Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como ye he indicado, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego no sólo creó un libro que se podía usar en las ceremonias religiosas, o como norma jurídica de una comunidad política (griego políteuma) dentro de otra, sino que fue también la base para un nuevo despertar de la teología judía dentro de un ámbito cultural nuevo, e hizo posible que los fermentos para una renovación de diversos temas religiosos, ya presentes en ocasiones en la tradición de Israel, se desarrollaran dentro de los horizontes de la cultura y religiosidad del helenismo. Téngase en cuenta que la "teoría" y práctica de la traducción en ciertos sectores de la Antigüedad era muy curiosa para una mentalidad moderna. Si se trataba de una versión por escrito, se tendía a la literalidad servil; pero si tratada de una versión oral (como en la sinagoga, se hacían pequeñas paráfrasis o, en caso, omisiones. Estos dos fenómenos, bien estudiados, nos dan la pista de la mentalidad teológica subyacente de quien parafrasea u omite. Y, finalmente, a veces la versión escrita podía contaminarse de esta tendencia a la acomodación y actualización. Esto es precisamente lo que ocurre a menudo en los Setenta. En este sentido los LXX son el testimonio más preclaro de la helenización del judaísmo. Gracias a la terminología abstracta del griego, los contenidos bíblicos pudieron presentarse con una nueva luz y, a la inversa, el nuevo texto griego bíblico comenzó a ampliar y transformar el mundo de las nociones abstractas griegas de cuantos con él se familiarizaban. Precisamente por ello es importante plantearse la cuestión de si este fenómeno de la traducción de la Biblia hebrea al griego representó una cierta acomodación, o no a veces, sino un rechazo, a la mentalidad de la lengua receptora, la helénica. Si la contestación es positiva, hay que preguntarse en qué grado se llevó a cabo esta “helenización”. Responder a estas preguntas no es en absoluto tarea fácil, pues definir el grado de helenización de un libro bíblico, ya sea una traducción del hebreo, ya haya sido compuesto originalmente en griego, es bastante complicado: “No siempre se puede distinguir lo que pertenece a unas técnicas concretas de traducción y está condicionado por las diversas estructuras de las dos lenguas, de las modificaciones que se deben a las exigencias teológicas del traductor” (N. Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Editorial del Consejo Superior de Investigaciones científicas, Madrid, 1979; 2ª edic. 1989, 304. Recientemente tienden algunos investigadores a opinar que la posible “helenización” de los Setenta es una mera cuestión formal: la expresión es griega, se argumenta, pero el contenido no ha variado, sigue siendo hebreo; es tan profundamente judío que lo único que importa es la consideración de los LXX no como una versión de unos textos transida de espíritu griego, sino como eslabón entre la revelación del Antiguo Testamento en su lengua original por una parte y el testimonio del Nuevo Testamento por otra. Pero esta perspectiva no es propia de una historia de la literatura. Por ello, no es conveniente dejar de lado la cuestión de la posible influencia de la mentalidad transmitida por la lengua helénica en el moldeamiento de la mentalidad propia de la versión de un corpus de escritos que fue tan trascendental para muchas personas. Tal influjo pudo darse por el simple hecho de que se trata de una traslación entre lenguas muy dispares. Traducir es una empresa casi imposible si se procura una perfección absoluta, y especialmente lo es el paso de una lengua semita a otra indoeuropea, como ya lo notó en su momento (132 a.C.) el nieto de Ben Sira al confeccionar la versión al griego de la obra de su abuelo compuesta en hebreo (Eclesiástico, Prólogo, 20). Los vocablos de esos dos sistemas de comprensión del mundo tan distintos, el hebreo y el griego, casi nunca conllevan la misma constelación semántica, por lo que las palabras de la Escritura hebrea al trasladarse al griego perdieron una serie de asociaciones y en parte ganaron otras, mientras que —al mismo tiempo— los términos griegos utilizados en la traducción pudieron adquirir algo del valor de las palabras hebreas que representan. Esta afirmación no significa, sin embargo, caer aquí en las exageraciones de algunos (por ejemplo, T. Boman) cuando contrastan de manera implacable las dos maneras de pensar, la hebrea y la griega, estableciendo la casi imposibilidad de un puente entre ambas, por lo que la traducción necesariamente implicaría una “desviación”..., en este caso “helenización” en sentido peyorativo. Tal postura es exagerada. La versión de un sistema lingüístico a otro es siempre posible, porque lo que se traducen son conceptos no palabras. Aunque en ciertos casos alcanzar un grado notable de satisfacción con ese trabajo sea mucho más difícil que en otros. En el caso del hebreo al griego esa dificultad es un acicate para estudiar qué posibles alteraciones, y en qué sentido, se produjeron. Es preciso insistir en una observación importante. La versión de los LXX no puede considerarse de una manera simplista como una mera traducción de un texto hebreo siempre firmemente fijado e igual al que se posee hoy día. Cualquier persona mínimamente introducida en este tema señalaría en seguida que esta consideración sería una superficialidad y un dislate. El texto hebreo en la época no era fijo, sino fluido. Cuando el texto de los LXX y el hebreo que hoy suele imprimirse son discordantes, no siempre nos encontramos con una “desviación” o un “error” de traducción de los LXX, sino que en muchos casos se trata de la versión correcta por parte de los anónimos traductores de una base hebrea distinta a la nuestra. Y esto es en verdad sensacional. Los recientes descubrimientos de los Manuscritos del Mar Muerto, con sus múltiples libros bíblicos hebreos que presentan un texto bastante diferente del que luego sería canonizado y que coincide en muchos casos con el hebreo que subyace a los LXX, son un perenne aviso de que el valor de Septuaginta no es siempre el de enmendar o corregir el texto hebreo que hoy leemos, o de que la versión griega es un monumento a la incompetencia de los traductores antiguos, sino el testigo de un texto hebreo diferente. Así pues, en síntesis: aunque en algunos casos sean detectables ciertas deficiencias técnicas de los traductores, los LXX son ante todo, por una parte, un testimonio de un texto hebreo diverso, en muchos casos más antiguo y por lo menos tan venerable como el actual; y por otra, la representación de unas tradiciones teológicas peculiares propias del mundo de los traductores. Se ha argumentado, a propósito de las variaciones, o supresiones de pasajes, que muestran los LXX, por ejemplo en los libros de los Reyes (en el sentido de los LXX, que son cuatro: 1 2 Samuel; 1 2 Reyes = "1 2 3 4 Reyes") que la traducción griega pretendía expresamente eliminar ante los ojos de los griegos ciertos pasajes comprometidos en los que el pueblo elegido salía malparado. Pero no convence esta razón, ya que todas las supresiones de este estilo no responden a una lógica apologética consistente de este tenor. Más bien parece necesario admitir que las variaciones son por otro motivo --texto diferente, recensión diversa--más que por un afán apologético. Todas estas cuestiones son hoy del máximo interés y más para quienes estamos acometiendo la tarea de hacer una Biblia al español (La Biblia de San Millán; proyecto de cinco/seis años) que tenga en cuenta, en las notas, las variantes más importantes de los LXX, de modo que los lectores sean conscientes de que el texto de la Biblia en el siglo I era más fluido de lo que parece. Pasará por lo menos un siglo hasta que se "fije el texto" (es decir que se haga una edición crítica de las diferentes y posibles recensiones) que tenemos hoy a la vista. En realidad estamos en un momento importante, pero todavía perplejos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Domingo, 9 de Octubre 2011
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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