Debajo del pruno, que estaba en el jardín, tenía su casita, escondida en medio de las raíces, una pequeña y tímida oruga. Cada día, cuando salía el sol, y cuando todos los que vivían alrededor de aquel lugar se despertaban, con los trinos de los madrugadores pájaros, nuestra amiga asomaba su cabecita por un pequeño orificio hecho en la tierra y tapado con las hojas que del árbol se iban cayendo, unas hojas que alfombraban de rojo el suelo.
Nuestra amiga oruga, cada vez que se asomaba a la puertita de su casa descubría asombrada alguna cosa nueva que le hacía pensar que el mundo exterior era inmenso, y que estaba lleno de maravillas: le sorprendía los colores de las flores, las gotas de rocío que se acumulaban en las superficies de las hojas, los diferentes trinos de los pájaros, la laboriosidad de las hormigas.
En fin, todo lo que su vista podía alcanzar a ver le atraía, le entusiasmaba, y le hacía pensar que había mucho más que ella no podría conocer nunca porque era pequeña y estaba pegada al suelo, pues su cuerpo sólo lo podía levantar unos centímetros cuando se apoyaba en sus patas traseras.
Celia, que así le llamaban sus amigas, sentía en su interior una gran inquietud, un fuerte cosquilleo, una impaciencia porque su vida fuera diferente. ¡Cuánto le gustaría a ella ser un pájaro! Por eso, la oruguita, a pesar de vivir en un lugar tan especial, y tener una casa tan acogedora, muchas veces tenía ganas de llorar porque no podía acercarse a las flores para sentir la suavidad de sus pétalos o percibir de cerca su aroma, y otras, deseaba ser una hoja seca para que el viento la arrastrase y poder así viajar a lugares lejanos.
Así se sentía nuestra amiga, hasta que un buen día decidió que ya no iba a lamentarse más: se preparó un pequeño hatillo con algo de comida y decidió salir a conocer el mundo. Abrió la puerta de su casa y dirigió sus pasos hacia el campo que parecía llamarle.
Pero la verdad es que de pronto se paró en seco, la voz de su abuela le resonó en su cabecita: ¿a dónde vas tan deprisa?, oyó que le decía la voz familiar. Aquella pregunta le hizo recordar a Celia lo que un día le había dicho su abuela: “Cuándo vayas a emprender un camino no lo hagas a la ligera, no elijas el primero que se te ocurra, tómate un tiempo para pensar qué es lo que quieres, qué es lo que buscas”.
Así que se volvió para atrás y se metió en su pequeña casita a planear mejor su aventura. Sintió frío, un frío muy intenso, pensó que no era normal, así que se acercó al arcón donde guardaba todo lo que había heredado de sus abuelas y encontró un enorme y hermoso chal blanco que sus antepasadas habían tejido con un bello hilo de seda. ¡Qué calentita estaba! También se sentía muy segura dentro de aquel precioso abrigo. Así que gozando de las sensaciones que le producía, se puso a pensar mejor su proyecto y se quedó dormida sin darse cuenta.
Cuando se despertó sintió una necesidad irrefrenable de estirarse. ¿Tanto tiempo había estado dormida? Sacó su cabecita de entre los pliegues del chal y vio que estaba amaneciendo. Poco a poco se fue liberando de la envoltura blanca y pudo salir completamente al exterior.
Una extraña sensación le recorría su cuerpo, algo pasaba. De pronto sintió que al estirarse unos largos y flacos pies surgieron por arte de magia desde su cuerpo que ya no era verde. ¿Qué me sucede? Se preguntó con sorpresa por lo que veía y sentía. Su cuerpo había cambiado, se había transformado y no lo reconocía. Al mirarse en el agua del charco, que había dejado el rocío en la puerta de su casita, dio un fuerte grito, de sus costados salían, además, unas enormes alas multicolores que se movían sin parar.
¿Qué había pasado?
Durante el sueño, Celia se había transformado en una mariposa, como las que ella veía desde la ventanita de su hogar. No era un pájaro, como alguna vez deseó, sino una hermosísima mariposa. Pensó que la transformación que había experimentado era una realidad mejor que la que ella había soñado. Sus alas eran de colores, de los colores de las flores del jardín donde estaba su pruno, y como era una soñadora incansable imaginó que se había convertido en una flor que volaba.
FIN