacional de Asociaciones hasta la titularidad del Ministerio de Información y Turismo, al que fue llamado en 1962. Para entonces se había convertido ya una “personalidad del régimen”, alguien con recursos intelectuales y políticos más que sobrados para desempeñar un papel de primera fila, quizá la mismísima presidencia del gobierno, en la definitiva institucionalización que garantizara su permanencia más allá de la vida de su fundador.
Para conservar hay que reformar, y únicamente se reforma aquello en lo que se cree, decía Fraga, cuando el régimen al que había entregado todas sus energías entró en un incierto proceso de transición hacia no se sabía donde. Él, por su parte, creía y estaba dispuesto a dar su vida para conservarlo procediendo a las inevitables reformas. Fue en ese momento cuando, desde el tradicionalista Maeztu de su juventud con la España única, y el monárquico autoritario Calvo Serer de su madurez con la España sin problema, dio un salto hacia atrás, hasta encontrarse con el conservador Cánovas del Castillo, artífice un siglo antes de la restauración de la monarquía borbónica.
La historia, y el eclipse final de sus adversarios en las luchas por el poder de los años sesenta entre la tecnocracia y el Movimiento, le habían situado en una posición privilegiada: liderar, desde la vicepresidencia segunda del primer gobierno de la Monarquía reinstaurada tras la muerte de Franco, “una sabia y prudente dictadura al servicio del establecimiento de un régimen liberal”, como atribuyó a Cánovas en una sonada conferencia. Creyente a pies juntillas en la solidez y amplitud de aquello que se llamó “franquismo sociológico” y convencido de que el régimen al que había servido era reformable desde dentro, anduvo a la búsqueda de su Sagasta – y… ¿por qué no Felipe González?- hasta que las gentes de su propio bando –consejeros nacionales del Movimiento y procuradores en Cortes- dieron un portazo a su plan de reformas y precipitaron su caída.
Presumiendo ocupar el centro, el nombramiento de Suárez al frente de un gobierno con predominio “demócrata-cristiano” y la irrupción de la izquierda lo desplazaron al lugar de donde procedía, la derecha de la derecha, en una singular alianza con el tecnócrata Laureano López Rodó, la todavía joven promesa del Movimiento Nacional, Cruz Martínez Esteruelas, y demás importantes cerebros de las variadas familias del régimen recién fenecido.
“Pero, hombre, cómo te has aliado con Fraga”, preguntó el rey a Gonzalo Fernández de la Mora, otro cerebro, “ni en Londres le han quitado el pelo de la dehesa”. Solo el colapso de Alianza Popular, nombre de lo que podía pasar por una santa alianza en defensa de la tradición, empezó a quitárselo, el pelo de la dehesa, quiero decir. Porque en las Cortes finalmente Constituyentes, y tras presentar en sociedad a Santiago Carrillo, Fraga comenzó a actuar como un demócrata después de la democracia. Participó activamente en la elaboración de la Constitución, aunque se opuso con su probada tenacidad, por “peligrosísima”, a la introducción de “nacionalidades” en el texto constitucional; y contempló sin melancolía la defección de sus antiguos aliados, que le permitió a él, en una nueva coalición con antiguos compañeros de gobierno como Osorio y Areilza, iniciar un lento desplazamiento hacia el centro.
El naufragio de UCD hizo el resto. Sin verdaderos enemigos a su derecha, Fraga procedió a fabricar el último invento de su larga vida política por ver si podía quedarse con todo el centro. Lo bautizó como “mayoría natural”, que venía a cumplir en su estrategia la función antes asignada al “franquismo sociológico”. Solo que esa mayoría, por avatares de la historia, ceguera de advenedizos y astucia de sus adversarios, se redujo de pronto a “la oposición”, con un infranqueable techo electoral situado en las alturas del 25 por ciento. No más, tampoco menos, insuficiente en todo caso para afirmarse como alternativa del poder socialista que, por su parte, lo trató con toda clase de miramientos. El Estado le cabía en la cabeza, dijo de él famosamente Felipe González, que al final resultó ser el auténtico Cánovas, dejando para Manuel Fraga el dudoso honor de eterno aspirante a Sagasta.
[Con ligeras variantes, este texto fue publicado en El País, 16 de enero de 2012]
¿Admite un gran monumento, construido para celebrar un determinado acontecimiento, ser "resignificado" medio siglo después para que signifique otra cosa? El grupo de expertos que ha elaborado un informe sobre el futuro del Valle de los caídos cree que sí; en mi opinión es que no.
El 25 de enero de 1942 realizó el general Franco una visita a la abadía benedictina de Montserrat. Allí, el abad mitrado, Antoni Maria Marcet, rodeado de obispos y superiores de órdenes religiosas, lo recibió como "instrumento de la Providencia", agradeciendo a sus ejércitos, victoriosos "contra la furia de sus enemigos", la devolución a los monjes de "sus templos y hogares y con ellos el ejercicio de los derechos de cristianos y españoles". Franco, entronizado en la basílica bajo palio y en loor de multitud, recordó la Cruzada y mostró su alegría por haber liberado "a España de las hordas rojas".
De nuevo bajo palio, de nuevo rodeado de cardenales, obispos y monjes, de nuevo en loor de multitud, el 1 de abril de 1959, Franco visitó otra abadía benedictina, recién construida en roca viva, bajo una cruz colosal erigida a la memoria de los caídos en la Cruzada. Allí, ante otro abad mitrado, Justo Pérez de Urgel, y su ilustre y nutrida audiencia, sentenció una vez más: "La anti-España fue vencida y derrotada".
Y ahora, tantas décadas después de tan gloriosas efemérides, una comisión de expertos propone a un gobierno en funciones, incapaz de resolver por sí mismo el futuro de aquel horror de monumento, que negocie con la Iglesia católica el traslado del cadáver del general allí enterrado, de manera que se proceda a "resignificar" todo el conjunto monumental como lugar de reconciliación y de memorias compartidas. Donde los fundadores erigieron un monumento a la gloria de los que dieron su vida por Dios y por España, los expertos, previo el obligado trabajo de resignificación, quieren fundar, "sin destruir ni cambiar nada", un Memorial a las víctimas de "los dos bandos".
¿Puede dotarse a una gigantesca cruz sobre una enorme basílica de un significado no ya distinto sino contrario a lo que en sí misma significa? ¿Cabe la "relectura" de un monumento extrayendo de él un sentido contrario al que se deriva de su texto en piedra? Los expertos dicen que sí, porque "como no son las piezas, los soportes, quienes poseen la fuerza comunicativa sino el relato que emana de su fundación, lo que procede es un discurso que desvele el significado global del proyecto". O sea, las piezas y sus soportes, la colosal cruz y la basílica, son mudas, no dicen nada; lo que importa no es lo que en sí mismas significan, sino el relato que acompañó su fundación. Cambiemos, pues, de relato, y cambiará el significado del monumento.
No será "empresa fácil", escriben, y por eso proponen abordar esa resignificación del Valle "de una manera global", con una "actuación integral" que proporcione a los visitantes la relectura completa del conjunto monumental. Para lograrlo, los expertos sugieren la construcción de un Centro de Interpretación, situado a la entrada de la basílica, de la que se habrá retirado el cadáver del general Franco. El visitante, antes de entrar en lugar sagrado, habrá de tomar una especie de ducha laica, impartida en el Centro, de la que saldrá empapado de relectura y de resignificado. Y ¿quiénes serán los que impartan esa relectura, quiénes serán los muñidores de la resignificación? De eso nada se dice, pero es curioso que encarguen la tarea de resignificación a un centro oficial que necesariamente habrá de estar bajo control del Estado.
Dejando aparte discusiones teóricas sobre los límites de la interpretación y representación del pasado -ni aunque se arrepintieran todos los nazis se podría nunca reinterpretar Auschwitz como lugar de reconciliación- una cosa es clara en esta propuesta: los estragos que han provocado las amenidades posmodernas cuando reducen la realidad, pasada o presente, a mera construcción discursiva. Pues por mucha relectura y mucha resignificación que caiga sobre sus piedras, el Valle de los Caídos nunca será un monumento a la reconciliación ni un lugar de memorias compartidas. Es el monumento erigido al triunfo de la Nación Católica por un dictador, tras una devastadora guerra civil, resignificada, ella sí, como Cruzada en el relato mítico de los obispos. Eso fue en su origen, eso era a la muerte del dictador, eso es hoy, y eso será siempre que, bajo la sombra y el peso de la cruz, se mantenga en pie la abadía y no se derrumbe la basílica.
Hay, con todo, en el informe un motivo de esperanza para el futuro: el conjunto amenaza ruina y serán necesarios millones de euros para taponar las filtraciones de agua en la basílica y rehabilitar el deterioro de los grupos escultóricos. Dejemos, pues, que la madre naturaleza siga su curso y resignifique por sí sola como campos de soledad, mustio collado, todo el conjunto monumental. Abandonemos, con o sin Franco en su tumba, aquellos parajes a las nieves del invierno y a los soles del verano hasta que surja otro poeta que cante:
"Este llano fue plaza, allí fue templo […] Mira mármoles y arcos destrozados / mira estatuas soberbias que violenta / Némesis derribó, yacer tendidas / y ya en alto silencio sepultados / sus dueños celebrados..."
Nunca lucirá más hermoso que en sus ruinas el Valle de los Caídos.
Publicado en El País, 11 de diciembre de 2011
De nuevo bajo palio, de nuevo rodeado de cardenales, obispos y monjes, de nuevo en loor de multitud, el 1 de abril de 1959, Franco visitó otra abadía benedictina, recién construida en roca viva, bajo una cruz colosal erigida a la memoria de los caídos en la Cruzada. Allí, ante otro abad mitrado, Justo Pérez de Urgel, y su ilustre y nutrida audiencia, sentenció una vez más: "La anti-España fue vencida y derrotada".
Y ahora, tantas décadas después de tan gloriosas efemérides, una comisión de expertos propone a un gobierno en funciones, incapaz de resolver por sí mismo el futuro de aquel horror de monumento, que negocie con la Iglesia católica el traslado del cadáver del general allí enterrado, de manera que se proceda a "resignificar" todo el conjunto monumental como lugar de reconciliación y de memorias compartidas. Donde los fundadores erigieron un monumento a la gloria de los que dieron su vida por Dios y por España, los expertos, previo el obligado trabajo de resignificación, quieren fundar, "sin destruir ni cambiar nada", un Memorial a las víctimas de "los dos bandos".
¿Puede dotarse a una gigantesca cruz sobre una enorme basílica de un significado no ya distinto sino contrario a lo que en sí misma significa? ¿Cabe la "relectura" de un monumento extrayendo de él un sentido contrario al que se deriva de su texto en piedra? Los expertos dicen que sí, porque "como no son las piezas, los soportes, quienes poseen la fuerza comunicativa sino el relato que emana de su fundación, lo que procede es un discurso que desvele el significado global del proyecto". O sea, las piezas y sus soportes, la colosal cruz y la basílica, son mudas, no dicen nada; lo que importa no es lo que en sí mismas significan, sino el relato que acompañó su fundación. Cambiemos, pues, de relato, y cambiará el significado del monumento.
No será "empresa fácil", escriben, y por eso proponen abordar esa resignificación del Valle "de una manera global", con una "actuación integral" que proporcione a los visitantes la relectura completa del conjunto monumental. Para lograrlo, los expertos sugieren la construcción de un Centro de Interpretación, situado a la entrada de la basílica, de la que se habrá retirado el cadáver del general Franco. El visitante, antes de entrar en lugar sagrado, habrá de tomar una especie de ducha laica, impartida en el Centro, de la que saldrá empapado de relectura y de resignificado. Y ¿quiénes serán los que impartan esa relectura, quiénes serán los muñidores de la resignificación? De eso nada se dice, pero es curioso que encarguen la tarea de resignificación a un centro oficial que necesariamente habrá de estar bajo control del Estado.
Dejando aparte discusiones teóricas sobre los límites de la interpretación y representación del pasado -ni aunque se arrepintieran todos los nazis se podría nunca reinterpretar Auschwitz como lugar de reconciliación- una cosa es clara en esta propuesta: los estragos que han provocado las amenidades posmodernas cuando reducen la realidad, pasada o presente, a mera construcción discursiva. Pues por mucha relectura y mucha resignificación que caiga sobre sus piedras, el Valle de los Caídos nunca será un monumento a la reconciliación ni un lugar de memorias compartidas. Es el monumento erigido al triunfo de la Nación Católica por un dictador, tras una devastadora guerra civil, resignificada, ella sí, como Cruzada en el relato mítico de los obispos. Eso fue en su origen, eso era a la muerte del dictador, eso es hoy, y eso será siempre que, bajo la sombra y el peso de la cruz, se mantenga en pie la abadía y no se derrumbe la basílica.
Hay, con todo, en el informe un motivo de esperanza para el futuro: el conjunto amenaza ruina y serán necesarios millones de euros para taponar las filtraciones de agua en la basílica y rehabilitar el deterioro de los grupos escultóricos. Dejemos, pues, que la madre naturaleza siga su curso y resignifique por sí sola como campos de soledad, mustio collado, todo el conjunto monumental. Abandonemos, con o sin Franco en su tumba, aquellos parajes a las nieves del invierno y a los soles del verano hasta que surja otro poeta que cante:
"Este llano fue plaza, allí fue templo […] Mira mármoles y arcos destrozados / mira estatuas soberbias que violenta / Némesis derribó, yacer tendidas / y ya en alto silencio sepultados / sus dueños celebrados..."
Nunca lucirá más hermoso que en sus ruinas el Valle de los Caídos.
Publicado en El País, 11 de diciembre de 2011
MARTA CABALLERO | Publicado el 22/09/2011
Hoy se presenta 'La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá', con un homenaje a su protagonista en la Residencia de Estudiantes.
A Santos Juliá le ha sucedido una cosa inaudita. Tanto se ha afanado a lo largo de su vida en estudiar la historia de la España del siglo XX que, al final, se ha convertido en parte de ella. Su mirada, la del historiador, la del columnista, la del profesor, ha sido ahora convertida en materia de estudio, a través del viaje por su obra que han convocado José Álvarez Junco y Mercedes Cabrera, y en el que escriben colegas como José Carlos Mainer, Joaquín Estefanía, Jorge M. Reverte, Manuel Pérez Ledesma... Algo abrumado y aún sorprendido, se ha dado cuenta al leerse en La mirada del historiador (Taurus) de lo mucho que ha trabajado y de su esfuerzo constante por entender la Historia de un siglo que, comprueba, también es la de su vida.
Pregunta.-Usted mismo se ha convertido en materia de estudio histórico. ¿Cómo se siente?
Respuesta.-Cumplí la edad de la jubilación el año pasado y estos amigos y colegas me dijeron que lo harían, pero no conocía nada del contenido del libro ni de los autores, ha sido una sorpresa. Uno se ve con ojos diferentes a los que le ven los demás. Me sorprende positivamente lo que dicen y el tono general, sobre todo cuando se han detenido en un asunto de debate entre historiadores. El resultado en historia siempre es un debate, nadie alcanza nunca la verdad.
P.-Viéndose retratado, ¿Cuál ha sido su Historia como historiador?
R.-A mí lo que me ha interesado es entender el siglo XX en España. No domino ni la edad moderna ni la media y no soy historiador de origen, cursé Sociología, pero me interesó desde joven el siglo XX, especialmente el tiempo de la República como un tiempo de gran expectativa que termina en una absoluta devastación. Posteriormente amplié mis intereses hacia el franquismo y la transición. No cabe duda de que, a medida que uno va trabajando, va matizando, modificando y completando sus puntos de vista. Ahora me doy cuenta de todo lo que he trabajado, nunca había hecho un balance, y veo que esos intereses que he tenido corresponde a los problemas de nuestro tiempo. Por ejemplo, por qué la constitución de un estado democrático fue tan complicada en España o por qué no pudo consolidarse la Republica. Problemas que también son parte de mi biografía, sobre todo a partir de mediados de los años 50, con el encuentro de gentes que proceden del lado de vencedores con gentes que viene del lado de los vencidos, con el movimiento obrero y estudiantil de los sesenta...
P.-A lo largo de su trayectoria ha abordado, como dice, distintos puntos álgidos de la Historia del siglo pasado en España. Pero, ¿cuál es su gran tema?
R.-Como señalan mis colegas en el libro, no he me he dedicado a un único tema. Mis primeros trabajos abordaron la historia del socialismo en España, también he dedicado mucho tiempo a la historia de la ciudad de Madrid en los siglos XIX y XX; sobre ella hice mi tesis. He vuelto de manera reiterada a Manuel Azaña, hasta escribir su biografía completa, de la cuna a la tumba. Y desde finales de la década pasada a la presente otro tema ha sido el de los intelectuales en la España contemporánea, para terminar dando algunas vueltas a la relación entre historia y memoria. En fin, una parte de la gimnasia del historiador es no encerrarse en una sola cuestión. He hecho biografía, historia política, de un partido, de una ciudad, de un sector social como son los intelectuales y finalmente cuestiones de teoría de la Historia. Como recomendaba don Ramón Carande, he procurado no aburrirme, hay que mantener siempre viva la curiosidad y, añadiría yo, la pasión por el pasado.
P.-Peliagudo y muy mancillado el tema de la Memoria Histórica. ¿Son adecuados sus acepciones y sus usos?
R.-No es un asunto que se pueda abordar de un brochazo. Cuando hay pasados conflictivos o traumáticos que afectan a amplios sectores de la sociedad, las memorias de esos pasados son memorias conflictivas. Una de las tareas de las sociedades democráticas es enfrentarse a todo el pasado, no erigir una memoria como la Memoria, sino procurar que todas las memorias tengan espacio para manifestarse y convivir. En esa tarea los historiadores tendríamos que cumplir el trabajo propio de nuestro oficio: que todo el pasado se conozca. No el de uno, como tiende a ser la materia de la memoria, sino el de todos, porque eso es lo que permite, no que las heridas se cierren, como se dice con esas metáforas que no dan cuenta de qué realmente se trata, sino que el conocimiento de todo el pasado extienda en la sociedad un tipo de conciencia histórica que posibilita que todas las memorias puedan convivir. Otro asunto es cuando se hace un uso político del pasado en función de políticas del presente. Cuando esto ocurre, se selecciona aquello que interesa para la acción presente dejando lo demás en el olvido y esto crea una distorsión que la gente de mi generación vivió a fondo, porque el pasado se nos contó por los que tenían poder, lo que impedía que se nos contaran otros pasados. La política no puede erigir un relato en canónico o imponer una visión.
P.-Si no una visión, desde luego la Memoria aquí se refiere a un pasado muy concreto. ¿Se atrevería a ser optimista y pensar que esto podrá mejorar en un futuro?
R.-Sí, porque los historiadores han trabajado mucho estos años. En la medida en que no se intente hacer uso del pasado para fines políticos del presente, creo que siempre estará ahí, y no porque tengamos que convivir con él, sino porque eso es lo que define a una sociedad democrática.
P.-¿Es capaz de quitarse sus gafas de historiador para mirar al presente con otro cristal a la hora de escribir sus columnas?
R.-El análisis de la política y de la sociedad del pasado constituye una especie de depósito, un bagaje. No hay rupturas, la historia es más continuidad de lo que parece. Entonces a mí lo que me interesa en la escritura de columnas es plantear desde un fondo histórico las cuestiones que se plantean en el presente. Hay problemas nuevas, claro, y hay que analizarlos en sí mismos. Pero el ejercicio del análisis de la sociedad y la política como un flujo, como un río, te permite contemplar el presente con los ojos del historiador interesado por el tiempo que vive, de quien ha ido al pasado para poder analizar e intentar comprender el presente.
P.-Le he preguntado por su faceta de historiador y por la de columnista. Todavía hoy es profesor y aún pertenece a uno de los sectores más desgraciadamente de actualidad estos días, el de la enseñanza. ¿Se lleva las manos a la cabeza?
R.-Mirando históricamente la Educación en España, el esfuerzo y los recursos que se han empleado en la Enseñanza Pública han cambiado radicalmente la realidad social española de arriba abajo en los últimos treinta años. Creo que Julio Carabaña acierta cuando relativiza los resultados de los informes PISA y las voces catastrofistas. Pero lo que ahora ocurre es quelo que se había conseguido, invertir la relación entre la dimensión de la enseñanza pública y la privada, se está reinvirtiendo de nuevo. Cuando cursé el Bachillerato en el Instituto San Isidoro, había en Sevilla dos centros públicos de secundaria, pero estaban los maristas, los escolapios, los jesuitas, los salesianos.... El mapa escolar era resultado de un abandono total de la enseñanza pública y de su entrega a órdenes religiosas. Esa relación se fue invirtiendo hasta llegar a un 70 por ciento de pública y un 30 por ciento de privada a finales de siglo. Hoy veo en la Comunidad de Madrid que los centros de enseñanza privada (la mayoría concertados, o sea, financiados por el Estado) vuelven a superar a los de la pública. Esto no se explica si no hay una política que favorece a los centros privados en detrimento de los públicos y me parece gravísimo. Eso sí es preocupante y más preocupante aún es el desprecio a la enseñanza pública que ha mostrado la presidenta de la Comunidad de Madrid, ese tono desdeñoso hacia los profesores de la pública, muy indicativo de esta realidad de la que hablo.
[Entrevista publicada en El Cultural Digital. He introducido ligeras correcciones sintácticas y aclarado algún punto de la versión original]
Pregunta.-Usted mismo se ha convertido en materia de estudio histórico. ¿Cómo se siente?
Respuesta.-Cumplí la edad de la jubilación el año pasado y estos amigos y colegas me dijeron que lo harían, pero no conocía nada del contenido del libro ni de los autores, ha sido una sorpresa. Uno se ve con ojos diferentes a los que le ven los demás. Me sorprende positivamente lo que dicen y el tono general, sobre todo cuando se han detenido en un asunto de debate entre historiadores. El resultado en historia siempre es un debate, nadie alcanza nunca la verdad.
P.-Viéndose retratado, ¿Cuál ha sido su Historia como historiador?
R.-A mí lo que me ha interesado es entender el siglo XX en España. No domino ni la edad moderna ni la media y no soy historiador de origen, cursé Sociología, pero me interesó desde joven el siglo XX, especialmente el tiempo de la República como un tiempo de gran expectativa que termina en una absoluta devastación. Posteriormente amplié mis intereses hacia el franquismo y la transición. No cabe duda de que, a medida que uno va trabajando, va matizando, modificando y completando sus puntos de vista. Ahora me doy cuenta de todo lo que he trabajado, nunca había hecho un balance, y veo que esos intereses que he tenido corresponde a los problemas de nuestro tiempo. Por ejemplo, por qué la constitución de un estado democrático fue tan complicada en España o por qué no pudo consolidarse la Republica. Problemas que también son parte de mi biografía, sobre todo a partir de mediados de los años 50, con el encuentro de gentes que proceden del lado de vencedores con gentes que viene del lado de los vencidos, con el movimiento obrero y estudiantil de los sesenta...
P.-A lo largo de su trayectoria ha abordado, como dice, distintos puntos álgidos de la Historia del siglo pasado en España. Pero, ¿cuál es su gran tema?
R.-Como señalan mis colegas en el libro, no he me he dedicado a un único tema. Mis primeros trabajos abordaron la historia del socialismo en España, también he dedicado mucho tiempo a la historia de la ciudad de Madrid en los siglos XIX y XX; sobre ella hice mi tesis. He vuelto de manera reiterada a Manuel Azaña, hasta escribir su biografía completa, de la cuna a la tumba. Y desde finales de la década pasada a la presente otro tema ha sido el de los intelectuales en la España contemporánea, para terminar dando algunas vueltas a la relación entre historia y memoria. En fin, una parte de la gimnasia del historiador es no encerrarse en una sola cuestión. He hecho biografía, historia política, de un partido, de una ciudad, de un sector social como son los intelectuales y finalmente cuestiones de teoría de la Historia. Como recomendaba don Ramón Carande, he procurado no aburrirme, hay que mantener siempre viva la curiosidad y, añadiría yo, la pasión por el pasado.
P.-Peliagudo y muy mancillado el tema de la Memoria Histórica. ¿Son adecuados sus acepciones y sus usos?
R.-No es un asunto que se pueda abordar de un brochazo. Cuando hay pasados conflictivos o traumáticos que afectan a amplios sectores de la sociedad, las memorias de esos pasados son memorias conflictivas. Una de las tareas de las sociedades democráticas es enfrentarse a todo el pasado, no erigir una memoria como la Memoria, sino procurar que todas las memorias tengan espacio para manifestarse y convivir. En esa tarea los historiadores tendríamos que cumplir el trabajo propio de nuestro oficio: que todo el pasado se conozca. No el de uno, como tiende a ser la materia de la memoria, sino el de todos, porque eso es lo que permite, no que las heridas se cierren, como se dice con esas metáforas que no dan cuenta de qué realmente se trata, sino que el conocimiento de todo el pasado extienda en la sociedad un tipo de conciencia histórica que posibilita que todas las memorias puedan convivir. Otro asunto es cuando se hace un uso político del pasado en función de políticas del presente. Cuando esto ocurre, se selecciona aquello que interesa para la acción presente dejando lo demás en el olvido y esto crea una distorsión que la gente de mi generación vivió a fondo, porque el pasado se nos contó por los que tenían poder, lo que impedía que se nos contaran otros pasados. La política no puede erigir un relato en canónico o imponer una visión.
P.-Si no una visión, desde luego la Memoria aquí se refiere a un pasado muy concreto. ¿Se atrevería a ser optimista y pensar que esto podrá mejorar en un futuro?
R.-Sí, porque los historiadores han trabajado mucho estos años. En la medida en que no se intente hacer uso del pasado para fines políticos del presente, creo que siempre estará ahí, y no porque tengamos que convivir con él, sino porque eso es lo que define a una sociedad democrática.
P.-¿Es capaz de quitarse sus gafas de historiador para mirar al presente con otro cristal a la hora de escribir sus columnas?
R.-El análisis de la política y de la sociedad del pasado constituye una especie de depósito, un bagaje. No hay rupturas, la historia es más continuidad de lo que parece. Entonces a mí lo que me interesa en la escritura de columnas es plantear desde un fondo histórico las cuestiones que se plantean en el presente. Hay problemas nuevas, claro, y hay que analizarlos en sí mismos. Pero el ejercicio del análisis de la sociedad y la política como un flujo, como un río, te permite contemplar el presente con los ojos del historiador interesado por el tiempo que vive, de quien ha ido al pasado para poder analizar e intentar comprender el presente.
P.-Le he preguntado por su faceta de historiador y por la de columnista. Todavía hoy es profesor y aún pertenece a uno de los sectores más desgraciadamente de actualidad estos días, el de la enseñanza. ¿Se lleva las manos a la cabeza?
R.-Mirando históricamente la Educación en España, el esfuerzo y los recursos que se han empleado en la Enseñanza Pública han cambiado radicalmente la realidad social española de arriba abajo en los últimos treinta años. Creo que Julio Carabaña acierta cuando relativiza los resultados de los informes PISA y las voces catastrofistas. Pero lo que ahora ocurre es quelo que se había conseguido, invertir la relación entre la dimensión de la enseñanza pública y la privada, se está reinvirtiendo de nuevo. Cuando cursé el Bachillerato en el Instituto San Isidoro, había en Sevilla dos centros públicos de secundaria, pero estaban los maristas, los escolapios, los jesuitas, los salesianos.... El mapa escolar era resultado de un abandono total de la enseñanza pública y de su entrega a órdenes religiosas. Esa relación se fue invirtiendo hasta llegar a un 70 por ciento de pública y un 30 por ciento de privada a finales de siglo. Hoy veo en la Comunidad de Madrid que los centros de enseñanza privada (la mayoría concertados, o sea, financiados por el Estado) vuelven a superar a los de la pública. Esto no se explica si no hay una política que favorece a los centros privados en detrimento de los públicos y me parece gravísimo. Eso sí es preocupante y más preocupante aún es el desprecio a la enseñanza pública que ha mostrado la presidenta de la Comunidad de Madrid, ese tono desdeñoso hacia los profesores de la pública, muy indicativo de esta realidad de la que hablo.
[Entrevista publicada en El Cultural Digital. He introducido ligeras correcciones sintácticas y aclarado algún punto de la versión original]
Editado por
Santos Juliá
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.
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